A través de esta colección se ofrece un canal de difusión para las investigaciones que se elaboran al interior de las universidades e instituciones de educación superior del país, partiendo de la convicción de que dicho quehacer intelectual sólo está completo y tiene razón de ser cuando se comparten sus resultados con la comunidad. El conocimiento como fin último no tiene sentido, su razón es hacer mejor la vida de las comunidades y del país en general, contribuyendo a que haya un intercambio de ideas que ayude a construir una sociedad informada y madura, mediante la discusión de las ideas en la que tengan cabida todos los ciudadanos.

Con la colección Pùblicahistórica se ponen al alcance del público interesado en el devenir de las culturas, textos novedosos en sus contenidos, en sus propuestas metodológicas o en las relaciones que encuentran entre los distintos sucesos, en los que se acrecienta y actualiza el conocimiento histórico desde la micro-región hasta el globo entero.

Títulos de la colección

1. Un dios y un reino para los indios. La rebelión indígena en Tutotepec, 1769

Raquel E. Güereca Durán

2. Las ciudades en las fases transitorias del mundo hispánico a los Estados nación: América y Europa (siglos XVI-XX)

José Miguel Delgado Barrado, Ludolf Pelizaeus y María Cristina Torales Pacheco (editores)

3. El maíz se sienta para platicar. Códices y formas de conocimiento nahua, más allá del mundo de los libros

Ana Díaz Álvarez

4. El Golfo de Fonseca como punto geoestratégico en Centroamérica. Origen histórico y evaluación del conflicto territorial del siglo XVI al XXI

Jazmín Benítez López

5. Cautivos del espejo de agua. Signos de ritualidad alrededor del manantial Hueytlíatl, Los Reyes, Coyoacán

Stan Declercq

6. Memorias de Buenaventura Vivó. Ministro de México en España durante los años 1853. 1854 y 1855

Raúl Figueroa Esquer

Este libro es producto del Proyecto “Globalización comercial, corporaciones y redes de negocios en Hispanoamérica en los siglos XVIII-XIX” financiado por CONACyT – SEP (Fondo Ciencia Básica) núm. CB-2011/168120

Todos los derechos reservados. Cualquier reproducción hecha sin consentimiento del editor se considerará ilícita. El infractor se hará acreedor a las sanciones establecidas en las leyes sobre la materia. Si desea reproducir contenido de la presente obra.

Primera edición en papel: septiembre 2017

Edición ePub: Enero 2018.

© 2017, Bonilla Artigas Editores S. A. de C. V.

Hermenegildo Galeana #111

col. Barrio del Niño Jesús, C. P. 14080

Ciudad de México

www.libreriabonilla.com.mx

D.R. © 2017 Universidad Nacional Autónoma de México,

Ciudad Universitaria,

Delegación Coyoacán, C. P. 04510

Ciudad de México.

ISBN: 978-607-8560-05-9 (Bonilla Artigas Editores)

ISBN: 978-607-02-9627-7 (UNAM)

ISBN ePub: 978-607-8560-43-1

Coordinación editorial: Bonilla Artigas Editores

Diseño editorial y de portada: Teresita Rodríguez Love y Mariana Guerrero del Cueto

Realización ePub: javierelo

Hecho en México.

 

Para Inés, por lo que es,

ha sido y será en mi vida

A las tres gracias de mi vida:

Ana, Mariana y Amalia

 

Construimos y construimos sin cesar,

pero la intuición continúa siendo algo bueno.

Mucho se puede sin ella, pero no todo. [...]

Cuando la intuición se une a la búsqueda exacta acelera el

progreso de ésta de manera sorprendente.

Y la exactitud, dotada de alas por la intuición,

suele tener la superioridad.

Paul Klee (1924)

Contenido

Presentación de Eric Van Young

Introducción

I. El giro historiográfico de la nueva historia económica de México. Una apreciación general

II. La organización regional del mercado interno novohispano: la economía de Guadalajara, 1770-1804

III. Mercado colonial, plata y moneda en el siglo XVIII novohispano: diálogo con Ruggiero Romano

IV. El nudo de los mercados y el Consulado: La feria de San Juan de los Lagos

V. El Consulado y la disputa por el control corporativo de las importaciones en el mercado interno novohispano

VI. El Consulado y los costos institucionales del mercado novohispano

VII. Antagonismo corporativo y relaciones de mercado: negocios y política en el Consulado, 1791-1811

VIII. Entre la modernidad institucional y la obediencia a la tradición, 1795-1818

IX. Redes de circulación y redes de negociantes en Guadalajara colonial

X. Mercancías globales y mercados locales: la circulación interior de “efectos de China” en Guadalajara

XI. Mercado global y corporaciones comerciales: los consulados de Guadalajara y Buenos Aires

XII. Orden, desorden y atraso: la originaria inestabilidad política y el tormentoso cambio institucional

Bibliografía citada

Índice de cuadros, gráficos y mapas

Sobre el autor

Presentación 1

Los ensayos de Antonio Ibarra, en este volumen, atestiguan que la historia económica latinoamericana está viva y pujante entre los historiadores en la propia América Latina. Se trata de textos interesantes en contenido, metodológicamente sofisticados y teóricamente cosmopolitas. A pesar de que su foco (o quizás, paradójicamente, por ello) está estrechamente centrado en los patrones e instituciones comerciales, estos trabajos iluminan un paisaje económico, social, político y cultural mucho más grande.

Conozco a Ibarra desde hace más de dos décadas. En este tiempo, él se ha convertido en uno de los académicos más prominentes de la historia económica de la colonia y del siglo XIX de México y la América española, y en uno de los líderes del campo de la historia económica en el mundo hispanoparlante. Mis propias incursiones tempranas en el archivo, como estudiante doctoral y después en mi primer libro, se centraron en la historia económica tardo colonial de Guadalajara, una ciudad a la que ambos queremos –él por nacimiento y familia, yo por un período de residencia, el nacimiento de mi hija allí a comienzos de los años setenta, y relaciones académicas continuadas– y a la que nos une la investigación. Por eso tengo especial simpatía por el tapatío-centrismo de estos ensayos.2

Los trabajos que reúne este volumen indagan empíricamente en el cre-cimiento de la propia ciudad, su desarrollo, su comercio, su esfera extendida de influencia, y las conexiones de larga distancia durante el siglo XVIII; la tardíamente fundada corporación de comerciantes y los consulados de la Nueva España de manera más general; y el lugar de la región de Guadalajara en la geografía económica del México borbónico. En una interesante discusión con el fallecido Ruggiero Romano, Ibarra expande sus intereses para incluir la historia monetaria en el México colonial; en otro ensayo abre una comparación entre los consulados de Guadalajara y Buenos Aires; y en un tercero, especula sobre la relación entre las instituciones políticas postindependencia y el atraso económico. Pero una de las grandes virtudes de los ensayos de Ibarra es que, más allá de su tratamiento de la propia Guadalajara, parte de ésta como un caso para ilustrar cuestiones más amplias, como he sugerido. Con esta ventaja examina sutilmente algunas cuestiones de interés fundamental en la historia económica del período, que se extiende aproximadamente entre 1750 y 1850 (lo que alguna vez referí como el “siglo de Brading”, siguiendo al historiador británico): la integración económica de la Nueva España en sus décadas crepusculares, los límites de las políticas de crecimiento pro-económico y los mecanismos extractivos modernizados desplegados por la monarquía borbónica, los esfuerzos del Antiguo Régimen para reacomodarse, la naturaleza de las redes sociales mercantiles, entre otros.3

El gran tema en todos estos ensayos sale a la superficie en ciertos puntos, pero a lo largo de buena parte del libro permanece más implícito que explícito: ¿qué significó la “modernización” en términos económicos (y hasta cierto grado sociales y políticos), cómo debía ser alcanzada, y cuáles fueron sus límites? Pero aunque infundidos con una perspectiva sociológica, en los ensayos los datos empíricos no son desplazados o abrumados por la teorización o la generalización incauta. Han sido extraídos laboriosamente de archivos mexicanos, argentinos y españoles, analizados con cuidado, desplegados e interpretados con elegancia. Esta profundidad de foco y elegancia no se materializan del aire, claro, sino que son los productos de una vida y mente altamente singulares. Y aunque a veces leemos la escritura histórica como si no hubiera sido escrita por nadie particular, puede ayudar a los lectores de este libro a apreciar mejor los ensayos si conocen más sobre su autor.

Habiendo ya avanzado hacia la “edad mediana” (aunque es difícil de creer mirando su aspecto), Antonio Ibarra sigue siendo un historiador hiperactivo, internacionalmente reconocido, conocido por su investigación más en el mundo hispano y francoparlante, es justo decirlo, que en el de los lectores anglófonos, salvo los más especializados (una situación que espero que cambie en los años venideros). Con el grado de licenciatura de su Universidad de Guadalajara, su ciudad natal, obtuvo una maestría en Economía en la UNAM en 1990, y el doctorado en Historia por El Colegio de México, en el 2000. Y aunque en México las fronteras de las disciplinas académicas involucradas en la escritura de la historia de su país se borran con frecuencia –en muchos casos, por ejemplo, es virtualmente imposible distinguir un antropólogo de un historiador– es interesante notar que su formación es sobre todo en economía y que enseña en una Facultad de Economía. Hizo un posdoctorado en el Center for U.S.-Mexican Studies de la Universidad de California, San Diego. Entre los mentores e interlocutores más importantes en su carrera se cuentan tres grandes historiadores: Carlos Sempat Assadourian, Enrique Semo, y Ruggiero Romano–. Ibarra ha enseñado en la UNAM por más de 30 años, y en ese tiempo ha contribuido a construir un robusto programa de Historia económica en el Programa de Posgrado de la Facultad de Economía. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores y de la Academia Mexicana de Ciencias, fue fundador y presidente (2005-2007) de la Asociación Mexicana de Historia Económica, y tiene relaciones profesionales y personales con académicos de Argentina, Colombia, España, los Estados Unidos y de otros países. En años recientes ha estado muy activo en la Unión de Universidades de América Latina y el Caribe (UDUAL).

Quizás el trabajo más conocido de Ibarra sea la versión más desarrollada de su tesis de maestría, La organización regional del mercado novohispano. La economía colonial de Guadalajara, 1770-1804 (2000). Debo decir, con espíritu de sinceramiento franco, que el libro es, en cierta medida, una refutación de mi propio trabajo sobre la economía regional de Guadalajara en el período colonial tardío. Como se refleja a detalle en varios de los ensayos de este volumen, su posición es que la economía regional era bastante abierta hacia el 1800, y estaba más involucrada en exportaciones que otras áreas de la Nueva España; mientras que la mía era que se trataba de una economía regional relativamente robusta pero más insular y menos conectada a otras regiones de lo que sostendría Ibarra. Nuestras diferencias son para discutir en otro momento, pero pueden verse ecos de nuestro diálogo en algunos de los capítulos en este libro.

Regresando al libro ya mencionado, los lectores que todavía no conocen este trabajo de Ibarra deberían buscarlo, porque es una especie de clásico en la literatura histórico-económica del tan estudiado período “tardocolonial”, mientras que aquellos que lo conocen encontrarán rápidamente una recapitulación de sus temas en muchos de los siguientes ensayos. Ibarra ha editado o coeditado muchos volúmenes, que tratan sobre todo de la historia económica del México tardocolonial y la temprana República, más particularmente sobre la institución del Consulado; también ha publicado innumerables ensayos, capítulos de libros y artículos en revistas. Lo que he mencionado es sólo una versión brutalmente sintetizada de su trayectoria académica y profesional, que apenas roza la superficie de sus actividades. En las siguientes páginas no voy a revisar o sintetizar sus hallazgos de manera sistemática, sino comentar algunas de las que –siento– son las cuestiones más importantes que plantean estos ensayos.

Uno de los caminos que Antonio Ibarra ha seguido durante su carrera es el del ensayo historiográfico, de los que hay un ejemplo en esta colección; esto es, un trabajo en el cual un historiador comenta y evalúa cuerpos de producciones históricas de otros académicos que están temáticamente relacionados.4 Esto implica lidiar con cuerpos de literatura relativamente grandes, identificando escuelas de trabajo, y rastreando genealogías, influencias mutuas y cambios en el uso de fuentes, metodología y abordaje teórico, en este caso sobre la historia económica. No todos los historiadores, incluso entre los mejores, están interesados en hacer este tipo de trabajo, aunque es una empresa importante, intelectualmente desafiante y que generalmente demanda mucho tiempo. Este tipo de escritura es muchas veces desestimada (como en el ambiente académico de los Estados Unidos), por considerarse que tiene menos peso, valor o densidad académica que los trabajos basados en fuentes primarias, pero ocupa su propio nicho significativo en la disciplina histórica. Tampoco son ensayos fáciles de realizar, dado que requieren amplias lecturas sobre el tema específico, considerable poder de síntesis, un toque delicado, y que debería ser enriquecido por un ángulo de visión aún mayor que abarque a otras historiografías.

El ensayo historiográfico de Ibarra en este volumen cumple con mucho de esto, dando un panorama, a “ojo de pájaro”, de muchas de las tendencias en los escritos sobre la historia económica de México en las últimas décadas. Él señala la disminución en la influencia de la escuela francesa de los Annales y los más polémicos abordajes marxistas, que en su visión han cedido terreno a los abordajes estadísticos, la teoría neoclásica aplicada, el eclecticismo y el empirismo cuantitativo de la literatura histórico-económica anglosajona, principalmente estadounidense. Particularmente bienvenida es su lúcida discusión (no profundizada en este ensayo, ya que aparece claramente en el resto de los capítulos) con la perspectiva neoinstitucionalista desarrollada por el desaparecido economista Douglass North, laureado con el Nobel, una escuela de historia económica a la cual Antonio Ibarra se asocia claramente aunque de manera no dogmática, como tendré ocasión de destacar en breve. Han surgido nuevas áreas de interés en el campo de la historia económica mexicana, como señala Ibarra, especialmente sobre la era colonial y la primera mitad del siglo XIX. Estos temas incluyen a los mercados regionales y los sistemas económicos, la estructura de la demanda urbana (y la historia urbana más en general, podría agregarse), los circuitos internos de comercialización, la integración espacial de la Nueva España y el estado que le sucedió, la historia fiscal, e incluso, en las manos de académicos mexicanos como Jorge Silvia Riquer, Antonio Escobar Ohmstede y Ricardo Fagoaga, la participación de los pueblos indígenas en las actividades de mercado.

Quiero agregar uno o dos comentarios editoriales aquí, que son menos críticas al fino ensayo historiográfico de Antonio Ibarra que expansiones en uno o dos puntos para plantear preguntas que él no formula, o a las que alude pero no agota. En primer lugar, déjenme sugerir que, tanto como la teoría psicoanalítica cuya relevancia parece haber decaído en las últimas dos o tres décadas entre los psicólogos profesionales, los académicos, los críticos y los intelectuales en general, la perspectiva marxista en la escritura de la historia económica todavía tiene bastante para ofrecer, en la medida en que sea usada como bisturí antes que como un mazo, una herramienta antes que una camisa de fuerza o prescripción teleológica. O, para cambiar el tropos, podría decirse que la crítica a la teoría marxista y sus interpretaciones están bien fundadas, pero deberíamos tener cuidado de no tirar al niño con el agua sucia. Las preguntas de quién es dueño de los medios de producción, cómo esa propiedad dispone relaciones de clase dentro de una sociedad y forma agrupamientos sociales, la materialidad de la producción misma –básicamente la gran cuestión de la propiedad y el poder social–: todos estos temas pueden ser beneficiosamente abordados con conceptos marxistas, si bien no estrictamente en un marco marxista demasiado envolvente. Sugeriría que esto es verdadero, aún en una sociedad como México donde la clase y la etnicidad se intersectan y complican mutuamente en formas distintas a las de las sociedades del Viejo Mundo, más homogéneas étnicamente, sobre las cuales Marx modeló en gran parte sus teorías.

En segundo lugar, pese a lo útil que resulta el abordaje institucionalista northiano a la historia económica, y lo fructífero de sus hallazgos, me parece necesario que los historiadores económicos (y otros historiadores también) den un paso atrás, preguntándose cuáles son las raíces de las instituciones, o cuando menos mantener esa pregunta presente. ¿Por qué existen las instituciones en primer lugar? ¿Qué disposiciones influencian sus formas y eficacia, qué racionalidades las vuelven persistentes y exitosas, qué irracionalidades las hacen fracasar? Aquí es donde la cultura entra en escena –cultura entendida como los patrones de sentido socialmente reproducidos que nos conectan con nuestro mundo y con otros seres humanos–. Aunque Ibarra no es un historiador cultural, y no se caracterizaría a sí mismo como tal, parece dejar lugar para cuestiones culturales en la historia de las instituciones, pero llega a esta posibilidad de manera oblicua. Comenta en uno de sus ensayos que los historiadores institucionalistas deberían desarrollar una “teoría cognitiva de la conducta de los agentes económicos”. Aunque la “teoría cognitiva” en este sentido puede sonar a algo cercano a la ciencia del cerebro y a una teoría de la acción racional, al menos aquí Ibarra sugiere una apertura a los procesos mentales a través de los cuales se toman decisiones económicas, y cómo estas decisiones están moldeadas culturalmente. Si éste es su argumento, es un buen punto. Dado que necesariamente depende de estructuras colectivas con roles y normas establecidas que persisten en el tiempo, la perspectiva institucional tiende a enmascarar cómo los individuos, o grandes grupos
de individuos, efectivamente toman decisiones. Hay cuerpos de trabajo en esta línea que pueden empezar a responder la apelación de Antonio Ibarra. Por ejemplo, desde el punto de vista de la cultura política tenemos el trabajo de C. B. Macpherson sobre la teoría política del individualismo posesivo, que lidia con los orígenes del liberalismo, e implícitamente con las pulsiones que empujan hacia delante la fuerza arrolladora del Juggernaut del capitalismo mundial.5 Y el campo relativamente nuevo de la economía del comportamiento conductual, originada en el trabajo de dos psicólogos israelíes, los premios Nobel Daniel Kahneman y su colaborador Amos Tversky, también tiene mucho que ofrecer.6

Finalmente, en relación con la discusión de Ibarra de la producción académica sobre la historia económica del México temprano, me surge la observación de que, mientras que el campo está pujante en México y también en otros lugares de América Latina, ha retrocedido en el estudio, en gene-ral vigoroso, de la historia de América Latina escrita en los Estados Unidos. Pero no ha desaparecido. La mayoría de los historiadores estadounidenses de América Latina que se caracterizarían a sí mismos como haciendo otro género de historia, en general hacen al menos algo de historia económica. Y hay todavía numerosos historiadores económicos estadounidenses de América Latina que producen trabajos muy significativos. Pero me he formado una impresión en un sentido más general –basada en mi propia lectura y crítica de libros, y por conversaciones con una cantidad de colegas– que la ola de la historia cultural que dominó crecientemente el campo latinoamericanista en los Estados Unidos, desde los años noventa, en alguna medida ha desplazado a la historia económica, o al menos la sacó del lugar prominente que otrora ocupaba.7

Las razones para este retroceso de la historia económica en el campo latinoamericanista en los Estados Unidos son varias, incluyendo el abandono de la enseñanza de teoría económica y de técnicas estadísticas en los programas doctorales, la influencia de la antropología (a la cual los historiadores latinoamericanistas de los Estados Unidos parecen especialmente vulnerables), y el auge de los estudios culturales en general a través de las humanidades y las ciencias sociales. Habiendo yo mismo pregonado por la historia cultural durante algunos años (pero habiendo sido historiador económico, historiador social, y ahora biógrafo, no puedo realmente reclamar el título de historiador cultural, sino en el sentido de que toda historia es historia cultural), pienso que el declive –o quizás, mejor dicho, el sumergimiento parcial– de la historia económica es desafortunado. Alguna vez me referí a mí mismo como un “historiador económico en recuperación”, y fui víctima de los cantos de sirena del giro lingüístico y cultural de los noventa, cuando escribía un libro sobre las luchas por la independencia mexicana. Dado que la propia actividad económica tiene sentidos múltiples, profundos y ricos que pueden ser vistos a través de un lente cultural; y porque la mayoría de los seres humanos pasan al menos la mitad de sus horas que están despiertos implicados en relaciones económicas, desestimar la historia económica me parece bastante absurdo. Esto es obvio, si no por otros motivos, por la pérdida que implicaría no considerar la riqueza historiográfica que trabajos como el de Antonio Ibarra pueden aportar al estudio de la historia mexicana.

Más que tratar en detalle con cada uno de los ensayos de este volumen, en lo que resta de mi presentación quisiera abordar brevemente varios grandes temas que emergen en ellos. Estos son: el desarrollo de la economía regional de Guadalajara y su apertura a la integración con la economía de la Nueva España y el mundo atlántico; la cuestión planteada en el debate con Ruggiero Romano vinculada a las economías natural y monetaria, y por qué esto importa; la propia naturaleza de los consulados; la significación de las redes sociales encarnadas en los consulados; y la modernización como gran pregunta abarcadora que atraviesa los ensayos. Permítanme comenzar por la Perla de Occidente, Guadalajara.

Sin Guadalajara, no habría Consulado de Guadalajara, ni redes de negocios centradas en ella, ni involucramiento con la economía comercial de la Nueva España, entre otros procesos; por eso es importante mirar a la ciudad y su rol central en el trabajo de Ibarra. Él formula convincentemente el argumento de que hacia el 1800 la región de Guadalajara mostraba menos un arreglo económico solar aislado, aunque fuera bastante grande y estuviera internamente bien articulado, que el de una economía abierta con características propias. En sus palabras: “Entonces, si el modelo muestra alguna realidad, es la de una economía dinámica, integrada en sus sectores de oferta y abierta en su demanda, bien articulada con el comercio interprovincial, novohispano y ultramarino. La imagen sugiere, entonces, todo menos una economía regional cerrada en su propio territorio, medrando de sus reservas agrarias”. Sobre la base de las cifras del intendente Abascal (que él admite que fueron un “corte temporal” aislado, aunque detallado), Ibarra calcula un Producto Regional Bruto en 1803 de alrededor de 20.3 millones de pesos, 8.7 millones destinados a la exportación en la forma de maíz, algodones, jabones, trigo, ganado, y algunos otros pocos ítems, mientras que cualquier déficit comercial en importaciones a la región era más que suficientemente compensado por la producción anual de cerca de un millón de pesos en plata de las minas de la Nueva Galicia. Todo esto, junto con otras de sus mediciones estadísticas basadas en cifras del consulado, habla de una economía regional bastante dinámica, beneficiándose especialmente de las demandas del mercado del norte mexicano. Usando las cifras de 1803 del intendente Abascal y otras fuentes, llegué a conclusiones bastante distintas en algunos trabajos míos anteriores, retratando a la región como un arreglo más aislado, solar, pero las evidencias de Ibarra son sólidas y su argumento persuasivo.8

Hay sin embargo algunas preguntas que quedan sin responder en estos finos ensayos, en relación al crecimiento y la articulación creciente de la economía regional. La mayoría de estos interrogantes tienen que ver con hacer retroceder las causas próximas del desarrollo económico hacia causas últimas –preguntas que quizás nunca puedan ser respondidas satisfactoriamente–. Entre las principales, está por qué la ciudad de Guadalajara creció en población desde mediados del siglo XVIII, dado que fue este crecimiento demográfico el que incentivó el crecimiento concomitante de los mercados y las fuerzas productivas. Esta es una cuestión con la que luché en mi libro sobre Guadalajara, sin lograr total éxito, como me lo apuntó cálidamente nuestro amigo, recientemente fallecido, el brillante historiador económico argentino Juan Carlos Garavaglia. Ibarra sugiere en un momento que el incremento de la producción de alimentos propulsó el crecimiento demográfico regional, pero a menos que lo haya pasado por alto, él no dice cuáles pueden haber sido los incentivos o mecanismos para ese incremento en la producción de alimentos: ¿se trató de demandas externas que convocaron una fuerza de trabajo agrícola más grande que necesitaba ser alimentada, u otros factores? Una segunda pregunta contacta con patrones de la estructura productiva regional, la inversión de capitales, el endeudamiento y la estructura de propiedad. Si había tanta actividad económica exportadora, ¿por qué (siguiendo mi propia investigación) había tanto endeudamiento entre los propietarios de las grandes unidades productivas rurales, tanta rotación en la propiedad a lo largo del siglo XVIII, y aparentemente tan poca inversión en la expansión de la productividad, en contraste con la expansión de la producción? Y una tercera pregunta interesante –si bien no directamente parte del problema que Ibarra se formula– tiene que ver con los beneficiarios de este crecimiento regional y de la articulación del mercado.

Mirando desde el fondo de la pirámide económica hacia arriba, su retrato del desarrollo económico regional después de 1770 parece bastante whiggish,9 esto es, una historia más o menos convincente de éxito basada en datos altamente agregados. Esto está bien dada la naturaleza del estudio que él eligió hacer, pero deja fuera de consideración qué estaba pasando con la masa de la población regional, tanto rural como urbana, durante esas décadas. Mi propio trabajo en la economía de la Nueva España dieciochesca (incluyendo la región de Guadalajara) sugiere que entre las fuerzas del crecimiento de población y la inflación, los salarios nominales para la mayor parte de los trabajadores se estancaron y los salarios reales por lo tanto declinaron cerca del 25% durante el último cuarto de siglo.10 Esto parece haber producido una transferencia de riqueza hacia arriba, pero ¿a quién benefició esta riqueza, dados los niveles sustanciales de endeudamiento que vemos en las familias propietarias de tierras? Probablemente terminó en manos de los mercaderes importantes, algunas de cuyas carreras y afiliaciones institucionales rastrea Ibarra en su investigación. Es interesante notar, si bien al pasar, cuántos de estos miembros fundadores del consulado de Guadalajara –por ejemplo, Porres Baranda, Cañedo, Basauri– eran ellos mismos grandes terratenientes, un patrón que refleja una estrategia de diversificación económica y la preservación intergeneracional de la riqueza familiar descrita en detalle por John Kicza, Richard Lindley, y otros.11

La relativa apertura comercial o insularidad/aislamiento de la región de Guadalajara, en el contexto más general de la economía tardocolonial de la Nueva España, generó un debate interesante entre Antonio Ibarra y Ru-ggiero Romano, expuesto en este volumen de forma bastante concentrada. En la síntesis que hace Ibarra sobre las ideas de Romano, el desaparecido historiador italiano veía a la economía de la Nueva España del siglo XVIII no como un sistema relativamente abierto, floreciente, internamente bien articulado, sino como una sociedad profundamente segmentada (presumiblemente espacial tanto como socialmente) en la cual poca riqueza fluía hacia los sectores más humildes, y la mayor parte de la producción y el intercambio se llevaba a cabo en una economía “natural”, poco o nada monetarizada. La economía de mercado, pensaba Romano (cito la glosa de Ibarra), era “marginal al conjunto del Producto Bruto del reino”, y sugirió que tanto como el 70% del PBI no pasaba nunca por el mercado (o bien “nunca pasó”), una interpretación contraria a la de Ibarra. Sea cual fuere la “viscosidad” que haya aminorado la expansión del mercado o el progreso de la monetarización, Romano le adscribió el fuerte peso de la economía natural al constante flujo de plata hacia el exterior de la Nueva España, que dejaba pocas monedas en el país para las transacciones de mercado, una escasez frecuentemente señalada por los contemporáneos en el período.

Esta animada discusión, que sólo puedo tocar brevemente aquí, plantea una serie de preguntas. Una de ellas, señalada por Ibarra, es algo técnica: ¿qué mide el Producto Bruto: bienes y servicios totales, o sólo la parte monetarizada de ellos? Una segunda pregunta con profundas implicaciones abordadas por los dos historiadores económicos se vincula a la naturaleza y volumen de la moneda circulante, la que, a pesar de su aridez aparente, es una cuestión fascinante, y a la manera en que las denominaciones, volumen y velocidad de la circulación pueden haber afectado el alcance de la economía monetarizada. Romano creía que un muy alto porcentaje de la plata acuñada dentro de la Nueva España en la última mitad del siglo XVIII, tomó la forma de monedas de gran denominación, poco accesibles para la mayoría de la población. Por otro lado, Ibarra provee datos extremadamente interesantes sobre las cantidades de monedas de plata defectuosas o de bajo contenido de metal, la plata feble, en circulación, sugiriendo también que en las últimas décadas coloniales la tendencia fue al incremento de la acuñación de monedas de baja denominación. Independientemente de cómo se resuelva este debate, su significación es clara, dado que la visión de esta cuestión va a determinar cuánto del “iceberg” de la economía novohispana se ve como quedando bajo la “línea de flotación” sobre la que cual es plausible realizar estudios cuantitativos. La pregunta también puede extenderse hacia el período republicano, cuando los problemas con la oferta de moneda doméstica produjeron crisis recurrentes de falsificación y la proliferación de acuñación en cobre depreciado, como en las décadas de los treinta y cuarenta, empujando hacia arriba los precios, inhibiendo los intercambios comerciales, e incluso produciendo disturbios civiles. Y por supuesto el problema en su conjunto de la oferta de moneda/dinero dentro de México puede ser entrelazada, en formas que todavía hay que explorar, al ritmo de la industrialización después de la independencia, a la propensión y capacidad del público más amplio para consumir lo que se manufacturaba en el país, y por lo tanto a la amplitud
y profundidad de la economía de consumo y al potencial para crecimiento y desarrollo en ella.

Sea lo que fuere que estaba sucediendo en la gran base de la pirámide económica en el período colonial tardío, en la parte alta de la estructura estaban los consulados cuya historia, más especialmente el de Guadalajara, Antonio Ibarra ha rastreado en estos ensayos y en otros trabajos. Él caracteriza a los mercaderes de gran escala en la cúspide de los consulados como miembros de una “élite secundaria” para quienes el gremio de comerciantes representó una “nueva estrategia comercial y corporativa”. El consulado de Guadalajara fue el resultado de un pedido de los notables de la ciudad, formalmente establecido por licencia del virrey Revillagigedo en 1795, siguiendo la aplicación efectiva en la Nueva España en 1789 de la política borbónica de “comercio libre”. Como instituciones del Antiguo Régimen, los nuevos consulados en Veracruz y Guadalajara cumplieron, Ibarra nos dice convincentemente, funciones decisivas para el desarrollo de algo que se aproxima a los mercados modernos. Como puntos clave en lo que el autor llama una “economía de información”, los consulados bajaron los costos de negociación comercial al asegurar la validez y ejecución de los contratos, proveyendo mecanismos para solucionar los conflictos entre mercaderes, regulando los costos de circulación, apoyando proyectos de infraestructura, y dando representación colectiva ante la corona española y la burocracia imperial. Los consulados, hay que notarlo, también se convirtieron en fáciles objetivos de prácticas predatorias por parte de la corona en sus guerras, de los cuales podían extraerse sumas sustanciales a través de donativos y de préstamos forzosos de forma más eficiente que por medio de la negociación a nivel individual con cada comerciante. Ibarra señala las relaciones recíprocas entre los consulados de Guadalajara y Veracruz, su peso combinado para disminuir la influencia del consulado de Ciudad de México, y su formación como una suerte de puente –en parte a través del rol redistributivo de la Feria de San Juan de los Lagos– entre las demandas centradas en la minería del norte de la Nueva España y la “garganta marítima” de Veracruz.

Sin embargo, a pesar de todos los beneficios que los consulados parecen haber dado a la vida comercial de la Nueva España en términos de facilitar el comercio a larga distancia, uno no puede dejar de preguntarse si el establecimiento de las nuevas instituciones en Veracruz y Guadalajara representó la dispersión de los patrones de intercambio monopólicos, o simplemente fue la proyección de esos patrones en la forma de un oligopolio en una escala “nacional”. Los consulados, con su estructura oligopólica, ¿ayudaron efectivamente al comercio amortiguando sus altibajos, o lo perjudicaron al restringir el flujo de bienes y mantener los precios artificialmente altos? Después de todo, esta no era una utopía neoliberal. Mirando hacia el futuro, después de la independencia mexicana en el primer período repu-blicano, podría ser interesante especular sobre el modo en que el espíritu de mayor libertad de la actividad comercial provincial puede haber sentado las bases para el duradero impulso federalista de Guadalajara y Jalisco –la inclinación de al menos algunas poderosas fuerzas locales a separarse del centro representado por Ciudad de México–. En este sentido, aunque el Consulado de Guadalajara puede haber desaparecido en 1824, no parece haber sido olvidado.

Como ha señalado Antonio Ibarra en estos ensayos y en otros escritos, los consulados (y las ferias comerciales) se tejieron no solamente por las lógicas materiales del propio intercambio comercial, las fuerzas de la “mano invi-sible”, sino también por las relaciones humanas que las ejemplificaban. En este sentido, como él sugiere, el Consulado generó una esfera de influencia en el hinterland extendido, una suerte de campo gravitacional que integró la enorme provincia de la Nueva Galicia alrededor del hinterland de Guadalajara y con áreas aún más lejanas. Tomando en cuenta el denso trabajo de Carmen Castañeda, también fallecida, Ibarra nos cuenta que esto se superponía, a la vez que se reforzaba mutuamente, con otros polos de atracción, como la Universidad de Guadalajara, establecida en 1792, tres años antes de que comenzara formalmente el Consulado. No hay realmente una métrica cuantitativa para este tipo de influencia, dado que debería componerse con una amalgama del estatus monopólico regional de la universidad, el prestigio de la nueva institución, la accesibilidad de otras instituciones urbanas en Guadalajara y Ciudad de México, la deseabilidad de vivir en Guadalajara, las conexiones sociales con los grandes comerciantes de la ciudad que puede haber facilitado la matriculación en la universidad, y algunos otros factores.

Más allá de estas esferas o campos de gravitación inmediatos e intermedios, el Consulado de Guadalajara estaba vinculado al resto de Nueva España, y a través de Veracruz, con el mundo atlántico. En esta conexión, Ibarra apunta lúcidamente a lo “local en lo global, y lo global en lo local” –la porosidad del Imperio español–. También nos recuerda el autor que mientras que las redes sociales se representan gráficamente, de manera típica, en forma de tela de araña, con nodos e interconexiones, y por lo tanto de forma estática, de hecho, estas redes son muy dinámicas tanto temporal como espacialmente; esto es, operan en la historia tanto como en la sociología y el espacio.

Como puede esperarse, los lectores de la investigación de Ibarra sobre las redes sociales van a encontrar el énfasis en mucho de su material empírico puesto sobre los factores de mercado como aquellos que tejen esas redes de conexión. Pero él también confiere un rol importante a los lazos interpersonales más allá de los estrictamente económicos, como cuando se refiere a la “endogamia empresarial”. Me parece que queda abierta la pregunta sobre en qué medida estas conexiones distorsionaron los mercados crediticios, como él sugiere, o incluso los mercados para bienes materiales que dinamizaron los sectores comerciales: ellos podrían haber vuelto el reparto más racional y no menos, dado el ambiente económico general. Los lectores podrían por lo tanto dirigirse hacia los márgenes de sus hallazgos, para considerar los determinantes no mercantiles de la conexión social. Entre ellos estarían no so-lamente las relaciones de parentesco real o ficticio, como ya se mencionó, sino el lugar común de origen de los comerciantes, sus amistades personales, entre otros. Los lazos de afinidad extra-económicos (como el parentesco, por ejemplo: “¿Confía usted que mi cuñado me dará buena información sobre las condiciones de mercado de Zacatecas?”) pueden haber sido más efectivo en reducir los costos de información. Esto es, ellos pueden haber transmitido la información sobre los procesos de mercado más confiable y menos permeable que la que se conseguía por los mecanismos institucionales formales del consulado al ejecutar contratos, resolver disputas y posiblemente compartir información. Podríamos incluso sugerir que esto imitaba una forma de “familismo” o “pseudo-familismo” muy característico del mundo hispánico, un estilo cultural que permeó muchas áreas de vida.

¿Cuán moderno era todo esto –las instituciones formales, la aceleración de las actividades comerciales, la integración espacial creciente, la generación de redes dinámicas que trascendían en mucho la esfera local–? Esta es la pregunta más grande, me parece a mí, en la cual se inscriben todas las otras cuestiones. Ibarra describe las reformas borbónicas de fines del siglo XVIII como una respuesta al “cansancio del sistema económico y político” del Imperio español. El establecimiento de los nuevos consulados, presumiblemente un mecanismo de “modernización” económica, en la propia aurora (relativamente hablando) de las luchas por la independencia, podría haber sido un elemento de tales esfuerzos de reforma. Citando las investigaciones de Carlos Marichal y de otros historiadores, Ibarra nos recuerda también los enormes costos que tuvo este programa para la Corona española y para los agentes privados, que generó descontento en las Américas. La paradoja de los consulados, nos dice Ibarra, es que eran instituciones del Antiguo Régimen que para la Corona española debían ser, al menos, instrumentos de la “modernidad borbónica” y promotores del comercio libre, pero en qué medida sus miembros se pensaban a sí mismos no está claro. Los logros de estas instituciones fueron mezclados, y las condiciones óptimas para ellos bastante breves (quince años en el caso de estos dos nuevos consulados); al final, Ibarra parece ser algo agnóstico sobre si fueron o no emblemas de modernización.

Saliendo de esta pregunta, él deja atrás los consulados para abordar en las últimas páginas del volumen en una discusión realmente interesante sobre cómo el prolongado desorden de la lucha independentista afectó el desempeño económico de largo plazo de América Latina en general, y de México en particular. Lo que tiene en mente aquí es menos la propia modernización que la capacidad subyacente para la modernización. Reforzado por el trabajo de Douglass North, Barry Weingast y William Summerhill, su conclusión es que la inestabilidad endémica del primer período republicano (y más allá) significó que las élites (y los comunes) fueron incapaces de generar una cultura política compartida, consensual, resultando en una fragilidad notable de referencias políticas comunes. Básicamente esto equivale a aseverar que en la ausencia de un monarca, se desarrolló un vacío de legitimidad, un agujero negro político que las élites no pudieron llenar con un compromiso creíble. Esto creó condiciones de incertidumbre poco propicias para el desarrollo económico, muchas veces consumiendo las esperanzas optimistas de las primeras décadas republicanas. A su vez, esto produjo desigualdades socioeconómicas persistentes perjudiciales a la profundización de los mercados, la falta de un reconocimiento general a los derechos humanos, y el rentismo por parte de los funcionarios, entre otros efectos. Por otro lado, Ibarra señala, con más optimismo, que en la Nueva España los cientos de nuevos ayuntamientos prescriptos por el régimen gaditano, muchos de ellos en pueblos indígenas, siguieron normas políticas modernas en sus elecciones. En respuesta a esto, observaría que en el periodo constitucional muchas de estas comunidades siguieron siendo altamente gerontocráticos y jerárquicos en sus estructuras políticas. Pero aunque éste no fuera el caso, si las elecciones por sí mismas fueran avatares de la modernización, entonces el Sacro Imperio Romano podría ser considerado “moderno”. Continuando su discusión sobre el período postindependentista, Ibarra nota que los nuevos empresarios políticos liberales fracasaron en modificar los “marcos mentales” de la sociedad en la dirección de “un sistema impersonal de leyes y reglamentos que garantizaran el funcionamiento institucional del Estado”, una incapacidad cuyos orígenes, sugiere Ibarra (correctamente, en mi opinión), deben buscarse en “los niveles más opacos de la cultura política popular”. Ibarra argumenta que el miedo a la violencia política popular previno a los grupos poderosos de alcanzar un compromiso creíble en relación con las instituciones, y que esto en gran medida explica la debilidad del desarrollo económico. Sobre este último punto, observo que mientras que en la dimensión vertical, los miedos de la élite sobre la violencia popular estaban sin duda en juego, esta prolongada “crisis de legitimidad” y el subdesarrollo económico que la acompañó tenía también de modo relevante una dimensión horizontal en el conflicto entre las distintas facciones políticas de la élite, tanto como una dimensión vertical de conflictos entre los poderosos y las masas. Esto se refleja en las bien conocidas divisiones que atormentaron a México después de 1821 –abismos ideológicos entre los yorkinos y los escoceses, federalistas y centralistas, liberales y conservadores, todos proyectados sobre y profundamente condicionados por las distinciones étnicas subyacentes–.

Los lectores de los ensayos en este volumen van a encontrar en ellos un ejemplo representativo e impresionante del trabajo de un consumado historiador económico a lo largo de un gran arco de su carrera como investigador. Como dije al comienzo de su presentación, los ensayos de Antonio Ibarra dan testimonio de la vitalidad de la producción de la historia económica en México. Pero en este caso, la riqueza de su trabajo se incrementa por su disposición a tocar aspectos de la historia social y cultural en la cual se sitúa la vida económica, y por un marco mental algo especulativo que puede, en los momentos apropiados, dejarse llevar para indagar en preguntas que trascienden esa vida.

Eric Van Young

University of California, San Diego

Notas de la presentación


1 Traducción del inglés por Inés Dussel.

2 Véase Van Young, La ciudad, 1990.

3 Van Young, “El siglo”, en Economía, política y cultura, 2010, pp. 257-286.

4 Aparte del ensayo discutido aquí, véase el ensayo de Ibarra en el número especial Historia Mexicana dedicado a la memoria de Ruggiero Romano, “A modo”, 2003, pp. 613-648.

5 Macpherson, The Political, 1962.

6 Lewis, The Undoing, 2017.

7 Van Young, “La nueva”, en Economía, 2003, pp. 427-468

8 Van Young, La crisis, 1992, pp. 247-272 y pp. 361-384.

9 El término refiere a un desarrollo lineal y progresivo de la historia. Asimismo implica cierta ingenuidad.

10 Van Young, La crisis, México, 1992, pp. 51-124.

11 Kicza, Familias, 1986; y Lindley, Las haciendas, 1987.