Escándalos y Canallas, tomo 2. La salvaje pupila de Warnick

Domingo, 9 de mayo de 1834

Desde fuentes fiables nos ha llegado la noticia de que en los clubs de St. James está todo el mundo apostando como loco a que cierto duque ha regresado a Londres para recordarle a su no tan joven pupila que no le gustan nada los chismes que le están contando sobre ella. Así que con la llegada de la primavera, el duque de Warnick ha decidido ejercer el papel de casamentero con la señorita Lillian Hargrove —más conocida como la Musa, para aquellos que hayan oído hablar de (o mejor dicho, hayan visto) el promiscuo cuadro que escandaliza a toda la sociedad— y regresar al sur. Se espera con emoción la próxima llegada del salvaje escocés (y poco entusiasta duque). Lo único seguro es que los aires primaverales traerán tartanes a la ciudad… y a la sociedad.

Continuará…

· Prólogo: ¡Gran devastación ducal! Diez horribles días de oscuridad y locura… ·

Marzo, 1829

Bernard Settlesworth, caballero, creía que cada uno tenía un nombre destinado. De hecho, como tercera generación de una familia de abogados de la aristocracia, era difícil no creer tal cosa. Bernard se sentía muy orgulloso de su trabajo, que realizaba con precisión casi todos los días del año. Después de todo, como se repetía a sí mismo a menudo, la aristocracia británica se basaba en el arduo trabajo de hombres como él. Si los Bernard Settlesworth del mundo no llevaran los libros de cuentas ni administraran con suma habilidad las enormes propiedades, la Cámara de los Lores se derrumbaría, dejando a su paso solo antiguas líneas heráldicas y fortunas despilfarradas.

Así que hacía su trabajo como Dios mandaba y esa era su forma de asegurarse de que la aristocracia permaneciera en pie… Con solvencia.

Y aunque se sentía orgulloso de todos los aspectos de su trabajo, no había nada que disfrutara tanto como conocer a nuevos herederos, ya que era en esos momentos cuando el apellido Settlesworth se ponía a trabajar de la mejor manera posible.

Bernard disfrutaba mucho de esta parte, es decir, hasta que la tragedia se ensañó con el ducado de Warnick.

Dos marqueses, seis condes y barones diferentes. Un terrateniente y sus tres hijos. Un vicario. Un capitán de barco. Un sombrerero. Un criador de caballos. Y un duque.

Habían muerto todos por culpa de una serie de tragedias que incluían —aunque no se limitaban a— un accidente de carruaje, otro de caza, un robo que salió mal, un ahogamiento en el Támesis, una desafortunada gripe y un incidente, realmente inquietante, relacionado con un cormorán.

Si era objetivo, pensó Bernard, en realidad eran diecisiete los duques que habían muerto. Todo en el lapso de una quincena.

Más que un giro de los acontecimientos, fueron diecisiete vueltas, algo inaudito en la historia británica. Pero Bernard estaba totalmente entregado a su trabajo, más aún cuando le tocaba proteger un título tan viejo y venerable, sus vastas tierras (que ahora eran incluso más, dadas las sucesivas y rápidas muertes de diecisiete hombres, varios de los cuales murieron sin descendientes) y grandes fortunas (por la misma causa).

Y así fue como un día se encontró ante la gran entrada de piedra del castillo de Dunworthy, en la fría, ventosa y salvaje Escocia, cara a cara con Alec Stuart, que una vez había sido el decimoséptimo heredero del ducado de Warnick, y ahora era el último heredero conocido del título.

En realidad eso de «cara a cara» no era del todo exacto. Después de haber sido recibido por una joven muy hermosa, se había visto obligado a esperar, rodeado de enormes tapices y un puñado de armas antiguas que parecían haber sido colgadas de cualquier forma en la pared.

Entonces… esperó.

Y esperó…

Después de tres cuartos de hora, aparecieron dos perros grises de gran tamaño —los más grandes que había visto en su vida— y aspecto salvaje. Ambos se acercaron a él con movimientos engañosamente perezosos, y Bernard se arrinconó de espaldas al muro de piedra, esperando que decidieran buscar otra víctima más apetitosa. En vez de eso, se sentaron a sus pies, y esas enormes cabezas de áspero pelaje quedaron casi a la altura de su pecho. Los vio sonreír, sin duda considerándolo un sabroso manjar.

A Bernard no le importó. De hecho, por primera vez en su carrera, consideró la posibilidad de que la suya fuera una profesión poco agradable.

Y entonces llegó el hombre, con un aspecto todavía más salvaje que los perros. Era moreno y grande como una montaña, de hecho, no había visto nunca a un hombre tan grande —de casi dos metros— y con un cuerpo ancho y musculoso, sin pizca de grasa. Y Bernard lo podía afirmar porque ese individuo no llevaba camisa.

En realidad, tampoco llevaba pantalones.

Usaba un kilt. Y un sable.

Por un momento, Bernard se preguntó si habría viajado por el tiempo y el espacio a una Escocia anterior. Después de todo, estaban en el año 1829, a pesar de que aquel escocés parecía haber nacido tres siglos antes.

El enorme tipo lo ignoró mientras lanzaba la espada a la pared, donde quedó clavada como si fuera por la pura fuerza de voluntad de su dueño. El mismo que le dio la espalda y comenzó a alejarse.

Bernard se aclaró la garganta, un sonido que resonó con más fuerza de la que pretendía en el enorme espacio de piedra, la suficiente como para que aquel tipo se diera la vuelta y mirara con atención su, en comparación, diminuta figura.

—¿Quién es usted? —dijo el hombretón después de un largo silencio.

O al menos eso pensó Bernard que había dicho. Las palabras salieron confusas de la boca del hombre, envueltas en un espeso acento escocés.

—Yo… Yo… —Bernard se encogió, deseando no tartamudear a pesar de estar rodeado de bestias humanas y caninas—. Estoy esperando que me reciba el dueño de la casa.

El hombre empezó a retumbar, y Bernard imaginó que aquel profundo sonido eran sus carcajadas de diversión.

—Tenga cuidado. A estas piedras no les gusta oír que tienen dueño.

Bernard parpadeó. Había escuchado historias sobre escoceses locos, pero no había esperado toparse con ninguno. Tal vez había entendido mal aquella confusión de erres y siseos perdidos.

—Perdón…

El hombre lo estudió durante un buen rato.

—¿Está disculpándose conmigo o con el castillo?

—Pues… —Bernard no supo qué decirle. Aunque un hombre no podía disculparse con un edificio, ¿verdad? Movió la cabeza a un lado—. ¿No está por aquí el señor Stuart?

El enorme hombre se balanceó sobre los talones, y Bernard tuvo la clara sensación de que a aquel bruto le encantaba su evidente incomodidad. Como si no fuera él quien tuviera que sentirse incómodo por andar por el castillo medio desnudo.

—Sí.

—Llevo casi una hora esperándole.

Los perros sintieron su irritación y se levantaron, claramente ofendidos. Bernard tragó saliva.

—Angus. Hardy. —Al instante, las bestias se retiraron para ponerse al lado de su amo.

Y fue entonces cuando lo supo.

—Es usted… —dijo mirando al hombre medio desnudo que había junto a la puerta.

—Sí. Pero todavía no sé quién es usted.

—¡Alec! —La voz de una joven resonó por el castillo—. Te está esperando un hombre. ¡Me ha dicho que es abogado, de Londres!

El nuevo duque de Warnick no apartó la vista de Bernard mientras respondía.

—También ha dicho que lleva esperándome una hora.

—Bueno, he imaginado que un elegante abogado de Londres no podía venir para nada bueno —canturreó la voz—. Así que, ¿para qué molestarte mientras estabas entrenando?

—¿Para qué…?, en efecto —repuso el escocés—. Mis disculpas. A mi hermana no le caen bien los ingleses.

Bernard asintió moviendo la cabeza.

—¿Podemos hablar en privado en algún lugar?

—Como a mí me preocupan menos los ingleses que a mi hermana —explicó el duque— no necesitamos tanta ceremonia. Puede indicarme qué le ha traído aquí y luego podrá marcharse.

Bernard imaginó que la imagen que tenía aquel hombre sobre Inglaterra cambiaría bastante una vez descubriera que se había convertido en par del reino. Uno muy rico.

—Por supuesto… Tengo el gran placer de decirle que, desde hace doce días, es usted el duque de Warnick.

A lo largo de su carrera, Bernard había sido testigo de toda clase de respuestas cuando alguien era informado de que había recibido una herencia. Se había mantenido al margen de la tristeza de aquellos que habían perdido a sus amados padres, y reconocido el entusiasmo en el rostro de los que lidiaban con la muerte de familiares no tan queridos. Había sido testigo del impacto que suponía para herederos lejanos y la alegría de aquellos cuya fortuna había cambiado en un abrir y cerrar de ojos. Y, en el menos placentero de sus días, había presenciado la devastadora carga de la herencia cuando un aristócrata de nuevo cuño descubría que su título no venía aparejado más que con una deuda insostenible.

Pero en los más de veinte años que llevaba sirviendo a las altas esferas de la aristocracia, nunca se había encontrado con apatía.

Hasta ese momento, en el que el escocés por el que había cruzado el país para acudir a su encuentro lo miró con calma y dijo:

—Bah… —Luego giró sobre sus talones para dirigirse a la puerta con los perros a la zaga.

—Ex… Excelencia… — farfulló Settlesworth confundido.

—No tengo ningún interés en un título inglés —soltó el aludido con una larga carcajada—. Y, sin duda, no tengo interés alguno en ser la «excelencia» de nadie.

Dicho eso, el vigésimo primer duque de Warnick, último de una estirpe venerable y rico como un rey, desapareció.

Bernard esperó una hora más en la fortaleza de piedra y tres días a mayores en la única posada del pueblo más cercano, pero el duque no mostró ningún interés en volver a hablar con él.

Y así fue como, durante los cinco años siguientes, el duque rara vez apareció en Londres y, cuando lo hizo, evitó cualquier reunión aristocrática. En cuestión de meses, la sociedad londinense había percibido su desdén y decidido que, en realidad, eran ellos quienes lo desdeñaban y no al revés.

Dijeron que el duque sin linaje no merecía su tiempo ni su energía. Después de todo, el decimoséptimo en la línea hereditaria para un ducado ni siquiera podía ser considerado un duque de verdad.

Tal punto de vista se adaptaba a Alec Stuart, orgulloso escocés, como un guante, y reanudó su vida sin pensar dos veces en las obligaciones del título. Como tampoco era un monstruo, administró sus ahora grandes propiedades con meticuloso cuidado, asegurándose de que aquellos que confiaban en las tierras de Warnick conseguían prósperos dividendos, pero evitó ir a Londres, convencido de que si Inglaterra lo ignoraba, él también podía ignorarla a ella.

E Inglaterra lo ignoró… Hasta que dejó de hacerlo.

Hasta el momento en el que llegó una misiva que le reveló que, además de las propiedades, los sirvientes, los cuadros y las alfombras que había heredado con aquel título que no tenía ningún interés en usar, el duque de Warnick había recibido también algo muy diferente.

Una pupila.

· 1: La adorable Lily se convierte en la Musa

Abril, 1834

Exposición en la Royal Academy

Somerset House, Londres

La señorita Lillian Hargrove era la mujer más bella de Inglaterra. Era un hecho demostrado, que no requería confirmación por parte de los expertos en el tema. Bastaba con mirarla, con percibir su piel de porcelana, sus rasgos simétricos, sus pómulos altos, sus labios carnosos, sus orejas perfectas y su nariz recta, que hacía recordar a la mejor escultura clásica, para que cualquiera lo supiera.

Si se agregaba también su pelo rojo, que de alguna forma no resultaba descarado, sino de un atrayente tono dorado que evocaba las puestas de sol más celestiales, y sus ojos, grises como una tormenta de verano, ya no había ninguna duda al respecto.

Lillian Hargrove era perfecta.

Tan perfecta que el hecho de que procediera de la nada —que careciera de título, posición social y dote, que hubiera sido sacada de Dios sabía dónde por el mejor artista de Londres, con el que no estaba casada— de alguna forma se volvía irrelevante cuando ella entraba en cualquier estancia. Después de todo, nada cegaba más a los caballeros (tuvieran título o no) como la belleza, un hecho que era suficiente para llamar la atención de cualquier madre casamentera que frecuentara Almack’s.

Por eso, la mitad femenina de la aristocracia disfrutó enormemente de los acontecimientos que acaecieron el 24 de abril de 1834, el día de la inauguración de la Exposición de Arte Contemporáneo de la Royal Academy, cuando Lillian Hargrove —que actualmente era la belleza favorita de El folleto de los Escándalos— se convirtió ella misma en un escándalo por derecho propio.

Y en una mujer arruinada. Muy, muy arruinada.

Más tarde, cuando esa misma sección de la sociedad comentaba entre fervientes susurros los acontecimientos del día, los guantes blancos ocultaban las yemas de los dedos manchadas de negro por la tinta de las revistas de cotilleos que juraban que no leían, unas conversaciones que siempre terminaban con un horrorizado y jubiloso: «La pobre no lo vio llegar».

Y así había sido.

De hecho, el día que todo había empezado, Lily lo había considerado el mejor día de su vida.

El que había estado esperando durante toda su existencia: veintitrés años y cuarenta y ocho semanas. El día en el que Derek Hawkins iba a hacerle una propuesta.

No conocía a Derek desde siempre. Se habían visto por primera vez hacía seis meses, tres semanas y cinco días; cuando se le acercó, mientras se entretenía bajo el sol en Hyde Park, la tarde de San Miguel, uno de los últimos días cálidos del año, y le dijo, con extrema claridad, que iba a casarse con ella.

—Eres una revelación —le había dicho él en un tono frío y medido, arrancándola por sorpresa de su lectura.

Cualquier otra podría haber considerado que su inesperada llegada era el motivo de su falta de aliento, pero Lily sabía que no era así. Él la había dejado sin respiración por el mero hecho de haberla encontrado, oculta en un lugar junto a la orilla. A pesar de su belleza, siempre estaba sola y era invisible para todo el mundo. Tres veces huérfana, primero por la muerte de su padre, administrador de tierras; luego por una cadena de tutores ducales —cada uno de ellos había fallecido rápidamente—; y, por fin, por el abandono absoluto del actual duque.

En su soledad, se había vuelto muy hábil para resultar invisible, así que, cuando Derek Hawkings la vio, cuando la contempló con la fuerza cegadora de su mirada, ella se enamoró por completo. Al instante.

Lily había hecho todo lo posible para no parecer afectada por sus palabras. Después de todo, no había leído todas las revistas para damas de Londres que se habían publicado durante los últimos cinco años para nada. Lo miró y le brindó su mejor sonrisa.

—No nos hemos visto antes, señor.

Él se había agachado a su lado, le había quitado el libro de las rodillas mientas la encandilaba con sus dientes blancos y cegadores e incluso con una impertinencia todavía más cegadora.

—Una belleza como usted no debería tener tiempo para libros.

Ella parpadeó, atraída por esos fríos ojos azules, que se le clavaban como si ellos dos fueran las únicas personas en todo Londres. En todo el mundo.

—Pero me gustan los libros.

Él había negado con la cabeza.

—No tanto como le gustaré yo.

Ella se rio ante su soberbia.

—Parece muy seguro de sí mismo.

—Estoy muy seguro de usted —había dicho él, cogiéndole la mano del regazo y depositando un cálido beso en sus nudillos enguantados—. Soy Derek Hawkins. Y usted es la musa que llevo buscando mucho tiempo. Tengo intención de retenerla… durante toda la eternidad.

Ella había recuperado la respiración al escuchar aquella promesa…, por cómo le hacía pensar en otros votos, más formales.

Sin duda, conocer a Derek Hawkins había sido un shock. Había leído sobre él durante años: era una leyenda, un artista y una estrella del escenario, reconocido en todo Londres y más allá, como una de las mentes teatrales más hábiles de toda la generación. Los rumores sobre su talento y su buena apariencia lo precedían, y aunque Lily no podía confirmar en ese momento lo primero, lo último parecía bastante preciso.

Pero no fue su fama lo que la conquistó. Después de todo, había algo de cerebro entre sus orejas. Ella no soñaba con un pretendiente famoso, lo que quería era un novio que le asegurara que no volvería a estar sola.

A fin de cuentas, llevaba sola toda su vida.

En los días y semanas que siguieron, Derek la había cortejado como un perfecto caballero, y la había acompañado a los festivales de otoño y otros eventos invernales, incluso había llegado a contratar a una chaperona de más edad para que los acompañara en las salidas públicas.

Y luego, en una fría y nevada tarde de enero, le había enviado un carruaje que la llevó a su estudio, el santuario de su mundo de artista.

Sola.

Allí, en esa habitación soleada, rodeada de docenas de lienzos, él la había honrado con palabras y promesas, había adorado su belleza y su perfección, prometiéndole que la mantendría siempre a su lado. Siempre.

Esas palabras tan bonitas y tentadoras eran precisamente lo que siempre había soñado escuchar de un hombre tan guapo y con tanto talento, uno que era valorado sin medida, y la habían hecho sentirse más feliz y llena de esperanza de lo que jamás hubiera imaginado.

Durante dos meses y cinco días, Lily había regresado al estudio una y otra vez y había posado con bastante orgullo en la habitación mientras la calentaban los rayos invernales del sol y la mirada de Derek. Había hecho todo lo que él le había pedido. Porque eso era lo que una hacía cuando estaba enamorada.

Y estaban enamorados, un hecho que quedaba demostrado en ese momento, ya que se encontraban en la gran sala de exposiciones de la Royal Academy, rodeados por los más famosos miembros de la sociedad londinense. Lily estaba medio paso por detrás del hombro derecho de Derek (donde él prefería que se pusiera), con un vestido amarillo pálido (algo más claro de lo que a ella le hubiera gustado, pero que había elegido él mismo), y el pelo recogido en un apretado e inflexible moño (justo como a Derek le gustaba).

Mientras se dirigían hacia la exposición, con la lluvia tamborileando en el techo del carruaje, donde permanecían apartados del mundo, él le había cogido la mano.

—Hoy es el día en el que todo cambiará —había susurrado—. Para siempre. Después, todo será diferente. La gente susurrará mi nombre, y también el tuyo.

Ella lo contempló con el corazón acelerado, con la certeza de que eso solo podía significar una cosa: matrimonio.

—Juntos —musitó ella con una sonrisa.

El carruaje había disminuido la velocidad en ese momento y se había detenido ante la sala de exposiciones, pero antes, Lily había percibido que él estaba de acuerdo con ella en medio de los truenos de la tormenta.

«Juntos».

Ahora estaban allí, y se sentía más orgullosa de lo que había estado nunca. Y era por ese hombre que pronto sería su esposo, y también por ella misma. Después de todo, no todos los días la hija huérfana de un administrador de fincas tenía el privilegio de presentarse ante Londres con el hombre que amaba.

La sala era enorme. Las paredes alcanzaban los seis metros de altura y cada centímetro de ellas estaba cubierto por obras de arte. Pero en el punto central, detrás de un estrado en el otro extremo del espacio, había un cuadro cubierto con una especie de cortinilla, como si lo que había allí detrás fuera a suponer una magnífica revelación.

Derek se giró y le guiñó un ojo.

—Eso es para nosotros.

Lily sonrió. «Nosotros». Qué palabra tan hermosa y adorable…

¿Durante cuánto tiempo había deseado ser parte de un nosotros?

—Señor Hawkins… —El secretario de la academia se reunió con ellos en el punto central de la sala con un firme apretón de manos—. Gracias a Dios que ha llegado —le susurró a Derek al oído—. Estamos listos para la presentación, señor.

Derek asintió al tiempo que curvaba los labios en una amplia sonrisa de triunfo.

—Yo siempre estoy preparado para un anuncio como este.

Lily miró a su alrededor, observando la multitud mientras esperaba que empezara la presentación. Reconoció a un puñado de los imprescindibles de Londres, sintiéndose inmediatamente desconcertada por la idea de que estaba rodeada de títulos y riquezas. Se puso rígida, y deseó de pronto que Derek le hubiera hecho la propuesta el día anterior para poder estar más cerca de él, para poder apoyarse en él ante la fuerza de la mirada combinada de todo Londres.

—Ha traído a esa chica, Hargrove, con él. —Lily contuvo el impulso de darse la vuelta al oír su nombre. Era un susurro, pero demasiado alto para que no lo oyera. Asumió que esa era, desde el principio, la intención de la persona que había hablado.

—Claro que sí. —Fue la mordaz respuesta—. Él se deleita en esto. Mira la forma en la que ella lo mira. Como un cachorro salivando ante un hueso.

El primer orador chasqueó la lengua con disgusto.

—Como si no fuera suficiente con haberse mostrado de esa forma.

Lily se obligó a no escuchar más y clavó los ojos en la parte posterior de la cabeza de Derek, donde su cabello negro formaba rizos perfectos.

Ninguna de esas personas importaba.

Solo Derek.

Solo su futuro juntos.

«Nosotros».

—Todo el mundo sabe que cualquiera que posa como él quiere provoca un completo escándalo. No me puedo creer que la haya traído hoy aquí. Hoy, precisamente. Con duques presentes.

—He oído que incluso podría aparecer la reina.

—Si eso es cierto, todavía resulta más desagradable que ella esté aquí.

—¡Su propia amante! —Las palabras llegaron acompañadas de una risita, como si los que las habían dicho fueran muy inteligentes.

Pero no lo eran.

Lily se tensó ante la sugerencia de que podía ser algo más que la prometida de Derek. Como si ella fuera un escándalo. Y a pesar de que no era así, de que no había nada escandaloso en el amor, le ardieron las mejillas y notó mucho calor.

Se volvió hacia Derek, deseando que él también estuviera escuchando a las mujeres. Quiso que él se girara y les dijera que no sabían lo que decían, que estaban hablando mal de su futura esposa.

Pero él no se dio por enterado. Ya se estaba alejando de ella, subiendo las escaleras hasta el lugar donde colgaba la cortina que ocultaba su obra maestra. Un retrato que no le había dejado ver todavía, por supuesto. No había querido tentar al destino, según le había dicho. Pero ella conocía su habilidad y sabía que cualquier cuadro que hubiera seleccionado para la exhibición asombraría a Londres.

Se lo había dicho solo unos minutos antes.

Y cuando todo Londres se quedara boquiabierto, las mujeres que cotorreaban a su espalda se comerían sus palabras.

Derek estaba ya en el centro del estrado e hizo un gesto para asomarse detrás de la cortinilla, antes de volverse hacia la multitud allí reunida mientras sir Martin Archer Shee, el presidente de la Royal Academy, daba la bienvenida a los presentes a la exposición. El discurso fue impresionante, y en él aduló al distinguido pintor con su acento irlandés, teniendo en cuenta la venerable historia de la academia y sus exposiciones.

Los cuadros que adornaban las paredes eran muy buenos. No de tanta calidad como los de Derek, por supuesto, pero eran obras de arte. De hecho, había algunos paisajes preciosos.

Entonces, llegó el momento.

—Cada año, la academia se enorgullece de presentar una pieza especial: una obra inédita de uno de los artistas contemporáneos con más talento de Gran Bretaña. En el pasado, hemos descubierto inigualables trabajos de Thomas Gainsborough, Joseph Turner y John Constable, y cada uno fue más aclamado que el anterior. En este momento nos produce mucho orgullo presentar al reconocido artista del lienzo y del escenario, Derek Hawkins.

Derek hinchó el pecho con orgullo.

—Es mi obra maestra.

Sir Martin se volvió hacia él al oír aquella inesperada interjección.

—¿Le gustaría decir unas palabras ahora, antes de descubrirlo?

Derek se adelantó un paso.

—Las diré cuando lo descubramos, pero por ahora solo voy a decir esto: es el mejor desnudo de nuestro tiempo. —Hizo una pausa—. El mejor de todos los tiempos.

Se hizo el silencio en la sala. Aunque Lily ni siquiera podía oírlo por la fuerte presión que sentía en los oídos.

«Desnudo».

Que ella supiera, Derek solo había pintado un desnudo.

«Es mejor que los de Rubens —le había dicho mientras ella yacía en el sofá color cobalto de su estudio, rodeada de almohadones de satén y telas lujosas—. Es más glorioso que los de Tiziano».

Las palabras, sin embargo, no solo eran un recuerdo. Las estaba diciendo de nuevo mientras miraba con arrogancia a la multitud.

—Consigue que parezca que Ingres debe regresar a la escuela. —Se volvió hacia el presidente de la academia—. A la Royal Academy, desde luego.

Aquel alarde —con el que insultaba a uno de los mejores artistas del momento— sacó a la multitud de su estupor, y los susurros colectivos se alzaron en una cacofonía de susurros, añadiendo sonido al salvaje calor que consumía a Lily.

—Qué escándalo… —dijo alguien no muy lejos.

«Derek le había jurado que era solo para que él lo viera».

—Nunca había presenciado tanta presunción…

«Le había prometido que no lo vería nadie».

Las mujeres que tenía a su espalda volvieron a hablar, ahora en un tono más sarcástico y desagradable.

—Por supuesto… Por eso la ha traído…

No podía ser el suyo.

«No podía ser…».

—Sin duda —convino la otra—. Su cuna es lo suficientemente baja para ser modelo.

—El término «modelo» se queda corto. Implica tener valor. Ella es demasiado barata para usar esa palabra. Solo se le ha permitido entrar por la buena voluntad de…

Se volvió para mirarlas, haciendo que el resto de la frase quedara atascada en la garganta de la mujer que hablaba. La verdad que implicaba hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas. No les importó. Las dos la miraron fijamente, como si fuera una cucaracha en una brizna de hierba.

—Su tutor entiende con claridad que la belleza no es importante.

Lily se giró. Aquellas crueles palabras la pusieron en movimiento. Al principio solo quería escapar de aquellas horribles mujeres, pero luego fue para huir de su propio miedo.

Y luego, para evitar que Derek la mostrara desnuda al mundo.

Se abrió paso entre la gente, que se agolpaba cada vez más cerca del estrado, y de la pintura, que seguía oculta. Por suerte, sir Martin había vuelto a hablar, pero Lily no escuchaba lo que decía, estaba demasiado concentrada en llegar al escenario.

A la pintura.

Subió los escalones espoleada por algo mucho más poderoso que la vergüenza.

Vergüenza.

Pesar por lo que había hecho. Por confiar en él. Por haberle creído.

Por llegar a pensar que alguna vez no estaría sola. ¡Sola!

Por haberse creído aquel prometedor «nosotros».

Y luego, cuando estaba en lo alto del escenario y él se volvió hacia ella, la sala quedó en silencio una vez más, en completo shock ante su presencia. Ante su intrusión. El presidente de la academia la miró con los ojos muy abiertos.

Derek, sin embargo, se movió con perfecta agilidad y la señaló con un brazo.

—¡Oh! Llega mi musa…

En ese momento Lily abrió mucho los ojos. Él acababa de llevarla a la ruina igual que si se hubiera desnudado delante de todo Londres. Y aun así, le sonrió como si no lo supiera.

—¡Mi adorable Lily! Quien canaliza mi genio… Sonríe, querida.

Nunca hubiera imaginado que esa palabra la pusiera furiosa. No dejó de moverse ni sonrió.

—Me prometiste que nadie más lo vería.

La habitación guardó silencio. Como si las propias paredes pudieran respirar.

Él parpadeó.

—No he hecho tal cosa.

«Mentiroso».

—Me dijiste que era solo para ti.

Él sonrió como si eso lo explicara todo.

—Querida… Mi genialidad es demasiado importante para que no lo comparta. Es para el mundo. Para los tiempos venideros.

Ella miró a la multitud, a los cientos de ojos allí reunidos. La fuerza de esa mirada combinada la hizo erguirse de nuevo, pero sintió que le fallaban las rodillas y que se le aceleraba el corazón.

Que se ponía furiosa.

Se volvió hacia él.

—También me has dicho que me amabas.

Él inclinó la cabeza a un lado.

—¿En serio?

Estaba perdida en el espacio… En el tiempo. Su cuerpo ya no era suyo. Aquel momento no le pertenecía. Sacudió la cabeza.

—Lo has hecho. Me lo has dicho… Yo he aceptado. Nos casaremos cuando…

Él se echó a reír. Se rio. El sonido hizo eco en los comentarios y susurros de la multitud que se extendía ante ellos, pero a Lily no le importó. La risa de Derek era suficiente para acabar con ella.

—Mi querida niña —se burló él—, un hombre de mi categoría no se casa con una mujer de la tuya.

Lo dijo delante de Londres.

De esa gente, cuando ella siempre había soñado con ser una de ellos. Delante de ese mundo, en el que siempre había querido vivir. Lo dijo ese hombre, con quien se había permitido soñar.

Pero que nunca la había amado.

Por el contrario, la había avergonzado.

Se volvió hacia la cortina con un único propósito. Destruir su obra maestra como él la había destruido a ella. Sin importarle que ninguna de las personas allí reunidas viera la pintura.

Arrancó la cortina. La gruesa tela roja cayó sin ofrecer apenas resistencia, o tal vez fue por la fuerza de su furia, revelando…

Una pared desnuda.

Allí no había nada.

Se volvió hacia la sala donde sonaban risas de sorpresa, escandalizados susurros y muestras de estupefacción que la atravesaban con la misma fuerza que el fuego de un cañón.

El retrato no estaba allí.

Se vio invadida por un alivio cálido y abrumador. Y se giró para mirar al hombre que amaba, el que la había traicionado.

—¿Dónde está?

Sus dientes brillaron con un blanco cegador.

—En un lugar seguro —respondió él a gritos. Luego se acercó a ella para obligarla a dar la vuelta hacia la audiencia—. ¡Londres, mírala! ¡Sé testigo de su pasión! ¡De su emoción! ¡De su belleza! Y regresa aquí, dentro de un mes, el último día de la exhibición, para presenciar todo eso reunido en algo todavía más hermoso. Tan apasionado, que conseguiré que hombres hechos y derechos lloren con mi trabajo. Como si hubieran visto el rostro de Dios.

Un grito de placer colectivo atronó en toda la sala. Pensaban que estaba todo planeado. Que ella estaba actuando.

No se daban cuenta de que su vida estaba arruinada. De que su corazón se había visto destrozado bajo la bota perfectamente brillante de Derek.

No se dieron cuenta de que la había dividido en dos ante ellos.

O quizá sí, lo hicieron.

Y quizá era esa certeza lo que les alegraba tanto.

· 2: El salvaje escocés va al sur para meter en cintura a su díscola pupila ·

Dos semanas y cuatro días después.

Berkeley Square, Londres

Una pupila. Peor todavía, una pupila inglesa.

Todos pensarían que Settlesworth le habría informado al respecto mucho antes.

Cualquiera pensaría que entre las docenas de casas y vehículos, entre los cientos de empleados y miles de inquilinos, entre las docenas de miles de cabezas de ganado, Settlesworth podía haber pensado que era necesario mencionar la existencia de una joven pupila.

Una mujer que, a pesar de su total falta de decoro, sin duda se desmayaría cuando se encontrara cara a cara con su tutor escocés.

Las inglesas eran consumadas expertas a la hora de desmayarse.

En treinta y cuatro años nunca había conocido a una que no recurriera a ese notable y ridículo comportamiento.

Pero Settlesworth no había mencionado a la chica, ni siquiera de pasada con un: «Por cierto, tiene una pupila, y es significativamente problemática». Al menos, no la había mencionado hasta que había resultado tan engorrosa como para requerir la presencia de Alec en Londres. Y entonces recurrió a un «Su Excelencia», y a un «escándalo», para concluir con un: «Debe venir lo más rápido posible para reparar su reputación».

Para ser el mejor abogado de la historia, Settlesworth se había olvidado de ciertos flecos. Si Alec hubiera tenido algún interés en ayudar a la nobleza, hubiera puesto un anuncio en La voz de Londres para alertar a los aristócratas sobre la total ineptitud de ese hombre.

Una pupila era el tipo de cosa que un hombre debería conocer desde el comienzo de su tutela, en lugar de en el momento en que aquella maldita mujer hiciera algo sumamente estúpido que desembocara en la urgente necesidad de ser rescatada.

Si tuviera algún sentido, habría ignorado la convocatoria.

Pero parecía que carecía de sentido común, y Alec Stuart, orgulloso escocés y vigésimo primer duque de Warnick estaba allí, en los escalones del número 45 de Berkeley Square, esperando a que alguien abriera aquella puñetera puerta.

Miró el reloj por tercera vez en pocos minutos antes de volver a golpearla, desahogando su frustración sobre la hoja de caoba. Cuando completó la acción, dio la espalda a la puerta y examinó la plaza, perfectamente cuidada, cerrada y floreciente, diseñada para que solo la disfrutaran los residentes de esa impecable parte de Londres y nadie más. El lugar era tan condenadamente británico que hacía que le picara la piel.

Maldijo a su hermana.

—¡Una pupila! —había canturreado Catherine cuando lo supo—. ¡Qué interesante! ¿Crees que será muy glamurosa y hermosa?

Cuando le dijo a Catherine que, dada su experiencia, la belleza era la causa de la mayoría de los escándalos, y que no estaba interesado en lidiar con este en particular, su hermana insistió en que hiciera las maletas inmediatamente, azuzándolo mientras preparaba el equipaje.

—Pero ¿y si se ha visto muy difamada? ¿Y si está sola? ¿Y si necesita una mano amiga? ¿Un protector? —Entonces había hecho una pausa para mirarlo con sus enormes ojos azules—. ¿Y si yo estuviera en su lugar? —había añadido.

Las hermanas pequeñas eran, sin duda, un castigo por las malas acciones cometidas en vidas pasadas.

Y en la actual.

Cruzó los brazos sobre el pecho, lo que hizo que la chaqueta de lana se ciñera a sus hombros, haciéndolo sentir tan agobiado como la arquitectura que lo rodeaba, realizada toda ella en hierro y piedra. La odiaba.

«Inglaterra será tu ruina».

Un grupo de mujeres salió del número 44 de Berkeley Square, justo la puerta de al lado, y bajaron los escalones hacia el carruaje que las esperaba. Cuando lo vio una de esas jóvenes damas, abrió los ojos de par en par antes de dar un paso atrás en estado de shock y apartar la mirada para susurrar algo al resto del grupo. Todas se giraron al unísono para contemplarlo boquiabiertas.

Sintió sus miradas como un calor abrasador, que todavía se hizo más caliente cuando la de más edad —una madre o una tía, supuso— abrió la boca.

—Por supuesto… Cómo no va a tener a un hombre así esperando que lo reciba.

—Tiene un aspecto realmente salvaje.

Alec se quedó frío cuando comenzaron a reírse. Ignoró la oleada de furia que se apoderó de él ante aquella evaluación y volvió la atención a la puerta.

¿Dónde demonios estaban los sirvientes?

—Probablemente haya alquilado una habitación ahí —elucubró una de las chicas.

—Y otras cosas también. —Fue la sarcástica respuesta—. Es lo suficientemente escandalosa para eso y más.

¿En qué clase de escándalo se había visto envuelta esa chica?

La carta de Settlesworth había sido sumamente superficial; le pedía disculpas por no haberle informado de la existencia de la joven y luego ponía a la chica en sus manos. «Está envuelta en un escándalo. Uno que la destruirá por completo si usted no se persona aquí y lo arregla con rapidez de forma pública».

Podía odiar a todo lo que oliera a inglés, pero no era un monstruo. No iba a echar a la joven a los lobos. Y, si las lobas de al lado eran una prueba, era bueno que él estuviera allí, ya que la pobre chica se había convertido en su comida.

Sabía lo que era estar en manos de mujeres inglesas.

Resistiendo el impulso de decirles a esas mujeres que podían subirse a su carruaje y dirigirse directamente al infierno, levantó el puño para volver a golpear la puerta.

Pero esta se abrió justo en ese instante y, después de recuperarse de la sorpresa, Alec fulminó con la mirada a la mujer que había frente a él. Llevaba un vestido gris que no se parecía a nada que él hubiera visto antes. Calculó que no tendría más de veinticinco años, con los pómulos altos, la piel de porcelana, los labios carnosos y el pelo rojo que, de alguna forma, brillaba como el oro a pesar de que estaba en un vestíbulo escasamente iluminado. Era como si aquella mujer se paseara por el mundo con su propio sol.

Vestida de un color soso o no, no era una exageración decir que posiblemente fuera la mujer más bella de Gran Bretaña.

«Por supuesto que sí».

Nada podía empeorar más un mal día que una hermosa flor inglesa.

—Ya era hora —gruñó.

La criada tardó varios segundos en recuperarse de su conmoción y apartar la vista de su pecho —donde había clavado los ojos— hasta su cara, arqueando las cejas ante lo que veía.

Él se quedó paralizado. Esa joven tenía los ojos grises, no eran de color pizarra ni acero, sino del color de las nubes más oscuras, cubiertas de plata. Se puso rígido, la prenda demasiado ceñida que le cubría los hombros le recordó que estaba en Inglaterra, y fuera quien fuera esta mujer, era irrelevante para sus intereses. Salvo porque ella se interponía entre él y su inmediato regreso a Escocia.

—Muchacha, te sugiero que me dejes pasar.

La rosa roja se afianzó en su lugar.

—No pienso hacerlo —repuso cerrándole la puerta en las narices.

Alec parpadeó, la sorpresa y la incredulidad lucharon por un momento fugaz en su interior antes de que ambas fueran arrasadas por una suprema pérdida de paciencia. Dio un paso atrás, examinó la puerta, y, abalanzándose sobre ella, la destrozó.

Se estrelló contra el suelo del vestíbulo con un fuerte golpe.

No pudo resistir la tentación de dirigirse a las mujeres de al lado, que ahora lo miraban paralizadas y con los ojos muy abiertos.

Miladys, ¿soy lo suficientemente salvaje para ustedes?

La pregunta las impulsó a ponerse en movimiento, haciendo que se atropellaran unas a otras para entrar en el carruaje. Satisfecho, Alec volvió a concentrarse en su propia casa y cruzó el umbral, ignorando el dolor que sentía en el hombro.

La doncella estaba justo allí, mirando la gran hoja de madera.

—Podría haberme matado.

—Lo dudo —repuso él—. Esa puerta no es lo suficientemente pesada como para matar a una persona.

Ella clavó los ojos en él.

—El número dieciocho, supongo…

Las palabras no podían contener más desdén. Alec hizo caso omiso y, tras levantar la puerta del suelo, la colocó en el lugar que le correspondía.

—Entonces, sabe quién soy —afirmó forzando todavía más su acento.

—No creo que haya una sola persona en Londres que no sepa quién es. Aunque podría aprender a hablar con claridad si desea que le entiendan.

Él arqueó la ceja ante la rápida respuesta.

—No me gusta que me dejen esperando ante la puerta de mi casa.

Ella desvió la mirada deliberadamente a la puerta que él había arrancado de sus bisagras.

—¿Tiene el hábito de destruir cosas cuando algo le desagrada?

Alec resistió el impulso de negar esas palabras. Se había pasado la mayor parte de su vida adulta demostrando que no era un salvaje. Que no era bruto. Que no era tosco.

Pero no pensaba defenderse ante esa mujer.

—Pago generosamente por ese privilegio.

La vio poner los ojos en blanco.

—Es encantador…

Se negó a mostrar sorpresa. Si bien tenía poca o ninguna experiencia con los criados de la aristocracia, estaba bastante seguro de que no tenían la costumbre de atacar a sus amos. Sin embargo, no mordió el anzuelo, sino que se adentró en la impecable casa en la que había una amplia escalinata con enormes paisajes al óleo en las paredes, y un toque dorado aquí y allí, reflejo de modernidad y no de estridencia. Giró sobre sí mismo lentamente, observando los techos altos, los enormes espejos que captaban y reflejaban la luz de las ventanas de arriba, lo que hacía que la estancia estuviera iluminada con luz natural. Eso hacía apreciar la vista de la colorida alfombra y la chimenea que crepitaba al otro lado de una cercana puerta entreabierta.

Era el tipo de casa adecuada para un duque con un impresionante pedigrí, sin duda decorada con gusto por alguna duquesa anterior.

Se quedó quieto.

¿Había alguna duquesa anterior? Con diecisiete duques muertos, apostaría cualquier cosa a que había más de una duquesa previa.

Gruñó ante la idea. Solo le faltaba tener que tratar con una viuda además de con la musa escandalosa y los miembros petulantes del servicio.

El personal en cuestión escuchó su sonido de disgusto.

—Sabía que le llamaban el duque salvaje, pero no me imaginaba que sería tan…

La impertinencia se fue apagando, pero él imaginó lo que ella no añadió: «Incontenible», «Bruto», «Feroz»… y perdió la paciencia.

—Le sugiero que vaya a avisar a lady Lillian de inmediato.

—Es la señorita Hargrove. No es una dama de alta cuna.

Él arqueó una ceja.

—Esto es Inglaterra, ¿no? ¿Han cambiado entonces las reglas? ¿Ahora se corrige como si tal cosa a los duques?

—Se hace cuando el duque en cuestión está equivocado —repuso ella—. Aunque no debería preocuparse por eso, ya que son pocos los que entenderán ese monstruoso acento y nadie sabrá si tiene razón o no.

—Parece que usted me entiende lo suficiente.

Ella sonrió con fingida dulzura.

—Una suerte para mí, supongo.

Él reprimió el impulso de reírse ante la rápida respuesta. Aquella mujer no era divertida. De hecho, estaba a punto de despedirla.

—¿Y el respeto que se debe al título?

—Imagino que eso es válido para las personas que se sienten impresionadas por él.

—¿Y usted no lo está?

—No particularmente. —La vio cruzar los brazos.

—¿Puedo preguntar por qué?

—Ha habido dieciocho duques en cinco años…. O, para ser más precisa, diecisiete en dos semanas, y luego ha estado usted durante cinco años. Y a pesar de eso, de que es la primera vez que pone el pie en esta casa, la propiedad y todo lo que contiene le pertenece. Están cuidándola para usted, a pesar de su ausencia. Si eso no es una clara evidencia de que los títulos son ridículos, no sé lo que es.

Ella no estaba diciendo nada que él no pensara. Pero eso no significaba que no estuviera loca y, posiblemente, tan enfadada como la otra mujer de la casa.

—Si bien su insubordinación es impresionante y no estoy realmente en desacuerdo con su lógica, ya he tenido suficiente —dijo—. Quiero hablar con la señorita Lillian, y su tarea, le guste o no, es ir a buscarla.

—¿Por qué ha venido?

Dejó que un silencio pétreo se alargara entre ellos durante un minuto, con intención de que la intimidara para que hiciera lo que le pedía.

—Vaya a buscar a su ama.

Ella no parecía intimidada en absoluto.

—Creo que es muy divertido que se refiera a ella como ama. Como si no fuera una prisionera en este lugar.

Entonces fue cuando lo supo.

Después de todo, parecía que su pupila no era una de esas inglesas que se desmayaban.

Sin embargo, ella continuó hablando antes de que él pudiera añadir nada.

—Como si no fuera una propiedad igual que la puerta que ha destruido como un salvaje escocés.

Él no quería escuchar esa palabra.

Pero de alguna forma, allí, con esa impecable mujer inglesa, que vivía en esa impecable casa inglesa, situada en esa impecable plaza inglesa, mientras estaba vestido con aquel incómodo traje que apenas le venía, y sintiéndose enorme y fuera de lugar, no pudo evitar escucharla.

No pudo evitar sentirla, cercana e inquietante, como la corbata de lazo que le rodeaba el cuello.

¿Con qué frecuencia se la había oído a mujeres hermosas? La murmuraban sorprendidas como si estuvieran demasiado ocupadas imaginando la fina y profunda muesca que él haría en los postes de sus camas mientras se guardaban esos pensamientos tan íntimos para ellas. Cuando veían su tamaño, las mujeres acostumbraban a desearlo, como un premio. Como un toro en la feria del condado.

Salvaje y feroz.

Esas dos palabras honraban su deseo incluso cuando degradaban el de él.

Igual que lo había degradado en los labios de su madre, marcando su voz de arrepentimiento cada vez que la decía. Siempre demasiado grande para gustarle a ella. Demasiado grande para ser digno de ella. Demasiado feroz. Demasiado escocés.

Le recordaba demasiado su decepcionante vida.

Su madre detestaba su tamaño. Su fuerza. Lo que había heredado de su padre. Lo aborrecía tanto que se había marchado, y esa palabra había sido su regalo de despedida para su hijo.

«Salvaje».

Así que cuando la escuchó allí, en ese lugar, en los labios de otra hermosa mujer inglesa, dicha con tal completo desdén, no pudo obviarla.

Igual que no pudo reprimirse para responder.

—No esperaba que fueras tan guapa.

Ella lo miró con los ojos entrecerrados.

—Esa descripción no parece un cumplido en sus labios.

Una imagen inundó la mente de Alec, esa imponente mujer tendida en una cama, con el pelo extendido sobre el lino blanco como si fuera oro y fuego, llamándolo con sus largos miembros, con los rosados labios separados. El deseo lo atravesó como un ramalazo de dolor, y se obligó a recordar su lugar.

Era su tutor. Ella era su pupila.

Y era inglesa.

«No es para ti».

—No lo era —repuso—. De hecho, seguro que eso fue lo que la empujó a ello.

Sus ojos eran increíbles, más expresivos de lo que nunca hubiera imaginado, y brillaron al instante con claro desafío.

—¿A qué?

—A la ruina…

La ira se transformó en otra cosa, y desapareció tan rápido que no la hubiera llegado a reconocer si no fuera tan insoportablemente familiar para él.

«Vergüenza».

Y al ver su vergüenza, la forma en la que ensombreció su expresión, se arrepintió de sus palabras y deseó no haberlas dicho.

—No debería haber…

—¿Por qué no? Es la verdad…

La observó durante un buen rato, estudiando su espalda recta, los hombros derechos, la cabeza alta. Todo eso demostraba un orgullo que ella no debería tener, pero, no obstante, ese aire orgulloso demostraba que tenía honor.

—Deberíamos empezar de nuevo —propuso él.

—En realidad preferiría que no empezáramos en absoluto —repuso ella, alejándose de él y dejándolo plantado en el pasillo, sin nada que le hiciera compañía, salvo los sonidos de la plaza, que llegaban flotando desde el exterior por la puerta permanentemente abierta.

Lily necesitaba al duque salvaje como tener un agujero en la cabeza.

Cerró la puerta que separaba la salita del vestíbulo y se apoyó en ella con un largo suspiro, deseando que él se marchara de la casa. De su vida. Después de todo, no se había interesado ni lo más mínimo en ella durante los últimos cinco años.

Pero, por supuesto, aquí estaba ahora, derribando literalmente la puerta de su casa, como si tuviera derecho a irrumpir como un ángel vengador, como si tuviera derecho a hacer algo con ella y su escándalo.

«Un derecho que, por supuesto, tiene».

Maldito fuera Settlesworth y las cartas que escribía.

Y maldito fuera el duque por haberse presentado sin que ella lo invitara. Sin que deseara su presencia.

Lily ya tenía un plan, y el duque no era necesario. No debería haberlo incitado, ni insultado. De hecho, no se atrapaban moscas con vinagre, y el duque era un moscón bastante gordo.

Cruzó la salita hasta el aparador que había en el otro lado.

«Gordo, no».

Se sirvió un vaso de líquido ámbar.