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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Ana María Draghia

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La chica del sombrero azul vive enfrente, n.º 196 - junio 2018

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Fotolia.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-197-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Cita

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Cita

 

 

 

 

 

Soledad, libertad, dos palabras que suelen apoyarse en los hombros heridos del viajero.

(«Las razones del viajero», Luis García Montero).

 

 

 

 

 

 

Para Cristina, la niña que dormía a mi lado en la guardería.

Espero que siguieras soñando.

 

Para mi hermana, porque llegaste como un tornado hace ya dieciocho años.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Mi vuelo llevaba siete horas de retraso cuando, por primera vez, tuve miedo a dejar mi ciudad y mi país. El aeropuerto me pareció una sucursal atestada de gente que apuraba los últimos minutos de sus vacaciones; personas que, al contrario que yo, volvían a su hogar. Yo me iba, lo abandonaba por tres razones fundamentales: porque era joven y un tanto inconsciente, porque no hacía más que discutir con mi familia y porque un pequeño y destartalado cajón de mi mente guardaba la esperanza de hallar lo perdido en algún lugar lejano. En ese momento, al tiempo que una pareja se besaba con la misma pasión que alguien infundiría a su último instante de vida, me percaté de que aquellas, tal vez, eran razones insuficientes para lanzarme a la aventura de vivir.

Me aferraba, con los nudillos ya rojos, al lomo de un libro. Uno que me habían regalado al cumplir trece años: El viajero perdido, de César Mallorquí. Con sus solapas desgastadas y sus páginas amarillentas, me dispuse a convertirlo en mi salvavidas y en mi compañero de viaje. No es que yo fuera una buena lectora, todo lo contrario. Procuraba mantenerme al margen de los libros y de las historias que contenían, sin embargo, esa novela había logrado cautivarme. Quizá porque había sido un regalo o porque una parte de mí se sentía identificada con su protagonista.

Como iba diciendo, estaba transitando por una crisis existencial basada en que, por extraño que parezca, quería regresar a mi casa y seguir ahí, aferrada a la vana ilusión de conseguir, cuando finalizase la carrera, un empleo de psicóloga, que era la carrera que ocupaba mi tiempo. Aunque, como podréis imaginar, la opción de volver era ya inviable. Me había hecho la valiente ante mis padres y no me quedaba alternativa. Para colmo, me iba a Inglaterra, a un pequeño pueblo, a ejercer las nobles profesiones de lechera y au pair. Me explicaré, ya que visto así suena a algo, cuanto menos, extraño.

El sitio al que me dirigía, lejos de ser ese idílico paraje descrito en tantas novelas victorianas (sí, esas que no había leído, pero que, por motivos en los que no me detendré, conocía de principio a fin), era ni más ni menos que una granja, una, eso sí, del tamaño de uno de los centros comerciales más famosos de España. Os daré una pista, tiene que ver con los ingleses, como es lógico. Pero no perdamos el hilo narrativo. El caso es que la susodicha granja, de proporciones considerables, tenía más vacas que operaciones hechas todas las hermanas Kardashian juntas. Muchas vacas y una niña. Esos eran los habitantes del lugar, quienes, por el momento, tenía claro que me caerían bien.

La abuela de la pequeña, que por su voz parecía la típica señora que fuma y bebe como un cosaco, me hizo, entre mugidos de bóvidos, una entrevista telefónica que duró, a lo sumo, quince minutos de reloj Casio, es decir, bien cronometrados. Todo le pareció estupendo, aunque yo, en su lugar, también habría estado agradecida por conseguir, a un módico precio, dos manos lozanas que ordeñaran mis vacas y entretuvieran a mi nieta. Acordamos, pues, que iría lo antes posible. Debí de pasar algo por alto, porque creía que tendría a mi disposición al menos una semana para los preparativos. Mal, porque «lo antes posible», para la señora Robinson (sí, un apellido muy típico), significaba que esperaba mi presencia la noche siguiente.

Así que en esas me encontraba cuando miraba la parpadeante luz que informaba del retraso en el panel del que tendría que haber sido mi vuelo. Me iba a lo alto de un monte con tres maletas y el deseo de que no me viera, próximamente, vestida de amish. Me pondrían una desfasada y raída falda color marrón u ocre y utilizaría una vieja carreta tirada por caballos para llegar al pueblo más cercano y…

Me hundí en el asiento.

Pese a mis evidentes quejas, había algunas cosas que me recordaban que cualquier otro lugar en el mundo serviría de puente para una exiliada como yo. Ahora podría empezar a lamentarme, a decir que nunca fui popular, que pasé desapercibida, que era una triste chica que no había pisado una discoteca en su vida, que se escandalizaba al oír hablar de uno u otro tema… Podría inventarme tantas cosas que acabaríais moqueando del compungido llanto que os asaltaría. No obstante, me era imposible mentir, dado que yo había sido todo lo contrario a una buena chica, pero ya me había cansado de aparentar indiferencia ante todo lo que me rodeaba.

Algunos de mis amigos habían proferido fingidos gritos de espanto al escuchar adónde iba y a qué. ¿Me importó? En realidad me satisfizo. Cualquier cosa que ellos no aprobaran era significativa, quería decir que estaba haciendo lo correcto: necesitaba un cambio, y no, para nada un corte de pelo de esos de la televisión, con vestidos de gala que no me iba a poder poner para recoger boñiga de los bos primigenius taurus.

Tampoco, por si os lo estáis preguntando, dejaba atrás a ningún novio. No había precedentes de corazones rotos, sí de amores fallidos. De esos de adolescentes hormonados que, con el tiempo, acaban causándote risa. Yo estaba en ese punto. Lo que no tenía muy claro era si en el punto de la adolescencia o el de la risa. Sea como fuere, me iba con el corazón enterito de una chica de veinte años dispuesta a vivir un verano inolvidable y a encontrar respuestas.

¡Cuánta razón, terrible y funesta, tuve al especificar lo de inolvidable! Maldita mi idea hollywoodiense de éxito y finales de cuento de hadas. ¡Qué demonios! Incluso los cuentos de hadas tienen desenlaces trágicos. ¡Condenada industria del dinero! Y, hablando de dinero, tampoco os vayáis a creer que me iban a llover los billetes. Cuatro duros y un mendrugo de pan, bien ganado, eso sí. En cualquier caso, mi marcha no tenía que ver con la inigualable libertad que te ofrece una cartera rebosante de libras. No, me iba a embarcar en ese vuelo porque llevaba demasiado tiempo sin saber quién era. Creo que había empezado a hacerme esa pregunta cuando rechacé aquella beca. Con el tiempo, abrí los ojos.

Los abrí tanto como en el instante en el que me dieron luz verde para subirme al avión. Arrastré las maletas entre el gentío, apurada por el tiempo y la necesidad de no darme la vuelta y echar a correr hacia la salida. Facturé las maletas con la generosa ayuda de una mujer embarazada y me dejé cachear sin poner resistencia. Creo que ninguno de mis novios me palpó tanto como la señora de seguridad.

Antes de lo esperado, o mejor dicho, después de esperar medio día, estaba, al fin, sentada en mi asiento. Miento, no era el mío. Un señor trajeado se encargó de hacérmelo saber. Me disculpé y abandoné el lugar, yendo en busca de la butaca y la fila que me correspondían. Butaca quince, entre dos señores de avanzada edad, ambos con audífonos, ambos amigos, ambos gritándose conmigo en medio. La hora y media más larga de mi corta existencia. ¿Resumiendo? Los dos eran viudos y habían ido a pasar abril y mayo a Benidorm para olvidar las duras penas de la recién adquirida viudedad. Después, se habían dado una vuelta por las ciudades vecinas hasta llegar a Barcelona, más rojos que los langostinos Pescanova, para despedirse de sus vacaciones con unas últimas cervecitas en el aeropuerto.

Media hora después de escuchar cada detalle de sus escandalosas semanas en karaokes y primera línea de playa, pedí a la azafata un par de auriculares con la vaga expectativa de alejar sus voces de la perforación que habían dejado en mi cráneo, pero mi petición atrajo su atención sobre mí y comenzaron una ronda de preguntas y autorespuestas que acabaron no solo con mi paciencia, sino también con mi pacifismo innato. Puede que tenga algo que ver con el significado de mi nombre, y es que los guiris, todo sea dicho de paso, algo de catalán habían aprendido.

—Carlota —repetí.

Se miraron entre ellos con duda hasta que el de la derecha dio una palmada y tradujo.

Carrot!

Puse los ojos en blanco y me mordí la lengua. Ellos rieron y eso les dio de qué hablar durante el siguiente cuarto de hora. Creo que conté innumerables veces hasta diez, con el fin de sosegarme.

Llegó un momento en que dejé de escuchar las sandeces que, medio ebrios, berreaban. Me centré en repasar lo que tendría que hacer al bajarme del avión. Llegaría al mediodía, así que lo primero sería comer. Mis tripas rugían ante la idea de un plato de comida. Luego buscaría un taxi que me llevase a la parada de autocares, donde cogería el que llevaba a Castle Combe. Y después, andar y andar. Pensándolo bien, a lo mejor no era tan mala idea lo de la carreta y los caballos, ¿no?

Y, mientras tanto, Carrot para arriba y Carrot para abajo.

En esas estaba cuando el avión se tambaleó hacia un lado y hacia el otro. Parecía una montaña rusa a punto de salirse del carril. Me agarré a los viejos con tanta fuerza que tuve, por narices, que cortarles la circulación. Mi vida, destartalada, pasó por delante de mis ojos. No me gustaron especialmente los recuerdos seleccionados por ese cruel engendro que es el azar, al menos el que me habían asignado a mí las deidades, las estrellas o los ángeles.

Las turbulencias se detuvieron y una voz nos calmó a todos a través de los altavoces.

Don’t worry, Carrot, it´s ok! —balbuceó el de la izquierda que, a mi parecer, se había meado encima del susto.

¡Válgame Dios!

Asentí con parsimonia y media sonrisa a cuestas. Pues sí que empezaba bien la cosa. A pocos minutos de aterrizar, casi nos caemos en picado, y todos sabemos que, en medio del océano, a las primeras personas que salvan son a las jóvenes ordeñadoras, porque claro, hay vacas en ese país que dependen de ellas.

Cuando me vi en tierra, sin temibles maniobras de aterrizaje de por medio, me senté un rato en un banco y respiré con dificultad al principio y alivio después. Pisé el suelo con firmeza. Estaba a salvo, o eso creía, porque, sin previo aviso, vi al dúo de cómicos acercarse. ¿Dónde esconderme? ¿No valía con un chasquido de dedos para desaparecer?

—Carrot!

¿Sabéis esas escenas en las que los protagonistas se llevan las manos a la cara y tiran tanto de la carne que Munch podría resucitar y pintarlos? Pues esa era yo en aquel momento.

—Bebida —dijo uno, el más calvo.

Me tendió una lata de refresco de naranja.

Fruncí el ceño. ¿Era un acto de bondad sin esperar nada a cambio?

La cogí. Tenía demasiada sed.

—Gracias —murmuré.

—Comida —dijo el otro.

Me ofreció un sándwich. También lo acepté.

Sonrieron encantados y yo tuve un escalofrío de pies a cabeza.

—Adiós, Carrot —se despidieron con la misma velocidad con la que habían aparecido—. Benidorm forever!

Me quedé petrificada, mordisqueando los bordes del pan y bebiendo mientras ellos salían por las puertas acristaladas, riéndose. Se sentían jóvenes, y me dieron cierta envidia, porque no parecían temer a nada y yo sí. Algo asustada sí que estaba. En unos minutos tendría que salir y tomar el mismo camino que ellos, subirme a un taxi y emprender el viaje a la que sería mi casa durante los siguientes tres meses.

De nuevo el aturdimiento y la duda. ¿Estaba haciendo lo correcto? Quería creer que sí, lo necesitaba. Me proporcionaba cierta paz tener la posibilidad de renunciar a la idea de seguir siendo quien fui un día. Ahí nadie me conocía, no sabían nada de mí, podría ser quien de verdad sentía que era. Podría ser Carlota, aunque de repente me diese cuenta, con el sándwich a medio comer, de que no había recogido mis maletas, que ya eran las cinco de la tarde y que el cielo estaba más negro que el carbón que me dejaron los Reyes Magos el año que esquilé a nuestro gato Pepe.

Por el momento, tendría que seguir siendo la Carlota de antes, ya que era la única de las dos preparada para sobrevivir a ese día.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

El tercer taxi que cogí logró, al fin, comprender a dónde quería que me llevase, aunque a mí, desde un principio, no me había parecido tan difícil de entender: a la estación de autobuses. Sesenta libras y casi dos horas más tarde, estaba por fin bajo el cielo encapotado inglés, frente a la estación. Me pareció ligeramente menos romántico de lo que me había imaginado, sin embargo, agradecí que no estuviese lloviendo. Aún tenía confianza en llegar de una pieza, o, si no me quedaba más remedio, simplemente llegar.

Al margen de estas pequeñas nimiedades, las cosas iban todo lo bien que acostumbraban a irme: la batería del teléfono estaba al mínimo, el monedero en números rojos, ningún cajero a la vista, el sándwich ya digerido, por tanto, ¡hola, estómago vacío!, y el pelo encrespado. Ningún enchufe habría conseguido ese efecto inigualable que me regaló el clima norteño.

Fui a la primera ventanilla que localicé con el rabillo del ojo. El señor que había al otro lado tenía el mismo humor que yo. Íbamos a entendernos a las mil maravillas: yo le arrojaría cuatro duros sobre el mostrador y él me lanzaría el billete de autobús a la cara. Sin embargo, pese a mi optimismo, las noticias no fueron todo lo buenas que yo anhelaba.

—Acaba de salir el autobús hacia Castle Combe, señorita. El siguiente sale en una hora y media.

No lo recuerdo con exactitud, pero podría jurar que ese fue el instante en el que adquirí el tic nervioso que ahora tengo en el ojo.

—¿Una hora y media? —exclamé, pregunté, rugí.

—Eso es, ¿quiere el billete o no?

¿Que si quería el billete? Solo si me llevaba al centro de salud mental más cercano. Pese a ello, asentí desganada. Dejé el dinero con desánimo frente a él, y eso, junto a mi expresión de abatimiento, debió de aplacarle el temperamento, porque redujo el fruncimiento de su ceño, me tendió el billete con un ápice de amabilidad y me dijo que había una tetería justo a la salida de la estación. Ahí podría esperar.

Le agradecí las indicaciones y me fui arrastrando las maletas tras de mí.

Crucé la calle y me encontré con una vieja… ¿tetería? Con todos mis respetos, pero eso parecía cualquier cosa menos un sitio acogedor donde poder tomarse una taza de té caliente y suplicar que el tiempo pasase rápido. Abrí la puerta, cubierta de una gruesa capa de polvo, y sonó una campanita. Aquello me hizo sonreír. Llamadme loca, pero me recordó a mi primer gato y a sus cascabeles. Me sentí un poco más arropada.

Detrás de la barra había una chica joven, unos pocos años mayor que yo, que limpiaba, afanada, la encimera con un trapo fucsia. No era, en mi humilde opinión, lo único que debía pulirse en ese local. Pero de eso, con el tiempo, ya se encargaría sanidad. Levantó la cabeza y me sonrió con amabilidad. Eso ya perdonaba cualquier insecto que, posteriormente, pudiera encontrarme en mi comida. De hecho, ¿qué importancia tenían una o dos cucarachas en comparación con las ratas, lagartijas y bichos que iba a encontrarme en la granja?

Podía haberme sentado en una de las pequeñas mesas de madera, redondas y espigadas, que estaban repartidas por el local, sin embargo, preferí hacerlo frente a la chica, no por la conversación, sino porque era lo que se encontraba más cerca. Después de tantas horas comenzaba a pesarme el cansancio.

—¿Qué te pongo? —preguntó sin dejarme tiempo siquiera a quitarme la sudadera.

En el interior del local hacía calor.

—¿Un… té?

Me di cuenta de que en un idioma que no era el mío, no sonaba tan irónica. Ella asintió encantada y me preguntó de qué lo quería. Menta. Menta, pues. ¿Algo de comer? ¿Tenéis comida? Asentimiento. ¿Huevos con beicon? Claro, ¿por qué no? Me gusta el colesterol. No tardo, contestó. Tengo tiempo, apunté yo. Tengo bastante tiempo, recalqué.

—¿Turista? —me preguntó desde la cocina, que estaba abierta al público.

—Algo así.

—¿Hacia dónde vas?

—Castle Combe.

Enarcó las cejas.

—Acaba de irse el autobús —me informó, como si yo no lo supiese ya.

Moví la cabeza de arriba abajo y agradecí estar en un país en el que ese mero gesto significaba asentimiento y no negación.

—Es bonito, ¿sabes? Castle Combe, digo.

—Y tranquilo, tengo entendido —señalé mientras me recogía el pelo en una coleta alta.

—Con tan pocos habitantes, tú dirás.

Se echó el paño al hombro, como en esos programas de cocina profesional, y siguió removiendo los huevos en la sartén. Todo olía a comida…

Abandonó la tarea un segundo y me trajo una tetera de porcelana y una tacita preciosa en la que me sirvió el té. Huevos con beicon y té. Una combinación ganadora.

—¿Eres estudiante?

—Este verano no.

Sonreí recordando las ubres de las vacas y los tutoriales de YouTube en los que había visto a expertos extraer la leche en tiempo récord. Ella, que no sabía en qué pensaba, debió de creer que me refería a que estaba de vacaciones.

Me sirvió un plato rebosante de comida. Me pareció abundante en exceso. Quince minutos después, sin embargo, no quedaba rastro de nada. Hasta ella manifestó asombro por mi voraz apetito. Temí tener que abrirme los botones del pantalón vaquero para que no saliesen disparados.

Fue entrando gente a medida que se acercaba la hora de salida del autobús, así que la camarera ya no pudo seguir charlando conmigo. Me apenó un poco, pero pronto encontré otra tarea en la que ocupar mi tiempo. La cabina telefónica. Todavía tenía que llamar a casa. Saqué unas cuantas monedas y comencé a marcar el número. Sonó varias veces hasta que una voz interrumpió el pitido con un «hola» agudo que reconocería a mil kilómetros de distancia.

—Soy Carlota, ya he llegado, mamá.

—¿Tú eres tonta? ¿Por qué no has llamado antes?

Amonestación por teléfono, ¿a quién no le gusta eso?

—No he podido, lo siento. Estoy bien.

Silencio.

—¿Cómo es la granja esa? De verdad, hija, te metes en unos líos que yo es que… es que ya no sé qué hacer contigo. Si aquí no te falta de nada…

Pero, ¿no habíamos tenido esa conversación ya quinientas en las últimas cuatro semanas?

—No he llegado a la granja, estoy esperando el autobús. He perdido el anterior —expliqué, a desgana.

—¿Y se puede saber qué andabas haciendo para perder el autobús?

—Es que el taxi…

—¡Ay, Carlota, hija!

Suspiré y se me ocurrió una estúpida idea.

—Mamá, oye, que no me quedan monedas. Intentaré llamarte pronto, besos para todos.

—¡Pero si todavía puedes hablar! Espera a que se cuelgue solo.

Puse los ojos en blanco y una mujer trajeada me miró y disimuló la risa que le causó mi expresión.

—Perdona, es que no quería que te preocuparas.

—Pues ya lo he hecho, porque claro, Carlota, las decisiones no se toman así. Tu padre y yo procuramos darte todo lo que puedas necesitar: una educación, una casa, y tú, mira a dónde te vas. A cuidar vacas.

—Yo solo cuido a la niña, a las vacas las ordeño.

Creo que emitió un gritito de indignación.

—Mamá, solo son unas semanas, y mejoraré mi inglés.

—¡Pero si tú ya sabes hablar inglés!

Eso era cierto. Se me agotaban las excusas, así que cuando la voz del robot me indicó que se iba a finalizar la llamada, miré al cielo y articulé un «gracias» inaudible.

—Mamá, se cuelga.

—Ya lo he oído. Ten cuidado y llama, haz el favor. Y ten cuidado.

—Eso ya lo has dicho —le indiqué.

—Si no te hubieses ido, no tendría que decírtelo.

—Hasta pronto —declaré antes de colgar, estando segura de que me había escuchado.

La llamada me dejó un malestar palpable. Quizá no había hecho lo correcto, al fin y al cabo, ahí estaba, apoyada contra la pared amarillenta de una tetería, esperando un autobús que me llevaría a un pueblo en el que no conocía a nadie. Y, ¿por qué? Pues porque tenía que contestar a esa condenada pregunta: ¿Por qué?

Pagué la cuenta y me despedí agradeciendo la hospitalidad y los buenos deseos que me dedicó la camarera. Escuché de nuevo el tintineo y, aunque aún quedaba media hora hasta que el autobús ocupase su lugar en el andén cuatro, fui hacia allí, temerosa de que el destino se me adelantara y lo perdiera por segunda vez consecutiva.

Me senté en el bordillo y saqué del equipaje de mano el libro de Mallorquí. Busqué un capítulo que siempre me hacía reír y me dediqué a releerlo mientras la gente circulaba de un lado a otro, frente a mí. Pronto perdí el interés, así que lo cerré y lo dejé a mi lado, en el suelo. Me abracé a las rodillas y seguí imaginándome cómo sería mi habitación, la casa, las personas con las que iba a vivir… Imaginación no me ha faltado nunca, así que se me pasaron por la cabeza las cosas más espantosas, pero también otras que eran propias de un palacio real.

En algún momento, mientras dudaba entre una cama con dosel o un colchón de paja, debí de perder la noción del tiempo, porque, de repente, escuché un claxon que me asustó. Me levanté de un salto y vi ante mí un autocar y a su chófer, quien me indicaba que me quitase de donde estaba.

Era mi autobús, por eso sonreí entusiasmada. Debí de parecer una lunática.

Cogí las maletas con ímpetu y me planté frente a la puerta, esperando que el conductor tuviese la buena voluntad de presionar el botón de abrir. Por favor, le imploré con los ojos, sin fuerzas ya para sostener el peso de no sé cuántos kilos de ropa y otros objetos.

Lo hizo. Primero abrió el maletero, donde deposité mis pertenecías, y luego me dejó subir. Nos saludamos con total cordialidad; él un poco sorprendido por mi, a su parecer, injustificada alegría.

—¿Cuánto vamos a tardar en llegar? —pregunté con júbilo.

—Poco más de una hora, si no hay tráfico.

Me mordí la lengua. No es que esperara que apareciésemos ahí por la divina voluntad de Dios pero, ¿en serio? ¿Otra hora, mínimo, hasta llegar?

Me acomodé en la primera fila y me quedé mirando por la ventana como si me hubiesen arrancado mi última oportunidad, sea cual fuese, de cuajo. Era martes por la tarde y yo, en otro momento, podría haber estado con mis amigos tomándome algo en algún rincón de Barcelona. Pero eso ya era agua pasada. Y hablando de agua…

—¡Menuda lluvia! —exclamó el conductor.

Me incliné hacia delante para que pudiera escucharme.

—Pero si no está lloviendo.

—Espere un minuto y ya verá si llueve.

Torció una sonrisa malvada que decía: «Pobre chica, no sabe nada».

Un minuto después, revivimos el segundo diluvio universal, y, por supuesto, la hora de viaje se convirtió en un par y más quebraderos de cabeza.

Cuando el autobús daba marcha atrás, conmigo y otra mujer en su interior (si el pueblo tenía trescientos habitantes, ¿qué más podía esperarse?), vi mi libro favorito sobre la acera.

—¡No, no, no! —grité, pero el conductor me ignoró.

Me llevé las manos a la cabeza y me despedí, finalmente, de la que había sido la novela de mi adolescencia. Tendría que comprar uno nuevo al regresar a casa, aunque nunca sería igual que ese. Ninguno podría sustituirlo. Era el único recuerdo que me quedaba de antes de convertirme en una rebelde sin causa, de antes de ese fatídico instante que tenía nombre de persona.

Cerré los ojos con fuerza y me hundí en el asiento.

¿Cuánto más duraría ese día?

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Duró y fue duro hasta el final, hasta bien entrada la noche, para rizar más el rizo. Porque, después de llegar a Castle Combe, pasadas ya las siete de la tarde, en la que fue, sin duda, la tormenta del siglo, mi odisea no había acabado, ni mucho menos, con descargar las maletas en el barrizal más próximo. Sí, había camino asfaltado, pero, casualmente, fue a parar el autobús en medio de uno embarrado. Y, que Dios me perdone, pero me acordé de todo el árbol genealógico de Mr. Jonson, el conductor.

La señora que me había acompañado en el trayecto, comiéndose la friolera cantidad de tres paquetes de galletas de esos que contienen entre treinta y cuarenta, descendió con total facilidad, y, sin despedirse, echó a andar bajo la lluvia, sin paraguas. Sabía a dónde se dirigía, eso era evidente.

Tres o cuatro farolas alumbraban lo que había a mi paso. El motor del autobús se puso en marcha y quiso mi raciocinio que me apartase a tiempo de evitar que me manchase entera. Resumiendo mi situación: estaba quieta bajo la lluvia, cansada, mojada y preocupada, pensando hacia dónde ir. Tuve un momento de lucidez y me di cuenta de que, a esas alturas, lo mejor sería llamar a la primera puerta que encontrase en mi camino y pedir indicaciones. Por fortuna, había una casa a quince pasos.

Me detuve e intenté recomponer mi aspecto, sin resultados positivos. Llamé con los nudillos, ya que no encontré el timbre por ninguna parte, y un adolescente me abrió poco después. Antes de que me cerrase la puerta en las narices, balbuceé rápido mi pregunta y él, tras acabar, permaneció en silencio.

—Tienes que subir la colina —indicó al cabo de un buen rato.

Se asomó al exterior y me señaló la dirección con la mano.

—Cuando llegues al cruce, coges el camino de la derecha. Sigues recto diez kilómetros y luego verás la granja.

Miró las maletas.

—El camino es de tierra.

Cerré los ojos y me acuclillé, llevándome las manos a la cara. No dije nada, pero debió de pensar que me había echado a llorar, porque adoptó la misma postura que yo.

—No llores. Le pediré al señor Michelson que te lleve.

Puso su mano sobre mi hombro y yo levanté la cabeza.

—¿A quién?

Él sonrió ampliamente y también lo hicieron sus ojos claros y sus mejillas pecosas. Me pareció mucho más amable que al principio.

—El señor Michelson, Edward. Es el profesor del pueblo. Él tiene coche.

Entendí por esa afirmación que era uno de los pocos que tenía coche. Pero me daba igual. Solo necesitaba un poco de ayuda, y no iba a oponerme a recibirla, no podía permitírmelo en aquel momento. Y ya no tenía muy claro si en ningún otro, dadas las circunstancias.

Luke, tras presentarse, cogió un par de maletas y me ayudó a ir carretera arriba hasta la casa del profesor. No quería cantar victoria antes de que el hombre aceptase llevarme, pero una parte de mí estaba ya mucho más relajada. Por fin un segundo para respirar. Si no me llevaba, yo no podría ir, en plena noche, por un camino que desconocía, cerca del bosque, con varias maletas y el cuerpo reventado. Imploraría misericordia.

Mi salvador subió la escalera que llevaba a la puerta, yo me quedé abajo. No quería importunar, además, seguía siendo una extraña.

Llamó varias veces y alguien le gritó desde el otro lado.

—¡Ya va, un poco de paciencia!

No sé por qué, pero esa voz grave y oscura me hizo temblar. Mejor iría a pie al día siguiente. Tenía que haber algún hostal donde poder pasar la noche en aquel pueblo.

La puerta se abrió y Luke sonrió ampliamente.

—Hombre, señor Davis, ¿qué ha sido esta vez? ¿El gato o el perro? ¿Cuál de los dos se ha comido su trabajo de matemáticas?

Luke esbozó una sonrisa pilla y Edward, al que no podía ver desde donde me encontraba, emitió una carcajada poco después.

—Pero pasa, chico —dijo.

—No, profesor, necesito que me haga un favor. No a mí, en realidad, sino a ella.

Luke miró hacia abajo y me señaló. Entonces, Edward atravesó el umbral de su puerta y se inclinó hacia delante.

Era el hombre más alto y menos inglés que había visto en toda mi vida. Moreno, con barba y los ojos oscuros.

—¿Quién es?

—Es Car…

—Carlota —articulé.

—Carlota —repitió Luke—. Va a pasar el verano en la casa de la señora Robinson. Es la chica que va a cuidar de Ginnie.

¡Pero si yo no le había dado esa información!

Edward asintió.

—¿Y?

—¿Podría llevarla?

Señaló las maletas esta vez.

—¿Ahora? —preguntó Edward, incrédulo—. ¿Con la que está cayendo? Mejor se busca un sitio donde dormir y ya sube mañana.

Luke se encogió de hombros.

No me apetecía discutir con nadie, pero aquel hombre era sumamente antipático. Había cierta maldad en su mirada, en sus gestos y en su voz. Me sentí pequeña e idiota, sin embargo, conseguí decir algo.

—Está bien, gracias. ¿Podrían indicarme dónde está el hostal más cercano?

—Ya le indicas tú, ¿eh? Buenas noches.

Y así, sin más, nos dejó ahí como dos pasmarotes. Cerró la puerta y… adiós.

—Muy amable, tu profesor.

Volvió a abrirse la puerta. Era él de nuevo.

—¿Le has indicado ya? —inquirió.

Luke se rio.

—Estaba a punto de decirle que parte de su casa es un hostal.

—Bien, así se consigue clientela —me miró—, venga, sube. Te prepararé una habitación y podrás llamar a la señora Robinson, si el teléfono aún funciona.

Miré extrañada a Luke y él bajó para ayudarme con las maletas.

—Él es así —me susurró.

¿Él es cómo? —preguntó Edward, que tenía el oído bien entrenado—. Todavía me estoy pensando aprobarte o no, así que cuidado.

Mi ángel rubio de la guarda sonrió y después de ayudarme a subir las maletas se despidió con ternura y se fue por donde había venido. Me dejó ahí, en la guarida del lobo.

—Car… —dijo cuando estuve frente a él y cerró la puerta.

—Carlota —repetí.

—¿Tiene traducción inglesa?

Pensé en carrot, pero…

—Charlotte —concreté.

Él asintió con los brazos cruzados sobre el pecho. A la luz de las lámparas, me di cuenta de que sus ojos eran color miel y no oscuros, como me habían parecido al principio. Esa tonalidad dulcificaba su expresión. A duras penas sonreía. Su rictus era indescifrable.

—Bien, Charlie, ven conmigo.

—¿Charlie? —pregunté.

—Es más fácil que Car…

—Carlota.

Me rendí pronto. No quería parecer maleducada. Si me llamaba Charlie, pues Charlie. Esa noche no pondría objeciones, pero ya me encargaría yo de repetirle mi nombre las veces que hiciera falta hasta que lo pronunciase como era debido.

—Esta será tu habitación.

Abrió una pequeña puerta de madera y encontré, al otro lado, una cama individual, un espejo, una mesita de noche, un armario, una pequeña ventana y una alfombra inmensa y aparentemente suave.

—Espero que sea de tu agrado. El cuarto de baño está en el pasillo.

Me echó un rápido vistazo e hizo un mohín con la boca.

—No te vendría mal una ducha.

—¿Perdona?

—No te hagas la ofendida, tengo razón —declaró.

Después se fue, sin decir nada más.

Al tiempo que abría la maleta para buscar una muda limpia y seca, escuché que me llamaba desde algún rincón de la casa. Tal vez desde la planta baja.

—Charlie, después baja a cenar.

Puse los ojos en blanco, pero mi estómago me recordó que no estábamos en una situación propicia para ofender a nuestro anfitrión.

—¡Sí! —grité.

Me metí en el cuarto de baño, me duché y lavé el pelo a toda velocidad, me vestí con un chándal, una prenda que rara vez me ponía, y bajé más rápido que Flash.

Al principio, me perdí por la casa. Resultó que era más grande de lo que había pensado en un primer momento. Pocos minutos después, me topé con Edward, que salía de la que era la cocina.

—El teléfono funciona —me informó.

Estaba colgado de la pared, en el salón. Me hizo sonreír.

—Como en las películas —señaló él, leyéndome el pensamiento.

Tragué saliva ante la sorpresa de ser descubierta pensando en tales comparaciones.

Aparté la mirada debido a la fijación de sus ojos en los míos y me dirigí hacia el aparato. Marqué el número con torpeza y esperé a que la señora Robinson atendiera la llamada.

Lo hizo con la misma rotundidad de las otras veces que había hablado con ella. Tardé dos minutos en explicarle la situación y ella diez segundos en decirme que no me preocupase y que descansara. Edward, según la anciana, era un hombre encantador.

Lo que me faltaba por escuchar.

Tras despedirme, vi que había un plato de comida sobre la mesa. Me figuré que era para mí. Destapé su contenido y me encontré con un filete de ternera de un tamaño considerable y algo de verdura a la plancha. Tal vez esa sería la última vez que podría comerme esa carne sin sentirme culpable. Una vez que mirase a las vacas a los ojos, no creí que pudiese volver a hincarles el diente.

Comí sola y en silencio. No sabía dónde se había metido el dueño de la casa, pero no parecía, en absoluto, preocupado por mi presencia. Es más, me apostaría cualquier cosa a que le daba igual. Yo en su lugar habría desconfiado un poco, aunque claro, regentando un hostal, supongo que estaba más que acostumbrado a tener desconocidos deambulando por su casa.

Recogí el plato y los cubiertos, los fregué, sequé y dejé sobre la encimera. Salí de la cocina y me lo encontré sentado en un sillón, leyendo; una imagen que me era muy familiar. Si hubiese estado la chimenea encendida, me habría parecido digno de fotografiar. Pero era junio, así que no había ni chimenea ni esa luz crepuscular que desprenden las llamas. Todo era más normal y menos fantasioso.

—¿Quieres leer algo? —preguntó al descubrirme espiándolo.

—No soy muy de leer —dije, arrepintiéndome al momento.

Se levantó del sillón y me ofreció el volumen que tenía entre las manos, encuadernado en cuero marrón y con letras plateadas.

—Creo que te gustará.

—No, si no es necesa…

Ya me lo había colocado en las manos incluso antes de que pudiese acabar la frase. Se fue escalera arriba, dejando tras de sí unas seiscientas páginas y un «buenas noches, Charlie».

Grandes esperanzas, Charles Dickens: eso rezaba la cubierta del libro.

Ocupé su lugar en el sillón y me relajé.

¿Por qué había tantos libros y ningún piano? Ojalá hubiese habido uno. Me habría calmado tocar en aquel momento. Pero lo que tenía a mi disposición era una historia.

A lo mejor podía leer un par de páginas antes de que me entrase sueño.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

Pasadas las doce de la madrugada, escuché unos pasos que venían en mi dirección. Llevaba leído un tercio del libro cuando vi a la mujer del camisón blanco aparecer ante mí. Tenía el pelo negro como el ébano y la piel pálida. Era hermosa. Una aparición, un destello. Eso o la prosa de Dickens me hacía admirar cada fracción de lo que me rodeaba. Todo podía hiperbolizarse, ensalzar la belleza que le era propia y… ¡Bueno, sí, me estaba gustando mucho la novela!

—Hola —saludó.

Le sonreí y me froté los ojos.

—¿Qué lees? —preguntó a continuación.

Le enseñé el libro y ella se aproximó a mí. Se dejó caer sobre el reposabrazos del sillón y pronunció el título de la novela.

—¿Me lees un poco? Me he desvelado.

Yo ya estaba muy cansada, y más para leer en voz alta, pero encontré tanta tristeza en sus ojos que no pude negarme a compartir con ella unos cuantos párrafos de la historia. Llegamos pronto a un pasaje que le pareció divertido a mi extraña compañera y empezó a reírse a carcajadas. Las lágrimas se le escapaban de los ojos y se llevó las manos al vientre mientras se ahogaba con su propia risa.

Me contagió su entusiasmo y acabamos riéndonos ambas.

Percibí las luces que se encendían en toda la casa y oí los rápidos pasos, que eran más contundentes que los truenos de fuera. Edward apareció como una ráfaga de aire endiablado y frunció el ceño cuando nos encontró a las dos ahí sentadas. No pestañeamos, ni ella ni yo.

—¿Se puede saber qué haces fuera de la cama?

—No podía dormir, Edward.

—Sabes que deberías estar descansando.

Ella agachó la cabeza.

—¿Por qué no puedes levantarte? ¿Te encuentras mal? —pregunté.

Me arrepentí en cuanto los ojos del hombre me fulminaron.

—Sí, necesita reposo —contestó él, sin darle oportunidad de explicarse.

—Perdona a mi hermano, siempre anda dando voces.

Se levantó y me sonrió con pena.

—Gracias por la lectura. Buenas noches.

Fue hacia Edward, y yo, que me había incorporado en el sillón, volví a hundirme en él.

Fuera seguía lloviendo a cántaros. Los rayos iluminaban la estancia cada pocos segundos. Tan solo quedábamos una tormenta eléctrica y yo, que, a decir verdad, ni siquiera tenía muy claro dónde estaba.