LA VIDA INVISIBLE

V.1: septiembre de 2018


Título original: Apnea

© Fandango Libri, 2014

© de la traducción, Elena Rodríguez, 2018

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2018


Publicado mediante acuerdo con The Ella Sher Literary Agency en colaboración con Fandango Libri srl.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: 24BY36 / Alamy Stock Photo


Publicado por Ático de los Libros

C/ Aragó, n.º 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@aticodeloslibros.com

www.aticodeloslibros.com


ISBN: 978-84-16222-88-9

IBIC: BM

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.



Cofinanciado por el programa Europa Creativa de la Unión Europea


4


El presente proyecto ha sido financiado con el apoyo de la Comisión Europea. Esta publicación (comunicación) es responsabilidad exclusiva de su autor. La Comisión no es responsable del uso que pueda hacerse de la información aquí difundida. 

LA VIDA INVISIBLE

Lorenzo Amurri



Traducción de Elena Rodríguez

1

Agradecimientos


Gracias a Sandro Veronesi por su ayuda inestimable.

A Valeria de Nápoles, conocida como Pulsatilla, por la inspiración, por haberme hecho creer que podía convertirme en un escritor y por sus valiosos consejos.

A Silvia Volpato y David Nerattini, por su apoyo permanente.

A Clara Sereni, por haber dado comienzo oficialmente a todo.

A Massimiliano Coccia, por haber creído en mis capacidades desde el principio.

Gracias de corazón a mi madre, Milvia, a mis hermanas, Valentina y Roberta, y a mi hermano, Franco, por la presencia constante a lo largo de estos años.

A todos los seguidores de mi blog, a pesar de mis dilatadas ausencias: gracias.

Un agradecimiento especial a Mr. Alf T. Él sabe por qué…

Sobre el autor

3

Lorenzo Amurri (1971-2016) fue un músico, compositor, productor y escritor italiano. Hijo del también escritor Antonio Amurri, empezó a dedicarse a la escritura después de sufrir un grave accidente esquiando que lo dejó tetrapléjico. La vida invisible, su primer libro, ganó el Premio de Literatura de la Unión Europea en 2015 y fue finalista del Premio Strega.

La vida invisible

Un emotivo canto a la vida y a la libertad


Lorenzo tiene veintiséis años y toca la guitarra en un grupo de música. Sexo, drogas y rock and roll: ese es el lema de su vida hasta que un día, mientras esquía, sufre un accidente y queda paralizado del cuello para abajo.

Desde ese momento, empieza una larga convalecencia para su cuerpo y también para su alma: primero en un hospital italiano; luego en una clínica suiza, donde solo espera recuperar la movilidad de las manos para volver a tocar su preciada guitarra, algo que pronto se revelará imposible; y, finalmente, en casa de sus padres, en Roma, donde se encierra en sí mismo y se hunde en la autocompasión.

Cuando su novia, que ha estado a su lado cuidándolo y apoyándolo durante ese terrible año, lo deja, Lorenzo decide suicidarse. Hasta que algo vuelve a insuflarle las ganas de vivir.

La vida invisible es un testimonio honesto e íntimo que narra con naturalidad, lirismo, ironía y humor la lucha de Lorenzo contra la adversidad. También es un poderoso canto a la libertad, cuyas lecciones podemos aplicar en nuestra vida.



«Lorenzo Amurri, un alma maravillosa.»

Roberto Saviano


«Una historia brutal narrada con la honestidad y la belleza de la verdad.»

Vanity Fair


«La vida invisible ha sido un éxito. Es la historia de un chico que, de repente, se encontró sin el suelo bajo los pies. Es la mirada de un hombre que no se rindió y que nunca se sintió un héroe.»

La Repubblica


«Por fin una historia de verdad, auténtica.»

Libero


«Lorenzo Amurri nos habla de su vida de excesos, de la música y de su guitarra, y nos cuenta cómo aprendió a respirar de nuevo.»

Rolling Stone


«El secreto de este libro valiente es que la historia de la reeducación física de Lorenzo se convierte también en su reeducación sentimental.»

Corriere della Sera

CONTENIDO


Portada

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Página de créditos

Sobre este libro


1. Entre el sueño y la realidad

2. El vuelo de la esperanza

3. Días de cuidados intensivos

4. Habitación número 1

5. Proyecciones #1

6. Reacción en cadena

7. Progresos y fracasos

8. Soluciones extremas

9. Sensaciones

10. Proyecciones #2

11. Últimos días de exilio

12. Un paso atrás

13. El parto

14. Regreso a casa

15. Despertar

16. Una semana intensa

17. Perspectivas

18. Primera salida con los amigos

19. El ordenador

20. Intentos torpes

21. El sexo

22. Impaciencia

23. Abandono

24. Agua


Mamá pato

Notas

Agradecimientos

Sobre el autor



Gracias por comprar este ebook. Esperamos que disfrute de la lectura.


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1. Entre el sueño y la realidad


Es casi la hora de comer.

Estoy esquiando junto a mi novia. En realidad, voy por delante de ella, porque es demasiado lenta.

Es casi la hora de comer.

Tengo la cara hundida en la nieve. No siento nada, es como si estuviera dentro de una gran bola de algodón. No puedo respirar. Alguien me agarra la cabeza y la gira. Respiro.


Ahora estoy en un garaje; parece un taller mecánico. Tengo la sensación de que delante de mí hay una persona, de espaldas, y, detrás, otra que me toca la cabeza, pero no las distingo con claridad. Tengo sed. Alguien me da de beber. Noto cómo el líquido fresco desciende hasta el estómago y más allá; lo siento en la vejiga y soy incapaz de retenerlo; lo noto fluir entre las piernas: es algo precioso, comparable a un orgasmo.


El garaje no es un garaje, sino un helicóptero que me transporta de urgencia al hospital. Estoy despierto, pero mi conciencia vaga en la conmoción y construye una defensa visionaria que me hace percibir la realidad con confusión. Más adelante, me dirán que mucha gente que ha sufrido un accidente grave y que ha sido transportada en helicóptero cuenta que ha estado en un garaje; también relatarán que, al llegar a urgencias, menciono que alguien me ha dado de beber, lo cual desencadena un momento de pánico general. De haber sido así, no estaría escribiendo estas palabras.


Me sorprende ver que en el paseo marítimo de Ostia han construido un hospital estadounidense. Las ambulancias también son como las estadounidenses: grandes, prácticamente cuadradas y llenas de luces y lucecitas intermitentes. Estoy tumbado en el maletero de un vehículo justo en la entrada del edificio. A mi alrededor se libra una batalla. Tropas de marines estadounidenses se enfrentan a guerrilleros de una etnia africana indefinida; hay humo, balas y explosiones. No puedo levantarme. No creo que esté herido, pero tengo muchas dificultades para moverme; debo limitarme a ser un espectador pasivo de cuanto sucede. Los africanos intentan dar un golpe de Estado, aunque no sabría decir en qué estado, y se inmolan. Pero no como los terroristas islámicos, cargados de TNT, sino que se vuelven incandescentes como la lava y saltan por los aires. Parece una reacción química, una especie de autocombustión explosiva. Encima de la entrada de urgencias, hay una rejilla rectangular de color dorado. Detrás, escondido, un guerrillero cambia de color paulatinamente: pasa del negro al naranja hasta alcanzar un rojo fuego. Me inquieto y trato de advertir a los marines, pero no puedo gritar; mi boca no emite ningún sonido. Me giro para colocarme de lado y veo un gran autobús, de esos que se utilizan en las excursiones turísticas. Está detenido y se parte por la mitad: gracias a algún mecanismo, la parte trasera se separa de la delantera, aunque sigue pegada a esta. La carrocería se desprende mientras el bastidor se alarga. Una plataforma cuadrada con un agujero en el centro sobresale de uno de los lados y un guerrillero incandescente cuelga de ella. Bajo la plataforma, donde hasta hace un momento había asfalto, se abre una profunda vorágine. La escena recuerda vagamente a un barco pirata con una pasarela que se extiende sobre un mar infestado de tiburones. De hecho, el hombre negro cae por el agujero antes de explotar.

De repente, me encuentro en el interior del autobús. Estoy sentado delante, con el respaldo del asiento reclinado por completo. En pie, a mi lado, un hombre con el pelo blanco me habla:

—¿Eres el hijo de Antonio y Milvia?

—Sí.

—Entonces estate tranquilo, no te pasará nada.

La voz del hombre es firme y tranquilizadora, pero tengo miedo: es el jefe de los guerrilleros.


La operación de columna dura nueve horas; la lesión es muy grave. Eso por no hablar de la fractura de muñeca, la luxación de hombro, la nariz rota y los cortes en la cabeza. Los médicos sustituyen una vértebra que se ha desintegrado por un trozo de cresta ilíaca, el hueso de la cadera. Lo cierto es que necesito placas de titanio, pero no están disponibles y no puedo esperar a que lleguen.

El único inconveniente es que tengo que permanecer totalmente inmóvil; el cuello debe mantenerse recto durante tres meses. Tienen que colocarme un halo cervical: una corona sujeta a cuatro ejes de hierro, que, a su vez, están atornillados al cráneo. Todo está fijado a un chaleco de plástico rígido que me cubre los hombros y el pecho y que me llega hasta la boca del estómago. También tengo que esperar unos días para que me coloquen el halo, aunque puedo mover un poco el cuello. Es la única parte del cuerpo que puedo mover en este momento y muerdo los tubos que me introducen aire en los pulmones. Deciden hacerme una traqueotomía. También optan por inducirme un coma farmacológico.


Está oscuro y reina el silencio, pero no estoy solo. Cuatro faros blancos se encienden simultáneamente y forman un círculo. Uno está encima de mí, en perpendicular a mi cabeza; los otros iluminan respectivamente a John Paul Jones, con su bajo, y a Jimmy Page, con su guitarra, de Led Zeppelin; y una batería con una silueta que no consigo enfocar. Percibo la presencia de otras personas, pero no las veo. Es como si estuviéramos en un escenario circular rodeado por unas gradas llenas de sombras silenciosas. De repente, tengo una guitarra bajo el brazo y comenzamos a tocar. Estoy tocando con dos leyendas del rock, pero no estoy emocionado; me divierto muchísimo, soy feliz. Mis manos se mueven con agilidad sobre el mástil y las notas de las canciones que no he estudiado vuelan y dibujan figuras en el cielo, como una bandada de pájaros antes de migrar. No sé cuánto ha durado la jam session —entre otras cosas, porque el tiempo ahora mismo no es un factor relevante, y aunque una jam session como esta durase eternamente, siempre sería demasiado breve— y no recuerdo exactamente qué hemos tocado. Estoy sentado en el asiento de la batería, con las baquetas en las manos. Ya no veo a nadie a mi alrededor, tampoco a los músicos. No sé tocar la batería. Un resplandor cegador me arrolla.

Estoy en el aeropuerto de Londres; tengo que volver a casa, a Roma. Voy en el avión y me veo como si estuviera fuera de mi cuerpo; me veo hablar con la azafata, pero estoy sentado a unas cuantas filas de distancia. Me encuentro en Fiumicino, saliendo del aeropuerto. Llueve a cántaros y nadie ha venido a recogerme. No tengo dinero y no sé cómo volver a casa. Veo un autobús azul del Ejército italiano; parece vacío. Subo y, en el asiento del conductor, encuentro un sombrero de carabiniere. Me lo coloco en la cabeza como si fuera un disfraz y trato de arrancar el vehículo, convencido de que nadie me ve. El autobús está atestado de policías; los cristales empañados por la humedad me habían llevado a engaño. Dos de ellos se acercan rápidamente y me esposan. Decido negociar para que me suelten de inmediato.

—¿Cuánto queréis por soltarme? ¿Os firmo un par de cheques?

Al final pactamos un millón de liras* por cabeza. Sin que sus compañeros sospechen nada, me quitan las esposas y me liberan, bajo la lluvia.


El halo cervical con chaleco ortopédico ha llegado y me lo han colocado. Es el momento de despertarme del coma. Abro los ojos y lo primero que percibo es una rejilla en la pared que hay frente a mí, idéntica a la que utilizaba el guerrillero africano para esconderse. La miro con recelo y trato de averiguar si detrás de ella todavía se esconde el tipo que no ha explotado.

—Bienvenido. —Un hombre con bata blanca y cabello canoso está en pie junto a mi cama—. Soy el doctor Mammini.

Lo miro a los ojos; es el jefe de los guerrilleros. Pero ¿qué hace aquí? Y, lo que es más importante, ¿dónde es «aquí»? En realidad, sé dónde estoy, pero la conciencia me impide procesarlo. Sobre mi cabeza, una estructura cuadrada cuelga de una cadena. Me recuerda a la que sobresalía del autobús durante el golpe de Estado. Entonces, llegan dos enfermeros.

—Hola, vuelves a estar entre nosotros, ¿eh?

Ellos también me recuerdan a alguien. Tal vez sean actores; puede que los haya visto en alguna película. Me resultan muy familiares y, al mismo tiempo, completamente desconocidos. No hablo. Todavía no lo sé, pero, aunque lo intentara, estoy seguro de que no emitiría ningún sonido debido a la traqueotomía y al respirador al que estoy conectado. Uno de los enfermeros se acerca.

—Prepárate, tu familia está aquí.

En un instante, los ventanales que rodean el área de reanimación se llenan de personas. No los veo bien; no son más que sombras, pero sé que están ahí. El otro enfermero me trae un telefonillo y lo acerca al halo, a la altura del oído. Tiene el rostro contraído en una mueca, pero parece amable. Comprueba el enganche del respirador a la traqueotomía y, por un momento, me falta el aire.

—Hola, Lo, ¿me oyes? —dice una voz que sale por el telefonillo y me invade el oído. Es una voz que me resulta muy familiar; es mi hermana—. ¿Me oyes, Lorenzo?

Sí, te oigo, Valentina. Pero ¿dónde estoy? ¿Quiénes son todas estas personas que tengo la sensación de conocer? ¿Qué ocurre? Hay muchas cosas que me gustaría preguntar, pero de mis labios sale algo inesperado:

—Tienes que ir al banco para cancelar dos cheques que he emitido a unos policías que querían detenerme.

Silencio.

Imagino a mi hermana, pobrecita, tratando de interpretar mi petición. Con sabiduría, responde con la única arma que tiene a su disposición:

—No te preocupes, he pagado la cuota de la hipoteca de tu casa.

—¡No lo entiendes! ¡Cancela los cheques, no quiero pagarlos! —contesto, alterado.

Más silencio.

Llegados a este punto, el miedo general, suspendido en el aire del pasillo de las visitas de la zona de reanimación, se materializa: hay daños cerebrales. Miedo que desaparece al cabo de unos instantes, cuando pregunto con mi nueva conciencia:

—No volveré a caminar, ¿verdad?

2. El vuelo de la esperanza


La ambulancia se dirige a toda velocidad hacia el aeropuerto de Ciampino escoltada por un coche de policía. Un jet de Rega, una empresa médica privada, espera mi llegada para llevarme a Zúrich, concretamente a la clínica Balgrist, especializada en la recuperación de lesiones medulares. Estoy totalmente sujeto a la camilla. El doctor que me acompaña está sentado junto a la ventanilla, concentrado en la lectura de un periódico. No se digna a mirarme en todo el trayecto; parece molesto por la tediosa tarea que le han encomendado. ¿Y por qué debería cuidar de mí? A sus ojos, soy el equivalente a un paquete postal que debe entregar en destino. Aunque, claro, no debe de ser un gran médico si le asignan tareas de cartero, sin ánimo de ofender a los carteros. El único que de vez en cuando me pregunta si todo va bien es el enfermero. El conductor no hace más que despotricar del coche de policía por correr demasiado: 

—Mira cómo corren estos memos. A este paso, la ambulancia nos hará falta a nosotros. 

Llegamos a nuestro destino. Permanezco en la pista de despegue durante unos minutos mientras preparan el pequeño árgano que me subirá a bordo. El cielo está azul, de un azul que no había visto nunca, y nunca he respirado un aire más fresco y puro. Después de pasar un mes y medio en cuidados intensivos bajo tierra, es como si lo experimentara todo por primera vez. Después de estar un mes y medio conectado a un respirador; después de someterme a varias broncoscopias; después de sufrir una pancreatitis; después de resonancias magnéticas, tacs y radiografías de todo tipo; después de haber ingerido un barril de tranquilizantes; después de que me hayan pinchado con agujas de todos los tamaños; después de un paro cardíaco; después de haber sentido el olor de la muerte a mi alrededor, aquí estoy. A la espera de volar a los brazos de los magos que me recibirán al otro lado de los Alpes y que, con su conocimiento, devolverán la vida a mis manos. Porque eso me han dicho: no volverás a mover las piernas, pero existe la posibilidad de que recuperes las manos. 

Las manos; solo importan las manos. 


Tengo algunos vagos recuerdos de la época que pasé en la unidad de cuidados intensivos del hospital de Terni. Sobre todo, imágenes y sensaciones. Momentos agradables: el contacto físico con mi hermano y mi madre, a los cuales concedieron permiso en dos ocasiones para acceder al interior de la unidad; las palabras que nos intercambiábamos por el telefonillo mis amigos o mi novia y yo; la disponibilidad y la amabilidad de algunos enfermeros, que me daban ánimos. Y también momentos duros y dolorosos: cuando me alzaban con la grúa metálica, equipada con unas cadenas, para asearme y cambiar las sábanas de la cama; cuando suplicaba al médico de turno que me suministrara grandes dosis de tranquilizantes; el día en que me colocaron de lado y vi la fila de pacientes moribundos que me rodeaba y el momento en que me di cuenta —por los sonidos y los movimientos agitados del personal— de que uno de los pacientes había muerto. Recuerdo que no entendía por qué me decían que había perdido la sensibilidad en gran parte del cuerpo: me tocaba la barriga y la notaba, todavía no era consciente de que lo que notaba era la sensación del tacto en la mano y no en la barriga. Y un aroma peculiar que no he vuelto a percibir: el olor químico de los productos de limpieza mezclado con el que emanaba de los cuerpos inmóviles de mis compañeros de desventura. Un olor a medicinas que nuestros poros transformaban y personalizaban; un concentrado de pensamientos, miedos, esperanzas y sueños que se mezclaban como los ingredientes de una receta y quedaban suspendidos en el aire estancado de la división del hospital, entre la vida y la muerte. También recuerdo que una de las primeras conversaciones que mantuve con mi hermano versaba sobre sexo. Quería tranquilizarme y asegurarme de que, a pesar de la parálisis, sería perfectamente capaz de hacerlo. 

—Los tetrapléjicos pueden tener citas. 

Me quedé en silencio unos minutos. No entendía la frase. 

—¿En qué sentido? 

—A los tetrapléjicos les funciona todo lo que hay entre las piernas; a la mayor parte de los paralíticos, en cambio, no. 

—¿Y yo soy paralítico o tetrapléjico?

—Tetrapléjico, Lo, eres tetrapléjico. 

Lo dijo con cierta satisfacción. Esa palabra me asustaba; me describía y me situaba en un lugar del que no saldría nunca, como si fuese un ladrón en la cárcel, aunque yo no había robado nada; al contrario, me habían robado a mí. También entendí la frase del principio. La había leído en un periódico especializado estadounidense: «Quadriplegics can have dates». La palabra «date» en Estados Unidos también significa «cita elegante». Mi hermanito no había perdido el tiempo. Por aquel entonces, internet no era todavía la maravillosa fuente de noticias con la que saciarse que es ahora, y él, mediante sus innumerables conocimientos, se hizo con todo el saber humano sobre las lesiones medulares impreso en papel. Lo gracioso es que, de entre toda la información obtenida gracias a la multitud de artículos médico-científicos de los que debía de haberse nutrido durante días, lo que me había dicho con gran entusiasmo tenía que ver con el sexo. No podrás volver a tocar, pensaría, pero la polla todavía te funciona. A mí eso no me interesaba mucho y, de hecho, me molestó. Antes de que las enormes dosis de tranquilizantes que me inyectaban licuaran esas palabras, me pregunté qué importancia podía tener el sexo frente al estado de delirio en que me encontraba. Era una frase dictada por el dolor; no sabía qué decir para animarme y aquello le pareció una gran noticia, una luz que seguir en la oscuridad absoluta que me rodeaba. En efecto, era una noticia fantástica, pero necesitaría mucho tiempo para comprender su importancia. 


Es febrero, pero tengo calor, un calor insoportable. Me levantan, me meten en el jet y me colocan en un pequeño cubículo adaptado con ventanilla dotado de todo cuanto puedo necesitar: desde oxígeno hasta un desfibrilador. También hace calor en el avión; Johanna dirige el pequeño chorro de aire hacia mi cara. No se permitía recibir visitas en la unidad de cuidados intensivos; solo podía ver a las personas a través de las ventanas que conformaban el perímetro de la habitación y, para comunicarnos, me acercaban un telefonillo al halo, cerca de la oreja. Ahora puedo tocar a Johanna, puedo sentir sus manos, aunque no me resulta un gesto natural. Todavía tiene poca importancia con respecto a lo que sucede, o quizá aún no sé cómo se hace. El avión despega. La oigo hablar con el médico responsable y con la azafata enfermera. No entiendo lo que dicen y tampoco me interesa. 

No me gusta volar. Si las manos me funcionaran, podría distraerme tocando. Hace unos años, mientras regresaba a casa desde Estados Unidos, dos miembros de la tripulación muy simpáticos me pidieron que les enseñara cómo tocaba. En aquella época, aún permitían llevar guitarras en cabina. Ante mi temor a molestar al resto de los pasajeros, respondieron, divertidos: 

—Toca tranquilo, nosotros nos encargamos del pasaje. 

Diez minutos de blues bastaron para satisfacerlos y para ganarme un viaje con trato de primera clase.

Miro por la ventanilla; el azul del cielo es todavía más intenso. ¿Y si el avión se cayera? Sería el colmo de la tristeza. Imagino los titulares de los periódicos: «Tras sufrir un grave accidente, cae el avión que lo trasladaba a la clínica especializada». 

Seguramente sería más triste para mis compañeros de viaje; yo estoy un paso por delante de ellos. Con este pensamiento, que me rebota en la cabeza, cierro los ojos. Cuando vuelvo a abrirlos, ya hemos aterrizado y me suben a la ambulancia. 

Todavía tengo calor, me falta el aire. 

Mientras tanto, el médico y Johanna siguen hablando. 

El hombre prácticamente le está contando su vida y sus proyectos de futuro: adora su trabajo y le gustaría formar parte de la asociación Médicos Sin Fronteras, viajar por el mundo y ayudar al prójimo. El doctorcito le tira la caña descaradamente; quién sabe si en breve le pedirá que lo acompañe. Llamo la atención haciendo un ruido seco con la boca, como cuando se monta un caballo o cuando se llama a un gato. He utilizado este método durante mi estancia en cuidados intensivos; es la única forma que tengo de hacer que me oigan desde que llevo la traqueotomía. 

—Abre una ventanilla, no se puede respirar aquí dentro. 

Johanna trasmite mi petición al doctorcito, que se ríe. 

—Fuera hace frío, estamos en febrero. 

—¿Por qué no te preocupas de tus asuntos y abres la maldita ventana en lugar de hacerte el médico molón delante de mi novia? ¡Y tú, deja de tontear con este imbécil y abre la ventana! 

Lo cierto es que, teniendo en cuenta la situación y el curso de nuestra relación en los últimos meses, aprovechar la oportunidad no sería en absoluto una mala idea. Si se fugase con el doctorcito en el jet privado, se quitaría de encima un montón de problemas de golpe. Tal vez lo esté considerando. 

Mi voz se pierde en la cánula y es imposible descifrar el movimiento de mis labios. No obstante, Johanna se percata de mi alteración y abre un poco la ventanilla, pero el resultado es el mismo: todavía hace calor. 

Llegamos a la clínica. El trayecto de la ambulancia al interior del centro es muy agradable; hace mucho frío, pero es lo que necesitaba, lástima que dure demasiado poco. El doctorcito realiza la entrega: una hora y media de vuelo y veinte minutos de viaje en ambulancia por la módica cantidad de diez mil dólares, todo amenizado por la presencia de una rubia sueca. Esta vez te ha ido genial. Me reúno con mi hermana Valentina, que ha adelantado su llegada para encargarse del papeleo. Ella es la pragmática de la familia. Se le da bien organizar y encontrar soluciones para resolver problemas. Siempre ha sido una persona muy echada para adelante. A veces se excedía cuando trataba de organizarme la vida, pero lo hacía porque se preocupaba por mi futuro. Es mucho mayor que yo, así que, además de ser mi hermana, también ha hecho las veces de madre. Desde que nuestro padre falleció, se convirtió en mi principal referente. 

Por lo que alcanzo a ver tumbado, la clínica parece muy grande; los techos son altos y muchas paredes están acristaladas. En las ventanas más grandes hay unos adhesivos de siluetas de pájaros negros; más tarde me explicarán que sirven para evitar que los pájaros que habitan en el parque adyacente choquen contra los cristales. La unidad de cuidados intensivos de aquí es muy diferente a la del hospital italiano: las visitas a las habitaciones están permitidas sin límites horarios y tan solo hay un gran ventanal con vistas al parque. Estoy rodeado de enfermeros que trajinan con mi cuerpo insensible; lo único que noto es la cánula que me clavan en el brazo. Todos están atareados, a excepción de una mujer negra y muy alta en comparación con los demás, que me mira y sonríe; es una sonrisa tranquilizadora. Ver tantas caras desconocidas me pone nervioso. Como si hubiesen oído mis pensamientos, me dejan en paz casi al instante. En su lugar aparecen, como por arte de magia, Johanna y Valentina. Me acarician la cara y los brazos. De repente, me percato de lo mucho que he echado de menos el contacto físico; de lo importante que es sentir el olor y el calor de las personas a las que quieres, de las personas en quien confías. Me entran ganas de llorar. 

—¿He hecho algo malo para merecer todo esto? 

—Pero ¿qué dices? No —responde mi hermana. 

Entonces, ¿qué hago aquí? No quiero estar aquí, sacadme de aquí. 

3. Días de cuidados intensivos 


Las gotas del gotero caen a un ritmo lento pero constante. Soy prisionero de una telaraña de tubos: el del oxígeno, azul, conectado a la traqueotomía; uno beige, del color de la sustancia con la que me alimentan de momento, que entra directamente al estómago; el gotero con Ringer, una solución que contiene cloruro de sodio, calcio y potasio y que sirve para mantener la hidratación; un catéter que me han introducido por el pene y que está conectado a una gran bolsa con válvulas de descarga, y una serie de cables eléctricos que monitorizan mis funciones vitales. Este cuadro lo completa el halo cervical, con la corona y los ejes metálicos que me envuelven la cara. Para tocarme hay que abrirse paso por este bosque artificial hecho de lianas de plástico y troncos de hierro. 

Estoy acompañado por mi familia al completo: a Johanna y Valentina se han sumado mi otra hermana, Roberta, mi hermano, Franco, y mi madre. Me sonríen sin cesar. Les alegra estar cerca de mí por fin, sin barreras que nos separen, y, sobre todo, tienen la esperanza de haberme traído al lugar adecuado. Después del miedo y del shock inicial, y tras una meticulosa búsqueda a través de media Europa, tienen la sensación de haber colocado la primera piedra en el lugar más adecuado para mis necesidades. Yo no sé qué pensar, vivo el momento. 

Pido que me rasquen la cabeza con fuerza. El pelo, rapado al cero el día del accidente para curar las heridas, está creciendo y, por razones que son evidentes, hace un mes y medio que no me lo lavo: el picor es insoportable. 

Estoy acatarrado y tengo mucosidad, que me absorben introduciéndome unos catéteres largos por la traqueotomía. Esta operación también resulta insoportable, y la realizan una decena de veces al día, tanto que me han enseñado la palabra en alemán suizo: «apsaughen». Porque aquí son pocos los que hablan inglés, y mucho menos italiano. Esta será una constante de los primeros meses de hospitalización: cada vez que, en lugar de respirar, comienzo a gorgotear como un tubo hidráulico roto, la enfermera de turno acude en mi auxilio para evitar que muera ahogado por culpa del catarro que tengo. Por otra parte, después de catorce años de cigarrillos y porros, por no mencionar el resto, no sé cuánto tiempo necesitarán para vaciarme los pulmones. 

Conozco a Pero, el enfermero que dirige la unidad de cuidados intensivos. Es una de esas personas de las que te fías enseguida, de las que transmiten seguridad. Me dice que tengo las uñas de los pies larguísimas y me pide permiso para cortármelas. Se lo doy, entre otras cosas porque no siento nada y, para ser sincero, tampoco me importa mucho. Todo lo que me ocurre en la parte insensible del cuerpo —cerca del ochenta por ciento— tiene escasa importancia para mí. Pero me hace una superpedicura que ni siquiera la más experta de las esteticistas sería capaz de realizar. La más satisfecha con el resultado es mi madre, que tiene que esforzarse para no pedir que le haga la pedicura a ella también. El día continúa y está marcado por las múltiples aspiraciones de mucosidad y los cambios de postura, también numerosos: cada tres horas, me mueven en la cama para evitar que se formen escaras o llagas de decúbito. Costado derecho, supino; costado izquierdo, con cojines situados en los puntos adecuados: uno siempre debajo de los tobillos; otros dos entre las rodillas y detrás de la espalda cuando estoy de lado, todo esto también durante la noche. 

Oscurece. Hacia las nueve y media, mi familia se va a cenar y, luego, a dormir. Me quedo solo. Ahora que estoy un poco más consciente que durante mi estancia en la unidad de cuidados intensivos del hospital italiano, tengo miedo. Este sitio es nuevo, igual que lo son las personas que me rodean; creo que es normal. Ha entrado a trabajar un nuevo turno de enfermeros; ahora son dos, un hombre y una mujer: ella parece la Bruja Buena del Norte de El mago de Oz; él, un robot en sus manos. Inspiran muy poca confianza. Cierro los ojos e intento dormir, pero poco después me sube la mucosidad del catarro. Llega el robot, que me mete el catéter en la traqueotomía y aspira. Media hora después, empiezo a tener calor. Mi cama está justo delante del gran ventanal que da al parque adyacente. Llamo al enfermero y le pido, en inglés, si puede abrir una ventana. Ni siquiera trata de leerme los labios y responde: 

—Apsaughen!

Agarra el catéter y me lo vuelve a meter en la garganta, a pesar de que le digo que no. La operación ya es bastante molesta cuando hay mucosidad, así que, cuando no la hay, es directamente dolorosa. Todavía tengo calor, pero espero a que vengan a cambiarme de postura antes de volver a pedir que abran la ventana. Puede que entre los dos alcancen a comprender lo que digo y no me aspiren los mocos de nuevo. Entretanto, cierro los ojos e intento relajarme para conciliar el sueño, pero resulta inútil. La nueva habitación y las nuevas caras no me permiten calmarme y me quedo despierto. Tal vez podría pedir un tranquilizante, como hacía en Terni, pero quién sabe si me lo darían. Es una petición que tiene que valorar un médico; los enfermeros no pueden tomar esa decisión. Entonces llegan. La bruja no está; en su lugar, una joven enfermera acompaña al robot, que, en esta ocasión, ni siquiera me deja terminar de hablar. 

—Apsaughen.

Enloquezco. Intento detenerlo con el único brazo que puedo mover mínimamente, mientras de mi boca solo sale un no que se repite una y otra vez. El tipo se detiene. La enfermera se acerca. Cada vez más nervioso, trato de explicar que no quiero que me aspiren, pero ella no me entiende. Comienzo a llorar al sufrir una crisis histérica en toda regla. Quiero que venga mi hermano, mi familia, alguien que hable mi idioma, joder. Consigo que entiendan esto último. Tienen sus teléfonos. Al cabo de unos minutos, llega mi hermano; están alojados en el edificio del personal, justo enfrente de la clínica. Le explico lo sucedido: me tranquiliza y charla con el enfermero. La chica habla inglés y me promete que cuidará de mí durante el resto de la noche. Me colocan sobre el costado izquierdo, de cara a la ventana abierta: el aire es fresco, puro, y el cielo está cubierto de estrellas. Fantaseo con una nave espacial que baja y se detiene frente a mi ventana. Una luz roja me baña y me escanea el cuerpo, de la cabeza a los pies. Un resplandor deslumbrante me teletransporta a bordo, donde las criaturas alienígenas me recomponen la espalda y me devuelven a la cama. Este sueño me acompañará durante mucho tiempo. 

El nuevo día se caracteriza por el tráfico continuo de personas, empezando por una enfermera oriental que no destaca precisamente por su simpatía y que discute con mis familiares para quejarse del desorden (que no existe) y de que no me he bebido el té. Enseguida nos damos cuenta de que no todo el personal del hospital es de confianza: es evidente que todavía no puedo beber nada. Como si se hubiera ofendido, se inclina hacia mí y me aparta la sábana para asearme. Pero mi cuerpo se toma la revancha de inmediato: la enfermera se encuentra mi pene más vivo que nunca a solo veinte centímetros de la cara. Abre los ojos de par en par y retrocede instintivamente. Una vez que recupera la compostura, vuelve a taparme, dice que volverá más tarde para terminar de asearme y desaparece. Mi hermano estalla en una carcajada irrefrenable. 

—¡Toma ya, ahí tienes un pollón! ¡El monstruo del lago Ness la ha asustado, Lo! ¡Bravo! 

No funciona como antes, no reacciona ante estímulos visuales ni pensamientos eróticos; tiene una vida completamente independiente de mi voluntad: tengo un pene anarquista. 

Luego llega el turno de ver a los ergoterapeutas o terapeutas ocupacionales: son las personas que decidirán qué tipo de silla de ruedas utilizaré, qué ayuda necesitaré, me enseñarán todo lo que puedo hacer con independencia en mi nueva condición; son las personas que se preocuparán de las manos. Sí, las manos. 

Lo único que importa. 

Se presentan: 

—Yo soy Mila y ella es Claudia. Tenemos que medirte las manos y los brazos, ¿de acuerdo? 

Hago un gesto para indicar que sí. No tengo el valor suficiente para preguntar nada, tal vez porque, inconscientemente, ya conozco la respuesta. Las observo trabajar. Ellas tampoco interactúan conmigo, nuestras miradas no se cruzan en ningún momento. No sé muy bien si se trata de una forma de respeto, si es un comportamiento de manual propio del acercamiento al recién discapacitado o si funciona como en la vida, cuando te presentan a una persona que no habías visto antes: interactúas con ella, pero, indirectamente, siempre a través del filtro de quien te la ha presentado. Lo cierto es que no estamos obligados a hacernos amigos; el único deber que tienen es trabajar con la máxima profesionalidad, y eso hacen. 

Los médicos también me visitan en varias ocasiones: el jefe de la división del hospital al que me trasladarán acompañado del cirujano oriental que quizá me opere. Están valorando si deben intervenirme de nuevo en la columna; no se fían mucho de la resistencia del injerto de cresta ilíaca con el que han reemplazado la vértebra que explotó, les gustaría sustituirlo por la placa de titanio que suele emplearse en estos casos. No quiero enfrentarme a otra operación; la mera idea de que se pongan a jugar con mi médula me aterroriza. Y luego está la anestesia general, muy similar a la muerte, el despertar, acompañado por unos dolores tan fuertes que te gustaría estar muerto de verdad, y puede que el coma inducido, lleno de sueños; seguro que la bruja y el robot serían los protagonistas. No, basta. Me acosan con radiografías y tacs y, al cabo de unos días, deciden que no es necesario operarme. Pueden trasladarme a la nueva división del hospital. 

Paso un último día y una noche en cuidados intensivos. Casi me sabe mal marcharme de aquí, porque me siento protegido. Me he encariñado con Pero. Una noche se acercó a mi cama y me preguntó: 

—¿Te apetece un café? 

—Pero si yo no puedo beber. 

—Tú no te preocupes por eso, ¿te apetece o no?

—Sí. 

Se marchó de la habitación y volvió con un vaso que contenía cuatro dedos de café y una pajita: 

—Haz lo que te digo: toma un pequeño sorbo, aguántalo en la boca y traga cuando yo te indique. 

Me coloca la pajita entre los labios y mantengo el sorbo en la boca. El café está caliente, dulce y tiene un olor increíble. Mis papilas gustativas enloquecen. Hace dos meses que no sienten absolutamente ningún sabor. Pero inicia una cuenta atrás.

—Tres, dos, uno…, ahora.

La bebida caliente desciende lentamente por la faringe, pasa por el esófago y llega al estómago. No recuerdo haber experimentado jamás una sensación mejor que esta. El único inconveniente es que tiene el mismo efecto que un gramo de cocaína: me paso toda la noche despierto y sobreexcitado. Por primera vez en dos meses, me siento vivo. 

4. Habitación número 1


Estoy en la habitación más cercana a la sala de enfermeros. Está reservada a los pacientes que todavía requieren curas inmediatas pero que ya pueden comenzar la rehabilitación física y psicológica. 

Es la habitación en la que estaré prácticamente confinado durante los próximos dos meses. La enfermera que me ha trasladado desde cuidados intensivos habla inglés: 

—Ahora tengo que medir todo cuanto pueda. Si quieres, puedo colocar el espejo y así ves lo que hago. 

No respondo y vuelvo la cabeza hacia el amplio ventanal que da al campo, idéntico al que veía en la unidad de cuidados intensivos. El espejo sujeto a una estructura flexible sobre mi cabeza sirve precisamente para comprobar qué sucede en la parte del cuerpo que no tiene sensibilidad, que, en mi caso, comprende desde por encima de los pezones hasta los pies. Es más interesante mirar al exterior o, como mucho, inspeccionar mi nueva morada. 

Suspendida sobre mi cabeza y fijada a un brazo telescópico, también tengo una pequeña televisión dotada de un teléfono con unas teclas amarillas enormes. La habitación es muy grande: hay una cama vacía a mi lado; junto a la pared, frente a las camas, hay tres sillas y una mesa; el baño está a la izquierda de la entrada y el único cuadro que hay, colgado encima de la mesa, representa un bonito ramo de flores. Aquí dentro no se permite tener flores de verdad porque traen bacterias. Si mi padre todavía estuviera vivo, la decoración de la habitación lo habría horrorizado. Su sentido de la estética lo habría llevado a comprar cuadros y objetos de decoración para hacer más agradable el espacio. Entre sus innumerables cualidades, también estaba la de ser un excelente pintor. Recuerdo sus perfectas réplicas de obras de arte con las que sustituyó los cuadros de verdad que teníamos en casa por miedo a los ladrones. Son cualidades que ahora aprecio pero que a duras penas comprendía cuando vivía. Viví una época durante mi preadolescencia en que tenía miedo de entrar en su habitación; era como si fuera a profanar el templo de una divinidad. Temía su potente voz cuando gritaba. No es que me chillara a menudo; al contrario, decidió hacerlo mucho menos de lo que merecía. Me asustaba la frecuencia de aquella voz, incluso cuando no se dirigía a mí. Durante mi adolescencia, en cambio, siempre evité hablarle de mis problemas, de mis miedos. Pero era culpa de mi carácter huraño, puede que también engreído, de algún modo. Creo que habría sido feliz escuchándome y que me habría ayudado a crecer y, tal vez, a conocerlo mejor.