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Bernie Sanders

Nuestra
Revolución

Un futuro en el que creer

Con prólogo
de Pablo Iglesias Turrión

Traducido del inglés
por Carlos García Hernández

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Copyright © Lola Books GbR, Berlin 2018

www.lolabooks.eu

Copyright © de la traducción: Carlos García Hernández

Queda totalmente prohibida cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación total o parcial de esta obra sin el permiso escrito de los titulares de explotación.

Título original:

Our Revolution: A Future to Believe In

Text Copyright © 2016 by Bernie Sanders

Published by arrangement with St. Martin’s Press in association with International Editors’ Co Barcelona.

All rights reserved.

Imagen de portada: Bernie Sanders at a rally in New Orleans, Louisiana, July 26, 2015; foto: Nick Solari; fuente: flickr.com/photos/nicksolari/20033841412

Impreso en Clausen & Bosse, Leck

Printed in Germany

ISBN 978-3-944203-37-9

eISBN 978-3-944203-38-6

Primera edición 2018

Contenido

Pablo Iglesias Turrión: «Sanders o el sueño de una izquierda de Gobierno en Estados Unidos»

Introducción

PRIMERA PARTE
CANDIDATURA A LA PRESIDENCIA

1

¿Cómo acabamos siendo como somos?

2

Mi vida política en Vermont

3

Pensando en presentarme

4

¿Cómo se hace una campaña presidencial?

5

Comienza la campaña

6

En campaña

PARTE DOS
UNA AGENDA PARA UNA NUEVA AMÉRICA:
CÓMO TRANSFORMAR NUESTRO PAÍS

1

La derrota de la oligarquía

2

El declive de la clase media americana

3

El final de la economía fraudulenta

4

Sanidad para todos

5

Cómo hacer que la educación superior sea asequible

6

La lucha contra el cambio climático

7

Una verdadera reforma de la justicia penal

8

¡Reforma migratoria ya!

9

Protejamos a los más vulnerables

10

Los medios de comunicación corporativos y la amenaza para nuestra democracia

Conclusión

Agradecimientos

«Sanders o el sueño de una izquierda de Gobierno en Estados Unidos»

Pablo Iglesias Turrión – Secretario General de Podemos

Bernard Sanders se hizo conocido en España y en el mundo cuando se reveló como alternativa posible a Hillary Clinton para liderar el Partido Demócrata en las elecciones presidenciales de 2016. Sin embargo, Bernie es un viejo rockero de la política radical en Estados Unidos.

Neoyorquino y descendiente de judíos que huyeron de la persecución en Europa, durante los primeros años sesenta, cuando era estudiante, militó en la Liga Socialista de la Juventud y en los movimientos antirracistas y antibelicistas de la época. Ya en Vermont, el Estado donde desarrolló su larga y heterodoxa carrera política, se postuló en varias ocasiones como candidato independiente para ser gobernador y senador y, finalmente, en 1981 fue elegido alcalde de Burlington, un cargo para el que sería reelegido tres veces más. Desde 1990 Sanders representó a su Estado en el Congreso y en 2006 fue elegido senador, puesto que revalidó en 2012.

Las posiciones de Sanders siempre han sido críticas en relación con la política exterior de su país, las políticas neoliberales y las de discriminación racial, con independencia de que estas procedieran del Partido Republicano o del Partido Demócrata. Para el establishment político tradicional estadounidense, Sanders es un socialista, lo que allí vendría a ser «un rojo».

Por mucho que Sanders fuera una figura conocida en Estados Unidos, representante en gran medida de una larga tradición política liberal radical (en el sentido que los estadounidenses dan a la palabra liberal, esto es, de izquierdas), hasta aquella campaña de 2015 y 2016 resultaba inconcebible que una figura así pudiera disputar con posibilidades de éxito las primarias del Partido Demócrata.

Además, existe una duda que ha quedado sembrada desde que Donald Trump derrotara a Hillary Clinton en aquellas elecciones presidenciales: ¿habría podido Trump derrotar a Sanders, si este último hubiera sido finalmente el candidato demócrata?

Describir la complejidad de las condiciones que permitieron tanto la emergencia y la victoria de Trump como la sorpresa de Sanders en las primarias demócratas es una tarea inabarcable para este modesto prólogo. Se trata, por otro lado, de una labor que requeriría un conocimiento del mundo político estadounidense del que carezco. Sin embargo, querría aprovechar la invitación a prologar este libro para hacer algunos comentarios sobre dos cuestiones que me parecen cruciales. En primer lugar, sobre las mutaciones en la organización de las geografías ideológicas de los sistemas de partidos «occidentales» tras la crisis económica iniciada en 2007 y 2008. Y, en segundo lugar, acerca de las perspectivas para la izquierda en Estados Unidos —que ahora se ve a sí misma como fuerza con opciones de Gobierno— tras la campaña de Sanders y la victoria de Trump.

Respecto a la primera cuestión, en la actualidad existe un hecho innegable. Durante la última década, cuando ha tenido lugar la crisis financiera internacional que se inició con la explosión de la burbuja de las hipotecas subprime en Estados Unidos, se han producido alteraciones en los sistemas políticos y, en particular, en el funcionamiento de los sistemas de partidos en muchos de los países centrales de lo que se considera Occidente. Tales alteraciones eran, hasta ese momento, muy difíciles de imaginar.

En Francia hemos asistido a la consolidación del Frente Nacional de Marine Le Pen como alternativa de Gobierno, mientras que hemos visto desaparecer del centro de la política francesa al Partido Socialista, al tiempo que un rico banquero —que pasó por un Gobierno socialista como independiente— encabezaba un movimiento político que le ha llevado a la Presidencia de la República francesa.

En el Reino Unido asistimos a un inesperado brexit y a la consolidación de Jeremy Corbyn como líder del Partido Laborista y, según las encuestas, probable próximo primer ministro de este país.

En Italia, las últimas elecciones han arrojado una derrota histórica del Partido Democrático y de su líder, el europeísta Renzi, así como la consolidación del Movimiento 5 Estrellas y de la vieja Liga lombarda, escépticos respeto a la Unión Europea y nuevos partidos alfa de la política italiana.

En España, el surgimiento de Podemos y su consolidación — junto a las confluencias— como fuerza de Gobierno municipal y autonómico y como oposición parlamentaria, ha caminado en paralelo al progresivo debilitamiento del Partido Socialista, al tiempo que el crecimiento de Ciudadanos amenaza la posición del Partido Popular como primer partido de la derecha en nuestro país.

Hasta en Alemania la crisis del modelo de gran coalición ha afectado notablemente al Partido Socialdemócrata (SPD), que ha cedido a la extrema derecha el liderazgo en la oposición.

Mientras tanto, en Portugal los socialistas están teniendo éxito al aplicar políticas expansivas en un Gobierno pactado y sostenido nada menos que por el Partido Comunista y el Bloco de Esquerda.

Si existe algún elemento común en todos estos procesos múltiples y enormemente complejos es la crisis de los partidos socialdemócratas tradicionales en el marco de gobernanza neoliberal (el éxito de los portugueses al apostar por un programa y unos aliados de izquierdas es probablemente la mejor prueba del fracaso de las viejas estrategias socioliberales de la tercera vía) y el surgimiento de alternativas políticas outsiders, tanto de tonalidades xenófobas y reaccionarias como de tonalidades progresistas (Podemos o Francia Insumisa).

¿Puede entenderse la emergencia paralela de Sanders y de Trump como la versión estadounidense de esa misma crisis que está reconfigurando los sistemas de partidos europeos? Aceptando los límites consustanciales a cualquier pretensión de caracterizar sistemas políticos diferentes, pienso que sí.

Toca ahora intentar una posible respuesta a la segunda cuestión: ¿cómo ha quedado y qué opciones se le presentan a la izquierda estadounidense tras la campaña de Sanders? ¿Y cómo puede determinar sus posibilidades de éxito la Presidencia de Trump?

La resistencia al autoritarismo y al estilo agresivo de Trump ha abierto la posibilidad de que se consolide una cultura política —digamos— socialista en Estados Unidos. Sin embargo, como alertaba Perry Anderson desde las páginas de la revista New Left Review, la resistencia a Trump corre el peligro de caer en la ambigüedad, desde el momento en que el estilo violento del estrafalario presidente tiende a unificar al conjunto de los sectores liberales. El establishment cultural estadounidense es profundamente anti-Trump y le ataca con dureza, pero está muy lejos de las posiciones políticas de Sanders y de sus seguidores.

Sin embargo, no es menos cierto que el mundo cultural republicano tampoco tenía demasiado que ver con el actual presidente, quien, a pesar de ello, fue capaz de asaltar el Partido Republicano y ganarle las elecciones nada menos a que a Clinton. Lo errático y extravagante de su Presidencia no cambia el hecho de que es él quien decide y gobierna y que su impronta no desaparecerá fácilmente de la cultura política estadounidense. Quienes están convencidos de que Trump será solo una anomalía de cuatro años quizá debieran no subestimarlo por segunda vez.

El éxito de Donald Trump al vampirizar a los republicanos señala un camino obvio para el mundo político de Sanders, cada vez más organizado y con más experiencia. Perry Anderson se hace esta pregunta sin algodones: «Si un asalto hostil desde la derecha a un partido capitalista fue posible, ¿podría hacerse lo mismo con el otro desde la izquierda? Esa ha sido la perenne esperanza de la mayor parte de la izquierda estadounidense desde el New Deal».

El problema de esta opción de nuevo «asalto», del que es consciente el editor de la New Left Review, es que la condición de posibilidad tanto de la campaña de Sanders como de la victoria de Corbyn en el Reino Unido (y lo mismo cabría decir de la emergencia de Podemos en España) fue el factor sorpresa. Nadie lo esperaba entonces, pero ahora la excepcionalidad se ha hecho —en buena medida— norma, y todos los actores políticos están alerta frente a cualquier posible sorpresa.

Es evidente que las condiciones serán más difíciles para Sanders y sus seguidores, pero no es menos cierto que la clase social, en su más salvaje complejidad, ha vuelto (con Sanders y con Trump) a la política estadounidense. La posibilidad de construir un bloque histórico en Estados Unidos que aúne a los precarios millennials, a la vieja clase trabajadora industrial y a las distintas minorías sigue siendo el reto de la izquierda en ese país. Ni las élites, ni la sombra de Obama ni la propia tradición de los demócratas se lo pondrán nada fácil, pero vivimos en la época en la cual lo difícil ocurre con frecuencia.

En Nuestra revolución, los lectores encontrarán algunas de las claves de la estrategia de ocupación del Partido Demócrata a partir de las experiencias personales de Sanders durante su campaña electoral, así como los ejes del trabajo político de una nueva izquierda estadounidense a la que admiramos y de la que esperamos lo mejor.

Nadie dijo que hacer la revolución —signifique eso lo que signifique en el siglo XXI y en Estados Unidos— sea fácil, pero la lucha sigue y, desde España, deseamos toda la suerte y todo el acierto a Bernie y su gente.

Pablo Iglesias

Abril de 2018

Nuestra
revolución

Introducción

Cuando comenzamos nuestra carrera por la presidencia en abril de 2015, fuimos tildados por el establishment político y por los medios de comunicación como una campaña “marginal” que no había que tomar en serio. Después de todo, yo era un senador de un estado pequeño que recibía muy poco reconocimiento. Nuestra campaña no tenía dinero, no tenía organización política y nos enfrentábamos a todo el establishment del Partido Demócrata. Y, por cierto, también estábamos haciendo campaña contra la maquinaria política más poderosa del país. La maquinaria de los Clinton había ganado la presidencia para Bill Clinton dos veces y a punto estuvo de ganar la nominación a la presidencia por parte del Partido Demócrata para Hillary Clinton en 2008.

Cuando nuestra campaña llegó a su fin en julio de 2016, resultó que los comentaristas se habían equivocado, y mucho. Habíamos hecho historia y habíamos llevado a cabo una de las campañas más importantes de la historia reciente del país, una campaña que de manera muy profunda habría de cambiar América.

Recibimos más de 13 millones de votos en las primarias y caucus celebrados por todo el país, ganamos en veintidós estados (en muchos casos por un amplio margen) y obtuvimos 1 846 delegados compromisarios en la Convención Demócrata, el 46 por ciento del total.

Es importante reseñar que, prácticamente en todos los estados, obtuvimos una fuerte mayoría entre la gente joven, el futuro de América. Además, obtuvimos grandes porcentajes de voto entre la juventud blanca, negra, latina, asiático-americana e indígena. Con ello establecimos la agenda de la América del mañana.

El 25 de abril de 2016, el Washington Post informó sobre una encuesta llevada a cabo por el Instituto de Ciencias Políticas de Harvard. “‘Los datos, recogidos por los investigadores de la Universidad de Harvard, sugieren que la campaña de Sanders no solo ha conseguido que las primarias demócratas fueran inesperadamente competidas, también ha transformado la manera en la que los millennials reflexionan sobre la política’, dijo John Della Volpe, director de la encuesta. ‘No es que esté llevando al partido hacia la izquierda, es que está empujando hacia la izquierda a toda una generación’, dijo Della Volpe sobre el senador de Vermont. ‘Independientemente de que gane o pierda, está condicionando la manera en la que una generación, la generación más grande de toda la historia americana, reflexiona sobre la política’”.

En un momento de gran apatía política, de muy poca participación electoral y en el que millones de americanos dan la espalda a los procesos políticos, nuestra campaña atrajo el enérgico apoyo de cientos de miles de voluntarios repartidos por todos los estados del país. Las nuestras fueron las manifestaciones más grandes de la campaña y, en total, más de 1,4 millones de personas acudieron a nuestros mítines públicos.

Como consecuencia de nuestras victorias en cierto número de estados, ahora hay por lo menos cinco presidentes nuevos en los partidos demócratas estatales, cuya elección formó parte de nuestra revolución política. Además, hay un cierto número de candidatos progresistas que, animados y apoyados por nuestra campaña, se están presentando a todo tipo de cargos, desde comités escolares hasta el Congreso de los EE. UU. (y muchos de estos candidatos van a ganar). Sangre nueva. Energía renovada en el proceso político.

De una manera que podría cambiar para siempre la política americana, también demostramos que cualquiera puede liderar una campaña popular y competitiva a nivel nacional sin tener que mendigar por contribuciones procedentes de millonarios y milmillonarios. Estamos orgullosos de haber sido la única campaña que no contó con ningún super PAC1. Recibimos unos 8 millones de contribuciones individuales para nuestra campaña, algo que no tiene precedentes en la historia americana. La contribución media fue de 27 dólares. Estas donaciones provinieron de 2,5 millones de americanos. La mayoría de ellos son personas con ingresos bajos o modestos.

Durante la campaña, obligamos a que se discutieran cuestiones que el establishment había ignorado durante demasiado tiempo. Llamamos la atención sobre el grotesco nivel de desigualdad salarial y patrimonial en este país y sobre la importancia de fragmentar los grandes bancos que llevaron a nuestra economía al borde del colapso. Pusimos al descubierto nuestras horrendas políticas comerciales, nuestro destartalado sistema de justicia y la falta de acceso a servicios sanitarios y a la educación superior que sufren nuestras gentes. Abordamos la crisis global que supone el cambio climático, la necesidad de una reforma migratoria coherente, la importancia de desarrollar una política exterior que anteponga la diplomacia a la guerra, así como muchas otras cosas.

Hay que destacar que el apoyo que nos ganamos demostró que nuestras ideas no le son extrañas a la mayoría social. Demostramos que millones de americanos quieren llevar a cabo una audaz agenda progresista que se enfrente a los milmillonarios y cree un gobierno que funcione para todos nosotros, no solo para los grandes donantes de las campañas.

El apoyo generalizado y popular que recibimos en favor de nuestra agenda ayudó a transformar al Partido Demócrata y le obligó a la Secretaria de Estado Clinton a acercar sus posiciones a las nuestras en cierto número de temas. Comenzó su campaña estando a favor del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP) y del Oleoducto Keystone. La terminó oponiéndose a ambas cosas. Como consecuencia de negociaciones entre nuestros dos equipos, una vez terminada la campaña la Secretaria de Estado Clinton adoptó una postura valiente con respecto a la educación superior y al acceso a los servicios sanitarios, lo cual le acercó a lo que nosotros habíamos defendido.

Nuestra campaña también se dejó notar en la redacción de los documentos de lo que ha sido, con mucha diferencia, la plataforma más progresista en la historia del Partido Demócrata. Pese a ser una minoría, nuestros partidarios acabaron por remodelar gran parte de dicha plataforma. He aquí algunas cosas que el Partido Demócrata de 2016 defiende:

Un salario mínimo a nivel federal de 15 dólares por hora, la ampliación de la cobertura de la Seguridad Social y la creación de millones de nuevos empleos que serán necesarios a la hora de reconstruir nuestras maltrechas infraestructuras.

La fragmentación de los bancos considerados “demasiado grandes como para quebrar” y la creación de una nueva Ley Glass-Steagall del siglo XXI.

La eliminación de los limbos jurídicos que les permiten a corporaciones multinacionales evadir impuestos federales escondiendo su dinero en paraísos fiscales.

La lucha contra el cambio climático mediante la asignación del precio del carbono y el alejamiento de nuestro sistema energético de los combustibles fósiles.

Una profunda reforma de la justicia que incluya la abolición de la pena de muerte, la eliminación de las cárceles privadas y el establecimiento de una hoja de ruta para la legalización de la mariguana.

La aprobación de una reforma migratoria coherente.

La puesta en práctica de la agenda más amplia de nuestra historia para proteger los derechos de los indígenas americanos.

Durante los quince meses de la campaña hubo una cuestión primordial que repetí una y otra vez y que voy a repetir aquí también: esta campaña nunca se limitó a la elección del Presidente de los Estados Unidos, pese a lo enormemente importante que es dicha elección. Esta campaña versó sobre la transformación de América. Se basó en la comprensión de que los cambios de verdad nunca tienen lugar de arriba a abajo, sino que siempre se producen de abajo a arriba. Los verdaderos cambios se producen cuando millones de personas normales deciden ponerse en pie y luchar por la justicia.

De eso versa la historia del movimiento sindical. De eso versa la historia del movimiento en favor de los derechos de las mujeres. De eso versa la historia del movimiento en favor de los derechos de los homosexuales. De eso versan todos los movimientos serios en favor de la justicia.

De eso versa la revolución política.

Acabé esta campaña siendo mucho más optimista sobre el futuro de nuestro país que cuando la comencé. ¿Cómo no iba a serlo? En los campos de California hablé con miles de trabajadores de toda condición imaginable. Se unieron convencidos de poder transformar nuestro país. Eran campesinos, ambientalistas, activistas homosexuales y estudiantes. Ellos saben, y yo también, que somos más fuertes cuando estamos unidos y no permitimos que los demagogos nos dividan por cuestiones de raza, género, orientación sexual o lugar de nacimiento.

En Portland (Maine), un día que hacía frío, mi equipo presenció cómo la gente hacía largas colas que duraban horas con la determinación de votar en el caucus que allí se celebraba. En Arizona algunas personas tuvieron que esperar cinco horas antes de poder votar, pero esperaron y votaron. Por todo el país la gente está devolviendo los golpes para crear la vibrante democracia que tan desesperadamente necesitamos y para detener nuestra deriva hacia la oligarquía.

En la ciudad de Nueva York me uní a los piquetes de huelga de los trabajadores de Verizon, que no estaban dispuestos a consentir que la empresa recortara sus derechos y externalizara empleos. Se opusieron a una avaricia corporativa indignante. Se mantuvieron unidos orgullosos de ser un sindicato. Y ganaron.

En Washington D. C., me manifesté junto a trabajadores con salarios bajos que le dijeron al mundo que no pueden sobrevivir con un salario mínimo que actualmente les condena al hambre, que tenemos que aumentar el salario mínimo hasta un nivel que permita vivir de él. Su mensaje y su lucha reverberan por todo el país.

Este libro describe la histórica campaña que llevamos a cabo. Abre una nueva senda para América basada en los principios de la justicia económica, social, racial y medioambiental. En nombre de nuestros hijos y nietos, se trata de una senda que debemos seguir y de una batalla que debemos ganar.

La lucha continúa.

1Comité de Acción Política, https://es.wikipedia.org/wiki/Comit%C3%A9_de_acci%C3%B3n_pol%C3%ADtica

Primera parte

Candidatura a la presidencia

1
¿Cómo acabamos siendo como somos?

BROOKLYN

Crecí en un apartamento de tres habitaciones y media de alquiler controlado. Mi hermano mayor (Larry) y yo nos pasamos años durmiendo en los sofás del cuarto de estar. Durante las primarias de 2016 en el Estado de Nueva York, con objeto de recordarle a los neoyorquinos que crecí en Brooklyn, organizamos una concentración en la calle en la que me crie, la Calle Veintiséis Este. 56 años después de haberme ido, tuve la oportunidad de visitar el apartamento en el que pasé mis primeros 18 años de vida. De alguna manera, se había encogido. Dios, qué pequeño era. La cocina/comedor era diminuta. Resultaba difícil imaginarse a los cuatro miembros de nuestra familia cenando juntos allí todas las noches. Y todo el edificio parecía más lúgubre de lo que recordaba, con tantos apartamentos por piso.

En uno de mis primeros recuerdos estoy en la acera, frente a la casa de apartamentos de Kings Highway, en la sección de Brooklyn llamada Flatbush, en la que vivíamos. Presenciaba un desfile militar. La Segunda Guerra Mundial había acabado. Tenía cuatro años.

La guerra, Hitler y el holocausto jugaron un papel muy importante en mi manera de afrontar la vida. Recuerdo las fotos de la familia de mi padre en Polonia. Fueron asesinados por los nazis. Recuerdo una llamada de teléfono en plena noche. Esto nunca pasaba en nuestro apartamento. La llamada nos informó de una buena noticia. Un primo de mi padre seguía con vida. Estaba en un campo de refugiados. Recuerdo cómo lloraba cada vez que veía las fotos de un libro sobre la destrucción de los judíos. Me acuerdo de haber visto a personas de mi vecindario con números tatuados en los brazos. Eran supervivientes de los campos de concentración. Me acuerdo de la alegría de la comunidad en 1949 por el nacimiento del estado de Israel.

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Mamá, Larry y yo. Soy el niño más pequeño. (Colección del autor)

Sin duda, ser judío, haber perdido a familiares (incluidos niños de mi edad) en el holocausto, la llegada al poder de un lunático de extrema derecha en unas elecciones libres en Alemania y la guerra que acabó con la vida de 50 millones de personas (entre ellas más de un tercio de los judíos del planeta) fueron hechos que surtieron en mi vida y en mi pensamiento un impacto imborrable.

Mi hermano Larry, seis años mayor que yo, me introdujo en la política y en muchas otras cosas. Ha jugado un papel extraordinariamente importante en mi vida y le estoy eternamente agradecido por su amor, sus consejos y, sobre todo, por su sabiduría. Durante los últimos 50 años ha vivido en Oxford, Inglaterra, donde formó una familia y ejerció como trabajador social. Hace 10 años fue elegido por el Consejo del Condado de Oxfordshire como candidato del Partido Verde y después fue reelegido para un segundo mandato. En estos momentos se esfuerza activamente por mantener un fuerte Sistema de Salud Público en el Reino Unido.

Mi madre le enseñó a leer a Larry cuando era muy pequeño y durante toda su vida ha sido un ávido lector. La primera vez que Larry leyó para mí yo tenía cuatro o cinco años. Los sábados por la mañana nos quedábamos largo tiempo en la cama leyendo pilas de cómics. Cuando éramos niños fue mi mentor y, como a veces ocurre con los hermanos mayores, mi tormento. Era muy listo, siempre conocía las respuestas de las que yo carecía (y me lo hacía saber).

No es fácil ser el hermano mayor. A veces, cuando lo que te apetece es salir y pasar el rato con amigos, tienes que cuidar de tu hermano y llevarlo a rastras. No es divertido. Si mis padres se habían ido, los sábados Larry también tenía que cocinar para mí. Me encantaba cómo cocinaba. Sus espaguetis con kétchup y su pudin de chocolate My-T-Fine era excepcionales.

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Mi hermano mayor Larry y yo. (Colección del autor)

Mis padres no eran grandes lectores. Libros en casa había pocos. Aunque tomábamos prestados libros de la biblioteca municipal, fue Larry el primero que trajo libros a casa y los colocó en una estantería. Y lo que es más importante, fue Larry el que me ayudó a entender algunos de esos libros. Era un buen profesor y me abrió mucho los ojos.

Pese a que mis padres no estaban demasiado interesados en la política, siempre votaron al Partido Demócrata, tal y como hacía prácticamente todo el vecindario judío en el que vivíamos. Larry introdujo la política en casa cuando siendo estudiante de la universidad Brooklyn College se unió a las Juventudes del Partido Demócrata e hizo campaña por Adlai Stevenson en 1956.

Durante mi campaña presidencial me sentí encantado de que Larry, su mujer Janet y su hijo Jacob pudieran estar conmigo en algunos actos. Todavía más orgulloso me sentí cuando, en calidad de delegado de Demócratas en el Exterior en la Convención Demócrata, emitió su voto en favor de mi nominación con lágrimas en los ojos.

¿Era pobre mi familia? No. ¿Disponíamos de lo que los economistas llaman muchos ingresos discrecionales? En absoluto.

Mi padre era vendedor de la empresa de pinturas Keystone Paint and Varnish Company. Llegó al país proveniente de Polonia cuando tenía 17 años y no tenía ni cinco centavos en el bolsillo.

Siempre tuvo un empleo y ganó el suficiente dinero para atender las necesidades de su mujer Dorothy y de sus dos hijos, pero no para mucho más.

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Larry y yo en la Convención Demócrata. (Jane O’Meara Sanders)

El dinero o, mejor dicho, la falta de dinero siempre fue un asunto polémico en casa. Mis padres discutían constantemente de dinero. Eran discusiones dolorosas y agrias, discusiones que se quedan grabadas en el cerebro de un niño pequeño y no se olvidan.

“Bernhard. Ve a hacer la compra. Esto es lo que necesitamos. Aquí tienes la lista”, me dijo mi madre. Como diligente hijo de doce años que era, salí e hice la compra. Sin embargo, fui a la tienda equivocada. Fui a la pequeña tienda que estaba a unas pocas manzanas de mi casa en vez de ir a la tienda Waldbaum en la Avenida Nostrand. Pagué más de lo que debía. Cuando regresé y mi madre se dio cuenta de lo que había hecho me gritó de forma horrible. El dinero era muy difícil de conseguir y no había que malgastarlo.

A los trece años quise una chaqueta de cuero. Era la moda. Todos tenían una y estaba cansado de heredar el abrigo de mi hermano. “Vale”, dijo mamá. “Te voy a comprar una chaqueta de cuero”. El viaje se convirtió en un infierno. Es probable que por ello a día de hoy, 62 años después, que le pregunten a mi mujer si estoy mintiendo, todavía odie ir de compras y me quiera marchar de cualquier tienda si estoy en ella durante más de media hora.

Ese día mi madre me llevó por lo menos a una docena de tiendas. Buscábamos la chaqueta de cuero más barata. Empezamos por varias tiendas de la zona comercial de Kings Highway. Luego fuimos en metro hasta las grandes superficies comerciales del centro de Brooklyn y de Manhattan. No hubo chaqueta de cuero en la ciudad de Nueva York que no me probara.

Como habrán adivinado, acabamos comprando la chaqueta de la primera tienda en la que estuvimos en Kings Highway y que me había probado muchas horas antes. Ahora resulta gracioso pensarlo, pero entonces no lo fue.

El dinero de tu familia determinaba la calidad de tu guante de béisbol, la marca de tus zapatillas y el modelo de coche conducido por tu padre. Por supuesto, también determinaba si vivías en una casa de apartamentos de alquiler controlado (como era el caso de casi todos mis amigos) o en una “casa privada”.

Hasta que no fui mucho mayor no me enteré de que la mayoría de la gente no se refería a las casas normales de una calle como “casas privadas”. Sin embargo, en donde yo vivía la diferencia era muy clara. Aquellos de nosotros que vivíamos en casas de apartamentos éramos de clase trabajadora y aquellos que vivían en “casa privadas” eran de clase media. Se trata de uno de los primeros casos de diferencia entre clases de los que me acuerdo.

La mayor parte de mi infancia me la pasé jugando en la calle o en patios de colegio. La calle era nuestro mundo y nunca salíamos de casa sin una pelota de goma rosa Spalding. A diferencia de lo que pasa hoy en día, no había ninguna supervisión por parte de adultos en absoluto. Nosotros mismos organizábamos nuestros juegos.

Jugábamos durante horas. En la calle jugábamos al escondite, al béisbol sin bate, al hockey, al fútbol americano con toque de dos manos y al stickball. Hacíamos tiempo muerto cuando pasaba un coche y existían estrictas reglas para cuando una pelota se metía debajo de un coche aparcado. Jugábamos a las canicas en alcantarillas. Si metías la canica por el agujero del medio, recuperabas diez canicas.

Jugábamos a la pelota mano contra las paredes de los edificios, a las cuatro cuadras en las aceras, al curb ball contra los bordillos y al stoopball contra los cantos de las escaleras1. Jugábamos al balonmano normal y al balonmano chino2. Volteábamos cromos de béisbol y echábamos carreras. En el patio del colegio público 197, en el que cursé la educación primaria y que estaba a unas pocas manzanas de mi domicilio, jugábamos al softball y al baloncesto hasta que estábamos tan cansados que a duras penas podíamos volver a casa. Para alimentarnos, hacíamos una colecta para comprar una botella grande de soda.

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Con mi hermano y con mi padre. (Colección del autor)

Lo que aprendí jugando en las calles y en los patios de recreo de Brooklyn no fue solo cómo ser un atleta y cómo jugar a la pelota a un nivel respetable. Aprendí una profunda lección sobre democracia y autogobierno. ¿Gracias a jugar al punchball y al stickball? Sí.

En las calles y en los patios de recreo en los que pasábamos gran parte de nuestras vidas no había adultos. Nadie nos vigilaba. Nadie nos entrenaba. Nadie arbitraba nuestros juegos. Estábamos a nuestra suerte. Todo lo organizaban y lo decidían los propios niños. El grupo saldaba nuestras desavenencias y tomaba todas las decisiones. Aprendimos a vivir de esta manera.

“¿A qué deberíamos jugar? … Oye, eso es una gran idea, vamos allá”.

“¿Me prestas tu guante de béisbol? … ¿Quién ha traído el bate y la pelota? … ¿Llegó a tiempo a la base o está eliminado? … ¿Fue o no fue falta?”

No se debatía sobre quién jugaba en cada equipo. A la hora de hacer los equipos, todo el mundo sabía quién era el mejor, el segundo mejor y el tercero mejor jugando al baloncesto. Así eran las cosas.

En el baloncesto a tres, el equipo que perdía salía del campo y otro equipo lo remplazaba para retar a los ganadores. Esas eran las reglas.

Y todo funcionaba bien.

Tal y como lo recuerdo ahora, se trataba de una comunidad asombrosamente democrática y autosostenible que me aleccionó sobre el trabajo con otras personas. Nunca lo olvidaré.

Otra cosa que nunca olvidaré es la relación que tanto los niños del bloque, como la comunidad entera, tenían con los Dodgers de Brooklyn. A veces, durante mis viajes, me preguntan de qué equipo de béisbol era de pequeño. ¿Es una broma? Solo había un equipo. Y sus miembros eran como de la familia.

Gil Hodges en la primera base, Jackie Robinson o Junior Gilliam en la segunda, Pee Wee Reese (mi favorito) en la posición de parador en corto, Billy Cox en la tercera base, Gene Hermanski como exterior izquierdo, el Duke en el centro, Carl Furillo a la derecha, Roy Campanella detrás del plato. Sobre el montículo estaban Preacher Roe, Don Newcombe, Carl Erskine, Johnny Podres, Clem Labine, Joe Black, Sandy Koufax, entre muchos otros. Esos nombres permanecen indelebles en mi memoria. Han pasado sesenta años y me sigo acordando de aquellas figuras míticas como si fuera ayer.

Habría sido impensable que alguien del bloque no conociera el nombre de los jugadores, sus medias de bateo y el récord de victorias y de derrotas de los lanzadores. Sabíamos contra quién jugaban aquel día, dónde jugaban, quién lanzaba y cuantos partidos les separaban de la cabeza. También sabíamos todo lo referente a su vida personal que aparecía en los cromos que nos intercambiábamos. La mayor parte de nuestra interacción con los Dodgers provenía de los comentarios que Red Barber y Vin Scully (tan familiares para nosotros como los jugadores) hacían en las retrasmisiones de radio y televisión.

Ebbets Field, el lugar en el que jugaban los Dodgers, estaba a media hora en metro. Algunos sábados o domingos asistíamos a los partidos, y a veces veíamos dos partidos consecutivos. Por lo general, nos sentábamos en las tribunas descubiertas de 60 centavos y a veces en los asientos de $1,25 en la parte de arriba frente a la línea de la primera base. En ocasiones especiales, esperábamos en la salida a los jugadores en busca de autógrafos. Todavía me acuerdo de ver a un cansado Jackie Robinson abandonar el campo de juego.

Los Dodgers traían a nuestro mundo tanto alegría como desesperación. ¿Qué chiquillo que haya crecido en Brooklyn no se acuerda del final de la temporada de 1951 y de la debacle de los Dodgers, que tras estar en cabeza con una ventaja de trece partidos acabaron por detrás de los odiados Giants de Nueva York? Luego vinieron los playoffs. Y Ralph Branca. Y el home run de Bobby Thomson, el lanzamiento que resonó en el mundo entero.

Pero en 1955 vinieron tiempos mejores. Por fin, los Dodgers derrotaron a los Yankees y ganaron las Series Mundiales. Johnny Podres se convirtió en un héroe. En Brooklyn se desató una histeria colectiva.

No hay que ser sociólogo para comprender el impacto que tuvieron los Dodgers en la gente de Brooklyn, en las relaciones entre razas y en nuestro sentido de comunidad. Por supuesto, de pequeños todos sabíamos que Jackie Robinson, Don Newcombe y Roy Campanella eran negros. Sin embargo, mucho más importante para nosotros es que eran magníficos jugadores de béisbol. No es que fuéramos fanáticamente liberales. Solo queríamos que los Dodgers ganaran. Por supuesto, formaban parte de nuestra familia.

Durante los días en los que los Dodgers estaban mudándose a Los Ángeles, se extendió un dicho por Brooklyn. Decía lo siguiente: las tres peores personas de la historia moderna eran Adolf Hitler, Joseph Stalin y Walter O’Malley, no necesariamente en ese orden. La partida de los Dodgers, que fue orquestada por O’Malley, el dueño del equipo, fue algo devastador tanto para el barrio como para la ciudad. Dejó un vació enorme.

Francamente, en calidad de adolescente no politizado, me resultó muy difícil comprender cómo los Dodgers pudieron ser trasladados. Ese equipo eran los Dodgers de Brooklyn. Igual que el puente de Brooklyn, la Universidad de Brooklyn o el barrio de Brooklyn. ¿Cómo pudieron quitarnos algo que era parte esencial de la vida de la gente y que era tan importante para dicha gente? La devastadora decisión de O’Malley de arrebatar a Brooklyn los Dodgers en busca de mayores beneficios en la costa oeste fue, sospecho, una de mis primeras percepciones de las deficiencias del capitalismo.

No obstante, mis experiencias de infancia no se limitan a las calles de Brooklyn.

Nunca olvidaré un verano en el que con trece años mis padres me mandaron al campamento scout Ten Mile River en Narrowsburg, Nueva York. Se trataba de una forma barata de hacer que los niños salieran de la ciudad durante el verano. Se suponía que mi primer verano en el campamento iba a constar de cuatro semanas. Volví a casa después de dos. Echaba de menos mi casa. El año siguiente se suponía que iba a quedarme dos semanas. Me quedé cuatro. Me lo pasé en grande. La última vez que fui me quedé seis semanas y lloré cuando tuve que regresar a la ciudad.

De niño había estado en la Rama Lobato de los Scouts, en los que mi madre era den mother3, y después formé parte de la Tropa 356 de los Boy Scouts. Ocasionalmente, nuestra tropa salía de excursión y organizaba comidas camperas, pero estas cosas no tenían punto de comparación con el campamento de verano.

El campamento de los Boy Scouts fue para mí una experiencia extraordinaria. Por primera vez en mi vida entré en contacto con el aire libre y con la forma de vida rural. Viví en un cobertizo sin puerta principal, pasé noches en un saco de dormir sobre un “colchón” relleno de paja, hice senderismo, acampé, por primera vez en mi vida observé el cielo durante preciosas noches estrelladas, aprendí la sabiduría tradicional india, nadé en el lago, monté en canoa, participé en comidas comunitarias en enormes comedores y canté canciones folklóricas.

Un día, mi compañero de litera y yo estábamos sentados en nuestras camas leyendo tebeos. Entonces una serpiente negra bastante grande reptó por la litera de arriba en el lado de la cabaña ocupado por mi amigo. La serpiente se dirigió hacia abajo, hacia sus hombros. Corrimos despavoridos.

Toda una experiencia para un chico de Brooklyn.

Ir al campamento de los Boy Scouts cambió mi vida. Verdaderamente me gustaba vivir en el campo. Nunca lo olvidaré. Dudo mucho que hubiera acabo en Vermont, uno de los estados más rurales del país, si no hubiera ido al campamento Scout.

En el instituto de secundaria al que acudí, el James Madison High School, no me divertí tanto como en la escuela primaria. El instituto era mucho más grande y, a diferencia del colegio público PS 197, en donde conocía a casi todos los niños de toda la vida, me encontré con muchas caras nuevas. En el instituto fui un buen estudiante, pero no excepcional. Las ciencias sociales me interesaron más que las matemáticas y las ciencias naturales.

En el último año de instituto me presenté a delegado de clase. Me acuerdo de cómo recorría de un lado a otro el suelo del dormitorio mientras trabajaba con mi madre en el discurso que iba a dar en el auditorio del instituto. La propuesta principal de mi campaña era que el instituto adoptara un huérfano de guerra procedente de Corea del Sur. Perdí las elecciones. Sin embargo, el compañero que ganó acabó adoptando mi idea y nuestro instituto “adoptó” al niño.

Una de las primeras grandes decepciones de mi juventud fue no ser escogido para el equipo de baloncesto del instituto James Madison que, bajo la larga y legendaria dirección de su entrenador Jamie Moskowitz, siempre fue uno de los mejores equipos de la ciudad.

Cómo me alegré en el penúltimo año de instituto al ser elegido para el equipo. Llegué a casa con un precioso uniforme con el 10 a la espalda. Lo confieso, llegué a dormir con ese sedoso uniforme. Entonces fue cuando ocurrió el desastre. Durante un entrenamiento a principios de temporada el entrenador me dijo que estaba descartado. En el siguiente curso no iba a estar en el equipo, ni tampoco iba a estarlo en el futuro, se acabó llevar aquel precioso uniforme. Fue una experiencia demoledora.

No sé exactamente por qué, pero entonces probé en los equipos de atletismo y campo a través. De niño, siempre tuve una buena resistencia y podía correr eternamente. El atletismo y el campo a través no eran tan atractivos como el baloncesto. A los encuentros no acudían grandes multitudes, ni tampoco se les prestaba tanta atención. Sin embargo, acabó siendo una experiencia excitante y llena de significado. Me lo pasé muy bien y era bastante bueno.

Para acudir a los eventos de campo a través tuve que pasar mucho tiempo montando en el metro para ir desde Brooklyn hasta el Parque Van Cortland, en el Bronx. En la línea de salida eran cientos los corredores. Luego, tras el disparo de salida, los participantes se adentraban frenéticamente en el bosque para correr dos millas y media. Las respiraciones profundas de los cuerpos esforzándose aspiraban el olor de las hojas del otoño en el suelo. En el sprint final que conducía a la línea de meta superaba a los corredores que estaban más cansados que yo. Fueron magníficas experiencias que nunca olvidaré.

Era un buen corredor, no solo en campo a través, sino también en las carreras de milla y media milla. Llegué a correr la milla en 4:37 minutos, lo suficientemente rápido como para quedar tercero en el campeonato cubierto de una milla de la ciudad de Nueva York. También gané varios encuentros de distrito y locales. El campo a través y el atletismo acabaron siendo importantes en mi vida. El entrenar duro y el no abandonar incluso cuando estás muerto de cansancio me proporcionaron la disciplina que me ha acompañado durante toda mi vida.

CHICAGO

Era alrededor de la medianoche en el aeropuerto de La Guardia. Yo tenía 19 años y se trataba de mi primer viaje en avión, en el que iba a tomar el vuelo más barato disponible para ir a Chicago.

Mi madre había muerto unos meses antes. Quería alejarme de Brooklyn y de Brooklyn College, donde había cursado mi primer año como universitario. Tenía un amigo que ya era universitario, de manera que pedí una plaza y me aceptaron. Al parecer, la escuela tenía que rellenar algunos huecos en la clase de segundo año, lo cual hizo que aceptara a un estudiante como yo, que tenía unas notas por debajo de unos estándares académicos muy altos. El avión aterrizó a las tres de la mañana y fui desde el aeropuerto de Midway hasta el barrio de Hyde Park, en el sur de Chicago.

Ir a la universidad fue una experiencia que me abrió los ojos. Me cambió la vida y, para bien o para mal, me ayudó a convertirme en la persona que soy hoy en día. Sin embargo, también fue un periodo muy difícil.

Mi padre dejó de ir al colegio en Polonia cuando tenía 16 años. Debido a que sufrió la Gran Depresión, se preocupaba mucho por el dinero y por los medios de subsistencia. Habría preferido que no fuera a la universidad y que después del instituto hubiera encontrado un trabajo estable. Mi madre era un ama de casa que se graduó en el instituto en la ciudad de Nueva York, pero cuya educación no paso de ahí. La mayor parte de nuestros amigos y vecinos tenían una formación parecida.

En la Universidad de Chicago la mayoría de mis compañeros eran hijos de universitarios. Sus padres eran profesionales o empresarios de prestigio. Me sentí muy fuera de lugar y un poco sobrepasado. A veces, también me sentí muy solo.

A la vez que, desde un punto de vista personal, me enfrenté a dificultades, la Universidad de Chicago también me brindó oportunidades que nunca antes había experimentado. Disfruté de muchos de mis profesores; sin embargo, mis intereses intelectuales me conducían hacia el exterior de las aulas y hacia materias que no necesariamente formaban parte del currículo. Iba a la Biblioteca Harper, una de las mejores bibliotecas universitarias del país. Allí pasé mucho tiempo enterrado entre “las estanterías”.

Aunque a menudo no acudía bien preparado a las clases y a los exámenes, y aunque sacaba unas notas bastante poco espectaculares, leí mucho sobre todo tipo de materias. Estudié historia, sociología, psicología, economía y ciencias políticas. Leí sobre aspectos de la historia y de la vida americana de los que anteriormente no sabía nada. Aprendí que América no era siempre “la tierra de los libres y el hogar de los valientes”4 y que nuestro país no se encontraba siempre en el lado correcto de la historia. También leí muchas biografías.

Me asombré de la cantidad de revistas y boletines que se podían encontrar en la grande y hermosa sala de lectura del campus. ¿Quién iba a decir que existían tantas publicaciones? ¡Además sobre todo tipo de materias imaginables y procedentes de todo el mundo! A menudo acudía a la sala de lectura con el propósito de estudiar para una tarea de clase pero acababa por pasar la tarde absorto en una revista o en la Sala de los Periódicos. Fue allí donde por primera vez entré en contacto con las revistas The Nation, Monthly Review, The Progressive y con otras publicaciones progresistas. Se estaban desarrollando mis opiniones políticas.

También empecé a leer de forma crítica. Cuando estaba en el instituto, si querías ganar una discusión bastaba con señalar que “lo decía el periódico”. Pues bien, con asombro estaba aprendiendo que las diferentes publicaciones tenían diferentes puntos de vista y que lo que aparecía en los periódicos no era necesariamente cierto.

Sin embargo, no solo me dediqué a leer. También corría. Durante mi primer año en la universidad también formé parte de los equipo de campo a través y de atletismo, y se me dio bastante bien. Aunque la Universidad de Chicago no era en absoluto una gran escuela atlética, sus instalaciones eran mucho mejores que cualquier otra que hubiera visto antes. Había bonitas pistas tanto cubiertas como descubiertas y me asombraba de que se pudieran arrojar las sudadas prendas de correr en un cesto y que te las devolvieran totalmente limpias y dobladas al día siguiente. Cuando estuve en el equipo de atletismo llegué a correr la media milla en menos de dos minutos, mi mejor marca.

Es irónico, pero pese a que recibí en el campus universitario muchas clases interesantes y pasé largas horas enterrado entre las estanterías de la biblioteca, gran parte de mi aprendizaje durante mis años en Chicago tuvo lugar fuera del campus gracias a las organizaciones de las que formé parte y de las actividades en las que participé. Estando en la universidad empecé a militar en la Liga de Juventudes Socialistas (YPSL5), en la Unión de Estudiantes por la Paz (SPU6) y en el Congreso de la Igualdad Racial (CORE7).

Gracias a estas organizaciones aprendí a abordar la política de una manera nueva para mí. La cuestión no era solamente que había que oponerse al racismo, a la guerra, a la pobreza y a otros males de la sociedad. Las cosas no pasaban solo por accidente. Había una relación entre la riqueza, el poder y la perpetuación del capitalismo.

¿De qué manera recibía la población en general la información que necesitaba para tomar decisiones políticas? Los medios de comunicación estaban controlados por grandes corporaciones. ¿De qué manera eran elegidos los políticos? También los intereses del gran capital jugaban un papel importante en esto. ¿Quién se beneficiaba de los salarios bajos y de las malas condiciones de trabajo? ¿Se reducía el racismo a prejuicios irracionales o se extraía un beneficio económico del mantenimiento de la división racial? ¿Quién tomaba la decisión de empezar una guerra determinada y quién se beneficiaba de aquella guerra? ¿Se reducía el secreto de una buena vida a ganar más y más dinero para poder consumir cada vez más y más productos?

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