Mabel Morvillo

Los habitantes de la brisa

Ilustrtraciones
Vicky Ramos

El largo viaje de la carreta

El tiempo transcurría, lastimándola, y ya casi nada quedaba de su maravilla. Los trazos redondos, aquella geometría de colores que giraba y giraba, se iban diluyendo sobre la madera cansada.

Tal vez demasiadas lluvias y soles, demasiadas las manos que la acariciaron. Tal vez... y desde aquel olvido azul, solo latía su corazón cuando se asomaba a los recuerdos.

—Ya está vieja, tan vieja como yo –murmuró don Manuel y se recostó contra el chapulín, liando un cigarro.

Sus ojos estaban tan descoloridos como ella, con un dormirse de estrellas que se apagaban. Hacía ya muchos años, aquella carreta había sido su orgullo, su admiración, su desvelo.

Fue un año lejano que de pronto saltó por el tiempo y se volvió muy real en su memoria. La cosecha pródiga de maíz dorado, los bueyes redondos y brillantes, soles oscuros en un cielo amarillo.

Y los artesanos, con paciente amor, iban pintando aquellas carretas. Colores que se encontraban en giros, espirales, volutas, círculos; en redondeces de arco iris y soles pequeños y luminosos.

En ese entonces, don Manuel era joven y su trabajo, duro. Los días se le escapaban por los surcos abiertos y solo él en Sarchí había olvidado preparar su carreta.

En el momento en que lo recordó, supo también que un forastero estaba en el pueblo y se decía pintor. Era su única esperanza, porque ya era tarde para encargar el trabajo a uno de sus vecinos. Entonces cerró el trato. Claro que lo asombró que el extraño quisiera trabajar por la noche.

—Con la luna, los colores viajan como pájaros –le había dicho.

—¡Forastero más extraño! –pensó don Manuel. Pero ya la fiesta estaba cercana y era bueno aquel empeño por trabajar.

Don Manuel se acostó y durmió.

En la oscuridad, el forastero encendió su pipa y dejó que el humo jugara con las luces nocturnas, cielo y luciérnagas. Y aquella danza de plata fue envolviendo las maderas de la carreta.

El hombre solo sonreía. Y su pipa era un pincel de luna.

A don Manuel lo despertó un sol que se colgó de su ventana. Se sintió avergonzado al pensar que por primera vez se había quedado dormido, sordo a los gallos mañaneros.

Pero en cuanto se levantó, oyó el silencio del pueblo y vio noche en los cerros. Entonces buscó el sol. Sobre el patio, la carreta era un carruaje de luz. Resplandecía inaugurando una mañana de magia para don Manuel, quien se acercaba con los ojos luminosos, llenos de colores, formas y misterio.

Ese año y otros y otros, la carreta recorrió los caminos, dejando en el aire tibio su aroma de prodigio.

Vio crecer los árboles y el pueblo. Vio calendarios que volaban con el viento.

Vio como don Manuel conoció el amor. Lo vio casarse, vio la casa pequeña que iba creciendo y poblándose de hijos.

Y con cada niño que nacía, la carreta parecía florecer de mariposas nuevas.

Pero don Manuel jamás volvió a ver a aquel hombre que la había pintado con pinceles de humo.

Muchas veces al volver a la casa, encontró a sus hijos y a los otros niños del pueblo inmóviles y casi sin hablar, sentados en torno a la carreta.

—Juegos de muchachitos –pensó, y sonrió, porque ellos lo enorgullecían más que su carreta. Y aunque muchas veces se detuvo a observarlos, nunca descubrió el encanto de aquellas rondas casi religiosas.

Se sucedieron las cosechas y las siembras y aquellos niños crecieron. En los relojes del pueblo, sonó la hora de partir.

Se fueron a sembrar otros surcos y otras esperanzas.

Don Manuel y su carreta luminosa empezaron a envejecer. Fueron volviéndose pálidos, como si durante todo el día estuviera atardeciendo. Solo cuando llegaban los nietos, don Manuel recuperaba la risa y la carreta parecía encenderse apenas, con una luz nueva.

—Está vieja... tanto como yo... –murmuró don Manuel, volviendo de su ensueño.