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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Dara Lee Snow

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Juegos para el placer, n.º 10 - enero 2019

Título original: Pleasure Games

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-514-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Si te ha gustado este libro…

Dedicatoria

 

 

 

 

 

Para Steena, Elena y Trish.

Los verdaderos amigos están donde colisionan la cordura y la locura.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Luca Legrand no sabía si lo suyo era un golpe de suerte o si había sido maldito con el peor de los infortunios. En aquel momento, sentado en un calabozo que olía a orines y sudor, se inclinaba por lo segundo.

—¡Legrand!

Un miembro uniformado de la prefectura de policía de París golpeó los barrotes.

Votre avocat est ici.

Su abogado había llegado.

Se puso de pie y esperó a que el agente abriera el calabozo antes de seguirlo por el pasillo hasta un cubículo no más grande que un retrete. François Chavalier, el abogado de los viñedos de la finca de los Legrand, estaba esperándolo allí, leyendo el periódico ante una mesa de acero atornillada al suelo.

François alzó la mirada al abrirse la puerta. No se levantó ni saludó a Luca, simplemente se quedó tamborileando con los dedos sobre la mesa a la espera de que Luca se sentara frente a él.

Una vez el oficial cerró la puerta, François siguió leyendo el periódico. Estaba sumido en un artículo con el título de Heredero de los viñedos Legrand en prisión por agresión. Debajo del titular aparecía la imagen de Luca en el momento de ser introducido en el coche de la policía.

—No es lo que parece —dijo Luca.

—¿En serio? Porque tiene muy mala pinta —replicó François con mucha calma, moviendo su bigote.

Luca se echó hacia atrás en su silla metálica y se cruzó de brazos. Se quedó mirando fijamente a François. No se arrepentía lo más mínimo.

—No es culpa mía —dijo.

—¿Ah, no?

François se echó hacia delante, apoyando las manos sobre la mesa y obligando a Luca a mirarlo. Su rostro, siempre sonrosado, estaba del color de los tomates maduros en aquel momento.

—Has golpeado a un reportero, le has roto la nariz y has destrozado su cámara. ¿Y todavía dices que no es culpa tuya?

Se levantó y agitó una mano en el aire en aquella pequeña estancia que olía a humedad y a tabaco.

—Eres el primer Legrand en ser arrestado y ¿te atreves a decir que no ha sido culpa tuya?

Hizo una mueca, como si acabara de probar un vino demasiado astringente y estuviera a punto de escupirlo.

Lentamente, Luca se puso de pie, obligando a François con sus dos metros de altura a alzar la mirada.

—Ese hombre se lo merecía.

—Me da igual que se lo mereciera, lo único que me preocupa es tu legado, ese que tú solito te has encargado de destruir —dijo el abogado observándolo fijamente.

Sus párpados pesados y las bolsas de debajo hacían imposible ver sus ojos, pero Luca le sostuvo la mirada. Aun así, el hecho de que el abogado fuera el primero en apartar la vista, tampoco lo complació.

—El valor de nuestro champán ha caído significativamente desde que estás al mando. ¿Te has dado cuenta?

Luca apretó los dientes y contó hasta cinco: un, deux, trois, quatre, cinq… Pero aquella cuenta no evitó el borboteo del fuego líquido que sentía en su interior con cada inspiración.

—El valor de nuestro champán cayó el día en que mi padre murió —murmuró entre dientes.

Era cierto. Su padre había dirigido la finca durante treinta años siguiendo los pasos de su padre, de su abuelo y de doscientos años de antepasados. Su padre había sido un hombre fuerte y sano que parecía que nunca moriría. Luca apenas lo había visto en los últimos diez años mientras había estado compitiendo en los circuitos Gran Premio de motos.

—Esto no puede seguir —dijo François señalando al pecho de Luca—. Todos estos escándalos…

Luca se apoyó en la pared y cruzó un tobillo sobre el otro, a la espera de que François empezara a detallar sus últimos escándalos. No tenía sentido defenderse.

Numerándolos con los dedos, François comenzó a detallar la larga lista.

—Alterar el orden.

¿Alterar el orden? Luca había roto con su novia, Anika Van Horn, una modelo que estaba más interesada en la fama y fortuna de los Legrand que en el propio Luca. La joven no se había tomado muy bien la ruptura. De hecho, le había dado una bofetada en la terraza de un café, provocando que la escena se hiciese viral en las redes sociales a los pocos segundos. Todavía no tenía claro de qué se le había acusado por aquello.

—Embriaguez en vía pública.

Había asistido a la fiesta de despedida de soltero de un compañero del equipo Monster. Si bien Luca se había tomado un buen número de copas, no se había emborrachado tanto como el futuro novio, a quien Luca había tenido que rescatar de la fuente Stravinsky.

—Exhibicionismo en vía pública.

Había sido su amigo, el que iba a casarse, el que se había desnudado. Pero la prensa tenía una forma de tergiversarlo todo y parecía que había sido Luca el que se había desvestido, se había metido en la fuente y había tenido un comportamiento subido de tono con una sirena de cuyos pechos emanaba agua.

Luca suspiró y le hizo una seña a François para que continuara, sabiendo lo que vendría a continuación.

—Sin olvidar el vídeo sexual —dijo François e hizo una pausa arqueando la ceja para lograr mayor efecto—. Vaya manera de contribuir al prestigio del apellido de tu familia —añadió con sarcasmo.

Luca abrió la boca, pero la excusa se ahogó en su garganta. ¿Por qué explicarle a François que el vídeo era privado y que estaba claro que Anika lo había filtrado con intención de darse a conocer o de humillarlo en público? Eso no cambiaría las consecuencias.

—Y ahora, una semana más tarde, aquí estás, en un calabozo —observó François con los ojos al borde de las lágrimas por la ira—, por allanamiento y destrucción de propiedad ajena.

Los paparazzi habían sido implacables desde el escándalo sexual. Luca apenas había podido salir de su piso. No había podido ir al mercado ni hacer nada sin ser acosado. Uno de los reporteros se había cruzado en su camino mientras iba en su recién estrenada Yamaha VMAX y a punto había estado de chocarse contra una farola. Entonces, Luca había perdido los nervios. No estaba orgulloso de su comportamiento, pero si se repitiera la situación, volvería a hacer lo mismo.

Había dejado la moto y se había dirigido directamente al hombre para pedirle que borrara de su cámara las imágenes que acababa de tomar. Al ver que seguía haciendo fotos, Luca le había arrebatado la cámara con la intención de borrar la memoria. El hombre lo había empujado y la cámara había acabado en el suelo, hecha añicos sobre los adoquines.

Entonces, aquel idiota le había lanzado un puñetazo, que Luca había esquivado sin ninguna dificultad. Un puñetazo, eso era todo lo que había hecho falta para despertar la bestia en él. No era culpa suya que aquel hombre hubiera empezado algo que no había podido terminar.

Otra vez. No tenía sentido explicar nada de aquello a François. Solo le preocupaba una cosa, el valor de la compañía, y lo cierto era que se había desplomado desde que Luca se había hecho cargo.

—Ya entiendo, soy una gran decepción —afirmó Luca volviendo a la silla y sentándose—. Bueno, ¿cuándo vas a pagar la fianza para sacarme de este agujero y así poder limpiar el nombre de la familia?

—¿Sacarte de aquí? ¡Ni hablar! —exclamó François sonriendo—. No voy a sacarte. Este es el lugar más seguro para ti. Aquí encerrado no puedes meterte en más problemas.

Aquella sensación ardiente de sus entrañas se expandió por sus venas, obligando a que todos sus músculos se contrajeran. Tomó a François por el cuello de la camisa y tiró desde el otro lado de la mesa.

—¿Qué has dicho?

El único sonido que François fue capaz de emitir fue una súplica atropellada para que lo soltara, salpicando saliva a la cara de Luca. Por primera vez en el día, estaba arrepentido por lo que acababa de hacer. François llevaba tres décadas siendo leal a su familia y, aunque apenas lo conocía, parecía estar convencido de que era tan desastre como la prensa lo describía.

El escándalo sexual era una cosa, pero Luca no acababa de entender el resto, los cargos y la constante mala prensa. Como miembro de la familia Legrand y piloto del Gran Premio estaba acostumbrado a estar en el candelero, pero últimamente la prensa parecía haberla tomado con él. ¿Por qué? ¿Sería por el vídeo sexual o por estar siempre en el sitio y el momento equivocados?

Luca levantó las manos en señal de apaciguamiento, en un intento por recuperar el control.

—Lo siento.

—¿Que lo sientes? —saltó François alzando la voz—. Tu comportamiento es inaceptable —afirmó el abogado, alisándose la camisa y la corbata—. Eres la vergüenza de tu familia.

—François, reconozco que… —dijo Luca y tragó saliva—. He sido un insensato últimamente. Pero no puedo enmendar mis errores desde un calabozo.

El abogado parpadeó. Tenía los ojos tan hinchados que apenas eran una ranura en su rostro.

—Creo que no entiendes las consecuencias de tus actos.

—Entonces, explícamelas.

François sacó unos papeles del maletín y los dejó sobre la mesa.

—¿Sabes lo que es esto?

Luca acercó los papeles.

—Los estatutos de la compañía —contestó, devolviéndoselos.

—Sí, y si los hubieras leído, sabrías que hay un código de conducta para todos los empleados.

Extrajo un documento y se lo tendió.

Luca bajó la vista. Las palabras «causas de despido» estaban subrayadas, así como «conducta inapropiada».

—Conozco los estatutos, soy el presidente.

Más o menos era cierto. Había estado muy ocupado dirigiendo la compañía y no les había prestado demasiada atención.

—Así que no debería sorprenderte que el consejo de administración esté considerando tu cese.

—¿Cómo? No pueden hacer eso. Soy el único heredero de los bienes y poseo el cincuenta y uno por ciento de la compañía.

—Bueno…

—Bueno ¿qué?

—Han estado hablando de impugnar el testamento de tu padre, a la vista de lo que ha ocurrido.

—¿Impugnarlo? ¿Quién quiere impugnarlo?

—Marcel Durand.

Marcel era poco más joven que Luca y apenas había estado trabajando para su padre cinco años.

—¿Por qué iba a querer Marcel Durand impugnar el testamento de mi padre?

—Porque Marcel es tu hermanastro.

 

 

Lo primero que hizo Jasmine Sweet después de ocupar su asiento de primera clase en el vuelo de Air France a París fue pedir una copa de champán. Lo segundo, una vez tuvo la copa en la mano, fue volverse de espaldas al asiento vacío que tenía al lado y beberse el líquido burbujeante de un trago. Lo tercero, quitarse la sortija de platino con diamantes y guardarlo en el bolsillo interior de su bolso. Todo esto lo hizo antes de que terminara el embarque del avión.

—Disculpe —dijo levantando un dedo para dirigirse a la atractiva azafata francesa—. ¿Tienes fresas, frambuesas o algo por el estilo?

Non.

—Lástima. Entonces, tráigame otra copa de champán, por favor.

La mujer forzó una sonrisa.

—¿Quiere acompañarlo con un zumo de naranja o con algo para comer?

—No, gracias —contestó Jazz, agitando la mano en el aire—. Solo champán.

Antes de que la azafata se fuera, Jasmine volvió a detenerla.

—Ah, y si no es pedir demasiado —dijo Jasmine bajando la voz y mirando el asiento vacío de su lado—, este asiento está libre —continuó, sacando los billetes del bolso—. ¿Quiere ver si hay alguien que quiera ocuparlo?

Al oír aquella pregunta, la azafata arqueó sus impecables cejas y tomó los billetes que Jasmine le ofrecía.

—Sí, ya veo —dijo devolviéndoselos—. Voy a preguntar.

—Asegúrese de que le gusta el champán —añadió, pero la mujer no se volvió—. Gracias, es un encanto.

La azafata recorrió el pasillo de la clase turista, comprobando que todo el equipaje de mano estuviera debidamente guardado.

Bueno, ¿qué esperaba? ¿Amabilidad, empatía?

Por la experiencia que había tenido con los franceses, le resultaban distantes, intimidatorios y guapos. Pero todavía no había abandonado suelo americano. Las cosas podían mejorar al aterrizar en París.

Se frotó el dedo del que se había quitado la sortija tan solo unos minutos antes. La piel era más clara allí donde el anillo había estado durante los últimos dieciséis meses, representando la promesa de la vida con la que siempre había soñado.

Cerró los ojos, imaginando que Parker Wright y ella se hubieran casado la víspera. Habían planeado celebrarlo en el Waldorf Astoria de Chicago ante trescientos invitados entre familiares y amigos. Parker tenía mucha familia y muchos amigos. Bueno, realmente eran compañeros de trabajo y amigos de sus padres, pero daba igual. En aquel momento, estarían camino a su luna de miel en Europa. Con los ojos cerrados, se dejó llevar por la sensación del avión rodando por la pista antes de acelerar, sintiendo la vibración del asiento libre de su lado.

Una semana en París, otra en el sur de Francia y luego a Italia: Venecia, Milán, la Toscana… Luego de vuelta a París para pasar los últimos días. Todo lo había planeado ella, desde los hoteles hasta los recorridos.

—El dinero no es problema —le había dicho Parker—. Después de todo, es nuestra luna de miel.

Sí. Era su luna de miel y había hecho reserva en todos aquellos lujosos hoteles cercanos a monumentos, restaurantes y tiendas. A los dos les encantaba ir de tiendas. Y después de pasar el día haciendo turismo, volverían al hotel y harían el amor apasionadamente. Ya casados, se dedicarían a probar cosas nuevas y para eso había comprado unas esposas afelpadas y un vibrador. Mientras su imaginación volaba con todo lo que haría con aquellos juguetes, acarició el asiento de al lado, a la espera de que Parker tomara su mano y entrelazara sus cálidos dedos.

Sin embargo, su mano tocó un brazo grande y peludo, ligeramente húmedo. Jasmine abrió los ojos y se volvió hacia la persona que estaba sentada a su lado. Era un hombre de alrededor de sesenta años, de pelo escaso y rostro afable. Llevaba una camiseta descolorida que destacaba su corpulencia y, al encontrarse con su mirada, se ajustó las gafas en el puente de la nariz antes de meter la mano en la bolsa de Doritos. Tenía migajas naranjas repartidas por la camiseta y el reposabrazos.

—¿Quiere Doritos? —preguntó, ofreciéndole la bolsa.

—Si no le importa —respondió tomando un puñado antes de señalar la copa de champán—. ¿No quiere beber nada? Ya sabe que aquí es gratis.

El hombre sonrió y Jasmine apartó la mirada de sus dientes.

—Pues si no le importa.

Jazz apretó el botón de llamada de la azafata y la mujer apareció al instante junto a su asiento.

—Una copa de champán para mi amigo.

—Si no le importa, preferiría una cerveza.

—No me importa —dijo Jasmine sonriendo antes de volverse hacia la francesa—. Cerveza para mi amigo. Y otra copa de champán para mí. De hecho, ¿por qué no trae champán para todos? —preguntó, abarcando con el movimiento de su mano la cabina de primera clase.

La mujer puso los ojos en blanco, pero a Jasmine no le importó. ¿Sería el champán lo que la estaba haciendo sentirse libre y despreocupada?

—Chao, chao —añadió, agitando los dedos a modo de despedida de la mujer, que ni siquiera se molestó en forzar una sonrisa.

Luego, se volvió hacia su compañero de asiento.

—Me llamo Jasmine —dijo Jazz, tendiéndole la mano.

—Yo soy Neil —replicó estrechándosela.

—Encantada de conocerte, Neil. Cuéntame algo sobre ti.

A continuación comentaron de dónde eran y a qué se dedicaban, y se preguntaron si habían estado antes en París.

«¿Ves? Mira qué tranquila estás, charlando con un completo desconocido con total normalidad», se dijo Jasmine, en un intento por consolarse.

Como si todo su mundo no se hubiera venido abajo apenas cuarenta y ocho horas antes, después de llevarse la peor impresión de su vida.

Las bebidas llegaron y Jasmine reparó en que le habían servido media copa de champán.

—Bueno, Neil, ¿viajas a París por placer o por negocios?

Dio cuenta del champán en tres sorbos y volvió a apretar el botón para llamar a la azafata.

«Este es un juego para dos, guapa azafata».

—Voy a un congreso de cómics. Es el mayor de Europa. Soy ilustrador —contestó, apartándose un mechón de pelo de la frente.

—Interesante —comentó Jasmine y tomó otro puñado de Doritos—. ¿Qué tipo de ilustraciones?

—¿Quieres verlas?

—¿Por qué no?

Neil se desabrochó el cinturón y de una bolsa del compartimento superior sacó un cuaderno de bocetos. Después, volvió a dejar la bolsa en su sitio y se sentó. Abrió el cuaderno y le mostró unos dibujos de algo que Jasmine fue incapaz de reconocer.

—El personaje se llama Betty Boobs, inspirado en Betty Boop. Es muy popular en Europa.

Jasmine entornó los ojos. Aquel personaje femenino de cómic, de grandes pechos y con el estilo de los años treinta, destacaba entre los dibujos. Así que aquel tipo dibujaba cómics porno.

—Neil, ¿puedo pedirte algo?

—Claro.

—¿Sabes lo que es una tapadera? —preguntó y se obligó a tragar saliva.

El último sorbo de champán le había quemado.

—Sí, la pieza que tapa algo —replicó acariciándose la barbilla.

—No, me refiero a su otro significado.

Neil frunció sus cejas pobladas antes de levantarlas.

—Como si alguien llevara una doble vida, como los homosexuales que…

—Sí —dijo dándole una palmada en el brazo—, eso es exactamente a lo que me refiero. Por ejemplo, mi prometido, mejor dicho, mi exprometido, me pidió que me casara con él, ¿no?

—Te sigo.

—Sin saberlo, era su tapadera —continuó Jasmine y dio un buen sorbo a la cerveza que Neil tenía sobre su mesa plegable antes de continuar—. Íbamos a casarnos ayer.

—¿De veras? —preguntó con la vista puesta en la cerveza.

Ella asintió. Estaba siendo fuerte, lo estaba consiguiendo. Nada de lágrimas, ni de berrinches. Estaba contándole aquello como si le hubiera pasado a otra persona o como si realmente hubiera conseguido superarlo. Jasmine estaba orgullosa de sí misma.

Volvió a dar otro trago antes de acercarse a Neil y poner la mano sobre su brazo sudoroso.

—Sí. Nunca me habría enterado, pero la noche antes de la boda, cuando se suponía que estaba pasando la noche en un hotel con unas amigas, volví al apartamento para recoger algo que me había olvidado. Ya sabes, algo azul, algo prestado, ¿o era…? Bueno, eso no importa ahora. Lo que importa es que pillé a mi novio en la cama con su mejor amigo.

—¡Joder! —exclamó Neil, sin apartar la vista de la cerveza que Jasmine tenía en la mano—. Vaya sorpresa.

—Desde luego —replicó señalando el asiento que él ocupaba—. Mi flamante marido debería estar sentado justo donde estás tú, pero no, porque es homosexual.

—Lo siento.

—Nunca me amó —dijo Jasmine recostándose en su asiento y fijando la mirada en el reposacabezas que tenia frente a ella—. Me estaba usando y yo estaba ciega porque me daba lo que quería.

—Eh, ¿estás bien? —preguntó Neil, dándole una palmada en la mano que tenía sobre su brazo antes de quitarle la cerveza vacía de entre los dedos.

—Un lujoso ático, una tarjeta de crédito con un límite de cincuenta mil dólares…

—Me cuesta imaginármelo, aunque debe de ser maravilloso tener un límite así.

—¿Sabes lo peor, Neil? —dijo inclinando la cabeza hacia él—. Después de que lo pillara, se sintió aliviado. ¡Aliviado!

—Supongo que no debe de ser fácil vivir en una mentira.

—Y me dijo que no tenía por qué cambiar nada —dijo bajando hacia su esternón, lleno de migajas naranjas—. ¿Puedes creerlo? ¡Seguía queriéndose casar conmigo!

—Eh, creo que será mejor que bajes la voz…

—Podía tener cocinero, asistenta… ¡Podía tener lo que quisiera! Era un soborno en toda regla.

Sacudió la cabeza. Sentía el cuello rígido.

—Todo encubrir y disimular —añadió entre dientes—. Y tú te preguntarás: ¿disimular para qué? —dijo volviéndose hacia Neil. Y el resto de la historia fue surgiendo desde aquel hondo agujero en el que solía estar su corazón—. Así mi marido podría irse de viaje de negocios con Robert. Ese es el nombre de su amorcito: Robert Miskey. Yo iba a ser la tapadera para que Parker pudiera tirarse al jodido Robert Miskey.

—Creo que no está permitido gritar así en un avión —dijo Neil nervioso.

—¿Acaso estoy montando una escena, Neil?

—Eh… sí.

—¿No te parece justificado montar una escena después de descubrir la víspera de tu boda que eres una tapadera?

El hombre buscaba desesperadamente el botón para llamar a la azafata.

Jasmine se desabrochó el cinturón, se puso de pie y se dirigió a los pasajeros de primera clase.

—Debería estar casada y camino a Europa para disfrutar de mi luna de miel. Sin embargo, aquí estoy con Neil, que se dedica a dibujar cómics porno —dijo mirando a Neil y, con un tono de voz más controlado, añadió—: Lo siento, Neil.

Su compañero de asiento sonrió y agitó la mano en el aire como si no le importara.

—¿No me da eso derecho a montar una escena? —preguntó buscando las miradas de los demás pasajeros, que la evitaban—. ¿No?

Sintió unos dedos fríos tomándola del brazo.

—Por favor, regrese a su asiento o nos veremos obligados a hacer una parada en Nueva York para que la saquen del avión y la detengan. ¿Comprende?

Jasmine trató de soltarse, pero la azafata francesa la sujetó con fuerza.

—Yo…

Cuando volvió la cabeza, se encontró con la sonrisa más sincera que aquella mujer le había dedicado en todo el viaje.

—Por favor —añadió la francesa.

Su sinceridad era tan evidente que Jasmine sintió que las rodillas se le doblaban y la azafata tuvo que ayudarla a sentarse.

Jazz percibió el olor del perfume de la mujer al inclinarse para ponerle el cinturón de seguridad.

—Siento que no tenga un buen día, pero no lo complique más.

Antes de incorporarse, la mujer dejó un puñado de pañuelos de papel en la mano de Jasmine y se acercó a su oído.

—¿Quién se cree ese hombre que es para hacerle tanto daño? No la merece.