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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2008 Cynthia Thomason

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

As de corazones, n.º 144 - octubre 2018

Título original: Deal Me In

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-095-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Brady se abrió camino entre la multitud de tratantes de caballos de Texas que se habían reunido en la pista de exhibición. La primera subasta de la mañana estaba a punto de empezar y todo el mundo quería ver de cerca a Amber Mac.

Incluido Brady. Le había entusiasmado aquel joven purasangre desde que Colin Warner lo había informado sobre sus antecedentes y sobre la subasta privada que había convocado Henley en el rancho de Blue Bonnett. Brady confiaba en Colin porque un buen amigo suyo, Blake Smith, lo había contratado como ojeador a partir de una única entrevista. Si Blake veía tanto potencial en Colin, Brady no había necesitado nada más para convencerse y ver personalmente al caballo. Y, en aquel momento, su futuro dependía de que su padre y él se volviesen a casa con Amber Mac.

Se reunió con su padre y con el entrenador jefe del rancho Cross Fox en el centro de la pista. Marshall Carrick se pasó un dedo por su poblado bigote gris.

—Increíble que haya venido tanta gente a mediados de enero. Imaginaba que todo el mundo se quedaría en casa, recuperándose de las fiestas. Pero parece que Al Henley ha corrido la voz de que iba a vender animales de calidad antes de la subasta de primavera.

—Es verdad, papá. Sólo espero que toda esta gente no haya venido a competir con nosotros por Amber Mac.

—Blake y Warner parece que tienen razón con lo de este animal, y puedes estar seguro de que Al sabe lo que es ganar dinero: si ha invitado a tanta gente ha sido para sacarles hasta el último dólar. Supongo que habrá gastado demasiado dinero en Navidad y necesita volver a engrosar su cuenta bancaria con esta venta —bajando la voz, se volvió hacia el hombre que llevaba treinta años trabajando para él como entrenador jefe—. Dímelo otra vez, Dobbs. ¿Los informes del veterinario son definitivos?

Trevor Dobbs, algo encorvado por los años, pero tan sagaz y despierto como siempre por lo que se refería a los caballos, se quedó mirando fijamente a su jefe.

—Sabes perfectamente que el caballo perfecto no existe, Marsh. Pero sí, los informes parecen de fiar. Las radiografías digitales no han detectado ninguna imperfección. Y sus pulmones están limpios.

Dobbs se alejó de repente para saludar a un conocido, y Marshall se dirigió de nuevo a Brady:

—¿Y la estructura física? ¿Has vuelto a examinarlo?

—Por supuesto, papá. Ya te lo dije antes, lo he revisado de cabo a rabo. Los cascos y rodillas están perfectos. El cuello es largo. Los ojos, de mirada viva y alerta —sonrió—. De hecho, mantuve una conversación personal con él y se mostró muy interesado en todo lo que le dije.

Marshall golpeó el catálogo de venta contra su palma.

—Tú te ríes, pero hay algo de verdad en lo que acabas de decir: un caballo que presta atención es más fácil de entrenar.

—Lo sé. Ya me lo has dicho. Y no puede decirse que sea precisamente nuevo en el negocio de los caballos. Crecí en este mundo, ¿recuerdas? —se frotó la rodilla. Permanecer demasiadas horas de pie no era bueno para su vieja lesión de fútbol americano—. Créeme, papá: ese caballo está en mejor forma que yo.

—¿Qué me dices de sus caderas?

—Un poquito estrechas —admitió Brady—. Pero no lo suficiente para afectar a su capacidad para la carrera —sacudió la cabeza—. Mira, creo que deberías examinarlo tú mismo. Así no tendrías que hacerme tantas preguntas.

—Lo veré cuando salga a la pista. Sólo me estaba asegurando de que no te habías olvidado nada.

—O confías en mí con este caballo o no confías…

—Claro que confío en ti. Lo que pasa es que has estado demasiado tiempo fuera de casa.

—Menos de un año y medio —le recordó Brady.

—Sé lo mucho que significa para ti este purasangre. Ya me has dejado bastante claro que aspiras a sustituir a Dobbs cuando se jubile dentro de seis meses. Y dado que no pienso darte el puesto sólo porque seas mi hijo…

—Ni yo espero que lo hagas. Entiendo tus reservas hacia mí.

—… necesitas a Amber Mac para demostrarme que puedes hacerlo tan bien como Dobbs. Lo entiendo, hijo. Lo que es pasa es que es difícil conservar la intuición para los caballos jugando en un estadio de fútbol…

«O en un casino», añadió Brady en silencio. Sabía que las reservas de su padre tenían principalmente que ver con su estancia en Las Vegas. Y él estaba deseoso de demostrarle que, desde que había regresado a casa, estaba más que dispuesto a asumir la responsabilidad del negocio de la familia. No replicó nada, sin embargo, porque en aquel instante se abrieron las puertas del fondo de la pista.

Un capataz de la cuadra de Henley entró con Amber Mac. Y hasta el último ranchero del estado de Texas prestó atención.

—Lleva cabezal —observó Marshall—. ¿Le han puesto ya la silla?

—Aún no —contestó Brady, mirando de reojo a su padre—. Eso déjamelo a mí. Supongo que después de pasarme treinta y dos años ejerciendo como Carrick, no te quedarán dudas de que puedo domar a cualquier caballo —se quedó contemplando al potro con expresión admirada—. Fíjate en su pelaje castaño. Y la elegancia de su paso. Zancadas largas, con contoneo…

Al Henley apareció de pronto a su espalda.

—Ahí lo tienen, caballeros: Amber Mac —sonrió con la impostada simpatía del veterano vendedor que era—. En caso de que necesiten que se lo recuerde, es hijo de Macintosh Red, de las cuadras Dufoil de Virginia. Entre otros premios, Red ganó el Derby de Arkansas, el Arlington Million y el Oak Leaf. Y su madre no es otra que Honey’s Gold, que lo parió en marzo.

—Ya sabemos todo eso, Al —rezongó Marshall—. Lo que no significa que vayamos a comprarte el caballo.

—Pues yo creo que sí, Marsh —le palmeó cariñosamente la espalda—. Todo radica en el pedigrí y tú sabes que éste es un ejemplar de primera.

—Yo no sé nada de eso. Lo que veo en ese caballo es el típico exceso de grasa de los animales que hace poco que han sido destetados. ¿Tú qué dices, hijo?

—Es una lástima, ¿verdad? —sonrió Brady—. Tendríamos que ponerlo a dieta de hierba durante semanas. Los criadores deberían tener un poco más de cuidado para no sobrealimentar a sus caballos…

Henley soltó una carcajada.

—¿Por qué no dejáis de perder el tiempo de una vez y me hacéis una oferta?

—Quizá —Marshall se frotó la barbilla—. Como tú mismo has dicho, su pedigrí es impresionante. Podría darte diez mil.

Pese a la baja temperatura, Brady se quitó su sombrero Stetson y se enjugó el sudor que le corría por la frente. La puja iba a ser larga.

—Llévatelo dentro —ordenó Henley a su capataz antes de dirigirse hacia otro grupo de potenciales compradores—. Voy a ver si encuentro gente seria entre esta multitud…

Brady se dispuso a protestar, pero su padre le puso una mano sobre el brazo.

—Tenemos que disimular, hijo. No me sorprendería que Blue Bonnet hubiese mandado a uno de sus hombres para fingirse interesado por Mac —esbozó una media sonrisa—. Lo principal que debes tener presente de los tratantes de ganado es que no debes confiar en ninguno de ellos. Lo mejor que podemos hacer ahora es echar un vistazo a ese viejo appaloosa de allá y hacerle ver a Henley que hemos perdido todo interés.

Cuarenta y cinco minutos después, Marshall Carrick sacaba la chequera de la guantera de su camioneta.

—No ha ido mal —murmuró mientras firmaba el cheque—. Me habría gastado hasta cincuenta mil por ese caballo, así que cuarenta y tres es un buen precio.

Dobbs se puso a repartir cervezas.

—Al menos Henley ha pagado la bebida.

Brady aceptó la lata y bebió un buen trago. Cuarenta y tres mil dólares. Sabía que su padre tenía dinero, pero a pesar del salario más que justo que cobraba en Cross Fox, había pasado mucho tiempo desde la última vez que había visto una cifra con tantos ceros en su cuenta bancaria. Todavía tenía el corazón en la garganta.

—Llamaré a Al, le pagaré la factura y me encargaré de que nos traigan el caballo —dijo Marshall mientras volvía a la pista—. Me muero de hambre —se detuvo en seco—. ¿Dónde decías que está ese restaurante al que siempre vas, Dobbs?

—A unos tres kilómetros de aquí, en Prairie Bend —contestó el irlandés—. La cafetería de Cliff. La mejor comida de todo Texas.

—Allí nos encontraremos, chicos. Tengo tanta hambre que me comería hasta un ca… —rió entre dientes—. Tranquilos, que no lo diré.

Brady apuró el resto de su cerveza.

—Adelántate tú, Dobbs, nos veremos allí. Quiero echar otro vistazo a Amber Mac.

El entrenador le sonrió.

—Lo sabía. Estaba seguro.

 

 

La cafetería de Cliff era uno de tantos locales que sobrevivían en los pequeños pueblos de Texas. Tenía aspecto de nave espacial, todo cromo plateado por fuera y rojo, negro y blanco por dentro.

Brady esperó a que su padre se sentara a la mesa, a su lado. Instalado frente a ellos, Dobbs abrió uno de los tres menús que había dejado la camarera. Marshall se bajó las gafas hasta casi la punta de nariz.

—¿Qué nos recomiendas?

—Las hamburguesas —respondió Dobbs—. La salsa es una maravilla.

—¿Así que es por eso por lo que vienes aquí? —inquirió Brady—. ¿Por las hamburguesas?

—Y la limonada —se inclinó hacia ellos con tono conspirador—. Para no hablar de lo mejor… —sonrió de oreja a oreja—. Aquí viene.

Una camarera morena y atractiva se detuvo ante su mesa, con un bloc de notas en la mano.

—¿Qué tal, Dobbs? Hacía meses que no te veía. ¿No hay caballos interesantes en el Blue Bonnet?

—No he venido hasta aquí desde River Bluff sólo para comprar caballos, cariño. He venido para ver a la camarera más guapa de Prairie Bend, quizá de todo Texas. Y de haber sabido que estarías cada día más guapa, habría hecho el viaje más a menudo.

Brady se había quedado mirando boquiabierto al entrenador. Hasta el último rastro de su ascendencia irlandesa se había evaporado de su habla, aunque su verborrea no lo había abandonado. Aquella camarera era lo suficientemente joven como para ser su nieta. Pero Dobbs era absolutamente fiel a su esposa, Serafina.

La chica también debía de ser consciente de ello, porque se limitó a poner los ojos en blanco, sin darle mayor importancia:

—¿Te apetece una limonada, Dobbs? Así te refrescarás la garganta con tanta coba como me estás dando.

—Claro. Pero primero quiero presentarte a mi jefe —señaló a Marshall—. Marshall Carrick, el propietario del rancho Cross Fox.

—Encantada de conocerlo —le tendió la mano.

Brady leyó su nombre en la solapa de su uniforme rojo.

—Hola, Molly.

La joven se apartó de la mesa y recorrió a Brady con la mirada antes de sacar un bolígrafo de un bolsillo, dispuesta a tomar nota.

—Hola. ¿Qué van a querer?

Después de tomarles la orden, se dirigió hacia la cocina.

—La tienes en el bote —le dijo Dobbs a Brady, sonriente.

—¿De qué estás hablando?

—¿No has visto la manera en que te ha mirado Molly? Yo ya ni me acuerdo de la última vez que alguien me miró así. Es evidente que a Molly le gustan los vaqueros.

Brady estaba acostumbrado a las miradas de curiosidad, incluso de adoración que suscitaba entre las mujeres. No había recibido muchas durante los últimos años, pero sí mientras estuvo jugando con los Cowboys de Dallas; incluso mientras estuvo casado y paseaba con Dafne del brazo. Pero habría jurado que la mirada que le había lanzado Molly no era de esa clase. En realidad, le había hecho sentirse incómodo. Sacudió la cabeza.

—Pues yo no he sacado esa impresión, Dobbs.

—Eso es porque no has estado atento. Apuesto a que te trae la hamburguesa más grande —un camarero les sirvió tres grandes vasos de limonada. Dobbs bebió un buen trago mientras Marshall sacaba el recibo de la compra del caballo, ignorándolos—. Molly es bonita, ¿verdad?

Brady la miró mientras servía una taza de café a un vaquero en la barra. Sonreía al tipo con una expresión naturalmente simpática, nada que ver con el frío saludo que le había dirigido a él. Su melena ondulada, recogida en una cola de caballo, jugueteó con su nuca cuando se giró rápidamente.

—Sí que es bonita. ¿Hace mucho que la conoces?

—Bastante. Ya trabajaba aquí cuando yo empecé a venir, hace unos diez años. Me parece recordar que en aquel entonces estaba casada. Luego estuvo fuera durante unos años. Y un buen día volvió ya sin la alianza en el dedo. Yo le pregunté por qué no se había vuelto a liar con nadie.

—¿Y qué te contestó ella? —inquirió Brady, curioso.

—Es una bromista. Me dijo que cualquier chica estaría encantada de tener un puesto fijo en la cafetería de Cliff, y que probablemente seguiría sirviendo limonadas hasta que el pelo se le volviera gris —sacudió la cabeza—. Espero que no sea cierto…

—Callaos —dijo Marshall, alzando la mirada—. Aquí viene.

Después de servirles los platos, Molly les preguntó si necesitaban algo más y se marchó.

—A comer —ordenó Marshall—. Esta tarde tenemos que llevarnos un caballo a casa.

Mientras comían, cada uno se deshizo en elogios sobre Amber Mac. Trataron la posibilidad de que el purasangre se convirtiera en la sensación del próximo calendario de carreras.

Brady pasó el último bocado de hamburguesa con un trago de limonada. Sabía que no tendría una mejor oportunidad para exponer su caso.

—Déjame que lo entrene yo, papá.

—Caramba, hijo —bajó su hamburguesa—. Ése es un objetivo muy ambicioso para alguien que, hasta tiempos muy recientes, no ha mostrado demasiado interés por el negocio.

—Yo nunca he dicho eso. Además, me he implicado desde que volví de Las Vegas y…

—Como relaciones públicas —le recordó Marshall—. Todavía tienes mucho que aprender sobre cómo entrenar a un purasangre.

—Es verdad —frunció el ceño—. Y no adquiriré mucha experiencia mientras me utilices para reunirme con ejecutivos y funcionarios.

—Ya tendrás tu oportunidad. Una cara pública es lo que necesitamos por el momento. Desde que volviste, has hecho muchísimo por la imagen de Cross Fox. A la gente le gustas. Están impresionados contigo.

—Querrás decir que están impresionados con mi trayectoria deportiva.

Marshall no discutió.

—Mira, papá, puedo entrenar a Amber Mac. Lo que no he aprendido de ti durante todos estos años, me lo ha enseñado Dobbs. Estoy dispuesto. Es lo que quiero hacer. Si voy a ganarme una reputación como entrenador y a recuperar tu confianza, me gustaría empezar por este caballo.

—Seguro que sí. Pero yo no sé si estoy dispuesto a depositar el futuro de un potro de cuarenta y tres mil dólares en las manos de un preparador bisoño como tú, incluso aunque seas mi hijo. Además… ¿cómo puedo saber que no te dará una ventolera y volverás a largarte? ¿Quién me dice que no volverás a terminar jugando a los dados en Las Vegas?

Brady se contuvo de responderle. ¿Cuántas veces tendría que escuchar aquello? Su padre lo había apoyado en su decisión de jugar en los Cowboys de Dallas, después de la universidad. Pero cuando su lesión de rodilla acabó con su carrera, y de paso con su matrimonio, Marshall no aprobó en absoluto su idea de probar suerte como jugador profesional en Las Vegas.

—Mira, papá —pronunció entre dientes—. Olvídate del pasado. El pasado es pasado y yo he vuelto para quedarme.

—Y yo me alegro de ello —repuso Marshall—. Cross Fox es tu hogar. Y mientras encauces esa afición tuya por el póquer con pequeñas timbas entre amigos, me doy por satisfecho. Un hombre tiene que tener sus pequeños vicios.

—Bueno, pues tú estás invitado a encauzar tu afición esta semana —murmuró Brady, contento de cambiar de tema—. Hay partida esta noche y le dije a Jake que volvería a tiempo de participar. Probablemente habrá alguna plaza libre. ¿Os apuntáis alguno?

Marshall frunció el ceño.

—¿Jake? Supongo que estará alojado en el salón Wild Card.

—Sí.

—Entonces no cuentes conmigo. Ese lugar sigue siendo una ruina. Estuvo vacío durante demasiado tiempo y el tío de Jake nunca se molestó en reformarlo debidamente.

—Jake se ha estado ocupando del local y ha decidido no venderlo —le explicó Brady—. Cole y él lo están arreglando. De momento ha quedado bastante bien.

—Lo creeré cuando lo vea. Mira, a mí Jake Chandler me cae bien. Pero será mejor que no le digas a tu madre que has vuelto a frecuentar su compañía. Sigue pensando que ejerce una mala influencia sobre ti.

—Eso es ridículo —Brady dejó su vaso de limonada sobre la mesa con mayor fuerza de lo que había pretendido—. En cualquier caso, cuando estábamos en el instituto, era precisamente al contrario… O al menos la influencia era recíproca. ¿Por qué crees que nos llamaban el grupo de los Salvajes?

Marshall alzó las manos, dándose por vencido.

—Oye, que yo no tengo nada contra ese chico. Sólo te estoy diciendo que tu madre no se ha olvidado de las barrabasadas que cometió en el instituto.

Brady se volvió entonces hacia Dobbs:

—¿Qué dices tú? ¿Querrás jugar?

—Estaré molido después de viajar con vosotros en el furgón durante cuatro horas.

—Como queráis.

Sólo cuando volvió a casa había tomado conciencia de lo mucho que había echado de menos a sus amigos de River Bluff, hombres que rebasaban ya la treintena, con problemas y ambiciones de adultos. Algunos se habían perdido, como el propio Brady, por diversas partes del mundo, pero ahora estaban todos de vuelta y solían jugar su partida semanal de Texas Hold’Em, la especialidad más popular de póquer. En cuanto a Brady, en aquel momento de su vida, aquella sana y alegre camaradería era justo lo que necesitaba.

Dobbs terminó su hamburguesa y se metió en la boca una patata untada de ketchup.

—De todas formas, si quieres saber mi opinión… me parece una maldita lástima.

—¿El qué? —Brady lo miró extrañado.

—Tú eres el mejor jugador de póquer que conozco. Creo que si te hubieras quedado allí, en Las Vegas, habrías ganado algún torneo importante y te habrías forrado.

Brady alzó una mano, preocupado por el mal gesto que estaba poniendo su padre.

—Me marché en el momento adecuado. Estaba perdiendo algo más que dinero.

Dobbs apartó su plato y se pasó una mano por su cabello gris.

—Pero también pudiste haber ganado, ¿no? Sólo estamos los tres aquí, Brady, puedes decírnoslo. Eres lo suficientemente bueno para ganar en los grandes torneos. Pudiste haberte hecho de oro.

—Sí, pude haber ganado —sonrió—. Pero antes de que sigas elogiando mi presunto talento natural para el póquer, déjame decirte una cosa: cualquiera puede perder en esos grandes torneos… y cualquiera puede ganar. Con un estudio intensivo de las probabilidades del póquer, cierta formación psicológica en el análisis gestual del oponente y dinero para las primeras apuestas, cualquiera puede ser entrenado para ganar.

—¿De veras piensas eso?

—Claro. En el póquer la habilidad es más importante que la suerte.

—¿Así que, si tú quisieras, podrías recoger a cualquier vaquero de la calle y prepararlo para jugar en esos torneos?

Brady reflexionó sobre su respuesta.

—Vaquero, político, basurero… Cualquiera con un mínimo nivel de inteligencia. Y, sí, yo podría prepararlo.

Marshall rió entre dientes.

—Veo que no has perdido la legendaria confianza de los Carrick, hijo.

Su padre se equivocaba. Una carrera deportiva truncada por una lesión, un matrimonio fracasado y una desquiciada estancia en Las Vegas había acabado con su autoconfianza. Para no hablar de la tragedia que lo había obligado a hacer las maletas y subirse al primer avión que salía para San Antonio. Pero estaba intentando recuperar un mínimo de respeto por sí mismo. Y una parte al menos de ese respeto podía encontrarla en la partida semanal de póquer con sus amigos, donde generalmente ganaba algo más que dinero.

—Me encantaría demostrártelo. Elige tú la persona, papá, y yo la prepararé. Dentro de unas cinco semanas empezará el gran torneo nacional de Las Vegas. Te apuesto lo que quieras a que puedo entrenar a alguien para que llegue a la ronda final.

Marshall disimuló su sorpresa con una gran carcajada.

—Interesante. ¿Qué estás dispuesto a apostar, Brady?

Aquella conversación acababa de tomar un giro inesperadamente serio. Por un instante Brady tuvo sus dudas, pero luego se recuperó. No por casualidad era un jugador de póquer tremendamente bueno.

—Si consigo sentar a la persona que tú elijas en la final del torneo, me dejarás entrenar a Amber Mac.

Marshall se puso serio.

—Ésas son palabras mayores, Brady.

—¿Dudas que seas capaz de hacerlo?

—Tú lo has dicho. Lo dudo.

Pero Brady no estaba dispuesto a echarse atrás. Conocía lo suficientemente bien a su padre como para saber que el jugador de póquer que vivía en él se sentía intrigado. Retado.

—¿Entonces qué tienes que perder? Ponme a prueba.

—¿A ti qué te parece? —le preguntó Marshall a Dobbs—. ¿Le damos la oportunidad de que se coma sus propias palabras?

—No lo sé… ¿Qué ganaremos nosotros si el chico pierde la apuesta?

Brady se sonrió.

—Entrada libre a los partidos de liga de fútbol que se celebren en Texas durante un año. Para los dos.

Ambos hombres se miraron: cientos de dólares estaban ahora en juego, lo que subía considerablemente el tono de la apuesta.

—¿Y nosotros elegiremos a persona a la que entrenes? —inquirió Marshall.

—Desde luego. Pero sed razonables. El tipo tiene que tener la edad y la inteligencia medianamente adecuadas.

En aquel instante Molly se aclaró la garganta y dio unos golpecitos en su bloc de notas.

—Siento interrumpir vuestra apuesta, chicos, pero tengo que cobraros ya.

Dobbs se recostó en su asiento mientras se la quedaba mirando muy serio.

—¿Qué me dices de Molly? —se dirigió a Marshall—. Es lista.

Brady lo miró a su vez. No podía estar hablando en serio.

—Disculpen, caballeros —dijo ella—. Me temo que mi nombre acaba de salir en la misma conversación en la que estabais hablando de apuestas… y eso basta para poner nerviosa a cualquiera.

—Pues tranquilízate —le dijo Dobbs—, porque te estoy ofreciendo una de las mejores oportunidades de tu vida. ¿Qué te parecería hacer de alumna de Brady en un curso de cinco semanas?

Molly frunció el ceño. Brady pensó que no era precisamente una reacción destinada a halagar el ego masculino, aunque estuvieran de broma.

—Yo no sé nada de carreras de caballos.

—No estamos hablando de caballos —sonrió Dobbs—, sino de póquer.

—De eso sé todavía menos.

Dobbs se volvió para mirar a los otros dos.

—¿Lo veis? Es perfecta.

—¿Perfecta para qué? —Molly retrocedió un paso.

El irlandés le lanzó una sonrisa entre confiada y socarrona.

—¿Qué respondes, cariño? ¿Querrás venirte con nosotros a River Bluff… para aprender a jugar al póquer con un verdadero maestro?