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A Natalia, compañera insuperable durante los últimos 17 años en esta

maravillosa aventura de vida y a mi hijo Matías, maestro y espejo fiel de

mi propio proceso de transformación. Con profundo agradecimiento por el

invaluable, generoso e incondicional apoyo que me han dado en la realización

de mi voto de convertirme en puente para que otros puedan acceder a

este extraordinario camino.

En el cielo de Indra hay una red de

perlas de tal forma ordenadas que si miras a una, ves a todas

las demás reflejadas en ella. Del mismo modo, cada

objeto del mundo no es sólo él mismo, sino que

incluye a todos los demás objetos y es, de hecho,

todos los demás.

Del Avatamsaka Sutra

Prólogo

En los últimos tiempos han proliferado las ofertas de redención en el mercado de prácticas espirituales, debido a la cantidad de profecías fatalistas que hablan de la cercanía del ocaso de la civilización. Muchas personas atemorizadas se han volcado afanosamente en la búsqueda de herramientas para ser mejores que otros, ganarles la carrera y estar entre los privilegiados que se salvarán. Como consecuencia, cada vez más gente se ha interesado en conocer el zen y la asistencia a las charlas en nuestro Centro ha aumentado.

No obstante, el número de individuos que regresa y continúa practicando sigue siendo muy reducido. Debido a que en Occidente el zen ha sido presentado como una práctica oriental exótica y la sola palabra evoca un estado de serenidad y aplomo, muchos quieren acceder a él.

Desafortunadamente, pocos están dispuestos a realizar lo necesario para modificar las conductas ordinarias que impiden que esta sea la condición normal.

El maestro Dogen, fundador de la escuela Soto en Japón, en el siglo XIII, decía que el zen es una práctica universal que puede ser realizada por cualquier persona sin necesidad de habilidades o predisposiciones sobresalientes. No obstante, para aquellos que esperan respuestas fáciles o mágicas a la insatisfacción, o para quienes buscan experiencias místicas o espirituales espectaculares, no es viable, ya que es muy frecuente que, al no ver satisfechas sus expectativas, desistan muy pronto. El zen es esencialmente un camino de conocimiento, de indagación profunda en la naturaleza del ser. Desafortunadamente para muchos, no ofrece caramelos ni paraísos.

Los grandes maestros han coincidido en que recorrer el camino es difícil, que se requiere un gran esfuerzo y persistencia. De hecho, la práctica comienza pero no termina, ya que se trata de un ejercicio recurrente y no se pretende llegar a una meta. Sin embargo, en nuestros tiempos la “espiritualidad” se ofrece como otro producto de consumo que se obtiene mediante una transacción económica sin necesidad de esfuerzo ni continuidad.

En muchos casos el progreso está medido por el reconocimiento y el éxito social. Sólo se necesita asistir a algunos talleres de fin de semana y acumular certificados. Adoptar comportamientos que correspondan a los modelos, cambiar de dieta y de atuendos, o amanerar las formas de expresarse. Así empieza el ascenso en la escala evolutiva social y se empieza a menospreciar a quienes no tienen las mismas poses. Cada día surgen más maestros de autogeneración espontánea.

Pero el zen va en una dirección completamente opuesta a esta imagen capitalista de éxito seudoespiritual. Contrario a lo que se piensa, el zen no busca convertirnos en modelos ni hacernos mejores que otros. Es sumergirse en un compromiso total con la vida presente renunciando al éxito y al reconocimiento; volcar la práctica para beneficio de los demás y dejar de usarlos como peldaños para ascender. Se sabe que las conductas egoístas habituales son el origen del sufrimiento. En la arrogancia del ser humano como aparente centro y soberano del universo, hemos llegado a destruir nuestro planeta, hemos acabado con los recursos y con la propia fuente de alimento de nuestra especie y de todas las demás. La búsqueda de auto gratificación nos ha convertido en la peor amenaza para la vida y hemos generando hambre y destrucción en nuestro entorno. Estamos en el limbo de la propia autodestrucción y esta es la única verdad del fin del mundo al que estamos abocando la vida en la Tierra.

El budismo nos enseña que todo en el universo está interconectado y que es imposible buscar la propia liberación mientras haya seres que sufren. Mientras no asumamos las consecuencias de nuestros actos, seguiremos patinando en la ignorancia y perpetuando el sufrimiento. Como si se tratara de una red de pescador, cada fenómeno, cada circunstancia, existe en esa red como uno de los nudos, en interdependencia con los demás. Si tomamos sólo un nudo, estamos agarrando la red entera. Cuando penetramos íntimamente la realidad inmediata, podemos comprender la interconexión de todo y nuestra función vital en la existencia. Pero para esto es necesario salir del sopor y la inercia de las propias tendencias, renunciar a ver la existencia desde la óptica acartonada de un yo aparentemente independiente.

Somos la suma de nuestras experiencias, de nuestro conocimiento, de nuestras vivencias, de los eventos, las personas que hemos conocido, de visiones, lecturas y las decisiones que hemos tomado. A lo largo de mi camino me he beneficiado de muchas personas y circunstancias que han alimentado mi práctica y mi vida y han proporcionado claves invaluables para mi propio proceso de transformación. He sido favorecido con la experiencia y la práctica de otros. Me he apropiado de conocimientos y vivencias ajenas.

Este libro presenta una serie de relatos cortos que evocan eventos y personajes que, de manera decisiva, contribuyeron a lo que soy en el presente. Como en una pintura de trazos ligeros, no pude evitar dejar espacios en blanco, para que sean completados por los lectores. Por tradición, en el zen es más importante lo que no se dice que lo que sí se expresa. Tengo la esperanza de que quienes se acerquen a estas páginas puedan descubrir la grandeza de la vida que se revela en sucesos ordinarios y en personas que no corresponden para nada a los modelos de santidad y perfección que se espera de practicantes zen; que al menos en uno de los textos encuentren ese nudo, esa entrada a la Realidad Total de interdependencia que se revela en nuestra práctica.

Despertares

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Una vez un monje interrogó al maestro Faketsu diciendo: “La palabra altera la trascendencia (de la realidad), mientras el silencio altera su manifestación. ¿Cómo se podría unir la palabra y el silencio sin alterar la realidad?”.

El maestro respondió: “Recuerdo siempre el paisaje primaveral que vi una vez en Konan. ¡Las perdices cuchichiaban entre las flores fragantes en plena floración!”.

—Historia zen.

La mente que busca el despertar

Hay momentos que marcan ritos de paso, cambios fundamentales en nuestra manera de ver la realidad y en el curso que daremos a nuestra vida. Hasta comienzos de la década de los ochenta había sido un buen estudiante, con muchas relaciones sociales. Las personas me veían como un joven arrogante por la seguridad personal que exhibía. Desde que había decidido estudiar Ingeniería Electrónica, estaba seguro de que mi futuro estaría enmarcado por el éxito.

Inesperadas circunstancias sacudieron mi aparente estabilidad y la vida abandonó el rumbo claro que antes parecía tener. Todo empezó con el asesinato de uno de mis mejores amigos. Comencé a cuestionarme sobre el sentido de mi existencia. Pensé en que las razones que me habían llevado a escoger la carrera profesional eran en realidad motivadas por una necesidad de reconocimiento social. Abandoné la universidad y busqué refugio en la actuación; el arte de ser alguien diferente. Comencé a leer todo lo que podía, tratando de encontrar respuestas en los libros. Rompí casi todo contacto con mis amigos y conocidos de la época del colegio a quienes veía como testigos implacables de mi fracaso.

Encontré amistades nuevas que no me recordaran para nada quién había sido. Esto desembocó en un deterioro de mis relaciones y de la comunicación con mis padres. La aparente claridad con la que había visto mi futuro fue progresivamente reemplazada por un agujero negro que me sumió en una depresión oscura y profunda.

En aquella época quería despertarme y descubrir que quien había sido hasta entonces no era más que un mal sueño. Quería convertirme en alguien diferente. No me gustaba ni lo que hacía, ni mi aspecto físico, ni el entorno en el que vivía. Quería que de manera súbita mi universo se transformara y salir del aburrimiento y del sopor de esta realidad carente de sentido.

En medio de mi crisis, un día llegó a mis oídos una referencia sobre el budismo zen y me sorprendió la sencillez y serenidad que revelaba. A pesar de la escasa información que había disponible, decidí que quería encontrar el estado que se vislumbraba en este camino, que esta era la respuesta a mi búsqueda. En el budismo se dice que la mente que comprende la impermanencia de todo lo que existe y la futilidad de aferrarse a las propias visiones engañosas, es la mente que busca el despertar. Con la revelación del zen en medio de la oscuridad se había producido una grieta por la que se había filtrado la luz. Gracias a mi fracaso, a la caída estrepitosa de mi fuerte ego, al reconocimiento de mis limitaciones y debilidades, pude dar un giro a la dirección de mi vida. Fue entonces cuando se produjo la fuerte aspiración que me ha mantenido en el camino durante todos estos años.

Con el tiempo comprendí que no puedo ser otro. Que rechazar aspectos de mi ser es rechazar mi propia naturaleza. Nunca podré ser alguien diferente. La práctica no pretende cambiarnos o convertirnos en alguien más, sino darnos las herramientas para aceptar lo que somos y, con esto, vivir de la mejor manera posible, tratando de ser conscientes de las debilidades, aprovecharlas para crecer y estar atentos a no reaccionar desde nuestros impulsos mecánicos, para no recrear más sufrimiento en nosotros ni en los demás.

Mis defectos y limitaciones han sido el abono, la materia prima de mi camino espiritual. Si no los tuviera, en primer lugar, nunca habría buscado el zen. No hubiera tratado de dar respuesta a mis inquietudes existenciales y me habría quedado patinando en una condición de víctima.

Kesa

Cuando Roland Rech me autorizó para recibir de él la ordenación de monje en otoño de 1987, comencé a asistir a los talleres de costura que se realizaban en el dojo (sala de meditación) de la Asociación Zen Internacional en el Distrito 13 de París, para coser mi primer hábito, kesa. Aprendí que desde tiempos del Buddha, la regla monástica con respecto al hábito de los monjes, Pamsukula, determinaba que el origen del material se limitaba al uso de telas de desecho que se encontraban en los basureros y a aquellas que habían servido de mortajas para los cadáveres llevados al crematorio y que eran recogidas por los monjes en los cementerios. Las telas se lavaban, se teñían de color ocre y se cosían en patrones que describían sembrados de arroz.

Con el paso del tiempo, la costumbre cambió y para comenzar a coser mi kesa debía comprar la tela, cortarla en rectángulos y luego coserla siguiendo el patrón de los arrozales. Se utilizaba un hilo de color diferente al de la tela y cada puntada debía ser redonda y no recta, quedando equidistante con el punto siguiente y el anterior. La práctica de la costura se hacía en silencio y en cada punto debía repetir mentalmente “Tomo refugio en el Buddha, tomo refugio en el Dharma (la enseñanza) y tomo refugio en la Sangha (la comunidad de practicantes)”.

Para terminar el hábito a tiempo para mi ordenación, debía dedicar muchas horas diarias en los múltiples ensambles y los inagotables puntos, uno a la vez. El estado mental se reflejaba en cada punto. Si la mente divagaba durante la costura, se perdía la regularidad y había que descoser y repetir. La concentración durante la costura llegaba a ser increíble y a veces, al tratar de levantarme, sentía mi cuerpo entumecido por la quietud prolongada. Pero poco a poco el hábito se iba materializando, como en la estrofa que se canta en las mañanas antes de vestirlo: “Campo virtuoso más allá de la forma y del vacío que es en sí mismo la enseñanza del Buddha para liberar a todos los seres”. No era un kesa lo que cosía, no era la expresión de la enseñanza. Coser era de hecho la enseñanza que liberaba del sufrimiento puntada tras puntada, más allá del pensamiento y del no pensamiento.

Después de esta experiencia en Francia, cosí muchos kesas y seguí transmitiendo la tradición y enseñando a otros a actualizar la mente de Buddha en el acto de coser.

Un camino hacia la luz

Una noche de febrero de 1980 regresaba de la universidad, fatigado y de mal humor. El bus en el que viajaba a mi casa por la carrera 15 cruzó despacio sobre la calle 106 y al fondo, a un par de cuadras al oriente, vi un tumulto de gente. Quise bajarme a curiosear, pero siguiendo mi estado de inercia preferí no hacer ningún esfuerzo y llegar a la casa en seguida.

A la mañana siguiente, muy temprano, me avisaron que tenía una llamada telefónica. Medio dormido tomé el auricular. Al otro lado, un compañero del colegio en medio de llantos me informaba que habían asesinado a Eduardo Jaramillo, justo en frente de la casa de su novia. El mismo lugar en el que había visto el tumulto la noche anterior. Eduardo tenía planes para ir a estudiar Ingeniería de Sonido a Estados Unidos el mes siguiente. A veces nos sentábamos a filosofar en el recreo, fumando un cigarrillo al lado del vallado que limitaba el colegio. Recuerdo que un día se había preguntado en voz alta qué se sentiría recibir un balazo y esa noche, cuando intentaron robarle el carro, lo supo.

No tuve idea de cuánto me había afectado la muerte de Eduardo hasta que empecé a tener una serie de sueños recurrentes. Casi todos los sueños tenían la misma forma. Por lo general, me encontraba con él en una circunstancia cotidiana, como caminando por la calle en un día entre semana por lugares muy conocidos. En todos los sueños conversábamos un poco de todo y al final, Eduardo siempre me decía que debía entregarme un mensaje del “otro lado.” Que yo tenía una misión y me estaba alejando. En mis sueños, él estaba ahí para recordármelo, para que encontrara el camino. Siempre me despertaba sobresaltado y sudando, pero satisfecho de que hubiera sido un sueño.

Cuando practicaba zen en París, una noche tuve el último sueño con él. Yo me encontraba en una reunión de ex alumnos del colegio. Cada promoción tenía una mesa con un cartel que indicaba el año y en una tarima más alta estaba la mesa de profesores. Como yo era profesor y al mismo tiempo ex alumno, tenía una silla en la mesa de mi promoción y otra en la de profesores. Mientras saludaba al cura rector con un abrazo, miré hacia la mesa de 1979 y allí estaba Eduardo. Tuve un sobresalto, porque en el sueño yo sabía que él había muerto. Eduardo me miró sonriendo, se puso de pie, hizo un gesto de despedida con la mano y atravesó el salón. Lo llamé con un grito y bajé las escaleras corriendo. Él entró por una puerta de vaivén, como si entrara a una cocina. Corrí hasta la puerta y entré. Eduardo había desaparecido. Sólo vi un enorme túnel y al fondo una luz intensa. Supe en ese momento que yo no podía seguir caminando hacia allí. Cuando me desperté sentí una gran alegría de pensar que Eduardo se había ido complacido, había cumplido su misión y yo finalmente había encontrado mi camino espiritual, el zen.

Hacia mediados de 1991, mientras estaba practicando en Valencia, España, tuve una interpretación diferente. De repente, apareció la imagen de aquel último sueño y pensé en todo mi orgullo de haber creído que, porque había encontrado el zen, ya había cumplido mi destino. Pero me di cuenta de que, al despedirse con una sonrisa, Eduardo me quería decir “ahora tú debes encontrar la respuesta”. Entendí que, al igual que en mi sueño en el que había una puerta de servicio a través de la cual sólo había un túnel iluminado al fondo, en mi vida, a través del servicio, podría encontrar un camino hacia la luz. El servicio es el camino de luz, la vía del Bodhisattva. Ayudar a los otros a aliviar su sufrimiento.

Antaiji

El conductor detuvo el bus y me hizo señas de que esa era mi parada. Le agradecí y bajé con mi equipaje. Empecé a caminar por la empinada carretera y, cada vez que me detenía, me giraba para contemplar el hermoso paisaje de valles y montañas de vegetación espesa. A la orilla de la carretera había sembrados de arroz con espigas aún verdes. Era comienzo de verano y el ambiente estaba muy húmedo. Mis ropas estaban empapadas de sudor. A lo largo del camino las quebradas de agua cristalina bajaban de la montaña presurosas. Luego de casi una hora de ascenso finalmente alcancé la última escalera que llevaba al templo. Mientras me acercaba a los últimos escalones, empecé a vislumbrar la edificación principal, la sala del Dharma donde se realizaban las pocas ceremonias. Me acerqué por la puerta de la cocina. Me estaban esperando.

En medio de majestuosos bosques de pinos, cedros y cipreses, rodeado de montañas imponentes, se levantaban unas sencillas edificaciones donde los monjes vivían y realizaban sus prácticas de meditación. El lugar era impresionante, la paz que se respiraba hacía honor a su nombre, Antaiji, que significa “templo de paz”.

Cantidad de aves, cuervos, garzas, carpinteros y muchos otros merodeaban los bosques. Variedad de pequeños reptiles y anfibios y numerosos insectos se alimentaban en la espesa vegetación. En ninguna parte había visto libélulas tan grandes y coloridas, mantis religiosas de más de diez centímetros, avispas asesinas gigantes, mariposas de todos tipos y colores, unos alimentándose de los otros. El agua para alimentar a los residentes y regar los sembrados provenía de una fuente natural en lo alto de la montaña y se recogía en una pequeña represa que debía ser limpiada dos veces al año.

En Antaiji la vida diaria estaba centrada en la práctica de zazén, meditación zen, y el trabajo comunitario. Desde la mañana siguiente luego de mi llegada al templo, tuve que realizar labores de campo a las que no estaba acostumbrado. Talar árboles, limpiarlos y moverlos para ser recogidos, realizar labores agrícolas de sembrado y recolección, largas jornadas en cuclillas para deshierbar la maleza de los sembrados, abonar las huertas con los desperdicios de las letrinas y realizar trabajos de mantenimiento de los edificios, de los caminos empedrados y de las instalaciones del templo.

Después de estas jornadas, sentarse en zazén por la noche era maravilloso, ya que el cansancio físico no dejaba que uno se preocupara por el cuerpo y, como había estado concentrado en el trabajo, llegaba a zazén con la mente en calma.

La comida que recibía cada día tenía un valor diferente, pues sabía que había contribuido a cultivarla. A diferencia de muchos templos en Japón, Antaiji no tenía benefactores permanentes y su sustento dependía básicamente de lo que pudieran cultivar, o de lo que se obtuviera de la venta de madera. Esporádicamente llegaban donaciones de alimentos de personas cercanas, pero no se podía contar con que fueran frecuentes.

Zazén se practicaba mañana y noche. Los cinco primeros días y tres luego del veinte de cada mes, se realizaban “sesshines sin juguetes”. Estos retiros de práctica intensiva consistían en catorce sesiones diarias de zazén, cada una de cincuenta minutos, durante tres o cinco días, en absoluto silencio, sin nada que pudiera distraer la práctica; tal como habían sido establecidas por Uchiyama Roshi: comer, dormir y sentarse.

El Abad, Miyaura Roshi había sido aventurero y había vagado por el mundo antes de internarse en Antaiji hacía cerca de 30 años. Desde el comienzo nuestra relación fue muy afectuosa gracias a su generosidad. Comprendió mis limitaciones viviendo en Colombia y estuvo dispuesto a ordenarme monje y acompañarme en mi proceso. Era incansable, con una entrega al trabajo sorprendente. Siempre estaba preocupado de que todos los monjes comieran bien y a la hora del almuerzo, que se realizaba de manera informal, se servía de último esperando que todos tuvieran suficiente. Algunas noches, después de intensas jornadas de trabajo, conversábamos relajadamente mientras nos refrescábamos con una cerveza helada.

En la celebración, después de mi ceremonia de ordenación de monje, se ausentó por un momento y de repente apareció con una caja de habanos auténticos, una botella de Rémy Martin y, en la cabeza, una peluca de samurái que lo hacía ver como un “Elvis” japonés. Aun conservo las fotos de esa noche. A los pocos meses murió en un accidente, mientras con un tractor despejaba la carretera de las enormes cantidades de nieve que aislaban el templo durante el invierno.

Atención en el trabajo

Uno de los trabajos que debíamos hacer en el templo, era sacar los desperdicios orgánicos de las letrinas con una bomba y cargarlos en un tanque que se colocaba sobre una camioneta. Luego se llevaba la camioneta a los diferentes sembrados y se abría el grifo de la manguera para rociar la tierra con el agua en la que estaban disueltas las heces y orines de los monjes. En una granja autosuficiente como Antaiji, los desperdicios orgánicos, mezclados con ceniza, constituyen un extraordinario abono para los huertos y cumplen el ciclo de regresar a la tierra importantes nutrientes que le han sido sustraídos.

Una tarde en que debíamos cumplir con esta apestosa labor, luego de que el tanque estaba lleno, Muho-san arrancó la camioneta y el tanque, que estaba mal amarrado, cayó al piso. El peso era demasiado para volverlo a subir al remolque y la única opción era desocuparlo en baldes para verterlo directamente en los sembrados. Con cada balde que acarreábamos, respirábamos el hedor de las letrinas. En un momento, por andar distraído, tropecé en un hueco y uno de los baldes se vació sobre mis piernas, llenando las botas de caucho con los excrementos disueltos en agua. Aún no había terminado la jornada de trabajo y no era posible ir a bañarse. Desocupé las botas y continué realizando el trabajo hasta que acabamos.

Fui directo a los baños, me desnudé y metí la ropa a la lavadora. A pesar de que me jaboné repetidas veces, el olor no se fue sino luego de varios días y la ropa tuve que tirarla a la basura. Esa tarde aprendí la importancia de concentrarse en el trabajo. “Cuando llevo agua, llevo agua”, dice el proverbio zen. Y más si el agua está llena de porquería.

Combate en el Dharma

La ceremonia de Hossenshiki, “Combate en el Dharma”, es el paso de novicio a primer discípulo. En esta ceremonia el aspirante es interrogado con preguntas inesperadas, por los otros monjes, para medir su comprensión del Dharma. Luego de esto, se convierte en líder de los monjes (Shusso) y se sienta a la derecha del abad, en el primer lugar. A partir de esta ceremonia empieza el entrenamiento para maestro y está en condiciones de aspirar a la transmisión del Dharma, lo que le permitirá enseñar de manera formal.

En mi ceremonia en Sao Paulo, Brasil, en 2006, hubo algunas preguntas que quiero transcribir, siguiendo la tradición de las sesiones de preguntas y respuestas en el zen.

Monje: Shusso, ¿qué hay detrás de bueno y malo?

Shusso: Detrás de bueno y malo sólo está tu mente engañada.

Monje: ¿En la mañana he visto un mono con la cara de un Buddha y ahora, qué cara tiene el mono, qué cara tiene el Buddha?

Shusso: El mono tiene tu cara, el Buddha tiene tu cara. No hay diferencia entre el mono y el Buddha.

Monje: ¿Usted dice eso con su mente?

Shusso: Con la mente del mono y con la mente del Buddha.

Monje: ¿Quién nació primero, usted o el Buddha?

Shusso: Nacimos al tiempo.

Monje: Entonces, ¿vio la cara del Buddha?

Shusso: No había espejo en aquel momento.

Monje: ¿Dónde es verano y dónde es invierno?

Shusso: Depende de dónde estás sentado.

Monje: ¿Por qué hay necesidad de barca y de barquero?

Shusso: No hay necesidad de barca, no hay necesidad de barquero. La orilla del Nirvana está de este mismo lado.

Monje: ¿Los latinoamericanos se pueden iluminar?

Shusso: No hay Norte ni hay Sur en la vía del Buddha. En este instante, todos los seres y Buddha ya están iluminados.

Monje: Shusso, ¿si usted se encontrara a Buddha en este instante, cómo usaría el báculo que tiene en su mano?

Shusso: Le cortaría la cabeza.

Eliminar el ego

Flavio era un muchacho, de unos 24 años, muy alto y delgado, con una profunda aspiración por la vía y una fuerte resolución para practicar. Era muy estricto consigo mismo y estaba convencido de la necesidad de eliminar el ego para alcanzar la iluminación. La última tarde del retiro de 8 días que conmemora la iluminación del Buddha, había estado practicando con mucho esmero para lograr su objetivo. En mi ceremonia de “Combate en el Dharma”, Hossenshiki, cuando con una voz atronadora grité el tema del koan, “La vacuidad de Bodhidharma”, Flavio sufrió un episodio psicótico y se desmayó en alucinaciones. Tuvieron que sacarlo alzado de la sala de ceremonias.

Luego del retiro, fue internado en una institución psiquiátrica y a los pocos meses se suicidó, saltando por la ventana de un quinto piso.

Existe la idea equivocada de que eliminar el ego significa autodestruirse. Eliminar el ego es en realidad comprender que el ego no existe como algo inalterable, sino que, como enseña el budismo, todas las existencias carecen de una identidad fija y separada de la Totalidad. Abandonar el ego es comprender que no hay un ego que pueda ser eliminado, ni al cual nos podamos apegar.

Sarnath

Era una tarde calurosa de finales del verano. Bajamos de la camioneta entre multitudes. Como en todas partes en India a donde uno iba, nubes de comerciantes se acercaban a ofrecer todo tipo de objetos y otra cantidad igual de mendigos a pedir dinero. Caminamos hacia las ruinas arqueológicas y vimos al fondo la stupa, monumento fúnebre, de Dhamekh, que significa “Contemplación del Dharma”. Marca el lugar exacto donde el Buddha hizo girar por primera vez la Rueda de la Enseñanza. Su primera construcción data de la época de Asoka, 245 a. C. y su estructura actual del siglo VI.

Junto con el lugar del nacimiento del Buddha, Lumbhini; Bodhgaya, donde se iluminó; y Kushinagara, donde murió; Sarnath es uno de los lugares de peregrinaje para los budistas. Monjes y laicos de diversas tradiciones vienen durante todo el año a rendir homenaje en este lugar donde el Buddha impartió por primera vez sus enseñanzas del camino que lleva a la liberación del sufrimiento.

Aunque en la actualidad en este lugar hay ruinas y construcciones de diversas épocas, templos de varias tradiciones y museos, en época del Buddha, no había sino un bosque, el Parque de los Venados, del cual sólo queda un pequeño vestigio. Fue donde el Buddha comenzó las prácticas ascéticas que luego abandonó para dedicarse a la práctica de la meditación y al cual regresó después de alcanzar la iluminación.

Aquí, enunciaría las palabras, “una cosa y sólo una enseño, el sufrimiento y cómo poner fin al sufrimiento”, a los cinco ascetas que se convertirían en sus primeros discípulos. Yo me sumaba a los peregrinos en profundo agradecimiento por este maravilloso sendero que había sido revelado hace más de 2.500 años.

Una flor girando entre sus dedos

Cuando nos encontramos en Los Ángeles para tomar el transporte que nos llevaría al templo Yokoji en las montañas de San Jacinto, al Este, éramos diez monjes y cuatro monjas. Al llegar al templo nos informaron que había un dormitorio para los hombres y otro para las mujeres. Subimos nuestro equipaje y nos instalamos. Pero las cuentas no salían. Sólo éramos nueve en el dormitorio de los hombres. Nos preguntábamos qué había pasado con K, si había llegado al tiempo con todos, ¿dónde se había instalado?

Más tarde, supimos que lo habían instalado en la habitación de las mujeres. No entendíamos a qué se debía este privilegio. ¿Tendría algún tipo de influencias?

A los pocos días nos enteramos de que, antes de tener esta apariencia, K había sido mujer y se había sometido a un tratamiento de cambio de sexo. Tomaba hormonas para mantener su masculinidad. Vivía hacía ya varios años con su maestra en un templo en Virginia y recibía entrenamiento como monje.

Cuando los japoneses recibieron su solicitud para el Ango, entraron en conflicto. Aunque llenaba todos los requisitos dentro de la escuela, figuraba como hombre, pero había nacido mujer. No lo podían descartar del Ango