Huracán Otto,

la noche que duró muchos días

Minor Arias, Ani Brenes, Rodolfo Dada

Ana Coralia Fernández, Jaime Gamboa, Daniel González

Floria Jiménez, Mabel Morvillo, Lara Ríos, Carlos Rubio

Ilustraciones

Ruth Angulo, Álvaro Borrasé, Héctor Gamboa, Wen Hsu

Nela Marín, Vicky Ramos, Josefa Richard, Lucy Sánchez

Presentación

Otto fue el nombre que se le dio a un huracán que golpeó varios países entre el 21 y 26 de noviembre de 2016. Por sobre todo afectó a Nicaragua, Costa Rica y Panamá. Causó desbordamientos de ríos, caídas de laderas y destrucción de casas, escuelas, puentes y caminos. Fueron días y noches de angustia para cientos de personas que se vieron obligadas a dejar sus hogares y refugiarse en albergues, algunas de ellas desconocían el paradero de familiares y amigos.

Hubo árboles derribados y animales que también sufrieron sin posibilidad de salvarse del golpe del viento y la fuerza de la lluvia. Fue un tiempo de incertidumbre en el que constantemente se interrumpían los servicios de electricidad y agua potable, no se dieron clases y miles de adultos no pudieron cumplir con sus trabajos habituales.

La cooperación fue casi inmediata y las personas se organizaron para ayudar con alimentos, medicinas o ropa para quienes más lo necesitaban. Sin embargo, un grupo de escritores e ilustradores supo que había otra manera de ayudar, pues era necesario dejar un testimonio de fantasía y esperanza para que se conocieran los hechos ocurridos en el futuro. Se dispusieron a escribir y crearon cuentos, poemas e imágenes.

Casi un año después, la tormenta tropical Nate provocó mayores daños que Otto. El cielo volvió a tomar ese color grisáceo, llovió constantemente y fue necesaria la apertura de albergues en diferentes lugares del país. Esperamos que no se repitan desastres naturales con esa intensidad… Y como un legado queda este libro, es señal de que los golpes del viento, el agua y el barro pueden causar terror y dolores pero no nos arrebatan la solidaridad y la hermandad que nos caracterizan en este gran hogar que es Costa Rica.

Y de pronto, un día...

Ana Coralia Fernández Arias

Ilustró Lucy Sánchez

El viento se convirtió en un lobo y aulló toda la noche.

Arrancó paredes, inundó el patio y la escuela donde habito.

Los vi salir a todos primero como tortugas, después como venados.

La luz que alumbraba la clase se apagó como una candelita de cumpleaños.

La llanta que servía de columpio, amarrada a un mecate en uno de mis brazos, sirvió de salvavidas a los últimos habitantes de mi barrio.

Las voces se callaron.

escuela en el bosque bajo la tormenta

No hubo más juegos.

Y el miedo bailó al vaivén de los chubascos.

Todo soledad. Todo barro.

Una noche de tres días y aquí quedé solitario.

Me gustan los bosques.

Me gusta jugar con los niños.

Me gustan los bosques y los niños.

Los bosques porque son mi casa.

Los niños, porque se suben a mí y descubren nidos.

Imaginan que son gigantes viendo el horizonte desde mis hombros.

Gustoso daría una parte de mí para que se hicieran un trompo, un yoyo o un caballito de palo o una balsa para andar los siete mares aunque fueran imaginarios.

Así podrían viajar llanura arriba, llanura abajo, inventando aventuras.

Y yo iría con ellos y podría salvarlos y no solo quedarme inútil, parado, inmóvil a merced del viento y el agua.

Nací hace 70 años, aquí en Upala.

Y como “al que a buen árbol se arrima, buena sombra lo cobija”, mis padres me protegieron del ardiente sol y de la fuerte lluvia.

Crecí libre, sin miedo y heredé mil memorias de mis antepasados. Ellas corren por mis venas.

Y cuando fundaron el pueblo, tuve la suerte de que construyeran la escuela, justo al límite del bosque que es mi hogar.

Cada tres campanadas, los niños salían alborotados a jugar quedó y bola.

Yo les servía de punto cuando jugaban al escondido y hasta de caja fuerte porque en mis hoyos ocultos guardaban sus tesoros: bolas de vidrio, frutas, fotos, cartas de naipe o papelitos de colores.

Y después del mediodía solo silencio, hasta la mañana siguiente, cuando de nuevo sus gritillos alegraban mi corazón.

Yo era el testigo silencioso de sus alegrías y de sus tristezas, porque más de una vez, alguno venía a llorar a mi tronco por haber perdido un examen o por problemas en su casa.

Y de pronto, un día… el cielo se puso negro.

Anunciaba una tormenta.

Empezó con un viento raro.

Y llegó la lluvia.

Lluvia, lluvia, lluvia, lluvia.

El río, que siempre escuché lejano, de repente estaba ahí no más, arrasándolo todo en su corriente, troncos, casas, animales y gente.

Sus aguas rodearon mi cuerpo.

Nunca habíamos vivido algo así.

Escuché gritos de auxilio y tuve que quedarme allí sin poder hacer nada.

Fueron varios días de agua, silencio y barro.

Yo extrañaba las voces de los niños, sus correteos y la luz en la clase donde de tanto repasarlo, hasta me sabía el abecedario.

No quedó nada, ni siquiera una estaca y por allá quedó botada la campana.

Yo me quedé muy triste, pensando que nunca más los volvería a ver, porque cuando la naturaleza se enoja, nunca pide permiso y se lo lleva todo y no devuelve nada.

Y de pronto, un día… las aguas se fueron secando.

El suelo quedó resquebrajado de tanto barro y el patio era una inmensa mancha café sin forma de nada.

“Seguro no volverán”, me dije. “No habrá más rondas, ni escondidos, ni campeonatos de bola cuando se acabe el verano”.

escuela en el bosque después de la tormenta

Y cuando un lagrimón de savia me recorría los canales de palo, escuché las voces y los gritillos.

“Estoy soñando o muriendo… Oigo gente ¿o será el viento jugando?”.

Y de pronto, un día… ¡se hizo el milagro!

Llegaron los camiones cargaditos de esperanza.

Trajeron las cajas, la ropa, la comida, la gente.

La pintura borró lo que había cambiado el barro.

La escuelita se fue construyendo poco a poco, como se van forjando los sueños.

Antes era celeste, ahora es amarilla con ribetes blancos.

Ya demarcaron el patio.

Hicieron una cerquilla a mis dos lados y mis hermanos y yo, rematamos al fondo el nuevo campo de juegos para los chiquillos del barrio.

Me están naciendo las hojas que me arrancó el viento enojado.

Me está naciendo la risa y la alegría de escucharlos.

La campana suena y salen como avispillas a corretear y a jugar, igual que lo hacían antes del huracán.

Dicen que entre todos ayudaron a que se fueran la tristeza y el miedo y que ahora el pueblo será más lindo, más unido y mejor.

No dejan de sorprenderme estos extraños humanos: cuando parecen vencidos y llenitos de dolor, se levantan de la tierra y de la nada como si fueran un roble, como yo.

La historia del Coburamoco

Ani Brenes

Ilustró Ruth Angulo

Un ser extraño vive en el monte,

no tiene amigos, siempre se esconde.

Tiene orejas de conejo

y de búho son sus ojos,

ágiles patas de rana

y largo rabo de mono.

Su pico es de colibrí,

plumas de pájaro loco.

Por razones evidentes

le llaman ¡COBURAMOCO!

árbol COBURAMOCO con criaturas del bosque

Y así fue como sucedió. Nadie supo cómo llegó, de dónde vino, ni el por qué de su extraña figura. Era una mezcla dispareja, imposible de clasificar y por supuesto, como no se acomodaba a lo que el resto consideraba normal, no cabía en aquel espacio. Ningún grupo lo aceptó en su familia y, por el contrario, le aplicaron la ley del silencio. Incluso advirtieron a los más pequeños del supuesto peligro que representaba, para evitar la curiosidad infantil.

De manera que el COBURAMOCO quedó condenado a vivir solo y escondido para no generar más anticuerpos de los que había despertado tan solo con su presencia.

Él tampoco entendía mucho de diferencias, pero respetaba las opiniones ajenas. Por las noches, saltaba hasta la rama más alta, se aseguraba con su cola para no caerse y se cubría los ojos con sus largas orejas para poder dormir. Dicen que roncaba, pero a lo mejor eso era parte de las historias que le fueron inventando porque con un piquito tan fino, era difícil que emitiera los terribles gruñidos que algunos decían haber escuchado.