© 2011 by José María Barrio Maestre

© 2011 by EDICIONES RIALP, S.A. Alcalá, 290 - 28027 Madrid (www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-321-3941-3

Realización ePub: produccioneditorial.com

INTRODUCCIÓN

Imaginemos un diálogo entre dos personas que coinciden, por ejemplo, en un medio de transporte colectivo, y que se desarrolla en estos o parecidos términos:

A — Hay injusticias que «claman al Cielo».

B — Sí. Pero eso implica que «hay» Cielo, e Infierno. Y que Dios nos juzgará de acuerdo a nuestras acciones; que nos premiará o nos castigará.

A — Yo no creo en esas cosas.

B — Créalo Vd o no, ocurrirá.

Tratemos de penetrar en la fibra lógica del argumento. El interlocutor A hace un juicio de valor sobre ciertas conductas que se le antojan muy negativas. El interlocutor B señala que el significado ostensible que A trata de enfatizar —acciones que juzga absolutamente negativas— solo puede entenderse por referencia a una instancia absoluta, que trasciende la subjetividad de A. Únicamente frente a Dios puede algo tenerse por absolutamente malo. De lo contrario, que algo esté muy mal hecho —que una acción sea completamente inicua— en último término tendría un significado trivial; equivaldría a decir que esa acción «no me gusta». Mas es evidente que no es ese el sentido que A quiere dar a su primera afirmación.

En la segunda fase del diálogo, sin embargo, parece que A intenta escapar de la consecuencia que necesariamente se deriva de su primera afirmación. Para lograr este propósito tiene que relativizarla, mas eso implica desactivar su pretensión absoluta. Es mejor eso —quizá piensa— que exponerse a los rigores que se derivan de la afirmación de una instancia absoluta, que en definitiva no ha de ser otra que un Ser absoluto. Con toda limpieza lógica, el interlocutor B pone de relieve que nuestras creencias o increencias pueden ser verdaderas o falsas; es más, no pueden escapar a una de esas dos alternativas.

No siempre somos conscientes de que cualquier forma de usar las palabras posee un compromiso, explícito o implícito, con una realidad que trasciende a las palabras mismas. Nuestro decir tiene sentido cuando toma postura frente a un estado de cosas distinto de nuestro mismo decirlas. Al negar que Dios exista, por ejemplo, el ateo no se refiere a su increencia en Dios, sino a una realidad que, según él, inadmite la existencia de Dios, que no es compatible con ella. Y sabe perfectamente que si tiene razón en lo que dice, es porque eso es así —el no-haber de Dios— con independencia de lo que él diga. De forma análoga, el teísta sabe que la verdad de su afirmación —«Dios existe»—, caso de que efectivamente sea verdadera, en modo alguno lo será como resultado de la propia afirmación teísta.

La pretensión del relativismo es, en último término, que el sentido de las palabras se agota en sí mismo, que todo lenguaje es «metalenguaje». Pero un hablar que solo se designa a sí mismo termina en una logomaquia insulsa. De la misma manera, y en la medida en que el hablar lo traduce y expresa, el pensar meramente autorreferencial, que solo se piensa a sí mismo, es un pensar vacío, es un pensar la nada, como ya vio Hegel. Si hablar no es hablar-de algo que no se resuelve solo en el decirlo —que atiende y apunta a una realidad que desborda nuestro mentarla—, entonces «todo vale». El decir lo soporta todo, una cosa y su contraria. Pero en ese caso es un hablar sin sentido, palabras que se lleva el viento.

Que el relativismo violenta a la razón —más aún, supone la muerte del pensar— también se revela en la imposibilidad de justificarlo racionalmente. Solo cabe mantenerlo como una postura «de hecho», cancelando las razones. Cualquier forma de argumentar algo coincide con la pretensión de mostrar que «hay algo» que confirma o desmiente lo que decimos.

El relativismo es una forma de pereza mental que constituye la más grave amenaza contra la cultura humana, dado que para un ser racional el modo propio de crecer —de cultivarse— es desarrollar su facultad racional, ampliar en extensión e intensidad su capacidad de hacerse cargo de la realidad y, en diálogo con ella, de sí mismo.

El relativismo es hoy, sin la menor duda, el principal lastre de la cultura europea occidental. Sin embargo, su presión es tan fuerte que hace recaer la «carga de la prueba» sobre quienes no están ahí. En estas páginas trataré de recoger ese guante y asumir el reto, no tanto de la defensa numantina de un, digamos, realismo filosófico, como de mostrar que el relativismo es un viaje a ninguna parte.

La alternativa al relativismo es el sentido común, y pilotar un regreso a las fuentes de lo que en el fondo sabemos puede antojarse tarea intelectual demasiado modesta para el empeño filosófico… Pero es un trabajo inaplazable. De acuerdo con esto, entiendo que hay que comenzar poniendo en su sitio los elementos básicos del problema, y remitiéndonos al fondo de lo que intuitivamente cualquiera sabe por experiencia, y que podríamos denominar, con Christopher Derrick, el axioma de Chesterton. «Se trata del dogma que afirma que un cerdo es verdaderamente un cerdo; que el escepticismo sistemático no es cierto; que la realidad es real, existe independientemente del hecho de que nosotros la podamos percibir, puede ser conocida por nosotros (dentro de ciertos límites, pero de forma cierta) y puede ser objeto de afirmaciones o predicciones que (siempre dentro de ciertos límites) pueden ser verdaderas o falsas y ser conocidas en cuanto tales. Llamadlo dogma arbitrario si queréis; podría llamarse sentido común o salud mental. Es, con bastante certidumbre, el punto de partida necesario para cualquier libertad de espíritu que sea real y verdadera: deja de lado al juego verbal sin fin que supone la duda epistemológica, y da una base inicial en tierra firme. Sin eso no podemos pensar en absoluto» (Derrick, 2011, 132).

Es verdad que el relativismo cuenta hoy con un respaldo cultural de apariencia consistente. Pero si nos remitimos a lo que los ingleses llaman common sense, o los alemanes «sano entendimiento humano» (gesunder Menschenverstand), entonces la cuestión recupera un relieve realista. Con apreciable sentido del humor —síntoma evidente de realismo filosófico, digamos, chestertoniano— Derrick propone la lectura de Tomás de Aquino como antídoto frente a un escepticismo lunático. «Ante todo Santo Tomás es el más eminente filósofo del sentido común. Todos los demás grandes filósofos, al menos a partir de Descartes, han comenzado por pedirnos que creamos en algo que (a juzgar por las apariencias) es ridículo; tal como que la materia no existe o que no existe nada más que la materia, o que no se puede conocer nada fuera de uno mismo o, incluso, que el hombre no dispone de libre albedrío. Desde puntos de partida así, avanzan luego diciendo varias cosas muy inteligentes. Sin embargo, cierto aire irreal, dulcemente lunático, invade todo lo que dicen. Santo Tomás, al menos, tiene los pies sobre el sano y democrático terreno del sentido común, sobre el principio, si se quiere, de que la luz verdadera ilumina a todo hombre que nace en este mundo y no solo a los pocos inteligentes. (…) Después de bucear en la mayor parte de la filosofía postcartesiana, es como reencontrar a la raza humana; es como despertarse de una pesadilla» (Derrick, 2011, 158-159).

Aparte del significado técnico que tiene en los textos de Husserl la expresión alemana Lebenswelt (mundo de la vida), otros fenomenólogos se han referido con ella al entorno de relaciones humanas concretas que tienen una índole primariamente ética (familiares, profesionales, de vecindad, de amistad). Ese mundo constituye una especie de ethos infraestructural, un lecho ecológico en el que puede arraigar y desarrollarse la vida del ser humano porque proporciona una suerte de bóveda axiológica bajo la cual se encuentra acogida. Ese mundo aporta los nutrientes básicos —intelectuales y morales— para una vida realmente humana, también porque en él la gente habla un lenguaje en el que las palabras tienen un sentido apreciable, significan algo. La crisis cultural que hoy afecta al llamado «primer mundo» —sobre todo a Europa— estriba en que hay una fractura cada vez más acusada entre ese mundo de la vida y el «tecnosistema», una especie de mixtura entre Estado, mercado y medios de comunicación. A. Llano (1999) ha formulado con precisión esta fractura.

Los códigos lingüísticos que se emplean en el llamado entorno «público» son cada vez menos comprensibles desde el otro. Y hay una presión tremenda, desde el tecnosistema, para colonizar el mundo vital. Esa colonización —cuyos códigos axiológicos son fundamentalmente relativistas— no responde al dinamismo natural de la sociedad, sino a la invasión quirúrgica de unos postulados de laboratorio, de ingeniería social, y solo puede neutralizarse por la emergencia del ethos que estructuran esos entornos de relación primaria en los cuales el lenguaje aún se emplea para expresar la realidad y nuestro modo de estar en ella.

Lo que Joseph Ratzinger ha denominado, con expresión provocativa, «dictadura del relativismo», es un virus que ha inficionado profundamente los circuitos del poder cultural en Europa y sus medios de difusión social. Hoy no son pocos los que piensan que para ser tolerante y demócrata hace falta ser relativista. Como si para ser una persona cabal fuese necesario no estar convencido de nada, o de casi nada. A no ser que se discuta sobre fútbol, todo el que está convencido de que algo es verdad es presentado como un sociópata. Solo está permitido tener y profesar convicciones firmes a quienes se mueven en el «tecnosistema», es decir, en los medios de comunicación masiva, en los aparatos de los partidos políticos y en el mercado. Quienes están interesados en ganar dinero, o votos, pueden acceder al «espacio público» para defender con convicción lo que venden. Al ciudadano privado se le pide que vote o que compre, igualmente con convicción, pero no que piense en serio por qué eso le conviene. Así funciona el «sistema». Naturalmente, a todo el mundo se le permite pensar lo que quiera en cuestiones de relieve antropológico, o ético, o religioso, pero se le exige que «privatice» sus convicciones en esos campos —o, lo que es lo mismo, que las relativice— si no quiere ser considerado un peligro público.

«Dictadura del relativismo» quiere decir, en primer término, violencia a la razón. Ésta tiene que renegar de sí misma —convertirse en «sinrazón»— para creer que todo vale, que una afirmación es tan verdadera como su contraria, o que cualquier conducta es buena y correcta para quien la realiza o tiene por tal. Esta actitud intelectual —por llamarla de alguna forma— puede sostenerla un cínico en una tertulia de café, o en la biblioteca leyendo a Lacan, a Marcuse o a uno de esos «intelectuales» de profesión que aparecen en los debates de la televisión. Pero la pose se viene abajo cuando esa persona sale a la calle y topa con alguien que, navaja en mano, le pide la cartera. En ese momento se pone a prueba el relativismo. La piedra con la que todo relativista tropieza es la necesidad humana de un mínimo de coherencia. La unidad entre lo que se piensa y lo que se hace debería llevarle a esa persona a juzgar buena, o indiferente, la conducta del caballero que empuña la navaja: «Este señor ha hecho su opción y, como tal, para él es buena (aunque para mí no lo sea tanto)». —No. La reacción normal será poner el grito en el cielo y decir, sin paliativos, que eso está muy mal, absolutamente mal, y haré lo posible para que se arrepienta.

Derrick narra una conversación que mantuvo con dos jóvenes amigos educados en la filosofía escéptica. «La conversación tomó tales derroteros que, llegado un momento, armado de valor, pronuncié el dogma de Chesterton: “Un cerdo es un cerdo” y, ante esto, los dos jóvenes amigos respondieron con un huracán de contradicciones e incluso con rabia. No, yo estaba equivocado: la mente no puede conocer nada fuera de sí misma y ciertamente no puede clasificar sus experiencias en un lenguaje esencialista de porcinidad objetiva. Y todo así. Pero pronto les llegó el momento de irse y comenzaron a preocuparse por la hora de su tren. Les hice observar, suavemente, que desde el momento en que no existía un mundo real y cognoscible en cuyo ámbito su tren pudiera tener una existencia objetiva “ahí fuera”, su ansiedad estaba fuera de lugar. Esto les irritó un poco: la filosofía (me dieron a entender) era una cosa y las cuestiones prácticas de la vida cotidiana, otra. “¿Entonces, no creéis realmente en vuestra filosofía escéptica como para que rija vuestras vidas?” No, era evidente que no creían en ella; y presionados por mí, admitieron que tanto para ellos como para sus profesores de filosofía se limitaba a ser un juego “verbal” y poco más, y que no pretendía alcanzar ninguna “verdad”» (Derrick, 2011, 120-121).

Pensar es decir interiormente algo sobre algo con una pretensión de verdad. En otras palabras, intentar conformar nuestros juicios a la forma de ser de las cosas, ajustar nuestro lenguaje a lo que las cosas «dicen» siendo, o conjugar nuestro decir con la «gramática del ser» (Lewis, 1994, 58). Al pensar, en fin, damos forma a nuestras ideas para que la combinación de ellas en la que el juzgar y el hablar consiste haga justicia a la realidad. El relativismo, en cambio, es intelectualmente a-morfo, de-forme. En efecto, al capitular de todo empeño por la verdad pierde consistencia y liquida el pensamiento, también en el sentido de que lo «licúa». Para conquistar fluidez —algo en apariencia muy solvente en un mundo tan expuesto al cambio como el nuestro, según ritualmente se repite desde el tecnosistema— el relativismo necesita sacrificar toda solidez.

El sociólogo polaco Zygmunt Bauman ha entronizado un término muy adecuado para expresar el estado anímico en el que precipita el relativismo cuando se convierte en vigencia sociocultural: modernidad líquida (Bauman, 2003). «La modernidad líquida —como categoría sociológica— es una figura del cambio y de la transitoriedad, de la desregulación y liberalización de los mercados. La metáfora de la liquidez intenta también dar cuenta de la precariedad de los vínculos humanos en una sociedad individualista y privatizada, marcada por el carácter transitorio y volátil de sus relaciones. El amor se hace flotante, sin responsabilidad hacia el otro, se reduce al vínculo sin rostro que ofrece la Web. Surfeamos en las olas de una sociedad líquida siempre cambiante —incierta— y cada vez más imprevisible, es la decadencia del Estado del bienestar. La modernidad líquida es un tiempo sin certezas» (Vásquez, 2008, 309).

La lógica de lo efímero, del usar y tirar, llega a juzgar las ideas también por su utilidad, no por su valor de verdad. «No conozco nada tan mediocre —decía Gustave Thibon— como cierto utilitarismo aplicado a las cosas del espíritu, que considera bueno lo que alcanza el éxito, y malo todo lo que fracasa, desde un punto de vista exclusivamente biológico o social» (Thibon, 1973, 215).

Con todo, la presión del relativismo es muy fuerte hoy en Europa. Concretamente el relativismo moral parece ser uno de los grandes problemas que nos acechan. Mucha gente ya no sabe que hay determinadas conductas humanas que nos ayudan a ser mejores y otras a ser peores, que hay cosas que son siempre convenientes y atractivas para que nos comprometamos con ellas, y otras que son lo contrario. Quizá la crisis cultural de los últimos siglos nos ha llevado a perder esta referencia que parecía bien asentada en la humanidad: que hay objetivos que vale la pena perseguir, con los que es bueno comprometer la propia vida, que además eso nos hace buenos, y que en cambio hay otros que no merecen la pena, y empeñarnos en ellos nos hace malos, o peores. Se hace necesario redescubrir que hay una realidad moral que no se reduce solo a nuestras apreciaciones morales, que podemos conocerla y que, por tanto, podemos comunicarla a los demás a través del dialogo, identificando lo verdadero como verdadero y lo falso como falso.

Uno de los grandes dramas de nuestra época es haber perdido ese anclaje en algunas convicciones básicas. En parte esto sucede porque muchos de nuestros contemporáneos han perdido la confianza en la razón. Se niegan a razonar. Presuponen, por un prejuicio indemostrado, que razonando no podemos aclararnos, que no podemos llegar a una certidumbre sobre las cosas importantes. En nuestra época le damos gran relevancia a los conocimientos a los que accedemos con los métodos propios de las ciencias experimentales, a lo matematizable y cuantificable, pero hemos arrumbado al terreno de lo subjetivo todo aquello que conocemos por procedimientos distintos. Y así, ya no nos fiamos de la razón para adquirir certeza sobre las cosas importantes, sobre el bien y sobre el mal, sobre la naturaleza del hombre, sobre el fundamento de la dignidad humana, sobre Dios. Volver a descubrir que con la razón nos podemos aclarar, que merece la pena formarnos criterio razonando y conociendo, me parece que es de los grandes retos de nuestra época.

El relativismo moral es un gran problema hoy. Pero interesa situarlo dentro de uno más amplio, que es el problema general del relativismo, es decir, una especie de enmienda a todo lo que implica la noción de verdad y, por supuesto, a la capacidad humana de conocerla. Se trata, en el fondo, de un cuestionamiento muy radical de las posibilidades de la razón como facultad cognoscitiva. Dentro de ese problema, sin duda el del relativismo moral tiene algunas características peculiares, pero si no se inserta en esa cuestión más amplia me parece que no se entiende del todo.

En estas páginas examinaré las contradicciones lógicas y culturales del relativismo. Su principal respaldo parece ser la desafección que naturalmente provoca quien se siente legitimado para «imponer» su verdad, reduciendo a los demás a simples súbditos que han de acatarla dócilmente y manteniendo, así, la culpable «minoría de edad» premoderna que ya denunciaba Kant en su célebre opúsculo sobre la Ilustración (Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung?, de 30 de septiembre de 1784).

No voy a decir nada a favor de la inmadurez, pero tampoco estoy por repetir el mantra foucaultiano de que la minoría de edad solo se supera con la indocilidad y el hipercriticismo propio de quien se niega a reconocer nada como válido y cierto (Foucault, 2008). Me parece más bien que la docilidad tiene un papel intelectual decisivo. La voz docilitas procede del verbo latino docere, enseñar, y se refiere a la actitud del que aprende, del «discente». Docilidad es la virtud de quien escucha y presta atención a una realidad que siempre nos enriquece, que nos aporta algo de lo que carecíamos, y de la que siempre podemos aprender más. La madurez intelectual —y en buena medida también existencial— de una persona estriba precisamente en nutrir esa actitud de escucha atenta a la realidad, y no tratar de imponerle nuestros esquemas y prejuicios. La verdad no se impone más que por su fuerza interna, de la misma forma que la auténtica convicción solo puede nacer de un interno y pacífico caer en la cuenta de las cosas.

La reflexión que aquí propongo tratará de mostrar que la auténtica «impostura» es la que pretende «imponer» el relativismo escéptico. Dictadura del relativismo no es tan solo una forma retórica, una fórmula paradójica para llamar la atención. El hombre no puede vivir sin verdad, precisamente porque es un ser libre.