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Norman Valencia

Retóricas del poder y nombres del padre
en la literatura latinoamericana:
paternalismo, política y forma literaria
en Graciliano Ramos, Juan Rulfo,
João Guimarães Rosa y José Lezama Lima

 

 

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Ediciones de Iberoamericana

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CONSEJO EDITORIAL:

Mechthild Albert

Rheinische Friedrich-Wilhelms-Universität, Bonn

Enrique García-Santo Tomás

University of Michigan, Ann Arbor

Aníbal González

Yale University, New Haven

Klaus Meyer-Minnemann

Universität Hamburg

Daniel Nemrava

Palacky University, Olomouc

Katharina Niemeyer

Universität zu Köln

Emilio Peral Vega

Universidad Complutense de Madrid

Janett Reinstädler

Universität des Saarlandes, Saarbrücken

Roland Spiller

Johann Wolfgang Goethe-Universität, Frankfurt am Main

Retóricas del poder y nombres del padre en la literatura latinoamericana:

paternalismo, política y forma literaria en Graciliano Ramos, Juan Rulfo, João Guimarães Rosa y José Lezama Lima

Norman Valencia

IBEROAMERICANA - VERVUERT - 2017

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Derechos reservados

© Iberoamericana, 2017

© Vervuert, 2017

info@iberoamericanalibros.com

ISBN 978-84-8489-981-5 (Iberoamericana)

Depósito Legal: M-1313-2017

Fotografía de la cubierta: “Gaucho de la república argentina”, Courret Hermanos, Lima, 1868. Library of Congress Prints and Photographs Division Washington, D.C. 20540 - USA http://hdl.loc.gov/loc.pnp/pp.print

Impreso en España

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN. El padre como problema retórico-político en América Latina

A. El pensamiento occidental y el paternalismo en América Latina

B. El padre y su papel en la historia latinoamericana desde la independencia

PRIMERA PARTE. LA PRESENCIA DEL PADRE

1. Dios, el soberano, el padre: una trilogía figural de la presencia paterna

A. Dios, el padre, y la metafísica de la presencia en el proyecto epistemológico occidental: Jacques Derrida

B. El soberano, el padre, y la teología política de Carl Schmitt

C. La ley paterna y las estrategias retóricas del texto literario moderno: Franco Moretti

2. ¿Qué significa infierno?: Vidas Secas como alegoría de la ley del padre

A. Paisaje: la palabra silenciada y la “ley natural” del sertón

B. Familia: Fabiano como padre y el control sobre la palabra

C. La ley estatal y la familia: la experiencia nordestina de la modernidad

D. Coda: Baleia

3. “No se te olvide el don”: Pedro Páramo, tótem y tabú comalense

A. Paisaje: la tierra, la historia y la lógica del mito

B. Familia y mito: Pedro Páramo como padre y tótem de Comala

C. Ley y Estado: Pedro Páramo y el mito político del padre presente

D. La mujer, la excepción y la Media Luna: Susana San Juan o la historia

SEGUNDA PARTE. EL PADRE AUSENTE

1. La ausencia del padre y la forma barroca

A. Las teorías del Barroco y los modelos cósmicos y políticos descentrados

B. El Barroco como expresión americana I: razones estéticas e históricas para una apropiación americana del Barroco

C. El Barroco como expresión americana II: el pensamiento posestructuralista, la ausencia del padre y Latinoamérica como universo de centros múltiples

2. ¿Es Dios un gatillo?: la duda, la ausencia paterna y la tragedia fáustica del desarrollo en Grande Sertão: Veredas

A. Grande Sertão: Veredas y la retórica de la duda

B. Algunas estórias patriarcales: Aleixo, Pedro Pindó, Riobaldo

C. Padres I: el paternalismo, el demonio y las condiciones materiales del nordeste

D. Padres II: Zé Bebelo y los líderes jagunços

E. Padres III: nuevas figuras paternas y sus estrategias retórico-políticas

F. Juicios I

G. Riobaldo, Fausto y el pacto con el demonio: nuevas estrategias de legitimación en la periferia del mundo moderno

H. Juicios II: Riobaldo, Diadorim y la tragedia de la modernidad sertaneja

3. Imagen poética / alegoría política: Paradiso como duelo histórico ante la muerte del padre

A. La imagen poética en Paradiso y su relación con la política y la historia

B. La escena de escritura y la figura paterna

C. La muerte del padre: la poesía como ley y como reto histórico

D. La salida del hogar y los peligros políticos del mundo

E. Alegorías patriarcales I: la historia como pesadilla y como ruina

F. Alegorías patriarcales II: Oppiano Licario y el tropiezo de la poesía

CONCLUSIONES

BIBLIOGRAFÍA

ÍNDICE DE NOMBRES Y CONCEPTOS

AGRADECIMIENTOS

Este libro se debe a muchas personas. En la Universidad de Yale, K. David Jackson, Aníbal González Pérez y Paulo Moreira fueron lectores atentos y generosos de mi trabajo, y me hicieron útiles recomendaciones. Las clases de Rolena Adorno, Moira Fradinger, Josefina Ludmer y Lidia Santos fueron fuentes invaluables de inspiración a la hora de escribir estas páginas. En New Haven, la república de la amistad fue mi verdadero hogar. Las charlas con Alba Aragón, Juanita Aristizábal, Lucía Cantero, Kushanava Choudhuri, Daniel García-Donoso, María Jordán, Lisandro Kahan, Stuart Schwartz, Olivier Reid, Wan Tang y Raúl Verduzco hicieron del día a día un inolvidable banquete intelectual, al igual que gastronómico. Las paredes de 1191 Chapel Street fueron un escenario memorable para mi educación intelectual y sentimental. Y después, en la soleada utopía californiana, Mark Lauer, Sarah Sarzinski, Lee Skinner, Raquel Vega-Durán y Salvador Velazco, y mis demás colegas en el Departamento de Lenguas y Literaturas Modernas en Claremont McKenna College han hecho posible la continuidad de esa fiesta. Por ello, amigos, muchas gracias.

Este trabajo está dedicado a mi madre, a mi hermano y a mi padre, ausencias presentes de mi vida.

INTRODUCCIÓN

EL PADRE COMO PROBLEMA RETÓRICO-POLÍTICO EN AMÉRICA LATINA

¿Por qué hablar hoy del padre como un problema central para el continente latinoamericano, su historia y su literatura? ¿Y por qué hacerlo en términos a la vez retóricos y políticos? A lo largo de la historia occidental, la búsqueda por un padre ha servido para representar la búsqueda de una identidad, desde los viajes de Telémaco para encontrar a Ulises y la investigación detectivesca de Edipo en torno a la muerte del rey Layo hasta el inesperado encuentro de Stephen Dedalus con el errante Leopold Bloom. Para saber quién se es en estos relatos, para definir la propia identidad, es necesario encontrar a un padre. Esta notable equivalencia entre filiación paterna e identidad es, desde un principio, una manifestación del valor simbólico de la figura del padre en las sociedades occidentales que han sido, y siguen siendo, patriarcales.1 Precisamente, por esta razón, deberíamos pensar desde un principio si hablar del padre hoy es parte de un esfuerzo por desmontar su centralidad en el mundo patriarcal en el que aún vivimos o si es, más bien, una de las formas en que seguimos promoviendo la importancia de esta figura en nuestros horizontes conceptuales, éticos y políticos.

Y, sin embargo, surgen preguntas más concretas, y el tema del padre debe encarnarse en sociedades específicas. Para el caso de América Latina, ¿no se ha llegado hoy a un periodo en que paternalismo y política se han disociado? ¿No se trata de un fenómeno arcaico, que ya ha llegado a su anhelado fin y que no debe ser resucitado a partir de reflexiones críticas extemporáneas? La respuesta a estas preguntas hoy, en la segunda década del siglo XXI, es ambigua. Una mirada a la historia reciente muestra cómo el continente ha traído de vuelta a la figura del padre en el ámbito de la política. A partir de la caída de las dictaduras en los años ochenta, se pensaba que América Latina comenzaba a adentrarse con pie firme en la democracia, culminando al fin su larga lista de patriarcas, caciques y caudillos. Sin embargo, durante los primeros años del siglo XXI, varios países de la región recuperaron a la figura del líder carismático, capaz de situarse como el centro de las nuevas naciones americanas. Si bien figuras como Álvaro Uribe Vélez, Hugo Chávez, Daniel Ortega, Evo Morales, Rafael Correa, Luiz Inácio “Lula” da Silva y Néstor Kirchner no se pueden definir propiamente como dictadores, sí han manejado las estrategias clásicas del patriarca político: cambios constitucionales en busca de múltiples reelecciones, restricción de los derechos individuales, censura (directa o indirecta) de los medios de comunicación, polarización radical de la población en torno a sus posiciones políticas y el crecimiento de un nacionalismo que se ha alimentado de la animadversión frente a países vecinos, todo ello a partir de un decidido apoyo popular. Más aún, cabe señalar que este regreso del padre coincide con un fenómeno fundamental de nuestro tiempo: la globalización basada en el poder militar, financiero, político y cultural de los Estados Unidos luego de la caída del muro de Berlín y la Unión Soviética. La función central de los nuevos patriarcas latinoamericanos ha sido la de situar a sus naciones frente a este fenómeno, bien sea para alinearse abiertamente con los intereses norteamericanos o para distanciarse de ellos con un discurso que rechaza su intervención y cuestiona su posición de liderazgo a nivel mundial. Esta imagen del continente en el nuevo milenio parece señalar varias cosas: primero, que la figura del padre sigue teniendo vigencia y que es, aún hoy, la encarnación de los deseos y las expectativas políticas de gran parte de los pueblos latinoamericanos.2 Segundo, permite lanzar una hipótesis de trabajo que será esencial para la lectura de los textos que siguen: en América Latina, la figura del patriarca ha estado vinculada con los grandes procesos de cambio político en la zona. Hoy en día, el patriarca se ha convertido en un mediador entre las naciones del continente y los vientos huracanados de la globalización. En los siglos XIX y XX, esta figura fue esencial para la consolidación (usualmente traumática y autoritaria) de las naciones modernas americanas, la implantación de modelos políticos similares a los de Europa y Estados Unidos, la creación de economías que pudiesen acoplarse a los mercados internacionales y la reafirmación de una producción cultural capaz de sustentar simbólicamente a las “comunidades imaginadas” (siguiendo el término de Benedict Anderson ) que se estaban forjando al ritmo vertiginoso de la modernidad. En América Latina, pensar los procesos de modernización, y hoy en día, de globalización, implica también pensar en la mediación de diversos tipos de figuras patriarcales. Callar ahora ante esta figura en lugar de emprender un proceso de comprensión y crítica resulta políticamente ingenuo.

Mi objetivo es estudiar (y repensar) a la figura del padre en la tradición latinoamericana y su papel como elemento central en los procesos de modernización (económica, política, literaria) a partir de cuatro novelas: Vidas Secas, de Graciliano Ramos; Pedro Páramo, de Juan Rulfo; Grande Sertão: Veredas, de João Guimarães Rosa; y Paradiso, de José Lezama Lima. Partiremos de una hipótesis general de trabajo: en estos textos, el relato sobre búsqueda del padre sufre un giro decididamente político. Los padres sirven como lugares retóricos que permiten hablar sobre las grandes ansiedades históricas del continente, como la sensación de atraso e impotencia frente a los grandes poderes mundiales, los procesos revolucionarios que aspiraban a modernizar la región, el papel de los líderes autoritarios y patriarcales en estos procesos y, simultáneamente, la sensación de vacío que dejaron estas figuras al ausentarse. Seguir a la figura del padre en estos textos, por lo tanto, permite comprender cómo la tradición literaria de America Latina articula estética y política para darle una forma literaria a los principales conflictos modernos de sus naciones.3

Uno de los principales objetivos de este texto es mostrar que el análisis de la figura paterna no se reduce simplemente a cuestiones de contenido. La forma de estas novelas también está vinculada con la figura del padre. Como veremos, uno de los grandes hallazgos del psicoanálisis ha sido la revelación de que el poder de la figura paterna depende siempre del lenguaje y de una capacidad de estructurar un mundo a partir de la palabra. Así, la forma misma de la palabra y las estrategias retóricas de cada texto implican mensajes políticos vinculados con diversas figuras paternas. El padre, como personaje que conjuga la ley, el poder y la palabra, resulta determinante en la configuración de las estrategias formales de cada novela.

Por esta razón, una aproximación a la vez retórica y política a la figura del padre permite realizar varias operaciones, como el seguir la conformación de ciertos tropos que aparecen de manera insistente en diversos textos latinoamericanos: por ejemplo, la idea de que el gobernante es una figura análoga a un padre y que el entorno familiar se puede entender como un reflejo metafórico de la nación. Nuestro objetivo será ver cómo estos tropos se consolidan en la especificidad del pensamiento latinoamericano y su producción literaria. Sin embargo, es fundamental ir más allá de una simple taxonomía de las figuras literarias presentes en cada novela al realizar un verdadero análisis retórico.4 Para evitar esta simplificación, trazaremos relaciones entre estos tropos con las figuras paternas que encarnan el poder y con los contextos históricos y políticos implícitos en cada novela. Para decirlo de otra forma, es fundamental seguir la manera en que la figura del padre tiene una influencia fundamental sobre las estrategias formales de los textos, que son simultáneamente retóricas, históricas y políticas. El padre, que en estos textos se constituye como el (siempre inestable) centro del poder, también impone en ellos un régimen de la expresión. La relación entre poder, escritura e historia, entre el padre-soberano, la retórica del texto literario y las condiciones reales de su producción será central para esta investigación. Este es el tipo de análisis retórico-político que me interesa realizar, mucho más que trazar una simple lista de figuras literarias presentes o ausentes en cada texto.

Un breve recuento etimológico puede servir para cimentar aún más la validez de este tipo de análisis y la relación que siempre ha existido entre retórica y política: en el mundo griego el término retórica (ρητορική, retoriké) aparece de forma tardía. Solo surge en el siglo V a. C., en las discusiones filosóficas de Platón, Aristóteles y otros pensadores. Antes de ellos, la lengua griega contaba con el término rhétor (ρητορ), que ya aparece en Homero y en textos anteriores. El rhétor era un orador público, una figura encargada de usar la palabra con diferentes fines: implementar leyes, defender personas en las cortes, dar discursos para el pueblo y efectuar oraciones funerarias. Según Antonio López Eire, “la etimología misma de la palabra retórica proclama a gritos su relación íntima con la política. En efecto, “retórica” es el arte del “rhétor”, el político que en el mundo griego de habla o dialecto dórico es capaz de hacer una “rhetra”, o sea, una propuesta de ley” (9). Para el mundo griego, la oratoria estaba relacionada abiertamente con la política, con el mundo compartido de la polis y con el lenguaje como herramienta de poder. El rhétor no era simplemente un orador, era el hombre de Estado por antonomasia, alguien que al tener un dominio sobre la palabra tenía también un enorme poder en su comunidad.5 Así, ya había para los griegos una contigüidad inevitable entre retórica y política, algo que estaría resumido en la siguiente frase de la Retórica de Aristóteles: “[...] la retórica resulta ser una especie de ramificación de la dialéctica y del estudio de los comportamientos al que es justo denominar política” (1356a). La retórica era originalmente una técnica que ponía en juego la relación esencial entre lenguaje y poder, y no un estudio abstracto sobre el estilo ni una taxonomía de las figuras de un discurso. Mi objetivo será trasladar esta breve revelación etimológica a la figura paterna en cada uno de los textos que analizo para mostrar cómo en ellos el padre es literalmente el rhétor, el personaje que conjuga el poder sobre el ambiente familiar (o nacional) y un control (siempre disputado e incompleto) sobre la palabra. En las novelas que analizaremos, la figura paterna define con su ley la forma misma del lenguaje de su progenie. En estos textos, el lenguaje se apega a esta ley paternal, pero también se le escapa, mostrando así los límites del poder histórico del patriarca. El texto literario toma forma al representar tanto el deseo del padre por convertirse en el centro mismo de una significación estable como la imposibilidad de alcanzar esta estabilidad, y la forma en que su “progenie” reta esta hegemonía sobre la palabra. Este será uno de los elementos centrales de nuestro análisis.

A. EL PENSAMIENTO OCCIDENTAL Y EL PATERNALISMO EN AMÉRICA LATINA

El problema a la vez retórico y político que nos incumbe se podría resumir en una palabra, obviamente relacionada con la figura del padre y su permanente aparición en América Latina: paternalismo. La historia latinoamericana está marcada por la presencia permanente de caudillos, dictadores, presidentes vitalicios y “padres de la patria”, que siempre se presentaron como absolutamente necesarios para el bienestar y el progreso de sus naciones. Su labor autoritaria se ha visto como una necesidad, como la única manera de agilizar procesos de modernización que históricamente habrían requerido de largos periodos de espera y maduración. Estas figuras autoritarias estarían ligadas con el fenómeno del paternalismo, cuya definición parece ser, en primera instancia, bastante simple. La siguiente sería un buen ejemplo: “By paternalism I shall understand roughly the interference with a person’s liberty of action justified by reasons referring exclusively to the welfare, good, happiness, needs, interests, or values of the person being coerced” (Dworkin 20). Es cierto que muchos de los grandes caudillos y dictadores del continente justifican sus decisiones autoritarias bajo la premisa de una labor que se da “por el bien de todos” y por ideales de modernización y progreso que tendrían que culminar en un bienestar nacional generalizado. Sin embargo, en relación con América Latina, el paternalismo rápidamente se transforma en un fenómeno más complejo. Esto se debe a que allí, como en todas las naciones con una historia colonial, el paternalismo es un elemento que forma parte estructural de su desarrollo histórico. Toda forma de dominio colonial implica la “infantilización” del otro, su transformación en un ser que requiere de la guía del “padre” colonial.6 La modernidad, su desarrollo político, económico y comercial, dependió históricamente de esta estructura paternalista, al mismo tiempo que buscó criticarla o negarla en sus textos filosóficos y políticos. La historia de América Latina se mueve entre estos dos principios, entre su historia colonial de explotación y su definición conceptual como un espacio “bárbaro”, “infantil” e “inmaduro” por el pensamiento moderno / colonial de Occidente.

Uno de los primeros problemas del paternalismo como fenómeno histórico radica en que, en apariencia, se opone radicalmente a la civilidad moderna. En teoría, el padre político es una negación del diálogo racional propio de un estado moderno. Max Weber, por ejemplo, a partir de sus análisis sociológicos sobre la formación del Estado, señala un proceso de permanente progreso racional, que iría desde el dominio del patriarca en su familia y sus propiedades (lo que llama “Estado patriarcal”) y la delegación de su poder personal en otros patriarcas menores, sometidos al poder del soberano-padre principal (el “Estado patrimonial”), hasta la creación de una sociedad marcada por una burocracia altamente especializada, regida por principios racionales y capaz de someter al soberano a un control estricto sobre sus decisiones. A partir de este relato sobre el progreso de las estructuras estatales, Weber señala:

La burocracia se caracteriza, frente a otros vehículos históricos del orden de vida racional moderno, por su inevitabilidad mucho mayor. No existe ejemplo histórico conocido alguno de que allí donde se entronizó por completo —en China, Egipto y, en forma no tan consecuente, en el Imperio romano decadente y en Bizancio— volviera a desaparecer, como no sea con el hundimiento total de la civilización conjunta que las sustentaba. Y, sin embargo, estas no eran todavía más que formas sumamente irracionales de burocracia, o sea, “burocracias patrimoniales”. La burocracia moderna se distingue ante todo de esos ejemplos anteriores por una cualidad que refuerza su carácter inevitable de modo considerablemente más definitivo que el de aquellas otras, a saber: por la especialización y la preparación profesionales racionales. (Weber 2: 1073)

Weber no es un defensor a ultranza de los sistemas burocráticos. En sus páginas hay largas críticas a la idea de que en el mundo moderno la racionalidad burocrática ha deshumanizado las relaciones sociales y, más aún, ha tenido nefastas consecuencias al convertir su labor de control e intermediación en el fin último del Estado y en la “política misma”. Sin embargo, Weber revela que el discurso político de Occidente se basa en la idea de una modernización creciente de las estructuras sociales que culmina en una única expresión posible: la racionalidad burocrática propia de los Estados modernos occidentales que, según él, es inevitable. Las estructuras de gobierno que quedan fuera de la racionalidad política moderna son precisamente aquellas basadas en el control directo (Estado patriarcal) o indirecto (burocracia patrimonial) de figuras paternas. Según este análisis, las naciones que se encuentran bajo estructuras patriarcales o patrimoniales permanecerían en un estado inferior de desarrollo y formarían parte de un mundo en el que la racionalidad política es parcial o se encuentra ausente. Los Estados patriarcales y patrimoniales (incluso los que tienen burocracias incipientes) serían formas atrasadas frente a la racionalidad de los Estados burocráticos de Europa y Norteamérica, o, al menos, esta sería la versión propia del pensamiento político moderno en Occidente.

Un análisis diferente mostraría que esta recurrencia de la figura del “padre político” en América Latina, y en otras regiones del planeta, no depende únicamente de una falta de desarrollo político y conceptual. Esta figura patriarcal no es el producto exclusivo de una falta de racionalidad; por el contrario, su permanencia podría verse precisamente como un producto del pensamiento ilustrado, moderno y colonial que, al confrontar formas de sociabilidad diferentes a las que caracterizaron al mundo europeo, las define desde un principio como infantiles, bárbaras y, por lo tanto, necesitadas de un padre para alcanzar su “madurez moderna”. Paradójicamente, ante el supuesto atraso del mundo colonizado, la mirada ilustrada termina por señalar (y muchas veces por imponer) figuras patriarcales alejadas de las verdaderas necesidades de los pueblos colonizados para lidiar con esta “irracionalidad” política. O, dicho de otra forma, la presencia constante de la figura patriarcal en el mundo colonial surge también a partir de la mirada del colonizador ilustrado y de su visión supuestamente racional respecto a las nuevas sociedades. Para ver esta paradoja en acción, comencemos con una crítica clásica al paternalismo, promulgada por John Stuart Mill en su ensayo On Liberty:

The object of this Essay is to assert one simple principle [...]. That principle is that the sole end for which mankind are warranted, individually or collectively, in interfering with the liberty of action of any of their number, is self-protection. That the only purpose for which power can be rightfully exercised over any member of a civilized community, against his will, is to prevent harm to others. His own good, either physical or moral, is not a sufficient warrant. (80, mi subrayado)

Hasta aquí, la explicación de Mill es tan límpida como la breve definición de Dworkin y se centra, de igual forma, en una crítica a la idea de que es posible imponer a otros formas de actuar, incluso por su propio bien. Hay, sin embargo, una palabra en el texto (escrito en 1859) que debe llamar la atención de todo aquel familiarizado con la historia de las letras latinoamericanas: civilized, palabra que recuerda la división entre civilización y barbarie que Domingo Faustino Sarmiento ya había delimitado en su Facundo de 1845. En el ensayo de Mill, la alusión a la civilización implica una serie de complicaciones históricas que opacan la claridad conceptual de su simple principio. ¿Qué ocurre con las naciones que no son “civilizadas”? ¿Qué ocurre, por ejemplo, en América Latina con el fenómeno político del paternalismo? Así responde Mill:

It is, perhaps, hardly necessary to say that this doctrine is meant to apply only to human beings in the maturity of their faculties. [...] For the same reason, we may leave out of consideration those backward states of society in which the race itself may be considered as in its nonage. [...] Despotism is a legitimate mode of government in dealing with barbarians, provided the end be their improvement, and the means justified by actually effecting that end. Liberty, as a principle, has no application to any state of things anterior to the time when mankind has become capable of being improved by free and equal discussion. Until then, there is nothing for them but implicit obedience to an Akbar or a Charlemagne, if they are so fortunate to find one. (81, mi subrayado)

Así como en Sarmiento, en Mill la aparición de la civilización requiere, por una suerte de equilibrio retórico y conceptual, el surgimiento de la barbarie. Con su aparición, el “simple principio” inicial se complica, porque aquello que se definía como totalmente fuera del pensamiento moderno y civilizado, la figura del padre político, comienza a formar parte de sus procedimientos necesarios; es uno de sus suplementos. El paternalismo es irracional y debe ser censurado, excepto cuando cumple una función civilizadora o modernizadora o, dicho de otro modo, cuando está alineado con los designios políticos del colonizador occidental. En este caso, el despotismo patriarcal es visto como legítimo: cuando el padre es un aliado de la modernidad, el progreso y la colonización, el observador civilizado lo acepta como un mecanismo político necesario y aceptable. Esto genera una extraña paradoja, un círculo vicioso que enmarca al mundo político latinoamericano: por un lado, la proliferación de diferentes fenómenos paternalistas (dictaduras, caudillismos, etc.) es considerada como una señal de minoría de edad y como una negación de la racionalidad política propia de la modernidad. Pero, por otro, lo que el pensamiento moderno recomienda para una salida eficiente de esta barbarie es precisamente lo que ella misma define como típico de la minoría de edad bárbara: un padre. La mirada civilizada ordena para estas regiones una figura que decida con mano dura lo que cada cual debe hacer, todo ello “por su propio bien”: Carlomagno, o Akbar, si hay suerte. Curiosa paradoja: el apoyo indirecto al paternalismo y a un líder que trata a los hombres como infantes para sacarlos de la infancia; ceñirse a lo que este pensamiento define como “antimoderno” y “bárbaro” para construir una modernidad civilizada. Aparece aquí también un elemento que a primera vista puede sonar extraño, pero que forma parte de las citas de Mill: el paternalismo latinoamericano no surge simplemente del pensamiento “bárbaro” de sus habitantes o de una condición histórica y política de atraso; surge también de una adhesión profunda al proyecto político moderno y al campo de acción que ese proyecto determina para quienes están fuera de la civilidad democrática occidental. La figura política del padre en América Latina está ligada a los procesos económicos, políticos y culturales de la modernización, y ese vínculo no proviene simplemente del “atraso” del continente; proviene también de los designios coloniales del observador “civilizado” que aconseja para este mundo figuras patriarcales como una solución posible a su “barbarie”. Como ejemplo concreto, baste decir que es históricamente innegable que Europa y los Estados Unidos han promovido la presencia de patriarcas en la zona para “traer orden y modernizar la región” y, al mismo tiempo, obtener provechos políticos y económicos (los casos de Rafael Leónidas Trujillo o de Augusto Pinochet son apenas dos ejemplos entre muchos). La historia moderna del continente está marcada por este hecho.

A su vez, la figura política del padre también estaría vinculada a diversas teorías científicas y filosóficas del Occidente ilustrado que, como ocurre con Mill, relegan al mundo latinoamericano a la posición del bárbaro que, por definición, requiere de un padre. Como veremos más adelante, son estas mismas teorías ilustradas las que fundamentaron conceptualmente el proceso de la independencia y la constitución de las nuevas naciones americanas. Este pensamiento, que prescribe padres para los lugares “bárbaros” del planeta, fue fundamental en la creación de los primeros Gobiernos americanos. La predisposición latinoamericana a recurrir a la figura del patriarca político debe vincularse a estas ideas ilustradas, que son el sustento conceptual tanto de los intereses económicos y políticos de la modernidad colonial como de los órdenes neocoloniales que se impusieron en el continente luego de las independencias.

Mill es un claro ejemplo de la visión moderna y colonial sobre las regiones periféricas del mundo, aquellas que estarían fuera del diálogo civilizado de Occidente. Sin embargo, es apenas uno entre los pensadores modernos que vinculan a Latinoamérica, y a las demás regiones “bárbaras” del planeta, con la presencia de figuras paternas. Tal posición de infancia histórica es legible, de manera directa o indirecta, en múltiples textos. Immanuel Kant, por ejemplo, define así la civilidad ilustrada en su breve ensayo ¿Qué es la Ilustración?: “La ilustración es la salida del hombre de la minoría de edad en que estaba por su propia culpa. Llamamos minoría de edad a la incapacidad para servirse del propio entendimiento sin ayuda de otro” (58). Hay aquí un nuevo argumento contra el paternalismo, contra la idea de que alguien pueda dirigir el pensamiento o los actos de otra persona. En el ámbito europeo, la culpa se le otorga “al menor de edad”, a aquel que acepta su condición infantil. Sin embargo, esta misma concepción del desarrollo humano cambia de sentido cuando la situamos en un marco histórico más amplio: la empresa colonial europea. La civilización occidental necesitó siempre de la existencia de otros grupos humanos que estuvieran precisamente en esa posición de minoría de edad con el fin de alimentar y financiar los grandes procesos de expansión de las metrópolis coloniales. Estos “infantes” han sido indispensables en la construcción de los imperios políticos, económicos y culturales de Occidente. Más aún, han sido forzados a permanecer en esta minoría de edad, muchas veces con la intervención de patriarcas políticos. Los colonizados, aquellos que entregaron la riqueza material de sus mundos para permitir la consolidación de los imperios que sí alcanzaron esa mayoría de edad ilustrada, solo tenían dos opciones: o permanecer en un estado de infancia para beneficio de los grandes imperios occidentales o “hacerse mayores de edad” a la fuerza, es decir, modernizarse siguiendo el modelo y copiando la voz del amo imperial. El escritor latinoamericano parece oscilar entre su deseo por producir su propia voz (bárbara, ajena e irreconocible para la civilización) y copiar la voz de una modernidad que se ha erigido como único paradigma de lo humano. Esta última opción le permite obtener un cierto reconocimiento del observador civilizado, pero al final es vista como pura imitación, como un gesto típico del menor de edad kantiano que no puede hablar por sí mismo.

La definición kantiana del término ilustración parece ser puramente abstracta. Sin embargo, esa misma definición, al trasladarse al pensamiento concreto sobre la historia colonial europea, tiene resultados previsibles: ante su supuesta infancia, América Latina y los demás espacios coloniales del planeta estarían predestinados a la presencia de figuras paternas que les podrían indicar el camino hacia la “mayoría de edad” ilustrada, a la modernización “por su propio bien”. G. W. F. Hegel lleva algunas de las consideraciones kantianas sobre la Ilustración al ámbito histórico y al papel que Latinoamérica jugaría en la historia universal. Hegel comienza señalando la “juventud” del continente, no solo por su reciente descubrimiento, sino también por razones más generales:

Este mundo es nuevo no solo relativamente, sino absolutamente: lo es con respecto a todos sus caracteres propios, físicos y políticos. No tratamos de su antigüedad geológica. No quiero negar al Nuevo Mundo la honra de haber salido de las aguas en el tiempo de la creación, como suele llamarse. Sin embargo, el mar de las islas, que se extiende entre América del Sur y Asia, revela cierta inmaturidad por lo que toca también a su origen. La mayor parte de las islas, que se asientan sobre corales y están hechas de modo que más bien parecen cubrimiento de rocas surgidas recientemente de las profundidades marinas y ostentan el carácter de algo nacido hace poco tiempo. (Hegel 170)

El inicio de este análisis, que se mueve desde la materialidad del continente hacia aspectos más abstractos, sienta las bases de una serie de tropos relativos a la infancia o la “inmaturidad” de la región. A partir de la “juventud material” de estas tierras, Hegel pasará a hablar de la “minoría de edad ” conceptual del continente, de una infancia que requiere de Gobiernos paternales, capaces de enseñarle a los americanos a “hablar” el lenguaje de la historia y el progreso:

Cuando los jesuitas y los sacerdotes católicos quisieron habituar a los indígenas a la cultura y moralidad europea, [...] fueron a vivir entre ellos y les impusieron, como a menores de edad, las ocupaciones diarias que ellos ejecutaban —por perezosos que fueran— por respeto a la autoridad de los padres. Construyeron almacenes y educaron a los indígenas en la costumbre de utilizarlos y cuidar provisoriamente del porvenir. Esta manera de tratarlos es, indudablemente, la más hábil y propia para elevarlos; consiste en tomarlos como a niños. (172)

A pesar de la distancia entre la definición abstracta de Kant y el pensamiento histórico de Hegel, vemos cómo el traslado del concepto de Ilustración a las consideraciones concretas sobre la historia de América Latina culmina en la necesidad de padres capaces de guiar a aquellos que están definidos como infantes preilustrados. Este marco conceptual es una nueva muestra de cómo el paternalismo, tan característico en la zona, ya sería una parte esencial y constitutiva del pensamiento ilustrado, moderno y colonial sobre América.7

Para darle su debido lugar histórico a este tipo de pensamiento occidental en América Latina, debemos recordar que muchos de los intelectuales que participaron en la independencia y en la creación de los Gobiernos de estos países asimilaron precisamente este pensamiento ilustrado, y que fue su modelo tanto para las luchas independentistas como para la constitución política de las nuevas naciones. Las independencias se sustentaron a partir de este edificio conceptual que predestina al continente a la infancia histórica y a la necesidad de padres para entrar en la modernidad. Por ello, el paternalismo como fenómeno esencial para el continente no debe entenderse simplemente como producto de la “barbarie” y el atraso de la región; surge también de una cierta literalidad, al aceptar el pensamiento ilustrado que le otorga una condición infantil y lo predestina a aceptar la presencia de figuras autoritarias para alcanzar la modernización que el mundo “civilizado” le ha impuesto como meta.

Paradójicamente, este mismo pensamiento ilustrado le vendrá a exigir al continente que acabe con sus figuras autoritarias para alcanzar los ideales de civilización y modernidad propios de la verdadera Ilustración. La historia del pensamiento americano se mueve por la fuerza de este doble imperativo, que ya está presente en los textos de Mill y Hegel: hacer uso del paternalismo para acabar, de una buena vez, con la barbarie antimoderna de los regímenes paternalistas. Esta es, por supuesto, una petición de principio y una forma de colonialismo que se impone en la forma de una aporía conceptual sin salida. Por ello, los textos que analizaremos no son simples señalamientos de la culpa del “padre” frente a un mundo caótico. Son, más bien, reflexiones sobre la complejidad de un problema. Por un lado, existe en América Latina un profundo deseo por constituir una comunidad civilizada, “mayor de edad”, capaz de entrar en el diálogo de la modernidad occidental. De otra parte, surge el temor (predeterminado por el pensamiento moderno y colonial respecto al continente) de que este objetivo solo se puede alcanzar (con real beneficio para el colonizador) a partir de la figura del líder autoritario y patriarcal. Ni la presencia del padre ni su ausencia absoluta surgen como soluciones a este doble imperativo. Las cuatro novelas que analizaremos escenifican el carácter insoluble de este problema. Por eso, este trabajo, en lugar de presentarse como una crítica simplista al paternalismo y sus consecuencias, propone un par de tesis más amplias. Primero, ver en la figura del patriarca un producto de las paradojas de la modernidad, la colonización y la modernización en América Latina. El padre es, a la vez, una figura vituperada por el pensamiento moderno y, simultáneamente, es impuesto por ese mismo pensamiento como la única solución posible a la inestabilidad de la región. Detrás de este doble imperativo habría un cierto pensamiento colonial que mantiene al colonizado en un estado de infancia y de perplejidad constantes, y que impuso una serie de patriarcas como solución única a los problemas históricos en la región. 8

Segundo, este trabajo propone la necesidad de vincular el análisis de algunos de los textos centrales de la tradición latinoamericana (y, en particular, sus aspectos formales y retóricos más salientes) con las estructuras de poder que se manifiestan en su interior para comprender la complejidad del paternalismo en el continente. Para este fin, el padre es una figura crucial, un locus retórico en el que parecen confluir todas las fuerzas que determinan el orden, la ley y el manejo del lenguaje en un mundo. El resultado de estos análisis, por lo tanto, es una meditación en torno a las diversas fuerzas bárbaras y civilizadas, arcaicas y modernas, estéticas y políticas, que convierten al padre en un elemento central (aunque siempre inestable) para el continente y su expresión literaria. Esto se hace evidente en algunos de los primeros textos que se produjeron en las incipientes naciones modernas de la región, como veremos a continuación.

B. EL PADRE Y SU PAPEL EN LA HISTORIA LATINOAMERICANA DESDE LA INDEPENDENCIA

La historia moderna de América Latina es un pequeño breviario de citas en las que el tema del padre aparece como una sutil obsesión. Para introducir de manera más amplia el problema del padre y su representación literaria en el continente, veremos ahora la forma en que aparece en diversos textos que han marcado de manera profunda la historia continental. Como mencionábamos, la pregunta por la figura paterna como metáfora central para el pensamiento político latinoamericano surge con frecuencia en el periodo de la independencia y en su diálogo específico con la tradición moderna occidental. En este momento histórico, diversos autores americanos compartieron la necesidad de encontrar un sistema de gobierno adecuado para las jóvenes naciones que acababan de ganar su autonomía, siempre a partir de un pensamiento ilustrado que se presentaba, para ellos, como un paradigma de libertad, ciencia y conocimiento sobre el cual basar nuevas organizaciones políticas. Para ellos, sin embargo, el padre sigue siendo una presencia permanente, casi una condición de posibilidad para el pensamiento político. A primera vista, resulta sorprendente que algunos de los pensadores más cercanos al pensamiento ilustrado se aferren no solo al uso retórico de la figura del padre, sino también literalmente a regímenes paternalistas (monarquías, presidencias vitalicias y gobiernos abiertamente autoritarios) que están francamente en contra de los dos grandes eventos políticos de la modernidad ilustrada: la Revolución francesa y la democracia federal de los Estados Unidos. Pero, como hemos señalado, no hay realmente una paradoja aquí: el pensamiento ilustrado (que, a su vez, es el sustento conceptual del mundo colonial) presupone la necesidad de padres para un mundo definido como “infantil” y “bárbaro” en términos históricos. Es lo que veremos aquí a partir de algunos textos relacionados con la independencia de las naciones americanas: los pensadores más fieles al proyecto moderno, aquellos que defienden la Ilustración de manera más radical, se encuentran con una cierta imposibilidad conceptual al tratar de escapar de la figura del padre político.

Pocos textos son tan dicientes a este respecto como la “Carta de Jamaica” (1815) de Simón Bolívar, uno de los escritos seminales del pensamiento político moderno en América Latina. Uno de sus elementos más celebrados es su llamado profético a la unidad del continente y a la construcción de una gran nación americana que podría competir con las regiones más poderosas del orbe. Lo que no se suele recordar es que Bolívar, si bien sueña con la posibilidad de la unidad americana, es más bien pesimista respecto a su consolidación, y la presenta como un proyecto que solo podría cumplirse en un futuro lejano. La primera parte de la carta se pregunta sobre las posibles formas de gobierno para las naciones americanas después de su independencia. Esta es, a grandes rasgos, su visión:

Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por gran república; como es imposible, no me atrevo a desearlo, y menos deseo una monarquía universal de América, porque este proyecto, sin ser útil, también es imposible. Los abusos que actualmente existen no se reformarían y nuestra regeneración sería infructuosa. Los estados americanos han menester de los cuidados de gobiernos paternales que curen las llagas y las heridas del despotismo y la guerra. (Bolívar 37-8, mi subrayado)

Este es uno de los temas recurrentes de la carta: una clara disyuntiva entre un gobierno ideal, pero irrealizable, y uno posible según las condiciones americanas de la época. En las circunstancias del momento, la única solución que se vislumbra es la aparición de un “gobierno paternal ” que pueda generar algo de cohesión nacional luego del trauma de las guerras de independencia y de los largos gobiernos despóticos de la metrópolis. El padre político se plantea, paradójicamente, como un paso necesario para dejar atrás un despotismo antimoderno y abrir paso a la narrativa histórica del progreso y el perfeccionamiento político. He aquí una nueva cita que muestra ese curioso movimiento de Bolívar, su identificación de una solución política idónea y su simultánea desautorización de tal solución por considerarla impracticable:

No convengo en el sistema federal entre los populares y representativos, por ser demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos políticos muy superiores a los nuestros; por igual razón, rehúso la monarquía mixta de aristocracia y democracia, que tanta fortuna y esplendor ha procurado a la Inglaterra. No siéndonos posible lograr entre las repúblicas y monarquías lo más perfecto y acabado, evitemos caer en anarquías demagógicas o en tiranías monócratas. Busquemos un medio entre extremos opuestos, que nos conducirían a los mismos escollos, a la infelicidad y al deshonor. (41)

Paradójicamente, en su adhesión al proyecto moderno, Bolívar termina por descalificar a dos de los sistemas democráticos más salientes de la modernidad ilustrada: el federalismo norteamericano y la monarquía parlamentaria inglesa. En teoría, la carta defiende un supuesto “término medio” que no está definido, pero que se opondría a una tiranía patriarcal, dependiente de una sola persona. Sin embargo, en términos históricos, esta visión política culminaría en la constitución del propio Bolívar como el centro patriarcal de los países americanos que ayudó a independizar, como señala Tulio Halperin Donghi:

En lo político, la solución la encontraba Bolívar en la república autoritaria, con presidente vitalicio y cuerpo electoral reducido [...]. Sobre estas líneas organizó la república de Bolivia, que le rogó se transformase en su Licurgo; la Constitución boliviana fue introducida en 1826 en Perú, en reemplazo de la excesivamente liberal de 1823; como ya era esperable, fue Bolívar el primer presidente vitalicio de Perú. (176)

Desde sus inicios, el destino político de Latinoamérica oscila entre el reconocimiento de aquello que es idóneo políticamente (la modernidad civilizada pregonada por Europa y Estados Unidos) y lo que es necesario o posible en el presente. Esta disociación entre lo ideal y lo posible coincide cabalmente con las prescripciones de los grandes pensadores de la modernidad europea respecto a Latinoamérica y culmina en lo mismo: en un padre benevolente, un Carlomagno o un Akbar, según Mill. Bolívar se muestra crítico del despotismo y la “tiranía monócrata”. Sin embargo, su única alternativa real siguió siendo una figura paternal que podría tomar decisiones absolutas por encima de la incertidumbre política del momento. La perfección solo se presenta como accesible en el futuro, y en este sentido su pensamiento está abiertamente inscrito en la modernidad, en ideas de progreso que se postergan hacia los tiempos que vendrán. Sin embargo, en consonancia con el pensamiento de Mill y Hegel, para inaugurar la historia moderna del continente, la única alternativa que se plantea es la intervención de un padre soberano.

La “Carta de Jamaica” nos presenta una paradoja que ya se hacía evidente en el texto de Mill: para América, el compromiso con la historia moderna y el deseo de alcanzar un sistema político civilizado requiere de la intervención de una figura paterna. Es evidente que esta idea no nace simplemente de un pensamiento “salvaje” o atrasado: Bolívar tenía un contacto sustancial con las ideas ilustradas de su tiempo. El surgimiento de lo que él llama “gobiernos paternales” no es resultado exclusivo del atraso de la región ni de una mala interpretación del pensar civilizado y europeo: proviene también de una adhesión literal a este proyecto y a la manera en que define al colonizado como “bárbaro” e “infante”, como figura exterior a la modernidad que requiere de “cuidados paternales”. Esta idea se verá reforzada al constatar lo que ocurre con otros tipos de independencia en el ámbito latinoamericano. La independencia de la nación brasileña, y sus propios pensadores ilustrados, puede resultar iluminadora tanto por sus similitudes como por sus diferencias con la del resto de América.

Realizar comparaciones entre el mundo de la independencia de la Latinoamérica hispanohablante y el caso brasileño requiere de algunas salvedades. Brasil fue objeto de un proceso político único en cuanto al mundo colonial se refiere. En 1807 la Corona portuguesa, asediada por los avances de los ejércitos napoleónicos, decide trasladar su corte al otro lado del Atlántico: la colonia, por lo tanto, se convirtió en el centro del imperio. La independencia brasileña, por su parte, también tiene matices únicos: a lo largo del XIX, la nación vivió múltiples revueltas (muchas de ellas originadas en el nordeste, 9