Agradecimientos

Este libro ha sido para mí una auténtica obra de amor. Jade y Quentin siguen conmigo después de meses de haber terminado de escribir su historia. Una historia que no sería la que es sin el equipo que estaba decidido a darles el libro que merecían.

Infinitas gracias a mis editoras, Phoebe Yeh y Elizabeth Stranahan, que pusieron casi tanto de sí mismas en Casi imposible como yo misma. Sus consejos y su conocimiento no tienen precio. Sus revisiones y su dedicación a este libro son una prueba de lo comprometidas que están con la tarea de publicar los mejores libros posibles para jóvenes lectores.

Gracias a mi agente, Jane Dystel, por su infatigable trabajo. Tengo mucha suerte de contar con una agente tan entregada y tan profesional.

A todos los escritores de blogs que dan a conocer el mundo de los libros, he de deciros que sois mi inspiración. Para escribir mejor. Para hacerlo mejor. Entregáis mucho al mundo del libro sin esperar nada a cambio. Gracias por continuar leyendo y compartiendo vuestro amor por los libros.

A mis heroínas en el mundo real. Espero que comprendáis lo heroicas que sois. Sois mi lugar feliz en el mundo digital y os considero amigas, aunque a muchas de vosotras no os conozco en persona todavía. Gracias por vuestra amabilidad y vuestro apoyo.

A mi marido y a mi hija: mis amores, mi vida. Sois mi razón para todo.

Y, por último, a todos los lectores que estáis ahí: gracias por dejar que esta rata de biblioteca viva su sueño. No os conforméis nunca con menos de lo que os pertenece.

Capítulo uno

Todo era posible. Por lo menos, eso parecía.

El verano de 2017 iba a ser algo grande. Lo sabía. Podía sentir –tanto por el nudo de nervios y emoción que notaba en las tripas como por el aire que vibraba a mi alrededor– que este sería el verano, mi verano.

–Última oportunidad de echarte atrás o de callarte para siempre –canturreó mi madre desde el asiento trasero del taxi que habíamos tomado en el aeropuerto.

Me apretó la mano todavía más, con lo que acabó de cortarme la circulación. Si es que todavía circulaba algo.

Antes de responder, intenté fingir el punto justo de inseguridad.

–Hasta luego, última oportunidad. –Saqué la mano por la ventanilla para decir adiós.

Mi madre suspiró y me apretó la mano con más fuerza todavía. Ya la sentía casi dormida. Si mamá no aflojaba su mortífero apretón, llegaría manca al verano de 2017.

Mi madre estaba a punto de emprender una gira internacional con su grupo musical, Shrinking Violets, después de un gran éxito, pero ahora estaba mustia porque era el primer verano que no estaríamos juntas. De hecho, era la primera vez que nos separábamos.

Logré convencer a mi madre de que me dejara quedarme en Estados Unidos con la familia de su hermana a base de insistir en que antes de dejar el instituto quería experimentar lo que era vivir un verano como una adolescente norteamericana normal y corriente. Antes de ir a la universidad tenía la oportunidad de saber lo que era permanecer en un mismo lugar, con la misma gente. La última oportunidad de comprobar cómo era realmente la vida de una adolescente norteamericana.

Y mi madre se convenció…, por fin.

Tendría a las mujeres de su banda y a sus decenas de miles de seguidores para hacerle compañía. Podía estar sin mí un par de meses. O eso esperaba yo.

Mamá y yo siempre habíamos estado juntas. Me tuvo a mí cuando era joven –pero joven joven– y, aunque su novio se largó prácticamente antes del test de embarazo, a ella no le fue mal sola.

Habíamos crecido juntas, y yo era consciente de que mi madre se había perdido muchas cosas por cuidarme. Quería que este verano también fuera especial para ella. Un verano para disfrutar sin preocuparse de su hija adolescente. Además, quería darle la ocasión de saber cómo sería la vida sin mí. Yo me iría pronto a la universidad, en alguna parte, y suponía que entrar poco a poco en la fase del nido vacío sería mejor que si entraba de golpe.

–Has puesto la crema protectora solar en la maleta, ¿verdad?

Mamá se inclinó para asomarse por la ventanilla y miró con suspicacia el cielo azul. Hizo tintinear sus brazaletes.

–Factor de protección 70 para los días muy calurosos, 50 para los días calurosos y 30 para los días nublados.

Acaricié con el pie la vieja bolsa de lona que yacía a mis pies. Hacía diez años que viajaba conmigo alrededor del mundo, de modo que la tela se notaba suave y gastada.

–Así habla mi niña de piel clara.

Mamá me miró con expresión preocupada. La línea entre sus cejas se hizo más profunda.

–Tú también deberías usar protección solar –dije yo–. No vas a tener siempre treinta y tantos años, ¿sabes?

Mamá exhaló un gemido.

–No me lo recuerdes. Ya ni siquiera el factor de protección solar puede ayudarme. No puede hacer nada por el culo caído y las patas de gallo.

Se pellizcó unas arrugas invisibles y meneó el trasero contra el asiento del coche.

Ahora fui yo quien dejó oír un gemido. Ya resultaba incómodo que la gente nos tomara siempre por hermanas, pero lo peor era que mamá pudiera ponerse los mismos vaqueros que yo (y se los ponía). Debería estar prohibido que una madre cogiera la ropa del armario de su hija adolescente.

Cuando el taxi entró en Providence Avenue sentí una súbita punzada de pánico. No por mí, sino por mi madre.

¿Sobreviviría a un verano sin mí a su lado para recordarle cuándo llegaría la factura del móvil o para poner al día su calendario de modo que supiera dónde tenía que estar y cuándo? ¿Estaría bien, aunque no me tuviera a mí para recordarle que la fruta y los vegetales forman parte de la pirámide alimenticia por algo y para comprobar que no faltara nada entre bastidores?

–Eh. –Mamá me miró como si pudiera leer mis pensamientos–. Estaré bien. Soy una mujer de treinta y cuatro años fuerte y capaz.

–El cargador del teléfono.

De un tirón saqué el cargador que colgaba de su enorme bolso tachonado de metal. Lo había envuelto en cinta adhesiva de un rosa chillón para que fuera fácil de distinguir.

–Te he puesto otros dos cargadores en la maleta para que te duren todo el verano. Cuando uses el último, no te olvides de comprar otros dos para estar…

–Jade, por favor –me interrumpió–. Solo he extraviado unos cuantos, no es que haya perdido…

–¿Treinta y dos cargadores en los últimos cinco años? –Mamá abrió la boca para protestar, pero la interrumpí–. Tengo los recibos que lo demuestran.

Cerró la boca de golpe. El taxi entraba ya en el jardín de mi tía.

–¿Qué voy a hacer sin ti? –Mamá tragó saliva. Con un gesto bajó las gafas de sol que llevaba sobre la frente a fin de ocultar las lágrimas que –para mi sorpresa– humedecían sus ojos.

Yo sabía ocultar mis emociones mejor que ella, de modo que no tuve que rebuscar en mi bolso las gafas de sol.

–Uf, no lo sé. ¿Y si haces una gira mundial que sea un éxito arrollador? ¿Seis continentes en tres meses? ¿Quince conciertos en noventa días? Ese tipo de cosas.

Mamá esbozó una sonrisa. Le encantaba la música –componerla, escucharla, interpretarla– y era una música de los pies a la cabeza. No se había apuntado a esto para hacerse famosa ni para entrar en los 40 Principales ni nada parecido, sino porque la música formaba parte de ella. Cuando cantaba frente a una docena de oyentes en un café abarrotado era la misma que ahora, vocalista principal de una de las mayores bandas del mundo, actuando en estadios donde cabían miles de personas.

–Suena genial. Tantos países, tanta aventura…

Mamá tenía la mano en la manilla de la puerta del taxi, pero, más que abrirla, parecía querer mantenerla cerrada.

–¿Seguro que no quieres acompañarnos?

Le devolví una débil sonrisa. El alborotado pelo castaño le caía sobre las enormes gafas oscuras. Mamá tenía una inmensa sed de aventuras –siempre la había tenido y siempre la tendría– y le resultaba difícil entender que su propia hija no sintiera lo mismo.

–¿Me prometes que me telefonearás y me enviarás fotos cada día?

Por el rabillo del ojo vi al taxista de pie junto a mi ventanilla, con mi equipaje en la mano. Aquí me quedaba yo.

Mamá suspiró y levantó hacia mí el dedo meñique.

–Te lo prometo.

Enrosqué mi meñique alrededor del suyo y forcé una sonrisa.

–Te quiero, mamá.

Su dedo apretaba el mío con la misma fuerza con la que me había apretado la mano durante el viaje.

–Te quiero, pase lo que pase.

Dicho esto, abrió la puerta con fuerza y salió del taxi, pero vi que una lágrima se le escapaba por debajo de las gafas de sol.

Cuando salí del taxi, no quedaba ni rastro de aquella lágrima ni de ninguna otra. Mamá lloraba tan a menudo como escribía canciones de amor. En otras palabras, nunca.

Mientras ella buscaba en el monedero el dinero para pagar el taxi, yo inspeccioné la casa que había frente a mí. La había visitado por última vez el Día de Acción de Gracias, hacía tres años. ¿O eran cuatro? No lo recordaba, pero era el tiempo suficiente para olvidar lo blanca y brillante que era la casa de mis tíos, cómo relucían sus impecables ventanas y lo bien cuidado que estaba el jardín. Tanto que parecía de mentira.

Era totalmente opuesto a los viajes en autocar y los hoteles de larga estancia en los que había transcurrido toda mi vida. Mi madre, Meg Abbott, no era un ejemplo de pulcritud.

–En el bolsillo de cremallera trasero –le dije a mi madre, que seguía buscando el dinero en su monedero.

–¡Ajá! –anunció, entregándole unos pocos billetes al taxista, cuya paciencia se estaba agotando.

Mi madre agarró las maletas y se colocó junto a mí, preparada para todo.

–De modo que esa obsesión enfermiza por la limpieza empeora con el tiempo.

Mamá contempló boquiabierta el caminito que llevaba a la puerta de entrada, pintada de un azul cobalto, con una reluciente placa que rezaba: Davenport. No sería exagerado afirmar que la mayoría de las superficies donde yo había comido no estaban tan limpias como el tramo de cemento que se extendía ante mí.

–Mamá… –dije en tono de advertencia.

Se había acercado a las macetas que había bajo las ventanas, rebosantes de geranios rojos, y vi que se estremecía.

Nos encaminamos a la puerta de entrada.

–No soy mala –explicó–. Aprecio las diferencias que existen entre mi hermana y yo. Eso es todo.

En ese preciso momento, se abrió la puerta y mi tía salió como si flotara, con una sonrisa perfectamente medida y el cabello perfectamente peinado.

–Aprecio las diferencias –musitó mientras nos acercábamos a la puerta.

Tuve que morderme el labio para no soltar una carcajada. Las hermanas se abrazaron.

Mi madre es de estatura algo inferior a la media, como yo, y tiene el pelo oscuro y largo. Tía Julie, en cambio, es alta y delgada y luce una rubia melena –que no deja de mover a un lado y a otro– por encima de los hombros. Sus ojos son de un azul casi tan claro como los míos, mientras que los de mamá son oscuros como su cabello.

Pero no era solamente su físico lo que las hacía tan diferentes; era todo. Desde la forma de vestir –mamá de un tono oscuro, mientras que el color más oscuro que le he visto a tía Julie es el malva– hasta sus gustos en comida. Mamá se encuentra en el extremo picante del arco, mientras que tía Julie prefiere el sabor suave.

Mamá miraba a tía Julie.

Tía Julie le devolvía la mirada.

Así estuvieron veintiún segundos. Los conté. La última mirada, cuatro años antes, duró cuarenta y nueve segundos. Habíamos mejorado.

Finalmente, tía Julie entrelazó las manos y dejó ver sus uñas cuidadas y recién pintadas.

–Hola, Jade. Hola, Megan.

Al oír su nombre de pila, mi madre se puso tiesa como una escoba. Tía Julie es ocho años mayor, pero actuaba más como una madre que como una hermana.

–¿Qué pasa contigo, Jules?

Tía Julie frunció los labios al oír el apodo que su hermana había inventado para ella. Retrocedió un par de pasos y nos invitó a entrar con un gesto.

–¿Bien?

Obedecí la indicación de agarrar el equipaje y seguir a mamá, que subía los escalones pisando con fuerza.

–¿Eso es todo? ¿En serio? –preguntó mamá. Al pasar junto a tía Julie le dio un codazo.

–Estoy haciendo lo correcto –repuso tía Julie.

–Lo que tú llamas hacer lo correcto yo lo llamo haberse ablandado con los años.

Dicho esto, atravesó la puerta corriendo, como si temiera que tía Julie le diera una patada en el trasero o algo así. La idea de que tía Julie pudiera dar una patada a alguien me hizo sonreír.

–Jade. –Esta vez la sonrisa de tía Julie era auténtica. Tomó de mi mano la bolsa de lona–. La última vez que te vi eras una niña, y mírate ahora. Te has hecho mayor.

–Eh, tía Julie. Gracias otra vez por dejarme pasar el verano con vosotros.

Me detuve indecisa, sin saber si tenía que abrazarla o seguir andando. Hubo un momento de incomodidad, hasta que tía Julie tomó la decisión por mí y me dio una palmadita en la espalda. Después de eso, seguí andando.

Tía Julie no era fría ni distante, simplemente mostraba su afecto de otra manera. Pero yo sabía que se preocupaba por mi madre y por mí. De otro modo no contestaría al teléfono al primer timbrazo cuando la llamábamos, cada dos o tres meses. Tampoco habría accedido rápidamente cuando hace unos meses mamá le preguntó si yo podía pasar el verano con ellos.

–Te mostraré tu habitación.

Tía Julie cerró la puerta tras ella y nos condujo a través del salón.

–Paul y yo reformamos la habitación para hacerla más apropiada para una adolescente.

–¿En lugar de para una monja de ochenta años fascinada por los edredones y las figuritas de ángeles? –dijo mamá, mordisqueando el descascarillado esmalte negro de una uña.

–No esperaba que alguien cuya idea de una vivienda feng shui es meter la ropa sucia bajo la cama supiera apreciar mi estilo –replicó rápidamente tía Julie, como si hubiera estado esperando la pulla de mamá.

Intervine antes de que pudieran profundizar en el tema.

–No tenías por qué hacerlo, tía Julie. La habitación de invitados tal como estaba habría sido genial.

–Y hablando del santo conocido también como mi cuñado, ¿dónde está Paul?

Mamá se giró hacia nosotras y continuó avanzando de espaldas.

–En el trabajo. –Tía Julie se detuvo frente a una habitación–. Le habría gustado estar aquí, pero últimamente tiene mucho trabajo.

Tía Julie le arrebató a mamá el ángel de porcelana que esta había asido de la mesa del salón, lo devolvió cuidadosamente a su sitio y, tras vacilar un instante, ajustó milimétricamente el emplazamiento.

–¿Dónde están las gemelas? –pregunté, buscando signos de Hannah y Hailey en el salón. Las había visto por última vez cuando estaban en preescolar, pero se comportaban como si fueran a primaria. Eran simpáticas, pero demasiado bien educadas e inteligentes.

–En el campamento chino –respondió tía Julie.

–¿Aprendiendo a comer dim sum y a hacer dragones de papel? –preguntó mamá. Parecía casi sorprendida.

Tía Julie suspiró.

–Aprendiendo la lengua china.

Tía Julie abrió una puerta y me indicó con un gesto que entrara. En cuanto puse un pie en la habitación, los ojos se me pusieron bizcos.

¡Todo era rosa!

Rosa chillón, rosa pálido, rosa brillante, rosa chicle. Todas las variedades del rosa parecían estar representadas en aquel espacio cuadrado.

–¿Qué te parece?

Tía Julie se me acercó entusiasmada, con una amplia sonrisa en el rostro.

Me esforcé por sonreír.

–Me encanta. Es estupendo. De verdad, fantástico. Y tan… rosa.

–¿A que sí? –La voz de tía Julie era casi un chillido. Ni remotamente la hubiera creído capaz de emitir un sonido tan agudo–. Incluso contratamos a una diseñadora. Le expliqué que eras una joven de diecisiete años y dejé que ella hiciera el resto.

Eché un vistazo al espejo de cuerpo entero enmarcado en –cómo no– piedras preciosas de color rosa fucsia y me pregunté qué había llevado a mi tía a clasificarme como muy femenina. Yo me compro la ropa en tiendas vintage de segunda mano, voy siempre con vaqueros gastados y de colores naturales, no de los fabricados en el país de Oz. Llevaba zapatillas deportivas, unos vaqueros cortados y una blusa ancha de color verde oliva, lo que me situaba más bien en el otro extremo. Mi último gesto femenino había sido llevar maquillaje en Halloween. Iba disfrazada de zombi.

A mi lado, mamá miraba la habitación con la boca abierta, como si estuviera ante un macabro escenario del crimen.

–¡Qué de… rosa! –corrigió tras recibir mi codazo de advertencia.

–No tenías por qué hacerlo –le dije con una sonrisa a tía Julie, que se volvía hacia mí con la felicidad pintada en el rostro.

–Eso es, Jules. No tenías por qué, en serio –dijo mamá. Acababa de ver un peludo taburete rosa debajo del tocador, sobre el que se cernía una enorme lámpara de araña de un rosa pálido.

–Es la primera habitación de verdad que ha tenido jamás esta niña. Claro que tenía que hacerlo. No podía dejar de hacerlo.

Se acercó a la cama y alisó una diminuta arruga en la colcha.

–Jade ha tenido muchas habitaciones –dijo mamá para animarme a hablar. Me estaba dando la oportunidad de decir algo. Ignoraba que se necesitaría mucho más que una horrenda habitación rosa para hacerme desistir.

–Oh, por favor. La habitación de Harry Potter, en un armario bajo la escalera, era mucho más confortable de lo que Jade jamás ha tenido. No cualquier cosa que ruede por la autopista o esté sujeta al suelo de un hotel puede considerarse hogar adecuado para una jovencita.

La tía Julie no pretendía atacar a nadie, simplemente se mostraba sincera.

Mi madre se había puesto muy colorada, pero, antes de que pudiera soltar cualquier cosa, la interrumpí.

–Tía Julie, ¿te importa dejarnos a mamá y a mí a solas unos momentos? Ya sabes, para despedirnos y todo eso.

Aunque apenas visitábamos la casa de Providence Avenue, ya había adoptado mi papel de árbitro. Era como una segunda naturaleza para mí.

–Claro que no me importa. Tendremos mucho tiempo para ponernos al día. –Tía Julie me dio otra palmadita en la espalda antes de dejarnos solas–. Tenemos todo el verano. –Acababa de desaparecer cuando volvió a asomar la cabeza–. Meg, ¿puedo ofrecerte algo de beber antes de que salgas corriendo?

Whisky –dijo mamá sin dudar un instante.

Tía Julie soltó una breve carcajada, como si hubiera oído un chiste, y se alejó.

Arrojé mi bolsa de lona sobre la alfombrilla de cebra con rayas rosas.

–Mamá…

–Creciste viendo mundo, experimentando cosas que mucha gente no llega a conocer en toda su vida. –Hablaba en un tono cada vez más alto–. Posees una perspectiva millones de veces más amplia que los jóvenes de tu edad. Tienes muchísima más capacidad de compasión y el conocimiento de que el mundo no gira a tu alrededor. ¿Quién se ha creído que es para pintarme como una madre incapaz cuando lo único que le interesa es que sus hijas sean unos genios obedientes como robots? No tiene ni idea de lo que fue para mí, de lo duro que fue.

–Mamá –repetí, colocándole las manos sobre los hombros y mirándola a los ojos–. Lo has hecho muy bien.

Pasó un minuto antes de que se desvaneciera el rojo de su rostro y otro antes de que su cuerpo se relajara.

sí que eres grande. Lo único que he hecho es intentar no ser un obstáculo y permitir que toda tu grandeza se manifestara.

–Y, si te soy sincera, preferiría cualquiera de las habitaciones que hemos compartido antes que esta catástrofe rosa.

Era una especie de mentira, una de las más pequeñas. Claro que el rosa estaba entre las cosas que detestaba, pero la habitación estaba limpia, tenía una puerta y yo iba a permanecer en el mismo sitio por lo menos los próximos meses. Después de vivir casi toda la vida con las maletas hechas y con mi muda en una bolsa de viaje, tenía ganas de descubrir lo que era una vida con un armario y una cómoda.

Mamá me echó los brazos al cuello y me dio uno de esos apretados abrazos de despedida que son tan emotivos. Claro que esta vez sí que era una despedida. Me sentí como si tuviera una pelota de tenis metida en la garganta.

–Te quiero, pase lo que pase –me susurró mamá al oído. Eran las mismas palabras que cantaba y que en ocasiones me había gritado. Mi madre nunca se limitaba a decir «te quiero». No le gustaba pronunciar esas dos palabras sin más. Eran demasiado abiertas, demasiado indefinidas; era muy fácil desdecirse de ellas cuando algo iba mal.

«Te quiero, pase lo que pase» fue siempre su manera de decirme que jamás dejaría de quererme. Un amor incondicional. Antes de mí, nunca había experimentado ese tipo de amor, me dijo. Y lo que yo deduje por mi cuenta era que ninguna otra persona más que yo la había correspondido de esa manera.

Estreché un poco más a mi madre entre mis brazos. Le devolví el abrazo de despedida.

–Yo también te quiero, pase lo que pase.

Capítulo dos

Seguía frente a la ventana de mi cuarto, con la mirada fija en el lugar por donde había desaparecido el taxi de mamá. Me pregunté si ella también estaría mirando por la ventanilla.

Al pensar en mi madre sola, un sinfín de escenarios catastróficos me pasaron por la mente a toda velocidad. Y mi labio inferior se llevó sin duda la peor parte de esta tensión nerviosa.

Intenté convencerme de que mi madre estaría bien. Cuando estás en lo más alto, tienes fantásticos agentes y ayudantes que te apoyan. Y estaban, además, sus compañeras del grupo musical…, lo que no me inspiraba demasiada confianza, porque yo era la más madura de todas. Más que todas ellas juntas, seguramente. Pero cuidaban unas de otras.

Estará bien. Todo irá estupendamente.

No sabía cuánto tiempo había estado mirando por la ventana cuando llamaron suavemente a la puerta.

–¡Adelante! –Me obligué a abandonar mi puesto de observación y adopté una expresión neutral.

–Quería ver si necesitabas ayuda para deshacer el equipaje –dijo tía Julie al entrar en la habitación.

Pero entonces vio que tanto mi maleta como la bolsa de lona estaban en el mismo lugar donde las habían dejado, y con la cremallera todavía cerrada.

–O para empezar a deshacer el equipaje.

Yo estaba tan acostumbrada a vivir con las maletas hechas que ni siquiera se me había ocurrido empezar a colocar mis pertenencias. Tenía muchas otras cosas que experimentar antes de instalarme, pero tía Julie se había propuesto una misión. Vi que se arremangaba su bien planchada blusa blanca y se recogía el cabello detrás de las orejas.

–Me parece bien –dije.

Me ocupé de la bolsa de lona, puesto que tía Julie ya había elegido la maleta.

–Estamos tan contentos de tenerte aquí, Jade… Ya sé que no nos hemos visto mucho y que solo hablamos de vez en cuando, pero eres nuestra sobrina y puedes venir siempre que quieras. Supongo que ya lo sabes.

Tiré la bolsa de lona sobre la cama y abrí de un tirón la cremallera.

–Ya lo sé.

–La verdad es que no entiendo que no lo pidieras antes, cuando te lo ofrecíamos. –Tía Julie levantó la parte superior de la maleta y en su frente se formó una arruga–. Un verano en la costa californiana es el sueño de la mayoría de las adolescentes.

Me encogí de hombros. Saqué de la bolsa mi colección de cremas solares y las coloqué sobre el tocador por orden descendiente de factor de protección.

–Me gusta estar en la carretera con mamá. Viendo cosas nuevas, conociendo a nuevas personas. Cada día es diferente del anterior.

Tía Julie desdobló frente a ella mis vaqueros favoritos y abrió los ojos como platos al ver los agujeros en las rodillas y lo mucho que los «quería». Los encontré en una tienda vintage en Portland hacía unos meses y desde entonces los llevaba todo el tiempo. Quienquiera que los hubiera llevado antes que yo también se los puso mucho, así que tenían mucha carretera.

–Entonces, ¿qué te decidió a aceptar nuestra oferta este verano? Es la primera vez que el grupo de tu madre ocupa los primeros puestos. Sería normal que no quisieras perdértelo.

Tía Julie dobló con cuidado los vaqueros y los dejó en el último cajón de la cómoda. Tan apartados como era posible.

–También es mi último verano antes de graduarme en el instituto y empezar la universidad.

Saqué a continuación mi neceser. Comprendí que tenía una razón para vaciarlo y colocar las cosas sobre el estante.

–Quería averiguar cómo era vivir en un barrio residencial, llevando una vida normal.

Tía Julie soltó una carcajada.

–Seguro que te gusta tener una rutina, unos horarios, un entorno estable. No logro entender cómo a tu madre se le ocurrió arrastrar a una niña de aquí para allá, persiguiendo un sueño absurdo.

Lo dijo en un tono agradable, pero sus palabras me hirieron. Parecía cuestionar la forma de criarme de mi madre.

–Tenía una rutina. Y un entorno estable.

–Jade, querida, pero si nunca te quedabas más de dos semanas en un mismo sitio.

Me encogí de hombros mientras rebuscaba en la bolsa de lona.

–El escenario cambiaba, pero era casi lo único. Mamá siempre estaba allí para lo que necesitara, y lo mismo las demás componentes de la banda. Iba al colegio, tenía amigos, tenía mis aficiones. Nuestra situación en el mapa era cambiante, pero nada más.

Tía Julie, que seguía desplegando cada prenda de mi maleta, intentó disimular su expresión de sorpresa cuando desenterró otro tesoro hallado en una tienda de segunda mano.

–¿Amigos? ¿Cómo conseguías tener amigos en un lugar cuando tu madre no tardaba nada en sacarte de allí?

–Aprendí a ser muy simpática –dije, y le dediqué una sonrisa empalagosa que la hizo sonreír.

–¿Y los deberes? Tu madre ni siquiera acabó el instituto. ¿Cómo podía enseñar a su hija cosas que no había aprendido?

Al llegar al tercer par de vaqueros cortados y en las mismas condiciones que los anteriores, tía Julie exhaló un suspiro y abandonó su tarea. Allí no había nada rosa y sin estrenar, si era eso lo que esperaba encontrar.

–Mamá obtuvo su título de graduado escolar –dije. Me pareció que tía Julie quería apostillar algo, pero no lo hizo–. Se pasaba horas estudiando mi programa de lecciones para tener tiempo de prepararse.

La expresión de incredulidad de tía Julie fue tan marcada que sus cejas desaparecieron bajo la línea de nacimiento del pelo.

–Meg suspendió geometría. Y biología también, si mal no recuerdo.

Y química, y economía del hogar también.

–Algunas de las asignaturas más difíciles las estudiamos juntas. Tenemos un sistema. Y funciona.

Tía Julie suspiró de nuevo. Yo me esforcé por encontrar temas que apartaran la conversación de mi madre. Tal vez tía Julie quisiera a su hermana, pero era incapaz de hablar de ella sin que pareciera que mi madre la había traicionado un centenar de veces y en muchos momentos distintos.

–Es evidente que quieres ir a la universidad. Y es una irresponsabilidad que tu madre no haya hecho lo posible para que tengas las mejores oportunidades. –Iba a decir algo más, pero se mordió la lengua–. Te buscaré un tutor para este verano. Uno bueno, excelente. Uno que te ponga a la altura de tus compañeros.

–Lo cierto, tía Julie, es que desde el jardín de infancia voy por delante de mis compañeros de clase. No hace falta que busques a ese bueno-excelente tutor. Pero gracias.

–Que tu madre te diga que eres muy inteligente no significa que una universidad piense lo mismo. Lo siento si suena duro, pero es la verdad.

De nuevo dirigí la mirada a la ventana. Necesitaba respirar un poco de aire fresco si no quería decir algo que luego pudiera lamentar.

–No, pero los exámenes que hacía al final de cada curso decían lo mismo. Ah, y también los exámenes SAT de admisión a las universidades –le dije con una agradable sonrisa, atenta a su reacción.

Tía Julie pasó de la duda a la sorpresa un par de veces, todo en menos de diez segundos. Antes de que pudiera decir algo más, agarré la bolsa de tela que estaba sobre la cama y me la colgué del hombro.

–¿Te importa que salga un rato a explorar? Me gustaría orientarme en esta tierra desconocida de los barrios residenciales.

Pedir permiso para salir me hizo sentir un poco rara. A mi madre solamente le decía adónde iba y cuándo estaría de vuelta, pero imaginaba que con tía Julie no sería tan fácil.

Por la cara que puso, cualquiera diría que le había anunciado que pensaba correr desnuda por el vecindario.

–¿Adónde pensabas ir? ¿Quieres que vayamos juntas al centro comercial a comprarte algo de ropa?

Menuda m… La sola idea de ir a un centro comercial me daba escalofríos. No había vuelto a poner los pies en uno desde que tenía cuatro años y mamá intentó arrastrarme –yo gritaba y pataleaba– a visitar a un aburrido Papá Noel en Sarasota. Ni siquiera habíamos atravesado la puerta de dos hojas de la entrada cuando mi madre dio media vuelta y abandonó su plan de torturarme poniéndome en manos de un apestoso Papá Noel del centro comercial.

–La verdad es que pensaba dar una vuelta a pie. Para ver lo que haya que ver.

–¿No pensabas en ningún sitio en particular?

Oh-oh. El tono. Ese tono que adoptan para que los adolescentes se sientan totalmente desconcertados. Había llegado el momento de improvisar si no quería saber lo que era pasar el resto del verano en la proverbial celda o algo peor.

–Pensaba buscar un trabajo para el verano. Es lo que hacen muchos adolescentes, ¿no?

Tía Julie pareció tranquilizarse. Un poco.

–Sí, desde luego. Supongo que sí. ¿Y dónde pensabas buscar?

En cualquier sitio excepto el centro comercial.

Mientras yo meditaba sobre cómo expresar esto sin mostrar desprecio por su historia de amor con mi pesadilla personal de ladrillo y cemento, tía Julie chasqueó los dedos.

–Mira, hace un rato fui a la piscina municipal y vi un letrero que decía que seguían ofreciendo empleos para el verano. ¿Crees que podría interesarte?

Sentí tal alivio que mi cuerpo se relajó visiblemente.

–¡Sí! –dije en lo que sonó como un chillido–. Me parece perfecto.

Mientras tía Julie me explicaba cómo llegar, yo intentaba no demostrar demasiado entusiasmo para que no se alarmara. Tal vez fuera la adolescente más responsable de la comarca, pero es que, al contrario que la mayoría de los jóvenes de mi edad, había vivido con una madre que confiaba en mí.

Sospechaba que tía Julie y tío Paul no serían tan abiertos como mi madre a la hora de dejarme entrar y salir a mi aire. Debía ayudarlos a que se hicieran a la idea, convencerlos de que podían confiar en mí, de modo que cuando les pidiera permiso para salir unas horas no me imaginaran automáticamente como la atracción principal de una orgía de borrachos.

–¿Quieres que te lleve en coche? –Tía Julie buscaba ya las llaves y el bolso mientras me acompañaba a la puerta.

–Ha sido un vuelo muy largo y hace un día precioso. Me gustaría caminar, si no te importa –dije con un golpe de audacia, para zanjar el tema.

Si le hubiera dicho esto a mi madre, se me habría quedado mirando como si me hubiera vuelto loca.

–Es un largo camino. Más de un kilómetro y medio. Deberías llevarte la bici de tío Paul, por si acaso.

Preferí no explicarle que muchas veces caminaba varios kilómetros para encontrar una estación de servicio donde vendieran bebidas Icee. Estaba dispuesta a recorrer el camino en monociclo, si era preciso, con tal de estar un rato a solas.

–Lo de la bici suena genial.