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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Carrie Antilla

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Empezar de nuevo, n.º 1042 - enero 2019

Título original: Counterfeit Cowboy

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-475-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

–Esto es mucho mejor que el campamento –estaba diciendo Grace Farrow mientras se tumbaba sobre una hamaca–. Ahora que hemos cumplido quince años, el campamento me parece una cosa de críos. O sea, ¡un horreur!

Laramie Jones le hizo un guiño a Molly Broome.

–Si tú lo dices.

–Por favor, que alguien la pare –rio Molly–. Ya está hablando en francés.

El trío se había conocido en un campamento de verano cinco años antes y enseguida habían formado el «Club de las chicas vaqueras». Tenían en común su amor por las películas del oeste y, sobre todo, por los vaqueros guapos. Aquel era el primer verano que se habían saltado el campamento y Molly había invitado a Laramie y Grace a pasar un fin de semana en su casa de Darien, Connecticut. Las tres estaban tomando el sol en la piscina mientras leían revistas juveniles y escuchaban a su grupo musical favorito, los Cowboy Junkies.

–Por fin las clases de francés han servido de algo –replicó Grace, poniéndose las gafas de sol como había visto hacer a Brigitte Bardot, su estrella de cine favorita–. Algún día, yo también tendré un je ne sais quoi.

Laramie hizo una mueca.

–Las chicas vaqueras no necesitan un ye ne sé cuá.

Molly, una niña rellenita, observó con envidia a Laramie, que estaba escondiendo su largo cabello negro bajo un sombrero tejano. Aquel día se había puesto pantalones cortos sobre unas piernas que parecían crecer diez centímetros cada año y botas vaqueras. Laramie tenía mucha personalidad y le había dado completamente igual el anuncio de Grace de que la ropa vaquera estaba «como totalmente pasada de moda».

Molly hubiera deseado tener un je ne sais quoi para que sus amigas no la acomplejaran. Ella era la menos exótica del grupo. Tenía los ojos marrones, el pelo castaño ni liso ni rizado, una familia aburridísima y un complejo de niña buena que no podía quitarse de encima.

–Las chicas vaqueras necesitan vaqueros –dijo Grace–. ¿Hay algún vaquero en Connecticut?

–Pues… no, pero mi madre ha dicho que podemos alquilar una película.

El único chico al que Molly había besado era Jason Gugliotti, un crío al que había conocido en el campamento el año anterior. Quizá había algo raro en ella, pensaba. Una adolescente normal no preferiría besar una foto de John Wayne que besar a Jason Gugliotti.

–¿Vemos Arma Joven otra vez? Emilio Estévez sale guapísimo.

–No puedo volver a ver esa película. Lou Diamond Philips es demasiado crío –dijo Laramie, mirando alrededor. La casa de los padres de Molly era una típica casa residencial con piscina de aguas azules y arbustos bien recortados–. Se está bien aquí. Gracias por invitarnos, Molly.

–De nada –dijo su amiga, encogiéndose de hombros.

Molly no solo tenía una casa perfecta, tenía una familia perfecta; un padre, una madre, dos hermanos mayores y una hermana pequeña. Incluso un abuelo encantador que había visto todas las películas del oeste. Molly era una chica con suerte, pensaba Laramie, pero ella no se daba cuenta.

–¿Tus padres son ricos?

–Mi padre dice que somos acomodados.

–¿Y eso que significa? –preguntó Laramie. Molly volvió a encogerse de hombros. Laramie sabía lo que era no ser «acomodado»; por ejemplo, vivir con su madre en un apartamento de un solo dormitorio en Brooklyn. Era saber que uno no tenía una habitación propia.

–Yo creo que ser acomodado significa que tienes acciones de Microsoft –intervino Grace.

Los padres de Grace eran importantes y ricos, muy ricos. Vivían en un lujoso apartamento en Manhattan y ella tomaba clases de equitación.

–¿Qué tal Dulcie? –preguntó Laramie, refiriéndose a la yegua que el padre de Grace le había regalado cuando cumplió quince años.

–Dulcie es genial. Mucho mejor que un poni –contestó su amiga, quitándose las gafas de sol–. Oye, ¿qué tal si la próxima reunión la hacemos en mi casa? Podemos alquilar caballos y dar un paseo por el parque.

–Eso sería genial –dijo Molly.

Laramie tragó saliva.

–Claro. Estaría bien.

Grace, tan teatral como siempre, abrazó a sus amigas.

–¡Cuidado todo el mundo! ¡El «Club de las chicas vaqueras» se va a Manhattan!

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Molly Broome, sintió un escalofrío por todo el cuerpo. Era como si hubiera visto un fantasma.

Pero no era un fantasma. Era un vaquero.

¡Y menudo vaquero!

Molly observó al jinete que galopaba al lado de su camioneta. Era un vaquero de película. Molly llevaba una semana en Wyoming y seguía impresionada. Las montañas Rocosas, los panorámicos valles, los ranchos, el ganado pastando en cercados de madera… todo era igual que en las películas. La única desilusión habían sido los vaqueros… excepto aquél.

Había empezado a llover y las gotas de lluvia dificultaban la visión. Molly apartó la mirada del hombre y buscó el botón que accionaba el limpiaparabrisas. La carretera era de tierra y la lluvia la hacía aún más peligrosa.

A pesar de ello, volvió a mirar al vaquero mientras soltaba el pie del acelerador. El hombre montaba un caballo indio con pintas blancas y negras que seguía la marcha de la camioneta moviendo alegremente su cola, tan oscura como ala de cuervo.

El vaquero era más discreto de aspecto que su caballo. Llevaba un sombrero calado hasta los ojos, guantes y una chaqueta de cuero con el cuello levantado. Lo único que Molly podía ver era un perfil perfecto y un mentón sin afeitar.

Pero no importaba. Después de pasarse la vida viendo películas del oeste con su abuelo Joe, estaba tan familiarizada que podía imaginarse el aspecto y la historia de aquel vaquero sin tener que verle la cara. Era un alma solitaria que iba de pueblo en pueblo solo con su caballo, un rifle y una voluntad de hierro. Y se marcharía de la misma forma, al atardecer, después de ganar una pelea contra una partida de forajidos y salvar a una joven viuda del matón del pueblo.

Quince años en el «Club de las chicas vaqueras» había desarrollado la imaginación de Molly y, por supuesto, se veía a sí misma como la viuda en apuros. Aunque a su figura, más bien redondeada, le iban mejor los vestidos de florecitas y los cuellos de encaje, le gustaba imaginarse como una viuda con zahones de cuero que escandalizaba a los vecinos montando y disparando mejor que cualquier hombre. Solo aquel vaquero solitario podría domarla; sus apasionados besos serían lo único que la harían sentirse mujer… y entonces aparecía la palabra «fin». Afortunadamente, la imaginación de Molly no tenía fronteras y podía recrear lo que ocurría después. Y cómo habría llorado cuando el misterioso vaquero desapareciera cabalgando al atardecer…

No podía apartar los ojos del vaquero y el hombre se llevó la mano al sombrero como gesto de saludo.

¡La había visto! Molly apartó la mirada y se concentró en la carretera, muerta de vergüenza, pero el hombre golpeó el flanco de su caballo y desapareció en una vuelta del camino.

Molly pisó el freno y volvió a mirar. Nada de atardecer en tecnicolor, solo unos pastos secos, montañas oscuras y el cielo gris y lluvioso de noviembre.

Menuda fantasía la suya.

La camioneta se le había ido un poco hacia la izquierda, siguiendo la dirección del vaquero de sus sueños y uno de los neumáticos chocó contra una piedra. Molly pisó el freno. Por el rabillo del ojo le había parecido ver que algo se movía en el terraplén.

La carretera estaba desierta. Probablemente solo era un cartón o algo así. Estaba lloviendo y tenía que llegar al rancho Triple Zeta para buscar trabajo… no tenía sentido bajarse a comprobar. Pero tampoco podía seguir adelante sin hacerlo.

Suspirando, Molly bajó de la camioneta.

La lluvia golpeó su cara y, temblando, se subió el cuello de la chaqueta y caminó rápidamente hasta donde le había parecido ver que algo se movía.

Intentando no mancharse las botas de barro, buscó entre las zarzas y descubrió que algo se movía. Y, a pesar del ruido de la lluvia, pudo escuchar un débil maullido.

En Nueva York nadie rescata gatitos, a menos que una sea Audrey Hepburn y el pelo empapado te siente divinamente. Pero Molly estaba en Wyoming, viviendo una nueva vida en la que todo le era desconocido. Sin pensar que su chaqueta de pana beige se estropearía y llegaría tarde a la entrevista, bajó por el terraplén sujetándose a las zarzas, pero acabó sentada en el barro, maldiciendo en voz baja por la factura de la tintorería.

Perdida cualquier esperanza de conservar su dignidad, se apartó el flequillo empapado de la cara con las manos manchadas de barro. Desde luego, ella no era Audrey Hepburn, ni siquiera en sus peores momentos. Si Audrey había tenido algún momento malo.

Molly descubrió entonces de dónde provenía el ruido. Eran tres gatitos recién nacidos. Estaban empapados y los colocó bajo su chaqueta para calentarlos un poco. Los pobres se pegaban a ella como si fueran bebés.

–Pobres chiquitines. ¿Qué hacéis aquí?

Después de comprobar que los tenía a todos, corrió hacia la camioneta. Tendría que pedirle disculpas a Shane McHenry, el propietario de la camioneta y prometido de su amiga Grace Farrow. Molly se quitó la empapada chaqueta y la colocó sobre el asiento como improvisada cuna. Los gatitos se apretujaron unos contra otros, helados de frío.

–Bueno, ya qué más da –murmuró, quitándose el jersey azul de cachemir. Lo había estrenado aquel día y acabaría hecho una sopa. Ya podía haberse puesto un mono de trabajo, pensó, irritada.

Molly arropó a los gatitos con el jersey y tomó a uno de ellos para acariciarlo. El pobre animalillo abría la boquita rosa en protesta por su situación.

–Pobrecito. No me extraña que llores.

Molly se volvió para mirar por la ventanilla. Estaba completamente sola. En cinco kilómetro solo se había cruzado con un coche. Era imposible caminar cinco kilómetros sin encontrar a nadie en Connecticut. Y menos en Nueva York, donde había vivido desde que se matriculó en la universidad.

Treetop, Wyoming, era otro mundo. Su amiga Grace había optado por un drástico cambio de vida, de Nueva York a Treetop. Si podía llamarse «optar» a marcharse a lomos de un caballo con un vaquero la noche de su compromiso con otro hombre.

Molly sacudió la cabeza, sonriendo. Grace Farrow era una chica con mucha personalidad. Pero su caso era diferente. Siempre había soñado, como Grace y Laramie, ir al oeste y conocer un vaquero de verdad, pero había pensado que se quedaría en una fantasía.

Cuando se miró en el espejo retrovisor, lo que vio la dejó horrorizada. Con el pelo empapado y la cara manchada de barro estaba hecha un asco. Ella era una chica de clase media, bien educada, normal y de buen carácter a la que no le gustaban demasiado las aventuras.

Molly arrugó la nariz al pensar en sí misma de esa forma, pero era la verdad. Molly Broome, criada en la zona residencial de Connecticut, no pegaba nada en Treetop, Wyoming.

Estaba allí porque había perdido su trabajo a causa de un masivo recorte de personal y, como consecuencia, su cuenta bancaria estaba en números rojos. Además, Grace la había convencido para que fuera a visitarla porque, según ella, no había mejor sitio que las Rocosas para ver la vida con una perspectiva diferente.

Dado que su profesión era la organización de eventos y su vocación, la cocina, Molly se había encargado de organizar la cena de Acción de Gracias en el rancho de los McHenry y la cena había sido tal éxito que Lilah Evers, la mujer del capataz de Shane, había insistido en que solicitara trabajo en el rancho–hotel Triple Zeta. Según Lilah la directora del rancho, la señora Peet, se había roto una pierna y estaría de baja durante seis meses.

Molly había pensado que no perdía nada por ir a echar un vistazo y hacia allí se dirigía. Lo que no había pensado era que llegaría en un estado tan catastrófico. Mientras volvía a dejar al gatito con sus hermanos, pensó que debía dar la vuelta, pero un segundo después cambió de opinión. Los pobres animales necesitaban un poco de leche y no estaba lejos del Triple Zeta.

De modo que arrancó la camioneta y siguió su camino.

Podría haber sido el ruido de la lluvia sobre la chapa de la camioneta, sus oxidadas habilidades como conductora o ir pensando que en el rancho se encontraría con el vaquero de sus sueños, el caso es que Molly no miró por el espejo retrovisor y ni siquiera se dio cuenta de que un coche aparecía por detrás en ese momento, daba un volantazo para evitar la camioneta y terminaba cayendo al terraplén.

 

 

–¿Qué quiere? –le espetó una mujer con cara de pocos amigos–. No me haga perder el tiempo. ¿No ve el lío que tenemos aquí? –añadió, irritada. Molly parpadeó. No podía ver nada porque había corrido desde la camioneta hasta el porche sin mirar. Un trueno retumbó en la distancia–. ¿Le ha comido la lengua el gato?

–Pues, la verdad… –empezó a decir Molly. Los gatitos estaban resguardados dentro de su chaqueta y empezaban a moverse, inquietos.