Agradecimientos

A todos los que me ayudaron a comenzar, seguir y terminar este libro; espero que les guste su lectura.

A mi esposo, Greg Sloan, por su paciencia con mi desequilibro entre trabajo y vida, su aliento para superar las dudas sobre mí misma y por no machoexplicarme las ideas de Einstein para el capítulo 4.

A mi padre, Jay Cooper, porque este libro no habría sido posible si él no hubiera fijado la expectativa de que podía escribirlo, además de sus revisiones y de haberme dado ánimos en todo momento.

A mi madre, Barbara Cooper, por enseñarme el arte de descubrir preciosidades en las tiendas de segunda mano. Resulta que esta habilidad es transferible a la ciencia, la escritura y más. Ahora puedo detectar preciosidades en la vida dondequiera que yo esté.

Al Environmental Leadership Program, por conducirme al camino de escribir este libro, y a Karen Purcell, que me escuchó con paciencia y después con impaciencia me empujó a la acción.

A los antiguos colegas en el Cornell Lab of Ornithology, incluido Colleen McLinn, por ser un modelo de cómo aspirar sin miedo a la propia carrera, y a Rick Bonney y Tina Phillips, por mostrarme lo fascinante que era la gente que proporcionaba cifras sobre las aves que yo estaba empacando en mi investigación.

A Dan Decker, por ser mi mentor en ciencias sociales y por creer que este libro era una buena idea.

A Steve Strogatz, por ver el potencial para un libro sobre ciencia ciudadana antes que yo y convencerme de que vale la pena que los científicos, independientemente de su cargo, escriban libros.

A Hugh Powell, por leer los primeros borradores y, con generosidad, por no haber destruido la idea que estaba en germen. A Marc Messing, por sus críticas a los posteriores borradores. A Karina Knoll, por sus consejos para encontrar un editor; a Bruce Lewenstein, por hablarme de Matthew Fontaine Maury, además de muchos otros consejos y apreciaciones, y a Paul Gray, por hablarme del “gran experimento de las mareas” de Whewell. A Dave Leech, por ponerme en contacto con científicos ciudadanos por medio del British Trust for Ornithology.

A Soledad Exantus y Anne Jacobson, por nuestro viaje en carretera por la costa este, en la camioneta de Soledad, con todas nuestras hijas. Ese viaje incluyó entrevistas con David Herring (capítulo 1) y con los monitores de tortugas marinas en Wrightsville Beach (capítulo 7), y además mientras lo hacíamos publiqué mi primera entrada del blog en Scientific American.

A mis amigos Mark y Deirdre Silverman, por su aliento, su lectura de las primeras versiones y dejarme vivir en su casa en mis retiros dedicados a la escritura.

Gracias especiales a Darlene Cavalier (capítulo 6), por mi primera oportunidad estable de bloguear y por hacer que el mundo de la ciencia ciudadana en general, y mi rincón en él, brillara con todo esplendor día tras día.

A Geoffrey Haines-Stiles, por compartir fotos de The Crowd & The Cloud (CrowdAndCloud.com), revisar la obra y darme retroalimentación.

A Holly Menninger y Rob Dunn, a quienes conocí al entrevistarlos para este libro (capítulo 6). Les agradezco haber diseñado ciencia ciudadana de excelencia y atraído la atención hacia ella cuando la Universidad Estatal de Carolina del Norte y el North Carolina Museum of Natural Sciences decidieron aventurarse en esta frontera.

A Bora Zivkoic, por introducirme en los blogs de ciencia y por la firmeza con que me alentó a escribir sobre ciencia y la importancia que esto tiene.

A Billy Tusker Haworth, por muchas conversaciones que ayudaron a sustentar mi curiosidad y entusiasmo por la ciencia ciudadana.

A Sandra Steingarber, por animarme y servirme de inspiración para encontrar a Charlotte Sheedy, quien me dirigió hacia mi agente, siempre dispuesta y sensata, Mackenzie Brady Watson. Gracias, Mackenzie, por respaldarme en todo este proceso. Agradezco a mi primer editor, Dan Crissman, por creer en este proyecto y sugerir que este libro se organizara por disciplinas. No habría logrado que el libro emprendiera el vuelo sin su visión. Agradezco a Vanessa Kehren y Allyson Rudolph sus útiles revisiones y discusión, y a Chelsea Cutchens por llevar este libro a buen término.

Por último, a todos los científicos que me ayudaron a entender mejor su disciplina y a todos los científicos ciudadanos que me ayudaron a entender mejor su experiencia. Por todos aquellos que ayudaron pero que no aparecen en el libro, doy las gracias a Wouter Buytaert (monitoreo del agua en Perú), Rinjan Shrestha (monitoreo del leopardo de las nieves en Nepal), Renaldo Browne (observador de luciérnagas), Eleanor Starkey y Pat Foreman (ambas observadoras fluviales en el Reino Unido), Michael Heimbinder (HabitatMap y Aircasting), Derya Akkaynak (Divers4Oceanography), David Wald (Did You Feel It?) y Aitana Oltra (Mosquito Alert). Me habría gustado incluir las historias de todos.

1. Meteorología Cómo atrapar un diluvio

Solos podemos hacer muy poco;
juntos podemos hacer mucho

HELEN KELLER

En marzo de 2003 se pronosticó una tormenta de nieve en la Cordillera Frontal de Colorado. Para la zona de Denver, eso no tenía nada de extraordinario. “Nuestros meteorólogos locales dan pronósticos del tiempo para los centros de esquí y los límites de la ciudad de Denver. A mí eso no me sirve de nada —explica Vivian Kientz—. Pero si se avecinara una de esas tormentas ‘cuesta arriba’, entonces sí estaría en problemas.” Kientz vive a escasos 25 kilómetros de las afueras de Denver, en la ladera norte de una montaña. La expresión “cuesta arriba” [upslope], respecto de una tormenta, se refiere a un sistema de aire que viaja por el suelo y se ve obligado a elevarse cuando se topa con la ladera de una montaña; cuando se eleva, el aire se enfría y el vapor de agua se condensa y forma lluvia. Como la precipitación cambia según el terreno, y el terreno varía muchísimo de un lugar a otro aunque estén muy cercanos, prácticamente hace falta elaborar un pronóstico confiable para cada valle o cresta. Para ese pronóstico personalizado, Kientz visita el sitio electrónico del servicio meteorológico de Estados Unidos, administrado por la National Oceanic and Atmospheric Administration [Agencia Nacional Oceánica y Atmosférica] (NOAA), e introduce su latitud y longitud exactas.

“Nadie tenía idea”, me dijo en 2014, recordando los acontecimientos de 2003, cuando se pronosticó una verdadera tormenta “cuesta arriba” que dejaría tras de sí varios centímetros de nieve. Advirtió a todos sus amigos y vecinos que corrieron a la tienda a comprar velas, comida, cerveza y otras provisiones.

Mientras tanto, Kientz fue a la ferretería a complementar sus suministros para el seguimiento del estado del tiempo. Su pluviómetro es un doble cilindro común y corriente. El angosto cilindro interno, con líneas marcadas como en una regla, recibe agua de lluvia con un embudo más amplio en su parte superior; tiene capacidad de hasta 25 milímetros. El cilindro externo mide unos diez centímetros de ancho y se usa para atrapar nieve si se le quitan el embudo y el cilindro externo en el momento indicado (según el pronóstico del tiempo). Para la esperada tormenta, Kientz necesitaba un cilindro externo más grande y compró un largo tubo para chimenea de diez centímetros de ancho. También necesitaba una tabla de nieve, no para descender una montaña o hacer acrobacias en una pista de medio tubo, sino simplemente una tabla de contrachapado de un metro cuadrado pintada de blanco que le sirviera de superficie para tomar muestras.

En octubre de 2002, Kientz había visto en el periódico local un anuncio con el que se buscaban voluntarios para la Community Collaborative Rain, Hail & Snow Network [Red Colaborativa y Comunitaria de Lluvia, Granizo y Nieve]; el acrónimo de este trabalenguas es CoCoRaHS. Desde que se afilió, ni un solo día ha dejado de recolectar datos sobre las precipitaciones. Originaria de Tennessee, hace 25 años se mudó a Colorado y se ha acostumbrado a que nieve en cualquier momento del año, incluso en verano. Ella creció con lluvia: “125 milímetros de una sentada allá en el oeste de Tennessee”, explica por teléfono desde su casa en Colorado, donde rara vez cae lluvia. La mayoría de los sistemas climáticos atraviesan Norteamérica desde el oeste hacia el este y la mayor parte de la precipitación cae en el lado oeste de las montañas Rocallosas. Por consiguiente, el lado este de la cordillera, llamado “sombra de lluvia”, es bastante seco. Como cuenta Kientz, “Cuando aquí la gente dice ‘Hoy llovió’, yo pienso ‘¡¿Qué?! ¿Llamas lluvia a eso?” A pesar de tener esclerosis múltiple, por lo que Kientz usa una silla de ruedas de manera intermitente, siempre abre con la pala un camino en la nieve para tomar las lecturas de CoCoRaHS. Ella se declara experta en “conocer el clima del sitio de la Tierra donde estoy”. Es tan experta como para saber que ahí la temporada de cultivo es demasiado corta para cualquier jardín. Tiene un invernadero de más o menos tres por nueve metros, donde cultiva cientos de cactus, orquídeas y plantas exóticas. Sabe exactamente cuándo se congelará y cuándo se descongelará la entrada de su casa. Sabe cuándo podrá ella sola retirar la nieve para salir y cuándo tendrá que llamar a alguien con un quitanieves.

El día anterior a la tormenta, Nolan Doesken, climatólogo de Colorado y fundador y director de CoCoRaHS, había enviado un correo electrónico en el que les explicaba a los participantes que su misión, si decidían aceptarla, implicaría trabajo extra para obtener buenas mediciones de esa nevada en particular. Como la nieve se acumula en diferentes densidades, los participantes recaban mediciones de la profundidad de la nieve y su contenido de agua; a esto se le llama la equivalencia nieve/agua. Para una tormenta, los participantes necesitan una regla larga, como de un metro (porque la de escritorio, de 30 centímetros, es demasiado corta), para medir la profundidad en la tabla de nieve. Luego recogen una columna de nieve en su pluviómetro de 10 centímetros de ancho, voltean el indicador de cabeza, lo meten en la nieve de la tabla como si fuera un cortador de galletas, voltean la tabla y el pluviómetro como si pasaran un pastel del molde para hornear a una rejilla para enfriarlo (o poniéndole abajo una espátula) y al final limpian la tabla y dejan que se acumule más nieve. Para una gran tormenta, en la que se esperan más de 30 centímetros de nevada, tienen que hacer mediciones repetidamente conforme se acumula la nieve (o, si quieren dormir toda la noche, compran, como hizo Kientz, un largo tubo de chimenea para obtener una muestra profunda por la mañana). Los participantes meten a la casa cada muestra para que se derrita lentamente y vierten el líquido en el pluviómetro para medir la cantidad. Las mediciones típicas durante la tormenta de 2003 fueron proporciones de aproximadamente 8 a 1 (o sea que 8 milímetros de nieve se convierten, al derretirse, en 1 milímetro de agua), que es una nieve húmeda, pesada y pegajosa. A quienes hacen snowboard o esquían les gusta la nieve esponjosa y pulverulenta con una proporción de 15 a 1 o más.

La tormenta llegó en las primeras horas de la tarde del 17 de marzo de 2003 y terminó el 19, el día que las tropas estadounidenses invadieron Irak. La nieve cayó durante tres días en lo que el meteorólogo Doug Wesley llamó “una tormenta de nieve climatológicamente anómala”. Además su caída fue veloz: cientos de tejados se colapsaron bajo el peso de tanta nieve húmeda. Se cerraron las carreteras y la gente se quedó varada en el Aeropuerto Internacional de Denver y en los centros de esquí de alrededor. Miles de automovilistas buscaron refugio en hoteles y en albergues de la Cruz Roja.

Kientz se abrigó y salió a tomar mediciones de la nieve con la dedicación de un niño que debe memorizarse las tablas de multiplicar. Es una mujer relativamente alta, de 1.80 metros, pero la nieve terminó por superar su estatura. Midió en total 183 centímetros de nieve allí donde ella vive, mientras que los informes indicaban que la región estaba cubierta por más de 150 centímetros de una densa nevada. En las semanas siguientes, los habitantes de Denver hicieron reclamaciones a sus seguros por más de 100 millones de dólares.

Casi toda la gente reconoció el lado positivo de la tormenta: la enorme precipitación puso fin a una sequía extrema, al menos en esa región.

Otro aspecto positivo fue la oportunidad que representó para la investigación. Era una tormenta perfecta para un acontecimiento de ciencia ciudadana porque: 1] los meteorólogos sabían que algo grande se avecinaba, 2] tenían en el lugar preciso un ejército de voluntarios calificados y 3] tenían la capacidad de comunicarse con los voluntarios (por correo electrónico) para prepararlos y alentarlos a hacer el arduo trabajo extra. “En 2003, la gente todavía leía los correos electrónicos —reflexiona Doesken (cada año refrendan su interés como 60 por ciento de los participantes de CoCoRaHS del año anterior, pero la fatiga de los voluntarios es un problema general en la ciencia ciudadana)— y la gente se ofreció y tomó esto como incitación.”

El legado de aprovechar el atento trabajo de los observadores en Estados Unidos se remonta a 1776. Cuando Thomas Jefferson no estaba ocupado redactando cosas como la Declaración de Independencia, se dedicaba a idear planes para nombrar a una persona de cada condado de Virginia y darle un termómetro, una veleta e instrucciones para anotar dos veces al día sus observaciones sobre la temperatura y la dirección de los vientos. Jefferson experimentó con los aparatos de medición de la más alta tecnología de su época, entre ellos los pluviómetros y los barómetros; él es el pionero de los aficionados a la meteorología en Estados Unidos. Llevó el registro con diligencia y, a diferencia de Kientz, detestaba que hubiera lagunas en sus datos.

Sin embargo, Jefferson no estaba imponiendo una nueva tendencia al observar el clima. La tradición de recolectar datos del clima es tan vieja como la civilización misma. Los registros escritos del clima más antiguos que conocemos están inscritos en “huesos oraculares” de la dinastía Shang en China (del siglo XVIII al XII a. C.). Los adivinos Shang usaban cuchillos filosos para grabar huesos de buey y caparazones de tortuga con los registros del clima. Primero inscribían preguntas en los huesos o caparazones, aplicaban calor hasta que el hueso o el caparazón se resquebrajaba, y luego interpretaban el resquebrajamiento para hacer una predicción. En ocasiones las preguntas eran sobre el estado del tiempo y las respuestas eran tempranos pronósticos. En ocasiones los adivinos daban seguimiento e inscribían cómo había estado realmente el tiempo —llamado verificación— en los mismos pedazos de hueso o caparazón (que ahora se consideran valiosos como artefactos). Lamentablemente, los registros no son una representación completa del tiempo; nunca se pretendió que fueran registros diarios, como hoy en día serían normalmente esos documentos. Pero en la actualidad esos huesos oraculares, de los que conocemos alrededor de 150 mil y que forman parte de distintas colecciones, son de interés para los investigadores del clima (por desgracia, antes de 1900, cuando se descubrieron esos registros, los huesos oraculares se confundieron con fósiles del Pleistoceno, llamados huesos de dragón, y luego fueron molidos y tomados como medicina: el plastrón de los caparazones se usaba para tratar la malaria y con los huesos de buey se hacían cataplasmas para curar heridas de cuchillo).

Posteriores dinastías conservaron registros de tiempo inusual, además de registros fenomenológicos de las fechas de floración de los árboles. Alrededor de 100 a. C., los chinos tenían técnicas para medir la lluvia y la nieve, pero no existen descripciones detalladas de cómo se hacía, así que seguirá como un secreto de la antigua China. Usaban veletas para conocer la dirección del viento y unos postes con plumas a manera de bandera para calcular su velocidad. Medían incluso la humedad de una manera algo tosca, basándose en el peso del carbón.

Aunque los datos sobre el tiempo antecedieron a la ciencia formal, una disputa científica motivó el deseo de Jefferson de obtener información sobre las precipitaciones condado por condado. Quería pruebas que refutaran una afirmación europea, la llamada teoría de la degeneración: la reprensible idea de que la temperatura y la humedad del Nuevo Mundo producían animales más pequeños, débiles y sencillamente inferiores que sus homólogos europeos. Era fuerte el ímpetu para sofocar esa afirmación, porque la teoría la había planteado un francés, Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon, quien clasificó a los seres humanos como parte del reino animal —y eso para su época era algo notable—. Así, su teoría equivalía a que los franceses les dieran una bofetada con guante blanco a los nuevos americanos. Como alguien casi recién llegado al Nuevo Mundo, Jefferson tenía pocos datos para desmentir esas afirmaciones de superioridad. Era el chip patriótico en la mente de este padre fundador lo que le hizo darse cuenta de que la fuerza científica de una nación estribaba en su gente.

Con datos diarios sobre el tiempo, Jefferson planeaba elaborar su propia teoría del clima. Por desgracia, la guerra de Independencia tuvo prioridad sobre un plan sistemático de recolección de datos de un extremo a otro de cada estado. Con todo, de 1776 a 1816 el presidente Jefferson y muchas de las personas a las que reclutó (entre ellas los exploradores Lewis y Clark) mantuvieron una serie casi completa de observaciones sobre el tiempo. A la larga, Jefferson usó los datos, sin descontar los de los cinco años que pasó en Francia, para mostrar que en Estados Unidos había un mayor índice de días soleados frente a días nublados que en Europa.

A pesar de un siglo de interés e instrumentación, el pronóstico del tiempo siguió confinado a las observaciones locales y al folclore. Había reglas de oro como “si cae lluvia durante un viento que venga del este, continuará así todo el día” o “si los venados tienen pelaje gris en octubre, espera un invierno inclemente”. Mis favoritos son las rimas folclóricas, como “Clear moon, frost soon” [Luna clara, pronta helada] y “Hark! I hear the asses bray, we shall have some rain today” [¡Atención! Oigo a los burros rebuznar, algo de lluvia tendremos hoy]. Al folclore lo reemplazaron las observaciones reales hacia 1845, cuando el uso del telégrafo se generalizó. Las raíces de un programa federal de pronóstico del tiempo empezaron de manera sencilla, cuando la gente de Virginia pudo telegrafiar a la de Nueva York para avisarle de las condiciones que iban en camino. Joseph Henry, el primer secretario de la entonces nueva Smithsonian Institution, empezó a organizar la transmisión de comunicaciones sobre el estado del tiempo. “Un sistema de observación que se extenderá todo lo posible sobre el continente norteamericano”, escribió Henry, aspirando a que “las líneas extendidas del telégrafo proporcionen un medio rápido de advertir a los observadores más al norte y al este que estén vigilantes desde la primera aparición de una tormenta que avanza”. En 1848, activamente se reclutaba a observadores voluntarios y las compañías de telégrafos permitían que se transmitieran gratis los informes del tiempo para la Smithsonian. En 1850, más de 150 voluntarios mandaban informes con regularidad. Y para 1860, The Washington Evening Star publicaba a diario informes telegráficos del tiempo. Fueron décadas de uso del telégrafo para transmitir mensajes de mal tiempo y tragedias bélicas lo que en la década de 1930 impulsó a Western Union a inventar el “telegrama cantado”, con la esperanza de que el medio se empleara también para comunicar buenas noticias.

Los informes telegráficos de la década de 1860 eran sobre el tiempo observado; no eran predicciones. La cooperación entre los estados se estancó durante los años de la Guerra Civil, pero poco después se consideró deber del gobierno ofrecer pronósticos para evitar tragedias relacionadas con el tiempo. Una ley aprobada por el Congreso en 1870, firmada por el presidente Ulysses S. Grant, requería que el secretario de Guerra hiciera observaciones meteorológicas a lo largo de los grandes lagos, el Golfo de México y la costa atlántica. En 1872, otra ley aprobada por el Congreso extendió el servicio por todo Estados Unidos “para bien del comercio y la agricultura”. El Signal Service Corps [Cuerpo de Señales] del ejército fue el encomendado para dirigirlo. Izaba diferentes banderas (por ejemplo, un cuadrado rojo con centro oscuro significaba tormenta y dos de ésas juntas significaban huracán) en medio de los pueblos para hacerle saber a la gente qué tiempo se avecinaba. Posteriores problemas de desfalcos y otros escándalos obligaron al presidente Benjamin Harrison a pasar el servicio meteorológico nacional del Departamento de Guerra al Departamento de Agricultura en 1890.

El presidente Harrison le encomendó a la nueva agencia civil del Departamento de Agricultura, el Weather Bureau [Agencia del Tiempo], que se apoyara fuertemente en los observadores voluntarios. Esos esfuerzos de voluntarios fueron precursores de lo que hoy se conoce como la Cooperative Weather Observer Network [Red Cooperativa de Observadores del Tiempo] del servicio meteorológico nacional de Estados Unidos, que recibe cerca de un millón de horas de trabajo voluntario al año en 12 mil sitios a lo largo de los 50 estados. Hay alrededor de una estación por cada 1300 kilómetros cuadrados y sin la red a menudo los habitantes de ese país quedaríamos atrapados en la lluvia y sabríamos mucho menos sobre las tendencias climáticas. En parte gracias a este programa, Kientz pudo usar su latitud y su longitud para obtener un pronóstico en pequeña escala para su lado de la montaña en Colorado antes de la gran tormenta. Los observadores del tiempo de la red cooperativa reciben certificados cada cinco años a manera de reconocimiento; quienes se dedican a la observación durante 60 años o más reciben una carta firmada por el presidente de Estados Unidos. Entre los destinatarios de una de esas cartas está Edward Stoll, que durante 76 años hizo observaciones en Arapahoe, Nebraska; Ruby Stufft, que dedicó 70 años a la observación en Elsmere, Nebraska, y Richard Hendrickson, de Bridgehampton en Long Island, Nueva York, que se inició como observador voluntario del tiempo en 1930, cuando tenía 18 años, y ha seguido haciéndolo por más de 80 años.

CoCoRaHS no nació de la sabiduría de algún presidente o de una innovación como el telégrafo, sino de un trágico error de pronóstico. En 1997, meteorólogos de Fort Collins, Colorado, juzgaron mal la intensidad de un temporal de lluvias inminente. A diferencia de Noé, el personaje bíblico, el examen que NOAA hizo del cielo no profetizaba un diluvio: sólo fuertes lluvias. Y sin embargo, diluvió. Una pequeña área cerca de las estribaciones al pie de las montañas Rocallosas recibió 370 milímetros en tan sólo unas horas, mientras que otras áreas cercanas no recibieron más de 50. En toda la comunidad no existían más que tres estaciones meteorológicas. El desastre provocó la muerte de cinco personas, dañó propiedades con valor de algunos millones de dólares y, a la larga, derivó en la creación de CoCoRaHS.

image

FIGURA 2. Dan Matthews, un jubilado y voluntario de Moncton, New Brunswick, en Canadá, aporta todos los días —aún en lo más profundo del gélido invierno canadiense— mediciones de lluvia y nieve a la Community Collaborative Rain, Hail, and Snow Network (CoCoRaHS), una red de voluntarios que recolectan datos de precipitación, lo que permite una predicción meteorológica más precisa. (Cortesía de Art Howard/The Crowd & The Cloud)

Los radares, ya sea que estén en la Tierra o en satélites, son muy útiles para predecir la lluvia en grandes áreas, pero la precipitación puede ser sumamente local. Puede llover, nevar o granizar de un lado de la calle y del otro lado estar seco. Un condado puede sufrir inundaciones mientras el condado vecino está en medio de una sequía. Esto va en contra de nuestro concepto de progreso, pero cuando se trata de precipitaciones ningún artefacto de alta tecnología en el cielo puede ganarle a un instrumento de baja tecnología en la Tierra. Por ejemplo, los sensores remotos no pueden distinguir con seguridad entre lluvia y nieve. Sólo los datos recolectados por voluntarios desde su casa pueden proporcionar la cobertura y la calidad que se necesitaron para esa oportunidad de investigación que representó la anómala tormenta de nieve de 2003.

Kientz y otros voluntarios, capeando el frío, presentaron datos de regímenes muy locales de nieve y lluvia que ayudaron a los meteorólogos a darse cuenta de la extrema microvariación geográfica en las precipitaciones. Doesken me explicó que todos los meteorólogos reconocen que la precipitación es variable (a lo largo del año y según la geografía), pero admite que él mismo no se dio plenamente cuenta de la variación hasta ver los datos de CoCoRaHS. Esta lección lo llevó a abandonar la práctica común de interpolar mapas de contornos porque ya no cree que cuente con suficiente densidad de datos. Un entendimiento concienzudo de lo que vemos en retrospectiva ayuda a mejorar las previsiones meteorológicas. Wesley fue el autor principal de un artículo que equivalía a una autopsia de la tormenta que explicaba por qué nevó donde nevó. Esa disección minuciosa revelaba cómo había que mejorar la manera tradicional de entender la forma en que el terreno determina las propiedades de la tormenta.

Wesley, meteorólogo de Alaska, me agasaja con términos meteorológicos que suenan un poco siniestros, como “heladas por advección” o “enfriamiento adiabático”. En Colorado, el tiempo preponderante viene del oeste. Las altas montañas Rocallosas ralentizan el movimiento de los vientos preponderantes y las nubes estancadas normalmente dejan caer la precipitación del lado oeste. El oeste de las Rocallosas está húmedo en los meses de invierno; el este (la zona de la sombra de lluvia) está seco. Las condiciones fueron diferentes para la tormenta de 2003, que llevó aire húmedo de lugares tan lejanos como Nueva Orleans y el Golfo de México, y lo hizo subir por la ladera este de las Rocallosas. Pero, como a Wesley le gusta recalcar, el flujo del este se bloqueó. El aire debería haber circulado por la Tierra y las presiones deberían haberlo elevado por encima de las Rocallosas, pero ese flujo del este en particular se enfrió tan rápido que, por mucha presión que hubiera, no habría logrado surcar las montañas. En vez de eso, el flujo del este se infló frente a las montañas y se acumuló a lo largo de entre 6 y 12 horas. Estas masas de aire hinchadas actuaron como un invisible terreno de montaña y, en efecto, desplazaron la tormenta aproximadamente 30 kilómetros hacia el este por encima de ciudades y pueblos de las estribaciones y llanuras, y no por encima de las montañas. La precipitación cayó como si el terreno más empinado estuviera cerca de la autopista interestatal 25 en Denver y no en el terreno de montaña de Breckenridge.

image

FIGURA 3. El fundador de CoCoRaHS, Nolan Doesken, muestra con orgullo el pluviómetro de ese proyecto que se instaló en el jardín de la Casa Blanca, el cual simboliza el apoyo de la presidencia de Estados Unidos a esa iniciativa. (Cortesía de CoCoRaHS)

Cuando le pregunto a Wesley sobre la calidad de los datos, me dice: “Los puros números compensan los problemas. CoCoRaHS es una mina de oro de datos.” Él hacía revisiones para controlar la calidad, eliminado casos atípicos muy por arriba o muy por abajo: “¿Preferirías tener 5 observaciones perfectas, o 100 observaciones de las cuales 80 son buenas?” Cuando hablo con Doesken se ríe: “En CoCoRaHS hay participantes que no han llegado a tercero de primaria y otros de más de 90 años. No podemos esperar de todos ellos la misma calidad de datos. La mejor herramienta para el control de calidad es la redundancia.” Eso significa que si un niño de segundo de primaria y un vecino de 91 años obtienen la misma medición, es probable que los datos sean confiables.

Los voluntarios de CoCoRaHS son almas gemelas en el sentido de que a todos les picó el gusanito de la meteorología. Doesken sabía que los participantes intensificarían sus esfuerzos para medir la tormenta porque a nadie le gustan los datos incompletos. Dice que admira su dedicación y varias veces ha explicado a los no iniciados que muchos participantes “revisan su pluviómetro todos los días hasta que literalmente ya no pueden moverse”. Antes solía decir “hasta el día de su muerte”, pero alguien le dijo que la frase era insensible. Con todo, la insensibilidad percibida surge de una verdad: en los hechos, sí es común que la gente recoja datos hasta que muere. Un ejemplo que viene al caso es Ned Somerville, que le envió a Doesken un correo electrónico que decía: “Sólo he estado con ustedes unos cuantos años. Fui meteorólogo mientras serví en el ejército; ahora tengo 75 años y estoy con un cáncer terminal. Sólo me quedan algunas semanas de vida. De ahora en adelante haré todo lo posible por enviar los datos a tiempo, pero en ocasiones eso no será posible. Gracias. Ha sido un trabajo divertido.”

Otro vino de un participante con un nombre curioso, Howard P. Howard, que le escribió a Doesken un año antes de morir:

Quería agradecerle por haber reconocido el esfuerzo de muchos de los voluntarios que estamos viejos o enfermos. No sé cuántos estarán de acuerdo conmigo, pero para nosotros, que ya dejamos atrás los días de ser el jefe, el encargado, el presidente, el capataz o cualquiera que haya sido el trabajo que hayamos afinado a lo largo de toda una vida, enfrentarnos de pronto a la jubilación o a una salud frágil da mucho miedo. Estar afiliados a CoCoRaHS nos da oportunidad de hacer algo valioso, y eso es algo que agradezco mucho.

Un científico social quizá necesitaría algo más convincente, pero recibir correos de éstos a raudales, a lo largo de los años, a Doesken le ha hecho creer que la participación en la ciencia ciudadana (y el sentido del deber que trae consigo) mejora la vida, y bien podría ser que también la prolongue.

A mí me enseñaron que el clima sirve para conversaciones insignificantes y aburridas, y que sacarlo a colación cuando se platica con extraños en la parada del camión nunca falla. Por el contrario, el tiempo es una de las influencias más poderosas de la existencia humana. La lluvia ha determinado la vida cotidiana y los planes de la gente desde los primerísimos desfiles, bodas, juegos de beisbol, días de campo, permanentes y zapatos de gamuza. Apuesto a que el Homo sapiens siempre ha estado tratando de predecir cuánto se puede uno alejar de la boca de una cueva sin llevar algo a manera de paraguas. El tiempo es tan esencial para nuestra existencia que lo equiparamos con nuestro humor: los pleitos en las películas ocurren cuando hay relámpagos, las tragedias durante la lluvia y el romance junto al arcoíris.

Wilbur y Orville Wright crecieron en Dayton, Ohio, pero hicieron sus primeros vuelos a motor en Kitty Hawk, Carolina del Norte, porque necesitaban los estables vientos costaneros de esa localidad (y su arena suave para los aterrizajes). Francia y California son conocidas por sus viñedos porque el clima permite que las uvas maduren por completo. El tiempo reiteradamente ha tenido un papel activo en la historia. Los monzones impiden batallas, las tormentas de nieve pueden bloquear rutas de suministro y las sequías acarrean hambrunas.

El tiempo puede ejercer sus efectos sobre nosotros de maneras sutiles. Antonio Stradivari se basaba en algo más que sus habilidades para hacer sus famosos violines de gran calidad, los Stradivarius. Sólo elegía madera que hubiera crecido lenta y uniformemente (con baja densidad y un alto módulo de elasticidad): en específico, madera de árboles que hubieran crecido en la “pequeña” Edad de Hielo, un periodo que a grandes rasgos abarca los siglos XV y XVI. Los regímenes meteorológicos dictan qué plantas y cultivos específicos pueden crecer y a la larga determinan dónde vivimos: dónde prosperan nuestras civilizaciones y dónde fracasan.

Al pasar por Richmond, Virginia, conozco a otro aficionado a la meteorología, David Herring, un relevo de Jefferson en nuestros tiempos. Sonriendo, sostiene un poste corto con varias agujas. Una tiene unas pequeñas copas que rotan horizontalmente con el viento; otra tiene una veleta; la tercera tiene una caja que sostiene un pluviómetro que se vacía en forma automática, y la cuarta, que parece un amortiguador, sirve para medir la temperatura y la humedad. Cada aguja está hecha de plástico blanco y se parece a la armadura de los stormtroopers del Imperio Galáctico en la serie de Star Wars. Herring me muestra su estación meteorológica casera. “No soy alguien a quien le gusten los aparatitos, pero éste es mi dicha y mi orgullo”, dice.

Herring explica que se pasa todo el día pensando en el tiempo. Su estación meteorológica transmite a la pantalla de una tableta que tiene en la mesa de la cocina. En su estudio guarda un barómetro náutico, un instrumento meteorológico de la década de 1940 y un barómetro alemán con forma de chalet alpino en miniatura. Al principio pensé que el chalet era un reloj cucú pero, en vez de tener un péndulo para señalar la salida del cucú cada hora, esta casita funciona como barómetro: cuando la presión atmosférica desciende, un hombrecito con paraguas sale dando vueltas; cuando la presión se eleva, el personaje regresa a casa y una delicada mujer rubia sale por el resto del día soleado.

Herring se afilió a CoCoRaHS en 2010 y desde entonces ha recolectado datos con su pluviómetro (de baja tecnología, aprobado por CoCoRaHS) todos los días a las 7:00 a. m. Explica su rutina matutina de inspiración jeffersoniana: “Poner la cafetera, alimentar a los perros y revisar lo que captó el pluviómetro.” Cuando sale de la ciudad, quien le cuida a las mascotas se hace cargo. Como coordinador de condado para CoCoRaHS, Herring es responsable de la capacitación de nuevos voluntarios en esa zona. Fuera de los entrenamientos iniciales, difícilmente ve a otros participantes en persona. En el sitio electrónico de CoCoRaHS y en su boletín, The Catch, los participantes pueden ver los datos de los demás. Durante una reciente tormenta tropical en Florida, Herring a menudo miraba los datos de los observadores de CoCoRaHS que estaban en el lugar. Los participantes saben que forman parte de un esfuerzo colectivo, a pesar de trabajar físicamente aislados unos de otros.

Herring habla con dominio de la situación y total naturalidad sobre su trabajo como vendedor en la industria de la atención domiciliaria a la salud. En contraste, cuando habla de la observación del tiempo, los ojos le brillan. Recuerda vívidamente cuando el huracán David golpeó la península de Virginia en 1979 y Hampton, su ciudad natal, se inundó. Presenció su primer tornado a los 11 años. Ha visto muchas trombas marinas, que describe como tornados inofensivos sobre aguas abiertas. En su casa a las afueras de Richmond, Virginia, Herring disfruta sentarse en su estudio con su hijo y su hija y “ver la aguja caer”. Dice “ver la aguja caer” con un entusiasmo que hace pensar en un capitán viendo el barómetro del barco y anticipando la necesidad de “cerrar las escotillas” y enfrentarse a una batalla con la tormenta.

Herring es hábil con las computadoras y le encantan sus aparatos, pero según él es un obseso de la tecnología únicamente “entre 20 y 30 por ciento”. Me muestra su teléfono plegable como prueba fehaciente. “Mira esto: soy prehistórico.” Cuando ve tormentas, se exalta y grita emocionado, como harían otros viendo a los equipos de Duke y Carolina del Norte en un partido por el campeonato del futbol americano colegial. Ser un espectador de tormentas en vivo, sobre todo si incluyen relámpagos, granizo o fuertes vientos, no es algo para pusilánimes. Para gente como Herring, el tiempo es mejor como experiencia de cuerpo entero (aunque para prevenir accidentes durante las tormentas hay que quedarse a salvo bajo techo).

Experimentar la naturaleza con todos nuestros sentidos es el alma de la ciencia. John Locke, filósofo de la Ilustración, fue un paladín del empirismo, la idea de que alcanzamos el conocimiento por medio de lo que experimentamos con nuestros sentidos. Salgo y siento que hace calor, uso un termómetro para medir la intensidad del calor y así obtengo el conocimiento de que hace calor. Suena razonable, casi simplista, pero a fines del siglo XVII las ideas rivales gozaban de mayor aceptación. Los filósofos creían que el conocimiento era innato (nacemos con él), derivado de la intuición (buenas corazonadas) o deductivo (descubierto con el uso de la lógica).

Experimentar la naturaleza con todos los sentidos es también el meollo de lo que significa ser humano. Aunque Jefferson quería datos del tiempo para elaborar una teoría del clima y demostrar la superioridad norteamericana, también tenía una inspiración casi espiritual en su arraigadísimo amor a las estaciones. Sobre la recolección de datos meteorológicos, Jefferson escribió: “El clima es una de las mayores fuentes de gozo sensual.”

Las revelaciones científicas sobre las tormentas y el terreno que muestran los datos de CoCoRaHS son el pastel y miles de aplicaciones prácticas de los datos son el glaseado. Los datos detalladísimos y públicamente accesibles de CoCoRaHS, todos obtenidos gracias a los voluntarios, son aprovechados por meteorólogos, ajustadores de seguros, abogados, compañías constructoras, empresas de servicios públicos, expertos en control de mosquitos, agricultores y planeadores urbanos, por mencionar a unos cuantos profesionales. Hace pocos años, CoCoRaHS empezó a dar acceso gratuito a los datos, sin compromisos, aunque así es más difícil para la organización rastrear todos los usos que se les den. Cuando la gente escribe para agradecer, entonces sí CoCoRaHS sabe quién está usando los datos y cómo. Por ejemplo, esta red sabe que la Iglesia Misionera de Nappanee, en el norte de Indiana, usa los datos de CoCoRaHS obtenidos por voluntarios en las negociaciones para contratar la compañía que debe recoger la nieve invernal.

En nuestro mundo orientado al mercado, la prueba más convincente de la importancia de los datos de CoCoRaHS tal vez sea el hecho de que las compañías del sector privado tomen esos datos disponibles públicamente y los adapten a las necesidades de sus clientes. Por ejemplo, unos ingenieros y planificadores que estén elaborando planes de manejo de agua de tormenta quieren mapas de color con rejillas que integran datos de múltiples fuentes, entre ellas CoCoRaHS y NOAA. Los valuadores de seguros y los constructores de tejados trabajan como esos abogados que “cazan ambulancias” —o sea que van detrás de ellas para proponerles a los heridos representarlos jurídicamente— en busca de clientes en los siniestros: siguen de cerca los graves acontecimientos meteorológicos para ser los primeros de su ramo en llegar a la futura escena de la catástrofe. Saben que las granizadas no son uniformes en toda la ciudad: quieren saber dónde golpeó más la precipitación para llegar antes que nadie.

En Virginia, Herring usa su conocimiento meteorológico para su trabajo como vendedor de equipo de cuidado de la salud en casa. No quiere entregar un bastón o una silla con orinal y preguntar “¿Cómo se siente?” Sabe que se sienten fatal, porque casi toda la gente que necesita atención domiciliaria de la salud está enferma o tiene movilidad limitada. En vez de eso dice: “Eligió el día ideal para quedarse en casa: hoy estará soleado toda la tarde, pero mañana va a llover a cántaros.”

Pero hablar sobre el clima puede ser un acto político. “¿Tus amigos te buscan para conocer tu opinión sobre el cambio climático?”, le pregunto durante la comida. Herring, habitualmente abierto y directo, ahora se muestra vacilante e incómodo. En vez de usar la expresión “cambio climático” observa que estamos “poniendo a prueba los cambios naturales”, “ayudando al tiempo a ponerse de malas” o “provocando un tiempo enojado”. Su política plantea un aparente conflicto interno: tiene un deseo intenso de que el cambio climático se detenga, pero aborrece la idea de quitar libertades individuales. Algo parecido siente hacia el tema de la evolución: dice que va todos los domingos a la iglesia, pero que cree en “esas cosas de Darwin” (sí, también evita el término evolución). En última instancia, las complejidades de la situación lo hacen sentirse con las manos atadas. Sí, Herring acepta a regañadientes que la actividad humana está influyendo sobre el clima de la Tierra, pero no, no expresa sus opiniones sobre el cambio climático con sus amigos, pues sabe que discreparían.

Aunque se siente inútil, investigaciones recientes muestran que Herring, de hecho, estaría en uno de los mejores lugares para influir sobre la opinión pública con respecto al cambio climático... si tan sólo hablara con sus amigos. La brecha entre las amenazas serias por el cambio climático y las políticas públicas ha dado lugar a una plétora de estudios de científicos sociales para entender cómo la gente forma sus creencias.

Varios investigadores de la Universidad de Yale, entre ellos Dan Kahan, estudian cómo se forman las creencias de la gente sobre el cambio climático. El equipo de Kahan reveló que nuestra mente trabaja como un filtro que acepta como verdaderos los mensajes de la gente de nuestro propio círculo de influencia y por lo general descarta, por considerarlos falsos, los mensajes provenientes de gente ajena a él y con la que no nos identificamos. El perfil demográfico de Herring es parecido (geográfica, social, religiosa, políticamente... Herring cumple los requisitos de lo que se te ocurra) al perfil promedio de los negacionistas del cambio climático. Por lo tanto, si les dijera a sus amigos que piensa que los seres humanos están causando el cambio climático y que es urgente reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, su mensaje quizá sería escuchado por sus amigos y colegas: sí pasaría el filtro.

En lo que a los datos respecta, resulta que, debido a la grandísima variación en las precipitaciones, los datos de CoCoRaHS no son especialmente útiles para el estudio del cambio climático. Se necesitarían muchas décadas, o quizá siglos, de datos para descifrar tendencias en la variación local. Por otro lado, los datos de la Cooperative Weather Observer Network han sido la columna vertebral de muchos modelos de cambio climático.

Thomas Jefferson explícitamente reconocía los derechos y las responsabilidades de los ciudadanos en el autogobierno cuando preparó la Constitución de Estados Unidos. Me pregunto cuán diferente sería el país hoy en día si hubiera podido instrumentar un sistema que explícitamente supusiera que todos los estadounidenses tienen derechos y responsabilidades en su calidad de ciudadanos implicados en el esfuerzo científico. Jefferson sostenía que es imposible que una nación sea ignorante y al mismo tiempo sea libre. La libertad, a partir de la democracia tal como él la concebía, requiere un pueblo inteligente e informado, capaz de aprender y deseoso de hacerlo. En lugar de depender sólo de la prensa libre y la educación pública para alejar a la gente de la ignorancia, Jefferson sabía que los ciudadanos también podían participar en la ciencia para guiar su propia educación y sus descubrimientos. Recolectar datos sobre el estado del tiempo puede ser un simple deber cívico, y los programas del National Weather Service y de CoCoRaHS encarnan su sueño.

Bien pudo Jefferson haberse trepado a una diligencia para hacer a sus amigos partícipes de sus observaciones, y por supuesto no podría haber previsto que, con unos cuantos golpecitos en un teclado, las observaciones podrían compartirse con todo el mundo y archivarse a perpetuidad. Como la Declaración de Independencia, la visión que tenía Jefferson de una ciencia colectiva dependía de que la gente disfrutara con el cumplimiento de su deber cívico y reivindicara su derecho a la información y la educación, para poder autogobernarse y poner freno a la corrupción, a los privilegios y a la aristocracia. Estados Unidos se está convirtiendo en una nación de ciencia ciudadana. Se identifique Herring o no con Jefferson, él, al igual que Kientz y millones como ellos, encarnan los valores de Jefferson. Para imaginar lo que Jefferson concebía —gente que mantiene los valores cívicos para dejar un legado de datos—, sólo necesitamos que los pluviómetros proliferen en miles de patios a lo largo y ancho del país.

En los otros capítulos de la primera parte, conoceremos a más científicos ciudadanos que contribuyen al proceso científico mediante sus pasatiempos. Los naturalistas son aficionados que conocen la naturaleza y pueden identificar especies de plantas y animales. El conocimiento de la historia natural es la base de todas las investigaciones en ecología, evolución o conservación. A pesar de su importancia fundamental, pocos científicos tienen experiencia en historia natural. Los museos ya han percibido la disminución de profesionales con la capacidad de ser curadores o encargados de colecciones y de practicar la ciencia de la taxonomía. De la misma manera, hay un declive de esa experiencia entre el público: abundan las habilidades y los conocimientos en historia natural que no serán transmitidos a las generaciones venideras. Los niños pueden reconocer cientos de logos comerciales, pero sólo un puñado de plantas y animales locales. Compárese la juventud de hoy con la retratada en los viejos libros de los hermanos Hardy, esos personajes creados por el escritor Edward Stratemeyer. Los niños con iPhone se parecen poco a los ficticios Frank y Joe Hardy, que se la pasaban investigando al aire libre. Su amigo Chet Morton, el regordete niño de la granja que escondía manzanas en sus bolsillos para comerlas luego como tentempié, tenía cantidad de pasatiempos relacionados con la ciencia, como la espeleología, el buceo, el uso de microscopios, la observación del estado del tiempo y la fotografía infrarroja. Hoy en día, 20 por ciento de los niños son obesos y se dedican al entretenimiento electrónico más de siete horas al día. Una menor familiaridad con la historia natural significa menos ciencia ciudadana y también menos conservación. En su libro The Thunder Tree: Lessons from an Urban Wildland [El árbol del trueno. Lecciones desde una ciudad montaraz], de 1998, Robert Michael Pyle, que en 1974 fundó la Xerces Society, una organización sin ánimo de lucro que trabaja por la protección de la flora y la fauna, advirtió de la extinción de la experiencia y de sus consecuencias para la conservación. Como preveía un futuro en el que niñas y niños pasarían más tiempo en línea que en el exterior, reflexionaba: “La gente que se preocupa hace algo por la conservación; la gente que no sabe no se preocupa. ¿Qué puede significar la extinción del cóndor para un niño que nunca ha visto un chochín?”

La ornitología, que es el tema del capítulo 2, es un buen ejemplo en el que los expertos en historia natural son más a menudo los aficionados que los profesionales. Mientras los ornitólogos profesionales se afanan por ser expertos en una pequeña especialidad —digamos, la lengua del colibrí y la coevolución de las flores—, los observadores de aves pasan su tiempo de ocio familiarizándose con los hábitos diarios y estacionales de muchas especies de pájaros. Estos observadores tienen unas enormes habilidades, sin cartas credenciales, para identificar las aves a simple vista y por el sonido o simplemente viendo la arquitectura de un nido o el color de los huevos.

Notas al pie

El Weather Bureau se convirtió en el National Weather Service [Servicio Meteorológico Nacional] en 1970.

El Bureau of Meteorology [Agencia de Meteorología] del gobierno de Australia tiene sistemas casi idénticos que empezaron en 1908.

Juego de palabras intraducible con el nombre de Noé en inglés, Noah, y NOAA, las siglas de la National Oceanic and Atmospheric Administration. [N. de la t.]

Los 20 mil participantes de CoCoRaHS son representativos de muchos proyectos de ciencia ciudadana en Estados Unidos: son ya de cierta edad, medianamente adinerados y, como dice Doesken, “totalmente caucásicos” (más de 90 por ciento de los participantes son blancos).