César Sánchez

 

César Sánchez nació (Madrid, 1970), en eso coincide con el resto de los vivos. Desde entonces, no deja de perder el tiempo. Primero cursó estudios en la Facultad de Ciencias Matemáticas; nunca ha llegado a ejercer; su perímetro craneal no está a la altura. Enseguida empezó a trabajar de comercial; vender humo no le gustaba, pero se le daba bien. Y en esas sigue. Ha publicado una novela, De vicio (Editorial Relee, 2016), con el seudónimo de Arturo G. Pavón, que una tía suya calificó de basura al terminar de leerla.

Algún día, morirá, en esto también coincide con el resto.

 

 

«Yo a la literatura, a la música y al cine no me enfrento como una persona que quiera recopilar datos. Yo soy como un niño, entonces me siento y la dejo atravesarme, bien sea una novela, bien sea una película o una canción y eso siempre deja cosas ahí. Pueden ser imágenes, puede ser la manera de tratar un sentimiento, etc.».

También ha hecho
posible este
libro

 

 

David Pérez García

 

Nació en una aldea de Asturias en el 81, pasó su infancia copiando trozos de los tebeos de Mortadelo y Filemón. En 2006, junto a otros ocho colegas de la escuela de arquitectura de Madrid, fundan el colectivo PKMN (pac-man) Architectures. Desde 2016, junto a Carmelo Rodríguez y Rocío Pina, compañeros en PKMN, continúa con el mismo acercamiento radical a la arquitectura bajo el nombre de Enorme Studio.

«Cuando conocí a César tenía varias cajas llenas hasta arriba de cosas que había escrito; al poco tiempo montamos un grupo de música junto a Pablo Zamora llamado Militares Judías».

 

 

 

 

Título original: Ciudades en las que nunca has estado

Primera edición: enero de 2018

 

 

Diseño de colección y cubierta: Estudio Lápiz Ruso

Corrección: Ana Doménech

Corrección previa: Isabel Sánchez Fernández

 

© del texto: César Sánchez, 2017

© de la foto de la biografía escritor: Ángel Sánchez Salazar, 2017

© de la foto de la biografía ilustrador: Oscar Parasiego, 2017

© de la ilustración de cubierta: David Pérez “Enorme estudio”

© de la edición: Editorial Barrett

C/ Profesor Manuel Clavero Arévalo, 2, bloque C, 4.º D, Sevilla

www.editorialbarrett.org

info@editorialbarrett.org

 

ISBN: 978-84-948445-7-7

 

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Somos buenas personas, así que, si necesitas algo, escríbenos. No nos va a sacar de pobres dejarte hacer unas cuantas fotocopias.

 

 

 

César propone y el lector vuela

Por Lara López

 

 

Prepárese, lector, al arrebato. Déjese, hágame caso, transmutar en este autor inspirado y elocuente. Permita que su contradictoria mirada sobre un mundo que existe (y no) le cale cual sirimiri. Que su enloquecido imaginario le perturbe. Lea a César: «Los majaras atraen a los majaras». Aquí, algunas distopías, ahora que están tan de moda en los géneros no literarios. Allá, unas cuantas utopías. Y en todo, homenajes deliberados, recursos de ficciones prestadas que soportan el peso de sus propias indecisiones y dudas. El autor protagonista. Relatos que se entrecruzan y beben del mejor cine, no siempre europeo, y de la literatura, no siempre clásica. Y de la filosofía. Y de la vida que nunca ha sucedido. De la que nunca ha sido parte. Y de la que sí, la de ese barrio que podría ser el nuestro, de una ciudad en la que podríamos haber nacido. Con esos vecinos que podríamos ser nosotros mismos. Hay algo de Aristóteles tendiendo la ropa en la ventana de la cocina en la mirada observadora de este escritor torrencial que es César, algo que tiene que ver con su prosa incisiva y caótica, cínicamente tierna.

Abruma esa voz de autor carismático que mataría por ser normal. Lo intenta a la desesperada: dando volantazos para llegar a lugares en los que, paradojas de esta ficción suya, nunca sabremos dónde termina el escritor y comienzan personaje y lector. Por más que se juegue el relato llevándolo a terrenos gastados «de tanto usarlos» como el amor de la copla, César, el escritor, corre para alejarse de esos forillos que podrían formar parte de Black mirror y que se transforman en decorados de barra americana de noche y barra del Palentino de buena mañana. Pero también sabe, o sobre todo sabe, o quizás debería saber, que hay mucho de quien le está leyendo en esos escenarios recurrentes que él transforma a su antojo, retorciendo significante y significado, llevando a un terreno doméstico una literatura que quisiera pasar inadvertida pero que acaba vestida de gala, sacando a bailar al Gatsby que toda su narración lleva dentro.

En estas disruptivas coexisten David el Gnomo y Trotski. Pink Floyd y Lee Marvin. Hasta Murakami podría ser un personaje de César. Imagino al de Kioto, lector impenitente, embargado por las deudas de un club de jazz en el que aguanta cada madrugada los desvaríos de un borrachuzo que no se acaba de marchar a casa. Y le veo a través de los ojos de César (mi amigo) que encabeza sus correos electrónicos hablando de Coslada, esa ciudad que reescribe solo con mencionarla, como quien inaugura un planeta en el que acaban de encontrar oxígeno y agua.

Déjese, lector, embaucar con estas heterotopías enmarañadas que nos hacen habitar cualquier punto de su universo inteligible. Foucault propone pero el que dispone es el César italocalvinista. Autor y personajes convierten la lectura de estas ciudades, que habitamos y nos habitan, en un laberinto con un Minotauro de más, en el punto de partida. Narrador omnipresente, es ese mago capaz de quitar de un golpe la alfombra y que el lector descubra que era el cielo y no el suelo lo que había bajo sus pies. César propone y el lector vuela, atraviesa cosmologías delirantes, se toma unos chupitos y acaba de charleta con el detective Colombo. Y todo, solo con sentarse a leer.

 

 

 

Lara López fue directora de RNE 3 de 2008 a 2012 y actualmente presenta y dirige el programa Músicas posibles en la misma cadena. Su última obra literaria es el poemario Insectos (Papeles Mínimos, 2017).

 

 

 

 

 

 

 

Para Patricia Esteban, que lo empezó todo.
Para Isabel Cañelles, maestra de escritores.
Para Isabel Sánchez Fernández, que, en parte,
evitó que estas ciudades se convirtieran en escombros.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

No York

La oficina. A eso de las once. Doy los buenos días a Frida.

—Llegas pronto —gruñe, sin apartar la vista del crucigrama. Mi secretaria y sus pasatiempos. Si yo fuera una sopa de letras, me trataría con una pizca más de respeto. A lo peor, se ha percatado de que he vuelto a dormir en el Cadillac.

Paso de largo frente a su escritorio. Piso hojas secas del otoño perenne alrededor de Frida; piso máscaras de arcilla de sacrificios rituales. Sus ojos profundos proclaman que tiene un triste pasado que compartir, una historia acerca de cicatrices en las piernas, que observo como embobado cuando creo que no me mira. No seré yo quien aporte las orejas, descuida, les tengo mucho cariño.

Despacho. Cuelgo el sombrero Stetson y el abrigo de pelo de camello en el perchero de baobab. Con la luz que entra a través de las persianas venecianas, la habitación recuerda a Degas, el pintor favorito de mamá, o es que anoche me pasé con el peyote. Ella diseñó personalmente el espacio. Hay que reconocer que se esforzó. A menudo me pregunto si tomarse tantas molestias no será su forma de echarme en cara la dejadez. Por otra parte, ¡qué más da!

 

El sillón de piel de llama se queja al recibirme. Abro el último cajón de la mesa de palisandro donde guardo bajo llave el revólver trucado, las identidades falsas que jamás utilizo, las estampas de pin-ups, mis viejos cuadernos de dibujo y las joyas de la corona: una botella de bourbon de veinte años y el juego de vasos de Murano color azul lamento. A continuación, me sirvo una dosis generosa de una de las dos cosas que merecería la pena rescatar de Kentucky en caso de catástrofe. La otra: el rebozado de pollo, responsable de la obesidad mórbida de la mitad de los habitantes del décimo quinto estado de la unión. ¡Cuántos venenos se podrían fabricar con esa porquería!

Mi mente salta a cámara lenta de la sonrisa del coronel Sanders a la nada absoluta, cuando la voz de Frida rasca el interfono. En persona, suena áspera; en el altavoz, como si tiraran de la cadena en unos aseos públicos del Bronx.

—El señor Kazech acaba de llegar.

A saber en qué agujero ejercía la tortura sicológica antes de pertenecer al séquito familiar. Allí las enviaría de vuelta a ella y a su cojera, si no fuera por mamá. ¿Estarán liadas?

¡Qué cabeza la mía! Me olvidé de que hoy tocaba visita. Normal, cada vez son menos frecuentes.

—Gracias, hazlo pasar. —Con timidez, por miedo a enfurecer a la bestia.

Toc, toc, toc, tres tristes toques en el vidrio esmerilado de la puerta. El caleidoscopio delata a un flacucho bajo un sombrero hongo pasado de moda. Gabardina o trinchera, no puedo estar seguro. Resulta difícil no pensar en las escuchimizadas sombras que adornaban los carteles de la UFA, o en las figuras del Greco, al observar la silueta.

 

Apuro la copa, dejo el vaso sin enjuagar junto a los otros y empujo el cajón con la rodilla.

—Adelante. —No es de buena educación compartir un wiski superior con un tipo que tiene tan mal tino para los sombreros.

La puerta se abre. Frida se sitúa bajo el dintel. Ahí parada, se da un aire a bruja de Disney. El señor Kazech pasa a su lado y me tiende la mano. Se mueve con soltura, como si en otra época hubiera sido saltimbanqui. A la vista de la artritis que hace que sus dedos parezcan ganzúas, desde luego no en esta.

Sin levantarme, prendo un chéster y hago un gesto hacia la butaca de cuero. No quiero tocar esos garfios. El hombre permanece unos segundos con la mano en alto. Titubea. Le he defraudado. No esperaba una cara bien afeitada y sin cicatrices como la mía. La suya es de las que no se recuerdan. El rostro del soldado desconocido visto por Magritte.

—Si no le pillo en buen momento, me marcho. —Deje nasal de mala imitación de mensaje por megafonía. Acento cubista: triángulos franceses, trapecios centroeuropeos.

—No, en absoluto. Tome asiento, por favor. —Hoy voy a disfrutar de lo lindo con mi numerito.

Se encoge de hombros y acepta receloso la invitación. Frida me lanza una mirada que desteñiría la piel de un tigre daliniano y nos deja solos.

Tras conocer a mi secretaria, los clientes se muestran como niños tras una reprimenda. En este caso, no tengo claro que la expresión del visitante sea de temor o de estreñimiento.

—Como sabe, me llamo Kazech.

—Sí, señor Kazek.

Se pronuncia Kazech, con che, John Winston Kazech. Soy el propietario de una correduría de seguros. —Asiento con lentitud. Mal empezamos. Se desabotona la gabardina y se descubre la cabeza. Sus orejas permanecen hacia delante, como diseñadas a la forma del sombrero. Una estera de canas ralas le cubre el cuero cabelludo.

Algo en él me escama y no me refiero a sus dedos, a su apellido o a su evidente carencia de atractivo. Algo escurridizo. Sus pupilas derrapan de un extremo al otro del iris como si no quisieran fijarse en lo que tienen enfrente. Algo roto.

—Bueno, ¿en qué puedo ayudarle? —Tono profesional. Algo Kandinsky.

Empieza a juguetear con el sombrero haciéndolo girar entre sus manos. Me lo imagino conduciendo un deportivo derecho al pretil de un acantilado.

Para diluir la tensión, le ofrezco un cigarrillo. El tabaco no se le niega ni a los personajes de las pinturas negras de Goya. Lo rechaza sin mover los labios. Insisto señalando el carrito de las bebidas. El wiski malo suelta la lengua que es un gusto.

—No bebo. —Cortante.

Deforme, abstemio y maleducado. Y, para colmo, de los que se toman su tiempo, de los amantes del suspense. Así que trato de averiguar por mi cuenta qué le ha guiado hasta mí, aunque, en el fondo, me la traiga floja. ¿Esposa? Diría que no, a pesar de que lleva alianza. De hecho, tiene cara de viudo, si es que existe tal cara. ¿Socio? Tal vez, aunque apostaría mi archivador art déco a que es de los que jamás montarían un negocio a medias. ¿Amante? Tampoco. ¿Quién se enredaría con un tipo así? ¿Familiar? Puede, juraría que alguien muy cercano. Y descartada la esposa...

—He venido por mi hijo.

 

Bingo. Dejo escapar el humo por la nariz que, al ascender, forma colmillos de elefante antes de transformarse en una acuarela tridimensional del caos.

—¿Ha desaparecido?

—No, no es eso. Solo estoy preocupado por él —responde con la vista aún en el sombrero.

—¿Preocupado? —En plan, hagan juego; vamos, dando pie a continuar.

—Mire, mi hijo ya es mayorcito, pero siempre ha sido un tarambana. Lo que ocurre es que últimamente se junta con muy mala gente, con un tal Ray, Ray Pérez, un corredor de apuestas de poca monta, según creo.

El nombre me es familiar. Quizás algún conocido tenga asuntos con él; los garitos de ludópatas de Broadway son mi segundo hogar. Se me ocurren más cosas mientras habla, pero no me atrevo a cortarle ahora que se ha lanzado.

Las andanzas de su vástago me recuerdan a otras muchas que he tenido que escuchar, incluso a las mías. Hijo único de padres pudientes, sin motivaciones ni aspiraciones; nula ambición ni ganas de formar una familia. Un fracaso en la universidad y rechazado en el ejército por tener los pies planos. Las diferencias entre el joven Kazek y un servidor consisten en que a mí me pagan sin falta los caprichos y en que mis pies son tirando a cavos. Bien es verdad que el dinero suele ir acompañado de condiciones, en ocasiones, tan inconvenientes como Frida. Ya se sabe, quien pone la pasta se reserva ciertos privilegios. Il est le capitalisme. Si no, que se lo cuenten a Picasso.

No se me olvida lo que dijo mamá después de referirle mi proyecto.

—Me gusta la idea de un despacho de investigación que no investiga, de que te conviertas en ¿cómo lo llamas? Ah, sí, un no detective. Lo financiaré, aun así te pondré vigilancia para que no saques los pies del tiesto.

Es pintora, de modo que captó al vuelo la esencia artística de la propuesta. Me molestó un poco que le restara originalidad añadiendo que conocía a muchos que fingían ser lo que no eran: ladrones, políticos, policías y poetas; el arte, me explicó, es un nido de impostores. Sin embargo, como los toma y daca constituyen los cimientos de nuestros diálogos, no le hice caso. ¿Sacar los pies del tiesto? Si nunca los he tenido dentro.

A la repetición del nombre del corredor de apuestas hispano, a quien se supone que debo localizar y coaccionar, el tal Ray, sigue un silencio más largo. Ya creía que no se iba a callar nunca. El tipo me pone del revés. No es su aspecto. No es su voz nasal. Me siento como el ratón sorprendido por el gato de la casa, como el protagonista del cuadro más famoso de Edvard Munch.

Ahora desea que diga algo, algo como que no debe preocuparse más, que yo cogeré las riendas de aquí en adelante, que lograré devolver a junior al redil sano y salvo. Algo clarificador. Algo Velázquez. Todos quieren lo mismo. Este es el ratito que más me gusta. Los segundos que preceden al jarro de agua fría. Con John Winston, voy a echar los restos.

—Señor Kazek, lo siento pero no puedo aceptar el caso. No se lo tome a mal, pero es que yo no los acepto ni el suyo ni ninguno.

El hombre me mira como si no me hubiera oído. Casi siempre reaccionan igual al recibir la noticia. Primero sorpresa, después incredulidad, seguida de indignación. En este caso, la sorpresa viene acompañada de una boca considerablemente abierta, que revela un secreto bien guardado hasta el momento: mi interlocutor no gasta ni cinco en dentistas. Munch, otra vez.

—¿Ha oído lo que he dicho? No voy a aceptar. Bastante tengo con escuchar todas estas historias absurdas, con pasear mi palmito por los clubes de la Tercera Avenida, con cargar con el cinismo típico de los fisgones, para encima verme obligado a mancharme las manos. —Inspiro hasta que los pulmones comienzan a dolerme—. Entiéndalo, poseo esta agencia por lo que representa la profesión: riesgo, crédito en los salones de juego, vida disoluta, la posibilidad de liarme con dueñas de galerías de arte. Ya sabe: darme tono, presentarme cuando no soy bien recibido, exhibir mis conocimientos pugilísticos con tipos más flojos que yo, sacarme copas gratis en los bares más chic, por ese tipo de cosas.

»De pequeño quería ser detective o dibujante. Lo segundo lo descarté pronto, en cuanto comprendí que jamás lograría representar a un ser humano sin utilizar círculos y palitos. Así que detective. Sin embargo, no estoy dispuesto a perder mi tiempo olfateando en la basura de nadie. Eso es tarea de policías. Lo mío es hacer que las bailarinas de Harlem se cuelen por mis huesos, aunque, en ausencia de coristas café cortado, me conformo con chachas filipinas nata agriada de Manhattan.

Después de soltar mi repetido discurso, el tipo permanece boquiabierto, tieso, en pose de retrato prerrafaelista. Estoy preparado para que intenten partirme la cara, para los insultos; esto se sale de las previsiones. Por un momento creo que va a sufrir un colapso y empiezo a pensar que tendré que llamar a una ambulancia. Jaleo en el rellano, quejas del casero que llegarán a oídos de mamá, no soy novato.

Entonces, sin venir a cuento, sonríe. Una sonrisa como la de quien, en el taxi de vuelta a casa, pilla el chiste que alguien contó en la cena.

—¿Se lo ha tragado, a que sí? Es que estudié interpretación con Stella Adler. Mi verdadero problema no tiene que ver con mi hijo, sino con mi mujer. Lo cierto es que no tenemos críos. Tampoco los hemos buscado. Gloria es demasiado independiente. —Asiento-niego. Mutis de coitus interruptus—. Verá, la verdad es que no me llamo Kazech o Kazek, ni me dedico al negocio de las pólizas. Si le place, llámeme señor Smith. El nombre de Ray Pérez lo saqué de las páginas de sucesos de The New York Times. Soy masajista especializado en lesiones de acróbatas. ¿Le suena Verllini, La Familia Voladora? Son clientes míos. —Negación de sacarla blanda—. Da igual. Creo que mi esposa me la pega con un enano del circo de Rhode Island. Necesito que lo compruebe. —El hombre mete la mano en un bolsillo de su abrigo, saca dos fotografías y me las alcanza. Las cojo por reflejo—. Ese es Little Sansón. Ella es Gloria. En los dorsos constan sus nombres completos y las direcciones.

Acaricio los rostros de satén. Al tacto, papel de las estampas que los artistas reparten para promocionarse. Aunque me da la sensación de que estas han estado sobreexpuestas a dedos artríticos, a miradas de las pupilas inexpresivas que me observan. Algo sucio. Algo perverso. Brochazos tenebristas.

—¿No ha oído lo que he dicho? Yo no acepto casos, ni el otro ni este ni ninguno. —Laringe de trapo.

Paréntesis de silencio. Blanco sobre fondo blanco. Silencio Malevich.

—Ah, sí, bueno, mejor que mejor, porque la historia que le acabo de contar también es falsa. —La cara del enano, poco agraciada, se me mezcla con la del bombón de la otra instantánea.

Tiro las fotos encima de la mesa, saco la pipa de pega del cajón y apunto a comoquiera que se llame a la nariz. Hasta aquí hemos llegado.

—Lárguese —amenazo, mi voz suena rara de nuevo.

—Trabajo para su madre —prosigue, como si le estuvieran encañonando con un plátano. Extraño, ya que el revólver es de un realista que intimida—. Hago de modelo para sus cuadros de vez en cuando.

—¿Usted, modelo? ¿De modelo para mamá? ¿Acaso se dedica ahora a retratar a funcionarios del averno? Hasta donde yo sé, el Bosco no es santo de la devoción de mi progenitora, amigo.

—Qué gracioso. Me advirtió de que bromearía. Se parecen mucho los dos. Me contrató para que me inventara algo y le fuera con el cuento. Un dinerillo extra no le viene mal a nadie. Reconozca que he sido creativo. Supongo que le hizo gracia la idea de reunir a alguien que no investiga, interesado más que nada en la fachada, con alguien que, en el fondo, no necesita a un investigador. Ya la conoce. Asombroso, ¿no cree? Me habló de partículas hermanadas, de antimateria, de fotones ubicuos, esas locuras que los científicos han descubierto, de que, al microscopio, la realidad comparte la sustancia de los sueños.

—Márchese, si no quiere que le pegue un tiro.

—Dijo que los cambios había que provocarlos a golpe de sicorrealismo, que la ciudad está construida sobre cenizas, sobre fragmentos cuyo modo de encajar es no encajando; un enorme orden en el epicentro del desastre, la llamó.

—Márchese, se lo ruego. —Amartillo el arma. ¿Sicorrealismo? Su boca se estira en una mueca de caimán, la viste de traje barato de grandes almacenes.

—Me explicó que la información es la fuente de la ignorancia, que en las calles numeradas existen mil formas de decir que no sin pronunciar el monosílabo. —Pese a la futilidad del acto, aprieto el gatillo. Boing de muelles en movimiento. En mi vida la había disparado contra alguien. Una varilla envuelta en tela asoma por el cañón. El tope, que yo mismo instalé, hace que la pieza se detenga de golpe—. Que la purga nacerá de la superposición de Hopper y Magritte —insiste. La tela se desenrolla a cámara lenta. Un banderín como los que reparten en el estadio de los Yankees—. Que lo titularía: Entrevista entre no detective y corredor de seguros de rostro difuminado en un entorno moderadamente ficticio, una escena sicorrealista. —Los símbolos bordados por mamá con hilo de seda. ¡La palabra «bang» entre signos de exclamación! Esto es demasiado: una onomatopeya en medio de un entorno ¿moderadamente ficticio?

El impacto de la escena que representamos hace que el bourbon se me suba a la cabeza de sopetón, que resuciten los excesos de anoche. Taquicardia. Dedos flojos y la pistola de broma cae al suelo, episodio ralentizado.

Mientras el arma de pega rebota en la alfombra, veo al visitante recoger las fotos, ponerse en pie y hacer un gesto teatral de despedida con el hongo.

—Y, en efecto, no… —Me doy cuenta de que la trinchera le viene estrecha, como un frac de fuerza para asistir a bailes de etiqueta organizados por magnates esquizofrénicos—, no suelo llevar… —Quiero preguntarle algo. Mis esfuerzos por hablar o por acordarme de lo que quiero preguntar resultan inútiles—… sombrero. —Viajo en un tiovivo de espuma. La puerta se abre y se cierra. El vidrio esmerilado retumba.

Imágenes sin pies ni cabeza: la cremallera de un julepe de menta, una ruleta cuadrada, puertas que solo permiten la salida, jinetes con trajes de buzo, vaqueros de rodeo de excursión por las altiplanicies de Marte, trapecistas hundiéndose en arenas movedizas, una oficina de seguros de New Orleans habitada por enanos y cabareteras, patas de avestruz cubiertas de tejido cicatrizal, directoras de galerías de arte en ropa interior de hojaldre, halcones nocturnos con máscaras de arcilla matando el rato en la cantina del matadero de Queens, viñetas de Dick Tracy reflejadas en el escaparate de la tienda de Chanel de la quinta avenida…

… Burbujas que, enseguida, explotan una a una con un pof, hasta el ¡POF! final.

Al volver en mí, Frida ocupa el lugar de Smith en el sillón de cuero. Los remates de madera de roble del respaldo brillan menos que antes. Me taladra con sus ojos de un marrón publicitario.

—Se ha marchado. —Sonríe con el hoyuelo de la barbilla. Durante una fracción de segundo, me la imagino con bragas y sujetador de mousse de chocolate.

—Tú lo sabías, ¿verdad? —Asiente culpable, aunque se nota que no se arrepiente de nada. Me inclino hacia delante. Descanso los codos en la mesa; el mentón, en las palmas. Medias de gasolina. Muslos en cruz, pantorrillas de alambre. Costuras que imitan cicatrices—. Tenemos que encontrar a dos personas. —Cicatrices en lugar de costuras—. El hombre, un liliputiense, podría trabajar en el circo de Rhode Island; la chica, probablemente, en algún espectáculo del Off Broadway. Presiento que están en peligro. Las intenciones de mamá serían buenas, pero parece que esta vez ha escogido a la persona equivocada. —En su boca un mohín de mira que me extraña. Solo de contemplar la posibilidad de fumar me entran náuseas.

—Te ayudaré —murmura— y, cuando hayamos terminado, tendrás que escucharme.

—Cuenta con ello. Pero antes me hablarás de Tegucigalpa, del ruiseñor austral, de Tenochtitlán, de las piedras que convocan a los muertos, de esa belleza que se perdió para siempre.

—De eso se trata.

—¿No se pondrá celosa mi madre?

—¿De mí o de ti?

—Ni idea, pero si sigues sonriendo voy a empezar a pensar que existe esperanza para la raza humana.

Me levanto. El Stetson presenta abolladuras. Las saco a puñetazos. Del abrigo penden pelotillas como adornos navideños. Ha encogido o es que he engordado de golpe. Vistazo general al despacho: un ciclón de tiempo sobre los objetos, en las vetas de luz que alumbran el polvo.

—¿Qué ha ocurrido aquí? —pregunto. Mi secretaria se encoge de hombros y sale de la habitación cojeando. Al carajo, ahora sí que parece la guarida de un detective.

Mientras me dirijo a la salida, piso los pétalos de rosa que se desprenden de la blusa de Frida, los recuadros de los crucigramas que nos aguardan, las cenizas de mi dejadez, el olor a incertidumbre, fragmento de redención resumida.