5. La aprobación definitiva del Opus Dei (1950)

La hora de Dios, como la bendición de los patriarcas del Viejo Testamento, preanunciaba el favor del Cielo, que daba fecundidad a los ganados y fertilidad a los campos; haciendo ubérrimas las cosechas y cargando de fruto los árboles. Así también, las labores apostólicas del Opus Dei se habían multiplicado en los últimos años. Crecía el número de miembros de la Obra, y el de sacerdotes numerarios; y los Centros de Estudios, Residencias universitarias y Casas de retiros, que comenzaban también a instalarse fuera de España. En 1950 eran cerca de ciento los centros del Opus Dei en España; más otros en Portugal, Italia, Inglaterra, Francia, Estados Unidos, México...181.

Conocía el Papa el desarrollo de la Obra a través de sus colaboradores más próximos. En su tercera audiencia con Pío XII, el 28 de enero de 1949, el Fundador le habló de la difusión del Opus Dei, y regaló a Su Santidad una selección de publicaciones profesionales de miembros de la Obra. Eran libros y separatas de carácter científico y de los más diversos sectores182.

El Fundador, en su humildad, se sabía ya Padre de un gran pueblo, que se iba multiplicando y extendiendo a todos los continentes. Sus hijos tenían esto presente, en mayor o menor medida; y en todos iba creciendo, cada vez más, la alta estimación por el significado histórico de su persona.

Bien apreciaba don Josemaría la liberalidad del Señor, que colmaba de dones al Opus Dei. Especialmente daba gracias al Cielo por los muchos miembros de la Obra que encontraban su camino en todas las regiones y centros.

En Italia —escribía a sus hijos de México— aumenta nuestra familia de un modo prodigioso. Es admirable cómo actúa la gracia de Dios. Espero en Méjico mayor fecundidad y mayor rapidez. Se os encomienda mucho y la oración es omnipotente. ¡Qué envidia os tengo, por ser los primeros que pisáis esa tierra bendita!
[...] José Luis [Múzquiz] sale el jueves que viene para Nueva York. Imagino las impaciencias y la alegría de José Mª Barredo. En todas partes cuentan buenas noticias y de todas partes llegan cartas de admiración. Se toca al Señor183.

Transcurría el año 1949 con mucho trabajo, muchos viajes apostólicos y una auténtica pleamar de nuevos numerarios y supernumerarios, cuando sucedió un hecho paradójico, que, a fuerza de repetirse, adquiría viso de lógico y normal. Era ello que, con la aprobación de la Santa Sede y el régimen universal de que se dotaba al Opus Dei en virtud del Decretum laudis de 1947, se facilitó en gran medida su crecimiento y expansión por otros países. Sin embargo, esa aprobación pontificia, y la buena acogida dispensada en Roma al Fundador, en lugar de acallar chismorrerías, hicieron que la contradicción de los buenos se corriese a Italia. De manera que, conforme obtenía el Opus Dei nuevas aprobaciones eclesiásticas, la campaña contradictoria, en vez de calmarse, se recrudecía. Eminentes personajes de la Curia romana, gente con mucha experiencia de la vida, aconsejaron a don Josemaría hacerse el muerto hasta que pasase la tormenta. Eso dice la sabiduría del proverbio italiano: «Bisogna fare il morto per non essere ammazzato»184. Hay que fingirse cadáver para que no le despachen a uno al otro mundo. Lo que no sabían sus Eminencias era que no se trataba de una tormenta pasajera. Aquello prometía alargarse.

Veinte años largos de existencia llevaba la Obra, y otros tantos de incomprensiones, cuando el Fundador se desahogaba con sus hijos en 1949:

Y es que, desde fines del 1947 —¡cuando ya pensábamos que callarían!—, se han levantado más calumnias graves, constantes, organizadas. Y estas calumnias se han repetido —para lograr esto las lanzaban— por tirios y troyanos.
¡Cuántas veces he oído, más o menos, ecce somniator venit! Ahí viene el soñador: vamos a inutilizarle, vamos a destruirle185.

¿Qué ha sucedido entretanto?:

Mientras tanto, el apostolado del Opus Dei se intensifica y se extiende hasta ser, ¡cuántas veces os lo he explicado!, un mar sin orillas, una realidad maravillosa, universal [...]. El Señor nos ha bendecido también con frutos de deseo de santidad, de apostolado, hasta el punto de que algunos consideran nuestra vida de entrega a Dios como una afrenta para ellos, aunque ningún cargo contra nosotros han podido probar: solamente se trataba de chismes que llevaban los buenos y que, de otra parte, repetían los necios.
Ese ataque cruel y esa calumnia estúpida —que no ha cesado nunca desde hace años— vienen al suelo de suyo, por su propio peso, porque son polvo y barro que levantan y arrojan gentes que parece que están dejadas de la mano de Dios.
Estos hechos me llenan de un gozo profundo y de una segura serenidad, porque —como os he dicho otras veces— siempre que se alzan contra la Obra campañas calumniosas, recibimos una nueva confirmación de que estamos verdaderamente trabajando con eficacia al servicio de la Iglesia, como instrumentos de unidad, de comprensión, de convivencia entre los hombres, esforzándonos en defender para todos la paz y la alegría186.

Cuando esto escribía, estaba razonando en voz alta con sus hijos. Porque, como expresamente les dice: en esta carta, hijas e hijos, me propongo explicaros por qué estamos preparando la aprobación definitiva de la Obra187.

Una de las muchas habladurías que por aquellos tiempos se propalaban era que el Opus Dei había recibido una sanción pontificia de carácter provisional, por lo que no podría obtener una aprobación definitiva188. Con suma prudencia sopesó el Fundador la conveniencia de llevar el proceso jurídico a su última etapa o si, por el contrario, había motivos que lo desaconsejaban. ¿Qué ventajas esperaba de la aprobación definitiva?

La aprobación definitiva, hijas e hijos míos, nos dará nueva estabilidad, un arma de defensa, más facilidad para el trabajo apostólico; y asentará de nuevo los principios fundamentales de la Obra: la secularidad, la santificación del trabajo, el hecho de que somos ciudadanos corrientes y, sobre todo, especialmente en la parte espiritual, nuestra convicción de que somos hijos de Dios189.

Pero es bien sabido que todo en este mundo tiene su precio o su riesgo. El gravamen que había de satisfacer el Fundador era tener que pasar por el aro de una nueva tramitación; lo cual implicaba el someter todos los documentos constitucionales del Opus Dei para ser reexaminados por los consultores, con criterios que no siempre respondían a la nota de secularidad propiamente dicha. Esto obligaba a don Josemaría a hacer concesiones, para presentar la Obra de acuerdo con esa doctrina: harán el estudio de nuestro expediente como lo hicieron para el Decretum laudis: si no, no pasamos190.

He ahí el nudo de la cuestión. ¿Cómo armonizar los dos contrapuestos enfoques que anidaban en la lex de los Institutos Seculares: el de la genuina secularidad y el moldeado en el espíritu de la vida religiosa? Ya desde el principio existió un desplazamiento de los Institutos Seculares hacia la vida religiosa. Esta tendencia se fue acelerando con el correr del tiempo. Lo cual explica la actitud del Fundador: sus alarmas y su tenacidad en defender el carisma fundacional. Por de pronto, no estaba dispuesto a dejaciones de ningún tipo, ni a malbaratar una herencia recibida directamente de Dios, como era el espíritu del Opus Dei. No podía ceder en lo más mínimo, de modo que comprometiera definitivamente la sustancia del espíritu, porque no era suyo. Las directrices que seguiría en sus gestiones para alcanzar un compromiso con la Curia y obtener la aprobación definitiva, estaban muy claras en su mente:

sin faltar a la verdad —declaraba a sus hijos— hemos de manifestar nuestra acción, ante la Curia Romana, así: obedeciendo siempre, afirmar el espíritu de la Obra, para defenderlo; conceder sin ceder, con ánimo de recuperar. Ésta ha de ser nuestra actitud, porque ya vimos desde el comienzo que la Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia no se ajusta a nuestro Camino, y trataremos, dentro de nuestras pocas fuerzas y por una razón de lealtad, de que se aplique a las diversas instituciones sin deformarla. Más tarde llegará la hora de aclarar nuestra realidad tajantemente191.

Así pues, con el firme propósito de obtener la aprobación definitiva, el 11 de febrero de 1950, a los tres años del Decretum laudis, presentó ante la Santa Sede, junto con el Derecho particular, una relación sobre el estado y desarrollo del Opus Dei por esas fechas. La solicitud venía avalada por ciento diez cartas comendaticias de Prelados de diferentes naciones; entre ellas las de doce Cardenales y las de veintiséis Arzobispos192. Tras un detenido y minucioso examen de los documentos, la Comisión competente de la Sagrada Congregación de Religiosos dio, por unanimidad, parecer favorable a la aprobación. Este dictamen pasó luego al Congreso Plenario del 1 de abril, presidido por el Cardenal Lavitrano, el cual lo ratificó. Sin embargo, por lo que se refiere al Derecho particular, cuyo articulado había sido ampliado, pareció oportuno que fuese el mismo Fundador quien esclareciese personalmente ante el Congreso algunas materias, dada la novedad que ofrecía a los miembros del Congreso la figura jurídica de los Institutos Seculares193. (Aunque lo cierto es que a la sombra de esta novedad se refugiaban también viejas incomprensiones). Con ello la aprobación quedó pendiente de un ulterior examen, esto es, retrasada.

* * *

Pocos días antes había tenido lugar un acontecimiento que repercutió silenciosamente en el alma del Fundador. El 28 de marzo celebraba el 25 aniversario de su ordenación sacerdotal. Pensando, pues, en señalar la pauta para celebrar en la intimidad esa fiesta de familia, escribió a todos sus hijos:

Roma 8 de marzo de 1950
Que Jesús me guarde a mis hijos.
Queridísimos: Se acerca la fecha de mis bodas de plata sacerdotales. Deseo pasarlas en silencio, sin ruido. Por eso, si tratáis de dar una alegría a este pobre pecador, os agradeceré que especialmente ese día pidáis al Señor, por el Corazón Inmaculado de su Madre, para que me ayude a ser bueno y fiel. Si además, de vuestras familias de sangre o de algún amigo vuestro, podéis obtener una limosna —pequeña o grande— para nuestras casas de Roma, mi gozo será completo. 
   La bendición de vuestro Padre 
   Mariano194.

Mal, muy mal andaban de dinero cuando el Fundador se ve obligado a mendigar por carta limosna de sus propios hijos. De todos modos, ese día lo celebraron espléndidamente. El oratorio tenía aire de fiesta. La belleza y colorido de las flores sobre el altar, la dignidad de los ornamentos con que se revestía el Padre, y el cáliz, propio para esa fecha, demostraban a las claras el cariño de sus hijas y de sus hijos, ya que no su riqueza. Largas horas pasó de tertulia con los de Roma, congregados aquel día en Villa Tevere para felicitarle. A última hora fue a estar de nuevo un buen rato de charla con sus hijas. Sus recuerdos revoloteaban en torno a esa fecha. Don José, su padre, había fallecido en 1924, cuatro meses antes, por lo que no llegó a ver la ordenación de su hijo Josemaría. De su primera misa, el lunes 30 de marzo, en la Santa Capilla del Pilar, le venían memorias agridulces, con la dolorida presencia de la madre, que asistía de luto a una misa de sufragio por el alma de su marido. Después, su precipitada salida para Perdiguera... Así y todo, como decía a sus hijas, aquella jornada en que celebraba sus bodas de plata sacerdotales, había sido un día feliz, sin mayores golpes, sin contratiempos; cosa rara en las fiestas, a lo largo de su vida de sacerdote195.

En realidad aquella jornada era un brevísimo remanso de paz y alegría, porque el Padre venía pregustando un acerbo sacrificio, que le recordaba otros señalados momentos de aflicción en el pasado. Por dos veces había sufrido la prueba cruel de tener que renunciar a la Obra, arrancándola de sus entrañas de Fundador. La vez primera fue haciendo ejercicios espirituales en los Redentoristas de la calle Manuel Silvela en Madrid, en junio de 1933. La segunda, en La Granja, un día triste y lluvioso de septiembre de 1941, cuando celebraba misa en la Colegiata.

De día feliz, sin nubes196, califica don Josemaría ese 28 de marzo, jornada de sus bodas de plata sacerdotales. Pero, ¿sabían sus hijos que estaba a punto de dejarlos? Se esperaba, de un día para otro, que se reuniese el Congreso Pleno de la Curia y que de él saliera la aprobación definitiva del Opus Dei. Aquel sería momento propicio para que el Fundador dejase al Opus Dei caminar exclusivamente de la mano de Dios. El sacrificio que ahora se le pedía no era, ciertamente, tan duro como el de las pruebas crueles, pues tenía la seguridad de que el Señor sacaría su Obra adelante; pero no por eso se le hacía menos doloroso, ya que venía prolongándose por muchos meses, como cuenta el mismo don Josemaría:

Estaba decidido —¡y cómo y cuánto me costaba!— a dejar el Opus Dei, pensando que ya podría caminar solo, para dedicarme exclusivamente a crear otra asociación, dirigida a mis hermanos los sacerdotes diocesanos.
Guardaba en mi corazón, desde siempre, esta preocupación por los sacerdotes seculares, a los que tanto tiempo he dedicado, incluso antes de llegar yo mismo al presbiterado, cuando me nombraron Superior del Seminario de San Carlos en Zaragoza, y después en muchas horas de oír sus confesiones y con numerosas correrías apostólicas por España, hasta que hube de venirme a Roma. En los años 1948 y 1949 esta preocupación martilleaba mi alma con una insistencia especial197.

Noches pasadas en oración en la iglesia de San Carlos, revisando, a solas con Jesús, la marcha interior de los seminaristas que el Cardenal Soldevila le había confiado al nombrarle Superior. Aquellos residentes de la calle Larra a quienes procuraba arrastrar consigo para hacer apostolado. Alguna que otra oveja descarriada en cuya busca salió don Josemaría para reintegrarla al buen redil. ¿Y el sacrificio de doña Dolores, a cuyas oraciones encomendaba la labor con el clero diocesano? En Madrid murió su madre mientras él daba una tanda de ejercicios espirituales en Lérida. Acababa de hablar en la capilla del papel protector que desempeña la madre de todo sacerdote cuando se enteró del fallecimiento de la Abuela.

¡Cuánta soledad y amargura había visto en las almas de muchos sacerdotes! Inmediatamente acudía a su memoria aquel ejercitante retraído al que un día fue a buscar, porque rehuía charlar con otro sacerdote. Le abrió el alma y vio en ella una inmensa soledad. Sobre aquel hombre pesaba una horrible calumnia.

— y los hermanos nuestros que están cerca de Vd. ;—le preguntó don Josemaría—; ¿no le acompañan?

— «Me junto solo», le respondió198.

Se conmovió de pena don Josemaría. Cogió las manos de aquel sacerdote y se las besó, para que, en adelante, aquel hermano no caminase solitario por la vida.

Muy pocos conocían la decisión del Fundador de dejar la Obra por amor a los sacerdotes: don Álvaro, sus hermanos —Carmen y Santiago—, los del Consejo General y alguna otra persona. Cuando el Padre lo comunicó a Nisa y a Encarnita, pidiéndoles que rezasen y callasen, ésta última dice que quedaron «paralizadas con la noticia»199.

Corría el tiempo, y a cuatro fechas del aniversario de su ordenación sacerdotal, a pesar de la certeza que le habían dado de que en el Congreso Plenario del 1 de abril aprobarían definitivamente la Obra, el Fundador recibió, en cambio, la noticia inesperada de que habían decidido demorar la aprobación. Este dilata en los trámites suponía alargar la espera.

Para acortar el tiempo de la espera, y descargar de paso su conciencia, el Fundador dirigió, con fecha de 3 de mayo de 1950, un escrito a la Sagrada Congregación de Religiosos. En dicho escrito demandaba que se le comunicasen las observaciones hechas al Derecho particular del Opus Dei en el seno de la Comisión, como era habitual en tales casos. Y, una vez informado sobre ello, volvió a revisar algunos de sus artículos. La demora resultó providencial, porque uno de los grandes bienes, que se sacaron con aquellos retrasos —dice el Fundador—, fue el de la solución jurídica para nuestros sacerdotes Agregados y Supernumerarios200.

Voluntariamente, sin resistencias, se había ofrecido a dejar la familia de la que era Padre, con gran dolor suyo y de todos los miembros del Opus Dei.

Pero Dios no lo quiso así, y me libró, con su mano misericordiosa —cariñosa— de Padre, del sacrificio bien grande que me disponía a hacer dejando el Opus Dei. Había enterado oficiosamente de mi intención a la Santa Sede, como ya os he escrito, pero vi después con claridad que sobraba esa fundación nueva, esa nueva asociación, puesto que los sacerdotes diocesanos cabían también perfectamente en la Obra201.

Felizmente, ya no era precisa una fundación nueva para sacerdotes diocesanos. ¡Caben, caben!, repetía con gozo don Josemaría202. La vocación de esos sacerdotes encajaba plenamente en el espíritu y en la estructura jurídica del Opus Dei. Porque, ¿acaso podía dejarlos fuera cuando con tanto empeño se dedicaba a predicar la llamada universal a la santidad? Cuánto insistía el Fundador en que las ocasiones nacidas de la vida profesional del cristiano, de su trabajo corriente, llevaban al encuentro con Cristo, a una vida contemplativa a lo largo de la jornada. Y, ¿no es trabajo profesional, santificable para el sacerdote, el ejercicio de sus tareas ministeriales?203. La vocación de sacerdotes diocesanos les permitía, por lo tanto, llevar la misma vida contemplativa que el resto de los miembros del Opus Dei, gracias al cumplimiento amoroso de las tareas de servicio a los fieles.

El Señor mostró al Fundador la manera específica de vincularse al Opus Dei los sacerdotes incardinados en las diócesis, sin que ello afectase en lo más mínimo a la dependencia jurisdiccional respecto a los Ordinarios204. Y la solución consistía en que, quienes tuviesen vocación a la Obra, podrían adscribirse como socios Agregados o Supernumerarios de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Porque, característico del espíritu del Opus Dei es que no saca a nadie del oficio o estado en que se halla. En el caso de los sacerdotes diocesanos su condición quedaba fortalecida tanto respecto a la unión con el resto del clero de la diócesis como en la obediencia a su Obispo, en cuyas manos está por entero.

Guiado por estas ideas compuso un Estatuto acerca de los socios sacerdotes diocesanos de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Y cuando, con fecha del 2 de junio de 1950, envió a la Sagrada Congregación de Religiosos un informe esclareciendo las cuestiones que habían retrasado la aprobación definitiva, adjuntó dicho Estatuto como Anexo (Allegato)205.

* * *

A principios de junio de 1950 los consultores reanudaron sus trabajos, con un diligente examen de los documentos presentados por el Fundador, en los cuales esclarecía, como se le había pedido, el sentido y alcance de algunos puntos. El dictamen favorable de los consultores fue ratificado el 28 de junio por el Cardenal Lavitrano. El Decreto de aprobación definitiva —Primum inter— está fechado el 16 de junio de 1950, por deseo expreso del Fundador206.

El texto del decreto es extenso. Su preámbulo contiene una breve explicación histórica, a la que sigue —«para que no quepa duda alguna en el futuro»— la reseña y comentario de los rasgos característicos del Opus Dei por lo que se refiere a su naturaleza, miembros, apostolado, espíritu y régimen. Luego de hacer esta exposición panorámica, se cierra el decreto insistiendo en que, tanto el Opus Dei como su Derecho particular, «pueden considerarse detenidamente examinados bajo todos los aspectos, como consta con toda claridad y fundamento». En consecuencia, y en uso de las facultades concedidas por Su Santidad Pío XII, «se aprueban definitivamente» la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y Opus Dei, así como su Codex207.

Incorporados al Derecho particular estaban los últimos logros legislativos, especialmente el reconocimiento por la Santa Sede de la adscripción de miembros supernumerarios y de socios sacerdotes diocesanos. Además, al texto oficial del Codex, que se entregó al Fundador, acompañaba una Carta de la Sagrada Congregación del 2 de agosto de 1950. En virtud de dicho documento se le concedían especiales facultades; a saber: «proponer modificaciones, aclaraciones y añadidos complementarios, si se consideran convenientes y útiles, por cualquier motivo, para la evolución y necesidades del Instituto, y para su expansión y empuje apostólico»208.

Así las cosas, parecía completo el desarrollo institucional del Opus Dei. En realidad se trataba tan sólo de un alto en la marcha histórica. Se había dado, indudablemente, un importante avance, que el Fundador agradecía. Pero, por encima de posturas encontradas, entre don Josemaría y algunos de los consultores de la Sagrada Congregación, estaba la integridad del espíritu fundacional209.

Haciendo recuento de las ventajas obtenidas, escribía así a sus hijos:

En primer término, he de recordaros que con la aprobación definitiva quizá os pase por la cabeza el pensamiento de que salimos de Málaga, para entrar en Malagón. Sin embargo, aunque se prevén no pocas dificultades, el bien que se espera de la aprobación definitiva es grande. No constituye un paso más, sino un buen paso adelante.
Porque lograremos, desde luego, mayor estabilidad ante las atizadas incomprensiones; porque, dentro de la Obra, y en el ámbito de la misma y única vocación, se han definido mucho mejor las condiciones de los socios Agregados y Supernumerarios; porque se ha alcanzado el gran avance de que quepan en la Obra los sacerdotes diocesanos; porque se ha podido proclamar de un modo más solemne nuestra secularidad, y asegurar más nuestro espíritu específico; porque nuestros bienes, como defendí desde el principio, no son eclesiásticos.
Si las dificultades que se adivinan —menores que las ventajas que se esperan, para servir mejor a la Iglesia— nos hubieran de obligar a pedir pronto una solución nueva, puesto que ya os he aclarado que hemos concedido con ánimo de recuperar, entonces rezad, rezad mucho [...].
Y será preciso buscar una nueva solución jurídica: porque, si pretenden considerarnos igual que a los religiosos o personas equiparadas, como ya han empezado a intentarlo, deberemos confirmar que no nos va ese corsé de hierro: necesitamos mayor elasticidad, para servir a Dios, según Él quiere210.

En otras palabras, don Josemaría se reservaba el derecho de replantear la cuestión institucional ante la Santa Sede, cuando llegase el momento oportuno.

Capítulo 18


El Fundador del Opus Dei III

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Primera edición: Octubre 2003

Novena edición: Diciembre 2003


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ISBN eBook: 978-84-321-4015-0

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Clave de las principales abreviaturas y referencias

AGP

 Archivo General de la Prelatura.

Apuntes

“Apuntes íntimos” .

AVF

 Autógrafos Varios del Fundador.

Carta

 Las cartas dirigidas a todos los miembros de la Obra, verdaderos escritos fundacionales, van citadas según fecha y numeración marginal; por ej.: Carta 24-XII-1951, n. 7.

D

 Documento del AGP.

EF

 El Epistolario del Fundador, que comprende su correspondencia personal, se cita por la sigla EF y la fecha.

IZL

 Sección del AGP correspondiente al Siervo de Dios Isidoro Zorzano Ledesma.

P01,P02etc.

 Colecciones de documentos impresos (Secciones dentro del AGP).

PM

 Proceso Matritense, seguido del número de folio. 

PR

Proceso Romano, seguido del número de la página.

RHF

 Registro Histórico del Fundador (Sección dentro del AGP).

Sum.

 Summarium de la Causa de beatificación y canonización. Positio super vita et virtutibus, Roma 1988. Se cita el testigo y el número correspondiente del Summarium.


 Testimonial


1. Segunda etapa romana de don Álvaro

La victoria de los Aliados había traído la paz a Europa en la primavera de 1945, si bien muchos países continuaron su existencia con una fuerte inestabilidad política y luchas internas de violento carácter ideológico. Restablecida la paz, se puso pronto en ejecución el plan Marshall, para la reconstrucción y desarrollo económico de gran parte de la Europa devastada por la guerra. España, que había salido destrozada de la guerra civil, y no pudo rehacerse durante el período de la segunda Guerra Mundial, se vio marginada después de los Organismos internacionales por las grandes potencias. De manera que, abandonada a sus propios recursos económicos, que eran escasísimos (no tenía carburantes, ni materias primas, ni producción agrícola para hacer frente al hambre), difícilmente pudo sobrevivir a un duro cerco internacional. La España de Franco era considerada dictadura de signo totalitario, con una reciente historia de amigables relaciones con los países del Eje. En consecuencia, las Naciones Unidas recomendaron la retirada de los embajadores en España, que se produjo a partir de diciembre de 1946 por parte de algunos países1. Anteriormente, el 2 de febrero de 1946, se había producido el cierre de la frontera francesa a los españoles2.

Los años de la guerra habían dejado también huellas de otro orden. El Colegio Cardenalicio, que solía consistir de unos setenta miembros, había quedado reducido casi a la mitad. A finales de 1945, Pío XII cubrió los puestos vacantes con treinta y dos cardenales, cuatro de ellos italianos, de manera que, por vez primera en siglos de historia, los cardenales no italianos constituían mayoría en la Iglesia. La fecha de imposición de los capelos cardenalicios tendría lugar el 21 de febrero de 19463.

Por ese tiempo se organizó una peregrinación española a Roma, de forma que coincidiera con la ceremonia de la imposición de capelos. La presidía el Sr. Obispo de Madrid; y los romeros hicieron la travesía, entre Barcelona y Civitavecchia, en el J.J. Sister. El 24 de febrero estaba de vuelta la peregrinación; y don Álvaro y José Orlandis se acercaron al puerto de Barcelona para recibir a don Leopoldo, que les puso al tanto de las últimas noticias e impresiones que traía de Roma4. Ese mismo día, víspera de embarcarse, redactaba don Álvaro una nota para el Padre al filo de la medianoche. Y se despedía con un «¡Bendíganos! Ya sabe cómo y cuánto le recuerda y cómo ha de pedir por Vd. su hijo Álvaro. El 26, D.m., telegrafiaremos desde Génova»5.

La travesía por mar fue feliz. No puede decirse lo mismo del viaje de Génova a Roma. Una semana antes había encontrado Salvador Canals un piso en el Corso del Rinascimento, 49; sus balcones y ventanas daban a Piazza Navona. No podía ser más céntrico. Tenía un vestíbulo, salita de estar, amplio comedor y varios dormitorios, aunque uno de ellos estaba atestado con los muebles del anterior inquilino. Apenas tuvo don Álvaro un rato de sosiego, escribió a Madrid una Carta de varios pliegos y letra minúscula, comenzando con el relato de su llegada a Roma:

«Roma, 2-III-46.

Muy querido Padre: ahí va la primera Carta de esta segunda etapa romana. Escribimos en nuestro piso del Corso del Rinascimento, 49, que providencialmente logró Salvador [...]. El viaje de barco, estupendo: salimos a mediodía del 25, con todo el equipaje, y llegamos a Génova el 26 a las 3 de la tarde. Nos esperaban el cónsul y Salvador. A pesar de las protestas del cónsul salimos en un Fiat que iba conducido por su propietario, un conde amigo de Salvador, camino de Roma, a eso de las 6 de la tarde. Pasamos el Bracco sin esperar a la escolta de los carabinieri, para ganar tiempo, provisto el conde de una rivoltella (un revólver: poco podíamos hacer), y no hubo novedad. Cenamos en La Spezia y, aunque nos volvieron a decir que era muy peligroso, continuamos, pensando hacer el camino de noche y llegar a tiempo para ver a los cardenales españoles, que iban a salir de Roma el día 1 a primera hora. Pero empezaron a venir reventones en las cubiertas, se rompieron los dos gatos y, por fin, a 8 Kms. de Pisa hubo otro reventón. Como era de noche, no paraba ningún coche para dejarnos el gato, ni para nada, y cerramos bien para dormir dentro del coche y ver si de día alguno nos daba auxilio: no sabíamos que estábamos tan cerca de Pisa. Y tampoco supimos, hasta el día siguiente, que a un Km. de nosotros los bandoleros desvalijaron un camión, mientras nosotros dormíamos, y se fueron con él, dejando atados a unos árboles a los que lo conducían. De madrugada nos ayudaron por fin, celebré en Pisa —la primera misa en Italia— y seguimos después de habernos arreglado las ruedas. Pero nada: reventones y más reventones y, en vez de llegar el 27 de madrugada a Roma, llegamos el 28, sin poder cenar»6.

A la descripción del viaje siguen varios pliegos, extensos, en los que se refiere, con lujo de detalles, el cómo y cuándo se obtuvieron las cartas comendaticias de los Cardenales. Según las noticias que les había dado don Leopoldo en Barcelona, la víspera de embarcarse ellos para Génova, los nuevos purpurados dejarían muy pronto Roma. Casi todos tenían las maletas hechas y estaban a punto de partir. No tuvieron dificultades en conseguir las comendaticias de los tres españoles: el de Tarragona, el de Granada y el Primado de Toledo. Luego, continuaron sus diligencias con el resto de los Cardenales que quedaban todavía en Roma. Cerejeira, el de Lisboa, fue el primero que, espontáneamente, antes de pedírsela, se la ofreció: ¡Yo también tengo que darla!, les dijo. No sin que el doctor Carneiro de Mesquita, su secretario, se empeñase en que el de Lorenzo Marques, Cardenal Gouveia, hiciera también otra carta. El encuentro de don Álvaro con Ruffini, Cardenal de Palermo, fue muy afectuoso. Cuando se le acercó don Álvaro y le dijo que probablemente no le reconocería, porque la última vez que se saludaron tenía bigote y vestía de paisano, el Cardenal daba grandes muestras de contento e hizo en público grandes elogios de la Obra y de algunos de sus miembros. Había conocido a Albareda y a Barredo. «Ya saben —insistía— que donde esté yo está l’Opera: tienen que venir a Palermo»7.

Una vez en faena, don Álvaro estaba decidido a seguir pidiendo comendaticias a todos los Cardenales en cuyas diócesis había hecho apostolado alguien de la Obra, aunque se tratase de los humildes comienzos de un investigador o de un estudiante becado en el extranjero. En su segunda jornada de trabajo en Roma escribía al Fundador, a modo de recapitulación: «Es posible que den comendaticias los Card. de Berlín, Colonia, Westminster, Palermo y quizás Milán y N. York, que con los de Toledo, Tarragona, Granada, Sevilla (¡que no ha llegado aún hoy!) y Lisboa son 11 de los 69 de todo el mundo: no está nada mal, aunque nos den calabazas unos cuantos de ellos»8.

El día 3 de marzo tenía fijadas don Álvaro varias audiencias con algunos de los Cardenales que aún permanecían en Roma. El Cardenal Francis Spellman, de Nueva York, y el de Westminster, Bernard Griffin, que seguramente le hubieran dado la comendaticia, tuvieron que dejar Roma con urgencia. En un ambiente tan internacional, parece ser que el idioma más socorrido entre los eclesiásticos era el italiano, en el que no estaba muy ducho don Álvaro. Pronto se convenció de que era lengua obligada en Roma: «Se ve—escribía al Padre— que no hay más remedio que hablar italiano, para entenderse con toda esta gente: yo procuro hacerlo desde el primer día»9. Pero cuando el 3 de marzo se presentó, acompañado de Salvador, a la cita con el Vicario General de Colonia, tuvo que echar mano del francés. A pesar de lo cual, al cabo de media hora, el Vicario seguía sin entender por qué su Cardenal había de darle una Carta comendaticia. De todos modos, como para mostrarles su buena voluntad, les ofreció pasar un momento a besar el anillo de su Eminencia. Minuto que, con estupor del Vicario, se alargó, sin que éste pudiera acortarlo. El comienzo de la conversación, ya en el despacho del Cardenal Joseph Frings, fue un amistoso acuerdo sobre el instrumento con que habían de entenderse. El Cardenal no sabía más que alemán, italiano y latín. Dentro de esa terna, don Álvaro le ofreció el latín o su italiano de tres días. El Cardenal Frings, sabiamente, optó por el latín, idioma en el que estuvieron hablando hora y media.

Le explicó don Álvaro la Obra. Y viendo, por las preguntas que le hacía el Cardenal, que iba entendiendo perfectamente, tocó el objeto de su visita: «habemus aliquas Litteras Commendaticias... fere omnium Episcoporum Hispaniae et etiam alicuius Cardinalis Lusitaniae, Italiae...». Al llegar a este punto, Salvador, como para corroborar lo que decía don Álvaro, sacó de la cartera un montón de papeles. Al verlos el Cardenal Frings, puso cara de asombro y se le escapó un sincero: «Sed insatiabiles estis!»10.

«Le respondí —continúa don Álvaro— que lo normal era llevar para el Decretum Laudis cuatro o seis comendaticias, y por lo tanto la suya ni quitaba ni ponía nada para la materialidad de conseguir el Decreto: pero que, en realidad, la Obra había trabajado en Alemania: que si el Sr. Cardenal Faulhaber estuviera en Roma, indudablemente la hubiera dado y que, sobre todo, «esset nobis gaudium magnum Litteram aliquam alicuius Episcopi Germaniae possidere», etc.11. El Cardenal, a su entera disposición, preparó la redacción de la carta.

El número de las cartas comendaticias de los Prelados extranjeros tenía un límite, evidentemente. No ocurría así con las de España. El Fundador llevaba años recorriendo las diócesis y entrevistándose periódicamente con muchos Obispos. Don Josemaría, pues, se propuso obtener cartas de todos aquellos con quienes había tenido relación. En algunos casos, la operación requería llevarse a cabo en varias etapas. Primero una conversación, a fondo, con el Prelado en cuestión, sobre la situación jurídica de la Obra. Después, una invitación a redactar una comendaticia. Finalmente, conseguir que la enviase. Gestión ésta nada fácil en ocasiones, porque el Sr. Obispo, ya fuese por enfermedad, viaje, acumulación de trabajo, y quizá confianza amistosa, daba largas demoras, hasta que don Josemaría le refrescaba la memoria o hacía que se lo recordasen. Y, en aquellos otros casos en que no había tenido trato directo con el Sr. Obispo, utilizaba para urgirlo los buenos oficios de amigos o conocidos, como el Obispo de Tuy, el Abad de Montserrat o don Eliodoro Gil12. Todo esto explica el que, habiendo comenzado la recogida de cartas en el mes de diciembre de 1945, no lograse rematarla hasta junio de 1946.

Don Álvaro había llevado consigo a Roma docena y pico de cartas comendaticias, a las que en el mes de marzo fueron agregándose otras: Jaén, Zamora, Jaca, Ciudad-Rodrigo, Barbastro...13, más las obtenidas en Roma. Sobre las comendaticias escribía don Josemaría a Mons. López Ortiz el 25 de marzo:

Es una pena no poder vernos y charlar, para que comprendas la conveniencia de que se multipliquen las "comendaticias". Gracias a Dios, las han dado Prelados de Portugal, Italia y todos los españoles que han recibido nuestra petición.14

Sumaban ya más de treinta las comendaticias de los Obispos españoles cuando los miembros del Opus Dei en Roma hicieron siete copias de las cartas, para entregar, en forma de folleto, a cada uno de los Consultores de la Curia. «¡Son Vds. unos bravos!», comentó uno de ellos15. En respuesta a lo cual, don Álvaro, en Carta del 10 de abril, le dice al Padre: «¡Es pena que no tengamos todas las comendaticias!»16.

Bien podía pensar el Padre, como el Cardenal Frings, que sus hijos de Roma eran insaciables. Pero, si lo pensaba, no lo dijo. Al revés, apresuróse a conseguir comendaticias de todos aquellos Obispos que no habían dado señales de vida; y escribió enseguida a Mons. López Ortiz, el 14 de abril:

Perdóname esta insistencia. Me urgen de Roma más comendaticias. [...] Me convendría saber si esos buenos señores de León, Orense y Guadix han respirado. Con franqueza: no me importa demasiado su negativa, aunque no la deseo. Dime urgentemente lo que haya 17.

Un mes más tarde informaba don Álvaro sobre este asunto:
«Con las cartas comendaticias ha resultado un libro de cien páginas, estupendo»18. Les siguieron llegando cartas comendaticias. Las últimas (de los Sres. Obispos de León, Ibiza, Plasencia y Vic) a mediados de junio19.

2. Las formas nuevas de vida cristiana

Que el Fundador no estaba del todo conforme con el contenido del Decreto de erección de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz era cosa patente, por cuanto su texto no expresaba con propiedad la genuina naturaleza del Opus Dei. Tampoco respondía al carácter universal del Opus Dei, ni era, por consiguiente, el instrumento adecuado para su desarrollo. De manera que, después de haber conseguido la incardinación de los sacerdotes del Opus Dei en la nueva Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, don Josemaría se creyó obligado en conciencia a exponer las razones por las que ese ropaje jurídico no se ajustaba a la realidad del nuevo fenómeno pastoral que Dios había traído al mundo:

Por estas razones, entre otras —confesaba a sus hijos—, no podemos aceptar en conciencia lo conseguido hasta ahora, como cosa intangible y definitiva. Hay que avanzar y mejorar, hasta lograr un cauce, en el que se asegure con genuinidad lo que Dios quiere de nosotros 20.

Existía también otra razón de peso para dar un paso adelante, aunque no la mencione el Fundador por tratarse de materia harto vidriosa. Pero es obligado decir, porque lo recogen los documentos públicos y solemnes de la Santa Sede, que la contradicción de los buenos no se había extinguido21. Al contrario, existía el peligro de que se propagase a otros lugares. Don Josemaría, con mucho dolor y delicadeza, informaba de ello a su buen amigo el P. Roberto Cayuela, S.J.22.

De los dichos peyorativos y de las habladurías contra la Obra en España se empezaba a tener conocimiento en Roma. Su mejor contrapartida eran las cartas comendaticias. En ellas se reflejaba la naturaleza universal de la empresa apostólica, que se extendía a gente de todas las condiciones, y de diversos países. Mientras que, por otra parte, los Ordinarios daban fe de la obediente sumisión a la Jerarquía de los miembros del Opus Dei. Además, con su trabajo profesional, específicamente apostólico, prestaban un servicio directo a las iglesias locales. Todo lo cual reforzaba la petición hecha a la Santa Sede para dotar al Opus Dei de un régimen pontificio, en atención a su gobierno, a su naturaleza y a sus fines.

A la segunda semana de su estancia en Roma, don Álvaro, dando por acabadas las gestiones de las cartas comendaticias, se dirigió a la Sagrada Congregación de Religiosos. (No tenía otra vía, no existía otro camino para tratar este asunto jurídico). Con el respaldo de esa impresionante colección de comendaticias, no parecía difícil lograr lo que deseaban. Sin embargo, aquella petición resultó ser la manzana de la discordia. No en cuanto a la sustancia del asunto sino en cuanto al procedimiento, porque surgieron diversidad de pareceres entre los consultores. Para unos, en efecto, la estructura jurídica del Opus Dei podría encauzarse dentro de la normativa del Codex vigente. Otros, en cambio, considerando que el Opus Dei era una forma nueva de apostolado, abogaban por encuadrarlo jurídicamente en la normativa propia de esas formas nuevas. En todo caso, la cuestión de fondo era que, para bien o para mal, no existían tales normas legales23.

Corría el mes de marzo de 1946 cuando don Álvaro, dejando el asunto en manos de los consultores de la Sagrada Congregación de Religiosos, trató de resolver otro problema: el de la casa. Pronto o tarde, se verían obligados a desalojar el piso que ocupaban, porque no tenían un contrato de arrendamiento. Pero, bien miradas las cosas, se les presentaba una ocasión inmejorable para adquirir una villa o un piso grande en Roma. Los precios estaban por los suelos. También es verdad que el mayor inconveniente para la operación era la falta de dinero.

«Estamos ahora viendo casas —escribe don Álvaro al Padre—. Nos damos caminatas enormes, y así aprovechamos el tiempo mientras se resuelven las instancias pendientes». Y, por lo que se refiere al asunto de la Curia, le dice: «Creo que hasta Pascua, por lo menos, es indispensable la estancia aquí. Desde luego, la cosa sale maravillosamente, pero es preciso que salga rápida y sin modificar nada, y aquí está la cuestión. Hay cosas que han tomado con mucho interés (!) y que están durmiendo el sueño de los justos desde hace dos años»24. Uno de los consultores —refería don Álvaro— le había comentado que si el Fundador «hubiera estado al corriente del mecanismo canónico de las llamadas formas nuevas, algunos puntos de las Constituciones los habría tocado de otra manera»25. «De todos modos —seguía contando don Álvaro— hay que dar gracias a Dios: me decían que lo normal es que retoquen todos, o casi todos los artículos, y que aprueben así, retocado»26.

Tres días antes de que le llegasen estas noticias, el Padre había ya empezado a escribir a sus hijos de Roma una larga Carta —aquella famosa Carta que comienza el 24 de marzo y acaba el 30 de abril de 1946—, donde se va reflejando el vaivén de la esperanza y la impaciencia creciente del Padre. Hasta entonces daba éste por descontado que las gestiones de don Álvaro serían negocio expedito, y que estaría de vuelta en Madrid al cabo de unas semanas. Pensaba, con razonable optimismo, que las cartas comendaticias que con evidente retraso seguían llegando a sus manos, no estorbarían, para reunirlas después todas en un libro, aunque no hagan falta ya para el decreto27.

Esto escribía el Padre, con fundada satisfacción, la noche del 24 de marzo de 1946. A la mañana siguiente se volvieron las tornas. Llegó un telegrama de don Álvaro anunciando al Padre una noticia que nada tenía de optimista. En efecto, en la Curia le decían que «era urgente esperar»28. No bien lo hubo leído el Padre, la demora le puso en guardia: Si las cosas se retrasan —escribe el 26 de marzo— vengo pensando en si convendría que se viniese el curica, para cambiar impresiones una semana, y enseguida volver a Roma29.

Quizá sea a partir de entonces cuando se enrosca en el ánimo del Padre la sospecha de que las cosas van a mayores, de que se complican30. No parecía conveniente que don Álvaro, el curica, se ausentase de Roma, porque ya había solicitado audiencia con Pío XII, a través de Mons. Montini. El día fijado era el 3 de abril, miércoles, al mediodía.

Traía don Álvaro unas palabras preparadas en italiano para pedir a Su Santidad que, si le era igual, le hablaría en español. «Pero en cuanto le vi —cuenta— se me fue el santo al cielo, y se lo dije en castellano»31.

— «¡Sí, cómo no!», le respondió el Santo Padre con acento sudamericano.

Le contó don Álvaro que ya había tenido la alegría de haber sido recibido por Su Santidad en 1943. Estaba en Roma enviado por el Fundador del Opus Dei para solicitar el Decretum laudis, acompañando la petición con cuarenta cartas comendaticias. Habló don Álvaro de la extensión del apostolado y de la situación de la Obra. Le impresionaba al Santo Padre oír que los miembros del Opus Dei ejercían el apostolado entre intelectuales, muchos de ellos profesores de la Universidad oficial, viviendo, como ciudadanos corrientes que eran, en el mundo y buscando allí la santidad de vida.

— «¡Qué alegría!», comentaba el Papa. Y, de pronto, se iluminó su cara aguileña, donde los pesares habían hecho estragos en los últimos años; y, fijando la mirada en don Álvaro, le decía:

— «Ahora le recuerdo perfectamente, como si le estuviese viendo, de uniforme; con condecoraciones y todo. Sí, sí: me acuerdo muy bien»32.

Continuó don Álvaro exponiendo las dificultades que habían surgido en la Sagrada Congregación de Religiosos33. Luego, con confianza filial, manifestó al Papa lo que, con toda razón, califica de frescura inaudita por su parte.

«Añadí al Santo Padre —escribe— que nos había recomendado el P. Larraona que encomendásemos mucho al Señor que saliera cuanto antes el Decreto y que, incluso, el Santo Padre, sin pedir él audiencia, le recibiera»34.

Después le entregó, en nombre del Fundador, un ejemplar de Santo Rosario, de La Abadesa de Las Huelgas y de Camino, todos magníficamente encuadernados en pergamino antiguo, con preciosos hierros, cantos de oro y blasón pontificio. Se apresuró el Papa a desenfundar Camino y leer algunos puntos: — «Parece muy bueno para hacer la meditación: son puntos de meditación», comentó35. Aprovechó don Álvaro, antes de despedirse, para hablar de Camino, diciendo al Santo Padre cómo él, y todos los miembros de la Obra, habían aprendido del Fundador a ser buenos hijos del Papa.

* * *

¿Qué eran esas formas nuevas de que hablaban los consultores de la Curia? ¿En qué consistía su novedad, cuando un experto aventuraba que de estar al corriente de su mecanismo canónico el Fundador hubiera formulado de otro modo algunos puntos del Codex (del Derecho particular del Opus Dei)?

La Iglesia es joven, aun contando siglos, y fecunda. En la historia del último siglo aparecieron en su seno asociaciones de vida cristiana y de apostolado que no respondían al concepto estricto canónico de estados de perfección, ya fuese porque sus socios no emitían los votos públicos o por no hacer vida en común. Estas instituciones, variadas en sus fines y extendidas por muchos países, eran reconocidas por la autoridad diocesana como Pías Uniones, Sodalicios u Órdenes Terceras. Por su misma novedad se las denominaba formas nuevas de vida cristiana, formas nuevas de perfección, o de apostolado, o de vida religiosa; o simplemente formas nuevas36.

Aquellas instituciones que estaban dotadas de vida común para sus fieles hallaron un lugar en el título XVII del libro II, del Codex de 1917, como sociedades de vida común sin votos. Pero el resto de las formas nuevas, que eran canónicamente atípicas, creaban problemas, en cuanto a la competencia de las Sagradas Congregaciones, por falta de normativa que regulase el caso particular de cada una de ellas. Era, por tanto, urgente colmar ese vacío legislativo. Así, pues, en 1934, Mons. La Puma, entonces Secretario de la Congregación de Religiosos, se decidió en un Congreso jurídico por el reconocimiento de las formas nuevas; y posteriormente, en 1945, se formó una comisión encargada de preparar las normas de procedimiento para su aprobación37.

Quedó visto cómo en 1943 la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz obtuvo el nihil obstat de la Santa Sede como institución de vida común sin votos, con un flexible entendimiento de la vida en común; especificando que sus socios no eran religiosos. De este modo logró su erección diocesana y una amplia libertad organizativa, según su propio reglamento, y de acuerdo con los cánones del título XVII, libro II del Codex. Ahora, en 1946, a los tres años, el Fundador solicitó, dentro de ese mismo cauce jurídico, un Decretum laudis