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Acerca del autor

Rubén Valle (Mendoza, Argentina, 1966). Periodista y escritor. Ha publicado los libros de poemas Museo Flúo (1996), Los peligros del agua bendita (1998), Jirafas sostienen el cielo (2003), Placebos (2004),Tupé (2010) y Grietas para huir (2012, ebook).

Integra las antologías de poesía Promiscuos & Promisorios, La ruptura del silencio, Martes literarios y Poesía en Tierra (Centro Cultural de España en Buenos Aires).

Como narrador participó de Mitos y leyendas cuyanos (1998), editado por Alfaguara, y de la antología de textos para niños Ellos, los otros & nosotros (2003). En 2013 publicó en la editorial Ebook Argentino su libro de relatos y microrrelatos Desperté en el bosque después de haber soñado un bosque.

En 2006 fue incluido en el documental Poesía Extrema, que reunió testimonios de escritores argentinos y canadienses. Ese mismo año fue convocado a participar del XIV Festival Internacional de Poesía en Rosario.

En dos oportunidades obtuvo el Primer Premio Certamen Literario Vendimia en la categoría poesía, organizado por el Ministerio de Cultura de la provincia de Mendoza. En el 2007 ganó el 1º premio del concurso Ciudad de Mendoza.

Actualmente trabaja en Diario UNO.

Índice
La pereza
De sólo pensarlo
Nuestro nushu
Persona más
Un cierto aire
Gris como un acorazado
Antes no era así
Hay uno
Un largo y húmedo pasillo
Ceferino en la pantalla
Rosa Mística
¿Por qué bailábamos?
Cumbia para mí
La cosecha de Narovsky
Capote
Ahí
Humor
La espera
Y llovía, llovía
Alguien con su nombre
Poema explicado (la testigo)
Uno y el otro
Lo que quiso
La ventana del laberinto
Su mano derecha
Todo lo que termina
Aullar sin ruido
Papeles
Currículum
Detrás
Una cosa blanca
El hueco
Expresionismo
Evidencia
El tipo que te dice
Algo para la sed
Canción ajena
Filo
Conexión
Código
Mi momento Kodak
El sol más poderoso
Pasaba
En un punto
Apuntes de un entomólogo lacaniano
Copyright
Poesía & prozac
Será mejor que empiece
Maldito muñeco de nieve
Mi versión de los hechos
Putita o el fuego de Helga
La especialidad de la casa
Lo que dura el efecto
Dorita y los de rojo
Beso portátil
Phisique du rol
Puede ser el agua
La dedicatoria
Mi primer muerto
Más o menos así
Hasta llorar un río
Sabrina
Acerca del autor

Persona más

Nunca me interesaron los diccionarios, pero aquí me ven, golpeando puerta por puerta, ofreciendo el último, el mejor, el más completo. “Buen día, señora”, “Buen día, señor”, “¿Está tu mamá o tu papá?”. Así día tras día, calle a calle, casa por casa. Por si lo pensaron, les digo que los peores clientes no son los analfabetos, ni los vecinos con perros malhumorados. Los peores, y por lejos, son las profesoras de Letras, esas que conocen los diccionarios con sólo palparlos. Las mismas que, sin mediar pregunta alguna, comenzarán a hacer ostentación de su pericia gramatical y de su entrenada mirada para los infaltables errores de impresión. “¿A usted le parece bien que… bla bla bla?”. A lo que yo responderé con un convincente “tiene usted toda la razón… bla bla bla” para dar paso al derrotado gesto de guardar el destartalado diccionario de muestra en mi no menos traqueteado maletín ambulante. La escena se repite unas cuantas veces por día, hasta que llega la noche y el único consuelo que me ofrendo es sentarme en un bar a tomar una cerveza bien helada. Entre vaso y vaso ratifico que este es un mundo absurdo, donde nadie lee ni siquiera el diario pero un simple mozo puede ser quien te compre el único diccionario que vendiste en tres eternas semanas. Exactamente los veintiún días que mi mujer tardó en dejarme. A ella, tan inculta como hermosa, tampoco le importaban un carajo los diccionarios.

Un cierto aire

El tipo se cruza en el centro con un setentón que se parece a Beckett. No es que conozca demasiado al escritor, pero al menos sabe que se trata de un escritor. En realidad, recuerda haberlo visto hace unos días en un suplemento cultural. Ni siquiera ha leído nada del irlandés y el rostro del Samuel del diario igual se le marcó a fuego. Piensa que vagamente le recuerda a su tío Osvaldo, un militar retirado, de gesto adusto y lo menos sensible al arte que se pueda imaginar. Lo extraño no es que este hombre se parezca a Becket sino que la mujer que lo acompaña es idéntica a Patti Smith; mejor dicho a la Patti Smith de la época de su disco Horses, tan flaca y sugerente ésta que cruza desapasionadamente la avenida San Martín como aquella que nos miraba insinuante desde la tapa del LP. Samuel y Patti, es decir sus clones en este rincón del mundo, podrían ser pareja, aunque no van de la mano ni dan señales de cercanía afectiva. El tipo camina detrás de ellos hasta que de repente entran a una galería y los pierde de vista. Cuando ya pensaba que terminaría tomándose un café solo, la casualidad pone en su camino a su ex novia Amalia. Aquella que, según su observadora madre, tenía un inobjetable aire a Penélope Cruz.

Gris como un acorazado

Ella admite que fue un error imperdonable regalarle una camisa roja. Su marido detesta los colores vivos y ella lo sabía. Son casi veinte años al lado de ese hombre tosco y monocromático. Ernesto siempre fue así. En eso puede decirse que se parece rotundamente al pianista Glenn Gould, quien solía preferir “el gris de los acorazados y el azul medianoche”.

Su placard, detalla la mujer a una amiga que oficia de eventual terapeuta, semeja un monótono catálogo de pinturería, con las más variadas gamas del azul, el negro y el gris.

Invitarlo a unas vacaciones en el Caribe, piensa ahora, sería una provocación sin retorno. Lo pondría ante el riesgo cierto de ser bombardeado por los colores más vivaces de la tierra. Los rojos, amarillos y turquesas lo intimidarían de tal forma que no cuesta nada imaginarlo al amparo de una sombrilla, boca abajo, leyendo un libro de Lovecraft sólo para no tener que mirar. No ver siquiera a esas bellísimas mujeres que perturban el paisaje de los demás con sus sensuales curvas. Y como su esposa lo sabe, se resigna. Cambia la camisa roja por una azul y una vez en casa le dice, casi a los gritos, que se olvide de esa segunda luna de miel en Ushuaia. El ni se inmuta, hoy es sábado, alquiló Azul profundo, en su mesa de luz lo espera El jinete negro, de Stephen Crane, y, de fondo, para su solaz suenan las mejores versiones de Bach en manos del ahí sí luminoso Glenn Gould.

Antes no era así

LLa Nación