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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Sherryl Woods

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El camino del amor, n.º 167 - octubre 2018

Título original: Willow Brook Road

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-052-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

Queridos amigos:

 

Normalmente, utilizo este espacio para daros un poco de información sobre la historia que vais a leer. Esta vez, espero que me permitáis dar las gracias a algunas personas que han hecho posible que yo escribiera los muchos, muchos libros que habéis leído durante estos años.

 

Casi desde el principio, he trabajado con Denise Marcil, mi agente, una persona muy inteligente y con mucha experiencia, cuya dedicación la ha convertido en una socia de negocios increíble. Ella tuvo fe cuando la mía flaqueaba, y ha sido una influencia tranquilizadora cuando yo estaba al borde de algún precipicio durante la escritura. Nadie podía haber trabajado tanto, ni haber hecho que esta larga carrera fuera tan divertida.

 

Del mismo modo, durante estos años también he tenido la bendición de contar con editoras fabulosas que me han empujado suavemente para que creara historias cada vez mejores. Empecé mi carrera en Silhouette con Lucia Macro, en los años 80. Joan Golan me guio por docenas de libros, literalmente. Ahora tengo el absoluto placer de trabajar con Margaret O’Neill Marbury por segunda vez. Soy mejor escritora por ellas y por otras, demasiadas como para nombrarlas (han sido más de 140 libros, después de todo).

 

Cuando un libro está pulido hasta llegar a la perfección, o, al menos, lo más cercano a la perfección que sea posible, queda en manos de la editorial y del equipo de ventas. Yo he trabajado con varios, pero no hay equipo de ventas más decidido y entusiasta que los hombres y mujeres de Harlequin. Llevar estos libros hasta donde vosotros podéis encontrarlos es un trabajo difícil, y ellos son los mejores. ¡Tienen mi gratitud eterna!

 

Hay otra mucha gente a la que querría dar las gracias, incluidos mi familia y amigos, pero ¡voy a usar este último espacio para daros las gracias a vosotros! Vuestros correos electrónicos y vuestras cartas son muy importantes para mí. Y siempre he intentado teneros en cuenta en cada página que escribo. Muchísimas gracias por el apoyo y el amor que me habéis dado.

 

Como siempre, os deseo todo lo mejor,

Sherryl

Capítulo 1

 

 

 

 

 

La cabaña original diseñada por Mick O’Brien en Willow Brook Road tenía el tejado de tejas grises desgastadas, cercos blancos y un porche trasero muy pequeño, con espacio únicamente para dos mecedoras dispuestas una al lado de la otra. Tenía vistas a Willow Brook, un arroyo que desembocaba en la bahía de Chesapeake. El terreno del jardín trasero descendía suavemente hacia el arroyo, y en él crecía un sauce llorón cuyas gráciles ramas tocaban el césped al borde del agua. El entorno era perfecto para conversar o relajarse con un buen libro.

Delante de la cabaña había un pequeño patio con una valla de estacas blancas y un rosal amarillo, lleno de rosas perfumadas, que trepaba por ella. En la entrada había macetas con geranios de colores rojo y rosa. La casa tenía un gran encanto y era muy pintoresca.

Con tres acogedoras habitaciones, un salón con chimenea y una cocina muy amplia con el comedor incorporado, era la casa perfecta para pasar unas vacaciones en Chesapeake Shores o un primer hogar estupendo para una familia pequeña. Sin embargo, Carrie Winters llevaba casi seis meses viviendo allí, sola y sin saber qué hacer. El único toque personal que había aportado, aparte de los muebles sueltos que había rescatado de varias buhardillas familiares, era un retrato de la familia O’Brien al completo, hecho en la boda navideña de su hermana gemela, Caitlyn.

Aquellos días, sentarse en una de las mecedoras durante más de un minuto le provocaba ansiedad. Después de dos años en un trabajo de relaciones públicas muy estresante en el que se había destacado, la inactividad era una experiencia nueva que no le gustaba particularmente. Estaba demasiado distraída como para leer algo que fuera más profundo que el periódico semanal del pueblo. Y, aunque le encantaba cocinar, preparar comidas sofisticadas para uno hacía que se sintiera sola.

Lo peor de todo era que parecía incapaz de motivarse a sí misma para salir de aquel desánimo en el que había caído desde que había vuelto a casa. Aunque Chesapeake Shores era el lugar donde quería e incluso necesitaba estar para intentar reconstruir su vida y organizar de nuevo sus prioridades, le había creado su propio tipo de presión.

El resto del clan O’Brien estaba preocupado por ella, pero su abuelo Mick estaba casi frenético. Los O’Brien no perdían el tiempo ni se abandonaban a la autocompasión, que era exactamente lo que ella había estado haciendo desde el fracaso de su última relación. La ruptura había coincidido con el colapso de su carrera en la industria de la moda y, al final, había salido huyendo de París y había vuelto al seno de su amorosa familia.

Suspiró y le dio un primer sorbito a la única copa de vino que se permitía, al final del día. Regodearse en la tristeza era una cosa, pero emborracharse era muy distinto. Incluso ella tenía el suficiente sentido común como para saberlo.

Se le apareció en la mente la imagen de Marc Reynolds, el icono del mundo de la moda de quien había pensado que estaba enamorada. Aquello le pasaba cien veces al día, pero eran muchas menos que cuando había vuelto a casa desde Europa, después de la separación. Si podía llamársele así, pensó, con ironía. A decir verdad, al final se había dado cuenta de que Marc la consideraba más una conveniente compañera de cama y una luchadora incansable, cuyos esfuerzos en el campo de las relaciones públicas habían contribuido decisivamente a acelerar el éxito internacional de su imperio de la moda. Ella no lo sabía, pero, en realidad, él estaba enamorado de una modelo vanidosa y egocéntrica que lo trataba como si fuera una basura. Carrie podía entenderlo, porque Marc le había hecho casi lo mismo a ella. Todavía estaba intentando comprender cómo había estado tan ciega y no lo había visto antes. Debía de haber habido muchas señales. ¿Acaso estaba tan enamorada que no las había percibido? Y, de ser así, ¿cómo iba a confiar de nuevo en lo que le dijera el instinto acerca de cualquier otro hombre?

En realidad, no iba a permitir que aquello fuera ningún problema en un futuro próximo. No iba a interesarse por ningún hombre hasta que descubriese quién era ella y qué quería realmente. Y, al ritmo al que progresaba en ese sentido, podía tardar años.

«¡Ya está bien!», se dijo a sí misma, con firmeza. Entró en casa con la copa de vino y, al pasar junto a un montón de juguetes, sonrió. Tomó un conejito de orejas caídas y lo dejó suavemente en una silla. En la mesa de al lado había una pila de libros ilustrados para niños.

Cuidar al niño de su hermana gemela, Jackson McIlroy, era casi lo único que le hacía sentirse realizada aquellos días. Caitlyn estaba haciendo la residencia médica en el hospital Johns Hopkins, y su marido, Noah, dirigía allí mismo, en el pueblo, una clínica de medicina de familia en la que cada vez tenía más pacientes. Así pues, Carrie se había ofrecido a cuidar de su sobrino cuando la necesitaran. Y confiaban en ella cada vez más a menudo, lo cual estaba bien para ella, pero parecía que los demás miembros de su familia no lo veían tan positivo. El cuidado de niños no se consideraba un objetivo profesional adecuado para la nieta del fundador del pueblo.

Recogió algunos juguetes más, los metió en la caja de colores vivos que ella misma había pintado en un día de invierno particularmente triste, tomó el bolso y se encaminó al centro. Diez minutos después estaba en O’Brien’s, el pub irlandés que su primo segundo, Luke, había abierto unos años atrás. Sabía que allí encontraría buena comida, aunque tuviera que pagar el peaje de la intromisión familiar de cualquier O’Brien que estuviera por allí.

Cuando entró, se sorprendió al descubrir que el local estaba casi vacío.

–Hola, Carrie –dijo Luke, y le sirvió automáticamente una copa de vino blanco.

–¿Dónde está todo el mundo? –preguntó ella, mientras se sentaba en un taburete, en la maravillosa barra de bar antigua que Luke había importado desde Irlanda y que ocupaba la parte central de su pub.

–No son ni las cinco –dijo él–. Dentro de poco se llenará.

Carrie miró el reloj y soltó un gruñido. Aquel día no había tenido que cuidar a su sobrino, y el día se le había hecho eterno. Y parecía que todavía no se acababa.

–¿Puedo hacerte una pregunta? –le dijo a Luke.

Él la miró, salió de la barra y se sentó a su lado.

–¿De qué se trata?

–Tú eras el más joven de la generación de mi madre, ¿no?

–Sí.

–¿Y te sentiste presionado para que consiguieras algo?

Él se echó a reír.

–¿Me lo preguntas en serio?

–Por supuesto –respondió ella.

–Tú ya sabes todo esto, pero te lo voy a recordar. Cuando terminé la universidad, tu madre era una respetada profesional del mundo financiero de Wall Street. Kevin había servido en el ejército y, después, se unió al proyecto de conservación de la bahía del tío Thomas. Connor era un importante abogado de divorcios de Baltimore. Bree había abierto la floristería y le iba muy bien y, después, abrió el teatro del pueblo, en el que ahora estrena y dirige sus propias obras de teatro con gran éxito de público y crítica. Y Jess acababa de cumplir veinte años y ya había convertido el Inn at Eagle Point en uno de los alojamientos turísticos más demandados de la región. Yo tenía que llegar a todo eso. Además, mi hermano empezó a trabajar con el tío Mick de arquitecto en cuanto salió de la universidad, y mi hermana está dirigiendo la inmobiliaria del pueblo con mi padre. Parece que todos los O’Brien saben lo que quieren desde que están en el útero materno. Todos, excepto yo.

–Y yo –dijo Carrie, lamentándose–. Es curioso que te sintieras perdido siendo el más pequeño. Cait y yo somos las mayores de nuestra generación. Ella sabía cuál era su vocación ya antes de terminar el instituto. Quería ser médica y salvar el mundo. Ni siquiera el matrimonio y su hijo han hecho que cambiara de planes.

Luke sonrió.

–¿Y tus metas no son tan elevadas?

–Ni siquiera estoy segura de tener una meta. Creía que sí; me encantaba el trabajo de relaciones públicas, y se me daba muy bien. También me gustaba trabajar en la industria de la moda, pero eso era más por estar con Marc que por el trabajo en sí. En realidad, no se me cayó el mundo a los pies al no encontrar otro trabajo en ese ámbito inmediatamente. Lo que más echo de menos es trabajar con él, así que eso debe de significar algo.

Luke la miró comprensivamente.

–¿Y has entendido cuál era el mensaje?

Ella se encogió de hombros.

–No. Lo único que sé es que detesto estar tan perdida.

–¿Y no encontraste ninguna inspiración durante el viaje a África que hiciste con el tío Mick?

Sus abuelos habían ido a África para visitar varias aldeas que necesitaban asistencia médica urgentemente, sobre todo desde que el brote de ébola había tenido un impacto tan devastador. Mick había sido elegido por Cait y por un médico de Baltimore para diseñar pequeñas instalaciones médicas que proporcionaran a las aldeas la atención que tanto necesitaban. Aquel había sido un viaje revelador para ella, con una misión idealista que admiraba.

–Claro. Me di cuenta de lo afortunados que hemos sido todos nosotros. He donado mucho dinero de mi fondo fiduciario a la causa, porque he visto por mí misma lo valiosas que son estas aportaciones, pero no quiero volver, no como Cait, que está esperando la más mínima oportunidad para ir de nuevo. Le dio mucha envidia que yo me marchara con la abuela Megan y el abuelo Mick. Yo, sin embargo, estaba deseando volver a Chesapeake Shores, a casa. Pensaba que, una vez de vuelta, lo tendría todo mucho más claro.

–¿Y has pensado bien en lo quedarte aquí, Carrie? Yo siempre supe que este pueblo era el mejor sitio para mí. Era lo único que sabía con certeza, pero tú has vivido en muchas ciudades increíbles: Nueva York, Milán, París… ¿Estás segura de que Chesapeake Shores es lo suficientemente grande para ti?

Ella frunció el ceño al oír aquella pregunta, porque implicaba una superficialidad que no le gustaba. No necesitaba el oropel ni el glamur. Ya lo había probado y, para ella, había sido más que suficiente.

–¿Qué quieres decir? Este es mi hogar, Luke, igual que el tuyo.

–Si tú lo dices –respondió él, en un tono dubitativo.

–Pues claro que lo digo.

–Tú naciste en Nueva York –le recordó él–. Fuiste a la universidad allí, y viajaste por todo el mundo cuando trabajabas en el ámbito de la moda. Yo solo he estado en Irlanda, donde las cosas son bastante relajadas, sobre todo en los pueblos pequeños, y me imagino que es muy diferente de los lugares glamurosos que has visto tú en Italia y Francia. Y, desde luego, muy diferente al bullicio y el ajetreo de Nueva York.

Aunque su primer impulso fue contradecir a Luke, por su escepticismo, tomó un sorbo de vino y pensó un momento en la pregunta que le había hecho.

–Es diferente, pero de un modo bueno –dijo–. El ritmo es más lento. Los valores son diferentes. La familia tiene mucha importancia. Mi madre se dio cuenta de eso. Volvió aquí con Caitlyn y conmigo desde Nueva York.

–Porque se enamoró de Trace –dijo Luke.

Carrie suspiró.

–Sí, Trace tuvo mucho que ver en su decisión, pero ella ha sido muy feliz aquí, en casa. Encontró el equilibrio entre el ejercicio de la profesión que adora y la familia a la que adora aún más.

–El equilibrio es importante, desde luego. Y ¿qué te ves haciendo aquí? Sé que tienes que haber heredado el gen de la ambición. Todos los O’Brien lo tienen.

–Yo, no –admitió ella, como si fuera un crimen.

Había una cosa en la que Luke tenía razón: se esperaba que todos los O’Brien fueran capaces de hacer de todo con excelencia y, pese a que su apellido era Winters, ella era una O’Brien de los pies a la cabeza. Luke había cerrado el círculo de la conversación, volviendo a aquellas metas que parecía que ella no conseguía identificar. Había tenido tanta suerte durante toda la vida que, ¿acaso tenía derecho a quejarse por un obstáculo inesperado?

–Lo único que he deseado de verdad, siempre, ha sido casarme y tener hijos –le dijo a su primo. Lo admitió en voz muy baja, como si fuera un delito querer tan poco para sí misma.

Luke no reaccionó como si se hubiera vuelto loca, así que ella continuó.

–La bisabuela es mi modelo. Nell les dio un verdadero hogar a mi madre y a sus hermanas después de que el abuelo Mick y la abuela Megan se separaran. Siempre me he visto haciendo lo mismo que ella: cocinando, educando a mis hijos… Aquí mismo, rodeada de toda la familia. Durante la universidad, no dejaba de pensar que iba a conocer a alguien y a enamorarme. Salí con muchos chicos. Estaba segura de que iba a poder casarme al cuarto de hora de recoger el diploma.

Volvió a suspirar.

–Ese era el plan, pero no sucedió. Entonces, cuando conocí a Marc, pensé que él era mi alma gemela. Por supuesto, es el último hombre del mundo que sería feliz en un pueblo pequeño, así que no tengo ni idea de por qué pensé que encajaría en mi sueño.

–¿Has oído alguna vez la palabra «compromiso»?

–¿En boca de Marc? No, eso no es posible.

–¿Y tú, qué opinas?

–Que, si encuentro al hombre adecuado, estaría completamente dispuesta –dijo–. Pero no me conformo con cualquiera. No me saldría bien. Quiero lo que tienen mi madre y Trace, lo que tienen Bree y Jake y lo que el abuelo Mick ha encontrado con la abuela Megan, ahora que han vuelto. Quiero un final feliz.

–Así que no te conformas con cualquiera y, además, dices que no te importa tu carrera profesional. Pues tienes un verdadero dilema.

–¿No es eso lo que estoy intentando explicarte? –le preguntó ella, con frustración.

–Puede que lo que necesites sea concentrarte, elegir la faceta de tu vida que más te importa, aquella en la que tengas algo de control.

Ella sonrió al oír aquello. Los O’Brien adoraban controlar las cosas. Su abuelo era un maestro y les había transmitido a todos aquella vena obstinada y el pensamiento de que eran capaces de lograr cualquier cosa.

–Ya hemos dicho que no puedo controlar cuándo va a llegar el hombre idóneo, y que no tengo una gran ambición profesional.

–Creo que tú misma lo estás complicando demasiado –le sugirió Luke–. Deja de preocuparte por tu profesión, si no es eso lo que más te interesa. Déjalo en un segundo plano. Sal por ahí y empieza a quedar con chicos. Aquí hay hombres solteros todas las noches. Yo te conseguiré citas. ¿Cuándo fue la última vez que saliste con un hombre? El camino al matrimonio empieza generalmente con una primera cita.

–Eso es lo que tengo entendido –respondió ella, aunque el hecho de salir con hombres al azar no era demasiado apetecible para ella. Lo había hecho durante los estudios, y no le había servido de nada. Además, había decidido apartarse de los hombres hasta que entendiera cómo había podido equivocarse tanto con Marc, cómo había podido juzgar tan equivocadamente sus valores y sus sentimientos.

No obstante, Luke tenía razón en una cosa: necesitaba tener algún tipo de vida social, o se iba a volver loca.

–Mira, no quiero que me consigas citas con nadie, pero, la próxima vez que venga, si hay algún chico agradable por aquí, preséntamelo, ¿de acuerdo? Los hombres y las mujeres pueden ser amigos, ¿no? Ese tampoco es un mal comienzo.

–Tengo mis dudas de que hombres y mujeres puedan ser amigos, pero, sí, es un comienzo –dijo Luke–. Creo que vas a estar casada muy pronto, con media docena de críos.

Por muy atractiva que fuera aquella imagen, Carrie también vio el lado negativo.

–¿Te imaginas lo que tendría que decir el abuelo Mick sobre eso? Aunque adore a todos sus nietos y bisnietos, espera algo más de nosotros.

–Olvídate del abuelo. Se trata de lo que quieras tú. Además, sabes que Nell se pondrá de tu lado.

Carrie sonrió.

–Claro que sí, pero estará sola. El abuelo Mick se va a quedar horrorizado. Y el resto, también. Incluso mi madre y Trace van a pensar que estoy desperdiciando mi potencial.

–Pero esto es algo tuyo –le dijo Luke–. Tienes que pensar en lo que te haga feliz. En realidad, creo que eso es lo que ellos quieren para nosotros. Mi padre se quedó horrorizado cuando supo que yo tenía la idea de montar este pub, pero se puso de mi lado al darse cuenta de que significaba mucho para mí. Enfréntate a esto del matrimonio como si fuera la búsqueda de un trabajo. Entrevista a candidatos diariamente.

Carrie le lanzó una mirada de reprobación.

–Lo dices como si fuera muy fácil elegir al hombre perfecto de la nada, o identificarlo haciéndole una lista de preguntas. Pues no es así. Además, ¿qué magia tiene eso?

Su primo se echó a reír.

–Ah, ¿pero es que también quieres la magia?

–Por supuesto. Y, hasta que la encuentre, no puedo quedarme de brazos cruzados. Necesito tener una ocupación. Yo no puedo estar ociosa.

Luke se quedó pensativo. Mientras él reflexionaba sobre lo que estuviera reflexionando, Carrie le dio otro sorbito a su vino.

–Estás cuidando a la mitad de los niños de la familia, ¿no? –dijo él, por fin.

–Sí, pero… ¿a qué te refieres? Eso no es exactamente un trabajo.

–Pues haz que lo sea.

Ella frunció el ceño como si fuera una idea descabellada, aunque, evidentemente, a Luke cada vez le parecía más factible.

–¿Qué quieres decir?

–A ti te encantan los niños, pero no vas a tener los tuyos en un futuro próximo –dijo él–. ¿Por qué no abres una guardería?

Carrie rechazó la sugerencia de inmediato.

–Vamos, Luke. No puedo cobrarle a la familia por cuidar a sus hijos.

–¿Por qué no? Si no estuvieras tú aquí, le tendrían que pagar a otra persona. Yo les cobro por las pintas de cerveza cuando vienen aquí.

–No es lo mismo. Esto es un negocio, y todos lo entendemos.

Él se echó a reír.

–Y la guardería también podría ser tu negocio. Piénsalo. Al pueblo le vendría bien que hubiera una. Moira me lo estaba diciendo hace menos de veinticuatro horas. Dijo que, si nosotros vamos a tener hijos, con nuestros horarios y el hecho de que ella tenga que viajar a menudo por las exposiciones de fotos, necesitaremos a alguien de confianza que nos los cuide. Se niega a que ponga un parque aquí, en un rincón, y que nuestros hijos se críen en un bar.

Carrie se imaginaba a Moira dejando aquello bien claro. Desde que había conocido a los O’Brien en su Irlanda natal, Moira nunca había titubeado a la hora de dar una opinión. Eso le había valido el sobrenombre de Moira la Exasperante, hasta que Luke les había pedido a todos que dejaran de llamarla así.

Luke sonrió.

–Cabe la posibilidad de que, cuando estés totalmente concentrada en montar tu negocio, aparezca el hombre perfecto y no tengas tiempo para él.

–¿Igual que te pasó a ti con Moira? –preguntó ella, recordándole a su primo que él esperaba que Moira se quedara sentada, esperando pacientemente, a que él hubiera acabado de organizar todo el pub y lo tuviera funcionando. Moira se había ofendido por ello.

–Exactamente –reconoció él, e hizo un mohín–. Moira intentó que yo tuviera más sentido común, pero fue Nell la que me convenció de que no debía esperar.

–¿Cómo? Yo no he oído esa historia.

–Cuando la bisabuela se puso mala durante el viaje que hizo con Dillon a Nueva York, nos llamó a Moira y a mí para que fuéramos a verla al hospital y nos dijo que dejáramos de perder el tiempo. Nos recordó que en la vida no se deben posponer las cosas que importan de verdad, que nunca hay un momento perfecto para enamorarse. Te juro que, aunque estaba en aquella cama de hospital, tan pequeña y tan frágil, irradiaba una fuerza increíble.

–Y sigue haciéndolo –dijo Carrie–. Me asusta pensar lo que ocurrirá cuando la perdamos. Ella es la base de la familia.

–Bueno, dice que no se va a ir a ninguna parte hasta que esté convencida de que todos somos felices y estamos encarrilados –respondió Luke–. Y, con todos esos bisnietos que tiene ahora, creo que piensa quedarse con nosotros durante una buena temporada.

–Eso espero –dijo Carrie, con suavidad.

Luke le dio un golpecito en el hombro y se puso de pie.

–Tengo que volver al trabajo. Piensa en lo que te he dicho. No sé si abrir una guardería es lo que mejor te iría, pero no lo sabrás hasta que lo hayas intentado, como me pasó a mí. Cuando llegué a Irlanda y entré en un pub, me di cuenta de que podía ser el corazón de una comunidad. Encontré mi verdadera vocación en ese viaje.

–Y a Moira –dijo ella, sonriendo.

–Y a Moira –respondió él.

Cuando él se fue a la cocina para hablar con su cocinero, Carrie dio un suspiro. ¿Era buena la idea de Luke, o se sentiría como si estuviera renunciando a su propio sueño de tener una familia al rodearse de los hijos de otras personas? Ella era una gran niñera, una tía excelente, pero dirigir una guardería requería mucho más que eso, incluyendo la normativa legal. En el colegio había asistido a clases de desarrollo y psicología infantil, y le habían resultado tan fascinantes que había sacado sobresaliente en las asignaturas. Incluso podría haber dado más clases en aquel momento, si no hubiera obtenido una beca en relaciones públicas y hubiera tomado aquella dirección.

Pensó en todos los niños O’Brien que siempre estaban por medio, y sonrió. Eran la mejor parte de su vida, sin duda. ¿Podría convertir su cuidado en una profesión?

Tal y como le había sugerido Luke, valía la pena pensar en ello. En realidad, no se le ocurría ninguna alternativa, y necesitaba hacer algo antes de que su familia perdiera la paciencia y ella perdiera el juicio luchando con toda aquella indecisión.

 

 

Sam miró por el espejo retrovisor y vio que, por fin, su sobrino se había quedado dormido. Dio un suspiro de alivio. No estaba seguro de qué era peor, si los largos silencios que se producían cuando Bobby se quedaba callado o la avalancha de preguntas sin respuesta que le había hecho desde que su hermana y su cuñado habían muerto en un accidente, hacía dos semanas. El descubrimiento de que Bobby quedaba a su cuidado lo había dejado mudo, de eso sí estaba seguro, y no era de extrañar que el niño, que solo tenía seis años, se sintiera completamente confundido.

Y allí estaban, yendo en coche a Chesapeake Shores, un pueblo donde Sam ni siquiera había tenido tiempo de instalarse antes de conocer la tragedia de la muerte de los padres de Bobby. Se había ausentado de su nuevo trabajo en medio de su aflicción, con la única idea de cumplir con el funeral. Ahora que regresaba como padre soltero, tenía tantos pensamientos y miedos en la cabeza que no sabía cuál debía abordar primero. Tenía que dejar su dolor en un segundo plano para poder concentrarse en el niño asustado al que, de repente, tenía que cuidar.

–Cena –murmuró.

Cuando se despertara, Bobby iba a estar hambriento, y él no podía seguir dándole comida rápida, aunque fuera lo único que le apeteciera comer. Por suerte, en Chesapeake Shores no había restaurantes de ese tipo; el McDonald’s o el Burger King más cercano estaba a muchos kilómetros de distancia.

En vez de ir directamente a Inn at Eagle Point, donde se había alojado desde que había llegado al pueblo, Sam giró hacia Shore Road y encontró aparcamiento enfrente de varios restaurantes. Uno de ellos era el pub O’Brien’s, que estaba especializado en comida irlandesa muy reconfortante. Y ¿no era eso lo que necesitaban Bobby y él, que los reconfortaran y les dieran bien de comer?

Salió del coche y vaciló. ¿Despertaba a Bobby para poder entrar corriendo, pedir algo de comida y volver al coche? Era muy pronto, y no había nadie por la calle. Las tiendas estaban cerradas y había pocos turistas por el paseo marítimo. Todavía era temprano para que la gente saliera a cenar. Además, estaban en Chesapeake Shores, un pueblo cuya tasa de criminalidad era insignificante, salvo por algunas gamberradas de los chicos del instituto.

Al abrir la puerta trasera, oyó la suave respiración de Bobby. El niño estaba plácidamente dormido, y era una pena despertarlo. Convencido de que siempre iba a tener a su sobrino a la vista, cruzó la calle corriendo, entró en el local, tomó un menú de la barra y volvió hasta la puerta mientras echaba un vistazo a los platos. El plato del día era el estofado irlandés. Parecía un plato saludable y abundante. Y ¿cuánto tiempo podían tardar en meterlo en un recipiente para que él pudiera marcharse?

Echó otro vistazo para asegurarse de que Bobby seguía dormido y regresó a la barra, pero allí no había nadie para tomarle nota. De hecho, en todo el pub solo había una mujer joven que miraba con una expresión sombría una copa de vino que apenas había tocado.

–¿Qué hay que hacer aquí para que lo atiendan a uno?

La mujer frunció el ceño, y con razón, pero a Sam no le preocupaba la impresión que estaba causando. Tenía al niño en el coche, y tenía demasiadas cosas en la cabeza.

–Lo siento –dijo ella, en un tono frío y cortés–. Mi primo ha tenido que ir a la cocina a hablar con el chef. Volverá enseguida.

–¿No trabaja usted aquí?

–No, pero si tiene prisa, puedo ir a buscar a Luke.

Sam asintió.

–Sí, por favor. O podría decirle que quería dos estofados irlandeses para llevar –respondió. Después de un titubeo, añadió–: ¿Cree que eso le gustará a un niño de seis años?

Entonces, ella sonrió.

–Claro. Está delicioso. A todos los niños de nuestra familia les encanta. Le diré a Luke que se lo prepare, y lo tendrá enseguida.

Cuando ella se bajó del taburete, Sam se fijó, sin poder evitarlo, en los tacones tan altos que llevaba. Y los zapatos dirigieron su atención hacia las piernas largas y bien formadas de la joven. Él no sabía mucho de moda, pero le daba la sensación de que no debía de haberlos comprado en la tienda de saldos de la calle principal. De hecho, su ropa, por muy desenfadada que fuese, parecía de diseñador. Tal vez se tratara de una turista rica, aunque estaba totalmente cómoda en aquel pub. Además, ¿no había dicho que el dueño, o el barman, era su primo?

Sam no tenía tiempo para intentar encajar las piezas del rompecabezas, ni para permitir que una mujer bella despertara su curiosidad. Su vida se había vuelto más complicada de lo que jamás hubiera imaginado. En aquel momento, lo que necesitaba era recoger la comida y volver con Bobby.

Se acercó de nuevo a la puerta y miró hacia el otro lado de la calle. Bobby no se estaba moviendo y no había nadie parado junto al coche, alarmado por el hecho de que hubiera un niño solo. Sin embargo, él no podía seguir allí mucho más tiempo. No quería que Bobby se despertara, se viera solo y sintiera pánico.

Se paseó con impaciencia y, de repente, se sorprendió, porque la mujer apareció a su lado, obviamente de camino a la salida.

–Ya le están preparando la comida, y se la traerán enseguida –dijo, cuando abrió la puerta.

Cuando pasó a su lado, él percibió un sutil perfume floral que le recordó a las noches de verano. Después, se dispuso a cruzar la calle.

Sam se dio cuenta del momento exacto en que vio a Bobby. Se detuvo junto al coche, se sobresaltó y se giró para clavarle una mirada que podría haber derretido el acero. Después, caminó con aquellos tacones de aguja directamente hacia él.

La puerta del pub se abrió de golpe.

–¿Es ese su coche?

Sam asintió, ruborizándose al mismo tiempo.

–¿Ha dejado a su hijo solo en el coche? ¿En qué estaba pensando? –le preguntó ella, con indignación–. Por muy seguro que sea este pueblo, la seguridad absoluta no existe. Además, puede empezar a hacer muchísimo calor dentro del coche, sobre todo en un día soleado como este.

Aunque, seguramente, su indignación estaba justificada, él la miró con fijeza.

–Eso no es asunto suyo.

–Hay que defender a los niños inocentes de la irresponsabilidad de sus padres.

–Yo no soy su padre –replicó él, aunque eso no tuviera nada que ver–. Es mi sobrino.

Como eso no la aplacó, él empezó a darle explicaciones.

–Sus padres han muerto hace dos semanas en un accidente. Yo acabo de traerlo aquí a vivir conmigo. Va a tener que perdonarme, pero he pensado que era mejor dejarle que durmiera un poco, por fin, antes que traerlo aquí a esperar mientras yo compraba la comida. No lo he perdido de vista ni un segundo, y las ventanillas están un poco abiertas, así que hay aire circulando. ¿Es que no me ha visto aquí, junto a la puerta, vigilándolo?

–Supongo –dijo ella, aunque seguía echando chispas–. Pero no se puede correr ningún riesgo con la seguridad de un niño. En un abrir y cerrar de ojos puede ocurrir cualquier cosa.

–Eso ya lo sé y, seguramente, mucho mejor que usted –respondió él–. Eso es lo que les ocurrió a mi hermana y a mi cuñado. Murieron en un abrir y cerrar de ojos. Nadie lo esperaba. Y yo no me esperaba convertirme en padre de la noche a la mañana.

Al oír todo aquello, la mujer vaciló.

–Lo siento. Mire, vuelva al coche. Yo le llevo la comida en cuanto esté lista. Los dos nos sentiremos mejor si el niño no está solo.

Sam iba a protestar, pero aceptó. Se sacó dos billetes de veinte dólares del bolsillo para dárselos.

–No sé cuánto costará, pero espero que esto sea suficiente.

Ella le devolvió uno de los billetes.

–Con esto es suficiente. Voy a pedirle a Luke que le ponga unas cuantas galletas con pepitas de chocolate en la bolsa. No están en la carta, pero él las tiene para dárselas a los niños de nuestra familia. Son una receta de mi bisabuela. Ella las hace una vez a la semana y las trae. También lleva bastantes a mi casa, porque la mayoría de los niños van allí.

Aquella mención de las galletas caseras le produjo un sentimiento de nostalgia.

–Mi abuela también hacía galletas para toda la familia. Hace años que murió, pero aún me acuerdo de cómo olía su cocina.

Por fin, la mujer sonrió.

–No hay nada igual, ¿verdad? Si alguna vez la conoce, no se lo diga a Nell, pero yo también hago galletas para que mi casa huela así cuando vienen los niños. Quiero ser la tía o la prima o la vecina a la que acudir cuando quieran galletas –dijo.

Después, lo mandó hacia la puerta.

–Váyase. Yo le llevo la comida en un minuto.

Sam obedeció. Se quedó esperando junto al coche hasta que la mujer salió con una bolsa. Tenía ganas de volver a verla; era una suma de contradicciones, con su ropa elegante y sus galletas caseras, con la expresión distraída que tenía cuando él había entrado al bar y su indignación al darse cuenta de que Bobby estaba solo en el coche.

Sin embargo, aquel tipo de contradicciones no causaba más que problemas y, últimamente, él tenía más de los que podía gestionar.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Carrie observó a través de la ventana del pub al hombre que esperaba junto al coche. Tenía aspecto de estar agotado. No era de extrañar, después de haber sufrido aquella desgracia y verse de repente con la responsabilidad de cuidar a su sobrino. Ya no se sentía furiosa por haber encontrado al niño solo en el coche, y estaba dispuesta a perdonar al hombre, pero solo en aquella ocasión. Iba a mantenerlo vigilado, pero no porque fuera guapísimo y tuviera unos ojos azul oscuro y una mandíbula fuerte, sino porque estaba claro que el niño necesitaba alguien que supiera algo sobre niños.

Cuando Luke salió de la cocina con la bolsa de la comida para llevar, Carrie le tendió la mano.

–Yo se la llevo.

Luke frunció el ceño.

–¿Desde cuándo ofrecemos servicio de reparto al otro lado de la calle y cómo es que te has ofrecido a hacerlo?

–Tú dame la bolsa. ¿Has metido algunas galletas de las de Nell?

–Eso es lo que me has dicho, ¿no? Claro que las he metido. ¿Vas a recoger también el dinero?

–Qué gracioso. Ya ha pagado, el dinero está al lado de la caja registradora. Quédate con el cambio.

Estaba a punto de abrir la puerta, cuando Luke la llamó.

–¡Carrie!

Ella se detuvo.

–Vuelve cuando le hayas dado la bolsa –le dijo él.

–Iba a marcharme a casa.

–No, todavía no –replicó él, con firmeza.

Hacía unos años, ella le habría dicho que no era su jefe, pero, ahora, era mucho más madura.

–Está bien –respondió de mala gana.

Cruzó la calle y le entregó la bolsa al hombre. El olor del estofado hizo que le sonara el estómago. Tal vez fuera buena idea volver al pub. A ella también le iría bien tomar un estofado.

–Tenga, tome, antes de que me lo coma yo –le dijo.

Él tomó la bolsa, la olisqueó y suspiró.

–Huele maravillosamente bien –dijo–. Espero que Bobby se la coma.

–¿Es maniático para la comida?

–No lo sé. Estas dos últimas semanas no ha demostrado interés por nada, pero eso debe de ser por las circunstancias. Solo he conseguido que comiera hamburguesas y patatas fritas, pero sé que tengo que acabar con esa costumbre.

–Ahora sí está hablando como un padre responsable –le dijo ella, con aprobación.

Él la miró con ironía.

–Ojalá fuera tan fácil como asegurarse de que comiera bien para que todo fuera bien en su mundo.

–¿Se queda usted en Chesapeake Shores, o solo está de paso? –preguntó ella. Al ver que él no respondía al instante, añadió–: Por cierto, me llamo Carrie Winters.

Él le tendió la mano.

–Yo soy Sam Winslow. Supongo que vive usted en el pueblo.

–Sí, soy de aquí. Mi primo Luke es el dueño del pub. Mi abuelo, Mick O’Brien, ideó el urbanismo del pueblo.

Él la miró con cara de diversión.

–¿Y por eso piensa que puede meterse en la vida de todo aquel que conoce?

–Eso es solo por mi curiosidad innata –dijo ella, intentando no ponerse a la defensiva–. Y por cordialidad. En Chesapeake Shores, la gente es muy amigable. Acogemos muy bien a los recién llegados. Lo sabría si hubiera pasado una temporada aquí, lo cual significa que debe de estar de paso.

Por un momento, ella pensó que él no iba a responder, pero, entonces, él suspiró.

–En realidad, vine a vivir aquí dos semanas antes del accidente de mi hermana. Soy el nuevo diseñador de la página web y experto en tecnología del periódico local.

El humor de Carrie mejoró de inmediato. Le lanzó una sonrisa resplandeciente.

–Entonces, trabaja para Mack Franklin. Eso le convierte casi en familia mía. Está casado con mi prima Susie, bueno, mi prima segunda. Es la hermana de Luke.

Él cabeceó con una expresión de asombro.

–Este pueblo está lleno de O’Brien, ¿no?

–Bueno, no intentamos ocultarlo. Somos muchos, sobre todo si se tiene en cuenta a los consortes. Además, somos una comunidad muy unida. Le va a encantar vivir aquí, y será un sitio estupendo para criar a su sobrino.

De nuevo, su semblante se llenó de cansancio y derrota.

–Eso espero. La muerte repentina de sus padres y el hecho de tener que cambiarse a vivir a un pueblo nuevo, además de tenerme a mí como… lo que sea, en este momento… Todo esto es demasiado para un niño de seis años.

Carrie se imaginaba lo difícil que debía de ser, y no solo para el niño, sino también para aquel hombre.

–Si alguna vez quiere hablar con alguien, mi tía Jess, la dueña del Inn at Eagle Point, está casada con un psiquiatra.

–¿Will Lincoln? –preguntó él, con sorpresa.

–¿Lo conoce?

–Estoy alojado en el hotel hasta que encuentre algún piso para alquilar o para comprar. He hablado un par de veces con Will. Me ha invitado a quedar con algunos otros chicos para jugar al baloncesto. No me contó en qué trabajaba.

–Es un tipo estupendo. O, si necesita a alguien que le escuche, Luke es estupendo. Está a la altura del camarero que escucha sin juzgar. Por eso estaba aquí yo hoy, contándoselo todo. En mi familia hay mucha gente que escucha, pero no sin decirle a una lo que tiene que hacer. Luke solo hace sugerencias. Me ha dado unos consejos muy buenos esta noche.

Él la miró con escepticismo. Seguramente, había sacado conclusiones equivocadas al ver su ropa de diseñador, sus carísimos zapatos y su impecable maquillaje, que había aprendido a hacerse trabajando en el ámbito de la moda, donde el aspecto tenía mucha importancia. ¿Era todo aquello demasiado para Chesapeake Shores? ¿Y qué, si lo era? No tenía que disculparse por ello. ¿Desde cuándo era un crimen ponerse presentable para aparecer en público?

–¿Usted tiene problemas? –le preguntó él, demostrándole que había interpretado bien su desdén.

–Todo el mundo los tiene. Algunos son peores que otros, pero eso no significa que no tengan importancia para la gente que está intentando superarlos.

–Cuénteme cuáles son los suyos. ¿Acaso no sabía lo que ponerse esta noche? ¿O no le arrancaba el Porsche? ¿O tal vez aceptó salir con un tipo y ahora se arrepiente y quiere librarse de él?

Ella retrocedió un paso y no intentó disimular que la había ofendido.

–Mire, solo quería ayudar. Es una costumbre en este pueblo. No me merezco que me juzgue ni que me insulte.

Él se quedó mirándola con una ligera expresión de culpabilidad.

–Lo siento, de veras. No sé qué me ha pasado. Normalmente tengo mejores modales.

–Bueno, es obvio que tiene muchas cosas en la cabeza –respondió ella, después de decidir que iba a disculparlo nuevamente–. Algunas veces, ayuda desahogarse. Si no quiere hablar conmigo ni con Luke, hay mucha gente en Chesapeake Shores que estará dispuesta a escuchar y a echarle una mano.

–No sé si existe alguna persona en el mundo que pueda arreglar esto –dijo él.

–Bueno, por muy difícil que sea, normalmente el tiempo todo lo cura –dijo ella–. Y que conste que yo tampoco tengo paciencia para esperar a que suceda. Lo que pasa es que me han dicho que es verdad.

Él sonrió, que era lo que ella quería.

–Estoy seguro de que esta situación está diseñada para poner a prueba la mía, también –reconoció él–. Dicen que el karma siempre le pone a uno en su sitio. Hace un par de semanas, yo era un tipo muy despreocupado. Ahora, sin embargo, me siento tenso y puedo ser desagradable con alguien que solo intenta ser amable.

–Bueno, seguramente, tiene derecho –dijo ella, con ligereza–, pero le advierto que no voy a volver a permitírselo.

–Gracias –dijo él, y apartó la mirada–. Tiene razón en que la pena se irá mitigando con el tiempo, pero el hecho de convertirme de repente en el padre de un niño a quien solo había visto unas cuantas veces… No sé cómo hacer eso. ¿Se le ocurre alguna idea?

–Paso a paso –respondió Carrie–. Sé que es fácil decirlo, pero es la única forma de hacer algo difícil. Por lo menos, eso es lo que siempre dice mi familia. Y hay que pedir ayuda cuando se necesita.

–Yo siempre me he valido por mí mismo. Mis padres murieron hace mucho, y mi hermana y yo tuvimos nuestras diferencias. Durante los últimos años no nos hemos visto mucho, y ese es otro motivo por el que la custodia del niño ha sido otra sorpresa… –explicó él, y los ojos se le oscurecieron con una mirada de dolor–. Ahora voy a tener que vivir con la pena de no haber hecho las paces con ella. Siempre pensamos que tenemos todo el tiempo del mundo para arreglar las cosas…

–Bueno, no vale la pena arrepentirse. La situación es la que es. Ahora, usted tiene que ocuparse de un niño y, si está a la altura y lo atiende bien, estoy segura de que eso es lo que hubiera querido su hermana. Además, cuando en el pueblo se sepa cuál es su situación, va a tener todo el apoyo que necesite.

Carrie vaciló e intentó contenerse para no hacer un ofrecimiento tan impulsivo, pero lo hizo, de todos modos.

–De hecho, si necesita ayuda para cuidar al niño durante el día, seguramente yo puedo hacerlo. No es que tenga una guardería, pero cuido al bebé de mi hermana unos días a la semana. Y varios de mis primos pequeños vienen de vez en cuando a estar en mi casa. Su sobrino sería bienvenido. Tengo una provisión inacabable de galletas y unos juguetes estupendos.

Por primera vez desde que se habían conocido, Sam sonrió de verdad. De repente, a Carrie se le aceleró el corazón, algo que no le había sucedido desde que se había separado de Marc y había vuelto de Europa. Era desconcertante, y muy inoportuno, teniendo en cuenta que se había propuesto evitar tener cualquier relación por el momento.

–Bueno, tengo que volver al pub –dijo, rápidamente–. Luke me está esperando con un plato de estofado.

–Claro –dijo Sam–. Gracias por traerme la bolsa, y por las galletas.

–De nada. Y acuérdese de lo que le he dicho, si necesita ayuda, pídala. Luke, Mack o Susie pueden darle mi número de teléfono.

Carrie se dio la vuelta y cruzó la calle. Vaciló un instante para asegurarse de que tenía una expresión normal antes de ver a Luke. No quería que su primo se pusiera protector con ella.

–Has tardado mucho –le dijo Luke, cuando, por fin, la vio entrar.

–Y tienes suerte de que haya vuelto –respondió ella–. Ya sabes lo poco que me gusta que me den órdenes. Y solo he venido porque hay estofado irlandés, no para que me eches uno de tus sermones.

Luke frunció el ceño.

–Solo quiero saber por qué has atendido a ese tipo. Tú no trabajas aquí, y él ha sido muy maleducado. Puede que estuviera en la cocina, pero no soy sordo. He oído cómo te ha hablado al entrar.

–Hay circunstancias atenuantes.

–¿Ah, sí? ¿Y cuáles son?

Pensó en explicárselo, pero, al final, decidió que no era ella la que debía contar aquella historia.

–Seguro que lo verás por aquí. Trabaja para Mack. Dile a tu hermana que te ponga al corriente. Olvida lo del estofado, me voy a casa.

–Por favor, dime que no tienes ningún interés en él.

–¿Y si no puedo decírtelo?

–Vamos, Carrie. Ese tipo tiene problemas.

–De eso no hay duda.

–¿Y tú no tienes suficientes problemas como para ocuparte también de los suyos?