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I

LA DONCELLA SIN MANOS

Padre, aquí están mis manos.

Yacen sobre la hierba, inertes,

como si no hubiesen conocido movimiento.

Como si nunca hubiesen estado unidas a mi cuerpo,

nacido conmigo, sostenido una piedra

y aplastado, con esa misma piedra, los caracoles del jardín,

o dibujado figuras en la nieve

cuando mi boca no había conocido todavía las palabras.

 

Ya no las reconozco.

Podría decir, incluso, que nunca fueron mías.

 

Ahora se hace tarde. El sol se oculta

del lado opuesto al acostumbrado,

no busca la montaña.

Se dirige lentamente al bosque,

dejándose caer sobre las ramas,

y la tierra tiembla

porque las raíces se agitan con violencia,

presintiendo la música del incendio,

la imagen del bosque encendido como una hoguera que brilla para nadie,

y el fuego danzando como el oficiante de un rito

cuya cadencia alguna vez conocimos,

pero ya hemos olvidado.

 

Y sin que una sola hoja arda

el sol se hunde hasta posarse en la tierra,

como si el fuego hubiese perdido toda consistencia,

y como una fruta que dividimos con las manos

el sol se abre

y la luz es un licor viscoso

y desde la semilla surge la silueta de un hombre

sin rostro y sin sombra.

Solo un contorno oscuro que deambula para recobrar lo que ha perdido.

 

Y sé, así como la criatura que intuye el aliento de la fiera oculto tras la fronda,

que soy la presa y el tesoro.

Y vendrá aquella silueta y se detendrá frente a mí

y me tenderá su mano para llevarme consigo.

Y yo devolveré el gesto, olvidando por completo el peso del acero,

las amapolas que brillan a mi lado,

y que me pertenecen esas manos que yacen,

inertes,

en la hierba.

APARICIÓN DE NIX EN EL BOSQUE

Un musgo bermejo ha cubierto la silueta del bosque.

El romero reverdece

y sus hojas se afilan como agujas de esmeralda.

En la rama del sauco la noche es un mirlo

y de su trino algo se derrama,

desciende como una gota

y luego de la gota surge la serpiente,

que se arrastra en el temblor de su plumaje

y sobre el corazón que late como una granada brevísima y madura.

Sigue descendiendo, hiedra transparente,

el sereno va esmerilando sus contornos

y justo en el momento previo a la caída

es una perla de canto que se hace fruto,

un péndulo de sangre

que crece

y se hace más dulce con la niebla.