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WALTER GROPIUS

¿QUÉ ES ARQUITECTURA?

ANTOLOGÍA DE ESCRITOS

© Joaquín Medina Warmburg, 2018

Traducción:

© María Santolo y Joaquín Medina Warmburg,

con la colaboración de Carola Herr, 2018

Textos originales de Walter Gropius:

© Bauhaus Archiv Berlin

Todos los textos de Gropius incluidos en este libro, salvo `El objetivo de la Logia de Constructores’, se publicaron anteriormente en Walter Gropius, proclamas de modernidad: escritos y conferencias 1908-1934, edición de Joaquín Medina Warmburg (Barcelona: Reverté, 2018).

Imágenes de la cubierta: Bauhaus-Archiv Berlin, The Associated Press

Esta edición:

© Editorial Reverté, Barcelona, 2019

Loreto 13-15, Local B. 08029 Barcelona – España

revertemanagement@reverte.com

ISBN edición impresa: 978-84-946066-9-4

ISBN edición ebook (ePub): 978-84-291-9487-6

Digitalización: Reverté-Aguilar, S. L.

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# 1472

Presentación

Walter Gropius, arquitecto integral

Joaquín Medina Warmburg

¿Qué es arquitectura? La pregunta, planteada en la Alemania de 1919, distaba mucho de ser sólo retórica. No lo era, desde luego, en boca de Walter Gropius, quien a sus 36 años estaba siendo testigo del derrumbe del sistema de valores de la sociedad guillermina. Criado en una familia de la alta burguesía berlinesa y educado en el militarismo prusiano, Gropius retornó de la I Guerra Mundial tan condecorado como curado de espanto. El fracaso de su corto y turbulento matrimonio con Alma Mahler contribuyó a un panorama desolador también en lo personal. Pese a carecer de un título académico, el amplio y merecido reconocimiento cosechado tempranamente gracias a obras como la fábrica Fagus (1911) o la fábrica modelo de la Exposición de la Werkbund en Colonia (1914) abrió a Gropius la puerta a la actividad docente y de paso le ofreció una oportuna salida profesional en aquel momento de incertidumbres políticas y crisis económica. Su concepción de la Bauhaus abarcó un proyecto educativo nacido de las urgencias de aquel presente y a la vez una audaz proyección hacia el futuro, aventurada en la transformación del mundo con los medios de la escuela activa y la gran arquitectura. Pero para alcanzar aquella realidad futura, la arquitectura moderna debía trascender los tradicionales límites disciplinares del ejercicio profesional y aspirar a constituir un arte omnímodo de alcance total. Haciendo suyo el ideal wagneriano de la obra de arte integral (Gesamtkunstwerk), Gropius hizo un llamamiento en 1919 a derribar los muros y las convenciones sociales que separaban al arte de la vida.

Resulta fácil rastrear los orígenes del empeño totalizador de Gropius: se remontan a sus comienzos como colaborador en el estudio de Peter Behrens en 1908 y al entorno de la asociación Deutscher Werkbund, donde a partir de 1907 se dieron cita creadores, intelectuales, empresarios y políticos comprometidos con el programa de una acción integral que otorgara a la producción industrial alemana el valor añadido de la alta Kultur: una cultura trascendente que dejaba atrás la mera civilización técnica para espiritualizar el trabajo y las mercancías alemanas. El declarado imperialismo del proyecto devino obsoleto tras la derrota de 1918. En cambio, el anhelo de integración se transformó y continuó vigente, adaptado a las nuevas condiciones, en manos de jóvenes creadores que —como el arquitecto Bruno Taut— habían reclamado antes de la guerra una «dictadura de los artistas» y ahora formulaban promesas de redención colectiva mediante un arte de alcance cósmico. Animados por la experiencia rusa, estos creadores concibieron el Consejo de Trabajadores del Arte (Arbeitsrat für Kunst) como una suerte de sóviet de los oficios artísticos, en el que Taut y Gropius asumieron la dirección junto al crítico Adolf Behne. Había llegado el momento de postular el advenimiento de un ‘estado popular libre’ y de recuperar el verdadero arte: aquel que no había sufrido aún el efecto alienante de las convenciones burguesas, la falsedad de los sucedáneos y de la formación académica o la división del trabajo industrial. Junto a Otto Bartning, Gropius reclamó entonces con vehemencia la vuelta a los oficios artesanales y a los talleres de constructores medievales (Bauhütte) que habían creado las grandes catedrales góticas. En ellas se hacía patente la síntesis alcanzada por medio de una voluntad de creación colectiva y transcendente. El arrebato redentor patente en escritos como el manifiesto fundacional de la Bauhaus bebía de fuentes tan diversas como la fraternidad masónica o el socialismo del movimiento inglés Arts & Crafts. Su denominador común residía en aquellos años —y lo seguiría haciendo en el caso de Gropius— en el valor simbólico atribuido al «gran edificio común» como obra de arte integral y supraindividual, que restituiría al pueblo su vida auténtica. Expresado en términos menos arcaicos: a partir de 1919, Gropius entendió que la arquitectura podía y debía ser un arte político capaz de transformar la sociedad.

Gropius continuaría explorando las posibilidades arquitectónicas del utópico «gran edificio común» a lo largo de toda su trayectoria intelectual y profesional. De ella es deudor, por ejemplo, su proyecto para un Teatro Total (1928) que Gropius desarrolló para el dramaturgo Erwin Piscator, el adalid del teatro político en la República de Weimar. Juntos concibieron una «máquina espacial» para la catarsis social por medio de la inmersión en una experiencia estética integral de luz, sonido y movimiento que fundía el teatro, la danza, el cine y la música, que cuestionaba las tradicionales barreras arquitectónicas que separaban a actores y espectadores, ilusión y realidad, arte y vida. Para Gropius, el papel social del arquitecto era similar al de un dramaturgo o un director de orquesta: alguien capaz de sumar facultades e integrar voluntades en pos de un objetivo creativo común. Era la antítesis del arquitecto académico, resignado en su rol subalterno, degradado a mero dibujante sin relevancia alguna en los procesos de transformación social. No sería por el dibujo —una componente artesanal del oficio que Gropius despreciaba abiertamente— por lo que el arquitecto moderno asumiría el papel de un primus inter pares en los procesos discursivos de diseño característicos del team work, el trabajo en equipo necesario para dar respuesta a la creciente complejidad y especialización en las tareas arquitectónicas y urbanísticas.

La recurrencia en el ideario de Gropius de nociones como la de una arquitectura integral cuestionan las habituales periodizaciones que asignan determinados temas a etapas con un principio y un fin claramente definidos: por ejemplo, la arquitectura industrial como una preocupación exclusiva de los tiempos de la Werkbund, la redención social como un tema ligado al expresionismo de la Bauhaus en Weimar o la objetividad funcional como un enfoque propio de los años de Dessau. Contradiciendo tales compartimentos estancos de la historiografía, la lectura de los escritos y las conferencias de Gropius revela una sorprendente constancia de los temas y de sus juicios. También en esto hizo gala de una voluntad de integración rayana en un sincretismo acomodaticio. Por lo general, fue incorporando con el tiempo nuevos argumentos sin descartar las nociones previas, adaptándolas a las condiciones cambiantes. Valga de ejemplo el caso de las referencias orientalistas a las que recurrió desde que en 1907-1908 realizara un iniciático viaje a España, en el transcurso del cual descubrió el gótico mudéjar del castillo de Coca. El argumento orientalista se tornó resentimiento antieuropeo tras la derrota de 1918, sirvió para ilustrar el ideal de las formas geométricas elementales en Dessau y aun en los años 1950 valió para explicar la funcionalidad como núcleo esencial de la arquitectura. La misma recurrencia y los mismos procesos de transformación e integración acompañaron a temas tan dispares como el americanismo o la internacionalidad, la prefabricación de las viviendas o el valor supraindividual de la arquitectura moderna.

El centenario de la Bauhaus vuelve hoy a poner en el foco de nuestro interés la figura de su fundador y cabe preguntarse por la actualidad de las ideas de Gropius. ¿Tenemos hoy razones más pertinentes que la efeméride para leer a Gropius? ¿Y cuál sería modo contemporáneo de hacerlo? Si en 1919 Gropius soñó con restituir el sentido social de la arquitectura en el contexto de un ‘estado popular libre’, hoy los populismos constituyen la principal amenaza de las democracias liberales; si en 1919 confió en reformar la educación artística desde la base artesanal del taller, hoy las escuelas de arquitectura y diseño se apresuran a instalar costosos talleres de fabricación digital; si en 1919 pretendió que la clave de la creatividad se encontraba en una pureza prístina y espontanea anterior a cualquier contaminación académica, desde hace al menos medio siglo preferimos valorar la complejidad cultural de los edificios y artefactos de nuestro entorno sin necesidad de ver en ella un lastre histórico ni mucho menos un impedimento a la creación. La reducción didáctica sigue siendo un instrumento válido para el aprendizaje, pero como concepción del mundo hace tiempo que el ideal pedagógico de la Bauhaus ha quedado obsoleto y constituiría hoy irremediablemente un anacronismo.

Está fuera de discusión que la aportación de Gropius a la construcción intelectual de la modernidad fue fundamental. En sus escritos y conferencias supo plantear muchos de los temas que, pese al profundo cambio de las condiciones y de nuestros juicios, nos siguen ocupando. Pero en nuestra lectura no podemos hoy obviar el denso bagaje crítico que venimos acumulando desde hace décadas. Debemos ser conscientes del contexto en el que surgieron las ideas de Gropius y de los objetivos que persiguió con ellas, para así poder distinguir entre su pertinencia pasada y la actual. Al preguntarnos por su actualidad, debemos ser igualmente conscientes de las periódicas apropiaciones del capital simbólico de la Bauhaus que —con a menudo contradictorios objetivos políticos, culturales o comerciales— jalonaron la historia de su recepción. En definitiva, la presente selección de escritos aspira a divulgar el ideario del fundador de la Bauhaus sin la intención de instrumentalizar o monumentalizar su figura y su legado. En el centenario de la legendaria escuela de entreguerras, no está de más aclarar que la Bauhaus fue mucho más que sólo Gropius, pero también que Gropius —arquitecto integral— quiso ser más que sólo la Bauhaus.

Colonia (Alemania), septiembre de 2018

WALTER GROPIUS

¿QUÉ ES ARQUITECTURA?

ANTOLOGÍA DE ESCRITOS

Joaquín Medina Warmburg (edición)

1908

Observaciones sobre la arquitectura del castillo español de Coca en Segovia1

En su diario español, Gautier opina muy acertadamente que Europa acaba en los Pirineos. Ciertamente, aún hoy se conserva en el fondo de la vida y del sentir de los españoles un carácter moro, y los signos sensibles de su cultura pretérita muestran en gran parte la influencia de los intrusos musulmanes, que durante casi ocho siglos dominaron la historia del país. Los musulmanes se convirtieron en maestros de los españoles en todas las ciencias y las artes, sentando con su inteligente educación la base del imperio global de Carlos V, en el que no se ponía el sol. Su expulsión de la Península Ibérica fue una alocada crueldad de la historia universal, que supuso la decadencia para vencedores y vencidos, pues sus esencias se habían fundido ya inseparablemente.

Los españoles, negados por sí mismos para el arte monumental, pusieron las grandes tareas arquitectónicas –casi sin excepción– en manos del espíritu creador extranjero; supieron trasplantar a su patria a artistas de los países vecinos. Las tendencias artísticas medievales, provenientes de todos lados, se dieron cita aquí. Hoy encontramos obras musulmanas, italianas, francesas, holandesas y alemanas en un variopinto desorden. Los musulmanes conservaron frente a Occidente su vigorosa idiosincrasia. Sólo la irresponsable indiferencia de los modernos españoles explica que, prácticamente en general, el conocimiento de las obras musulmanas en la Península se limite a la Alhambra. Estas obras se encuentran desperdigadas por todo el país, hasta en el norte. Otras obras magníficas de épocas posteriores –creadas para patronos cristianos, extraños testigos de aquella cultura híbrida europeo-oriental– son poco conocidas por la historia del arte.

Una joya de este tiempo es el castillo de Coca en Castilla la Vieja, en los yermos alrededores de Segovia. Al extranjero raramente le es dado verlo, pues el viaje resulta bastante penoso. El tren para sólo de noche en la solitaria estación de Coca. Se camina de madrugada por una miserable carretera con sombríos bosques de pino a ambos lados. En un desfiladero, el camino tuerce fuertemente a la izquierda y se interrumpe súbitamente el arbolado, abriéndose el espacio a una vista que conmociona. Un pesado puente de piedra se recuesta sobre el cauce seco del río Voltoya. Más allá se extiende, yermo y desarbolado, el páramo estéril hasta el horizonte suavemente ondulado. A mano izquierda, junto al río, se elevan bruscamente del suelo las tremendas ruinas de ladrillo del castillo de Coca: una imagen que hace estremecer, como las obras del verdadero gran arte; la obra de un genio cuya voluntad, devenida forma, perdura, reclamando reconocimiento imperiosamente. Aquel genio no nació de rodillas.

El cauce del Voltoya se une pocos pasos río arriba con el Eresma. Su delta constituyó desde antiguo una posición estratégica. Aquí se situaba Cauca, la capital del pueblo ibérico de los vacceos. Los romanos tendieron de río a río una imponente muralla, que se mantuvo a lo largo de los siglos. Sobre su costado occidental descansa el castillo. La planta responde a la disposición típica de un castillo cristiano medieval en Occidente. El cuerpo central contiene el complejo residencial; en una esquina se eleva la colosal torre de vigía. Una ancha franja de almenas recorre perimetralmente el adarve, y hacia el exterior el foso, ancho y profundo, rodea el conjunto. Los cuerpos agregados a las torres les otorgan una impronta centrífuga, un endemoniado impulso hacia el exterior, que pretende amedrentar al enemigo. La fortaleza se erigió para la estirpe de los Fonseca hacia 1400, en la época del Gótico. El desconocido maestro moro vio surgir en los alrededores las iglesias góticas de artistas occidentales. Su genio encontró medios para fundir en una obra los conceptos antagónicos de Oriente y Occidente.

El arte de todo el Oriente se basa en el principio de la Antigüedad; también el arte musulmán creció sobre este suelo. Mientras que la idea de una arquitectura delimitadora de espacios, un arte de lo cóncavo, surgió por vez primera en Occidente, la Antigüedad evitó el efecto de espacios perimetralmente cerrados y entendió la arquitectura desde el concepto de un arte de lo convexo, generador de cuerpos. El empeño por alcanzar grandes efectos con pocos medios determinó una limitación de las dimensiones, reincidiendo en su noción de la arquitectura; es decir, antepuso el efecto de superficies enrasadas, sin sombra, en reconocimiento consciente de un hecho natural: en el ojo humano se proyecta el mundo de los objetos como imagen plana sobre la retina. Por tanto, de acuerdo con su naturaleza óptica, la imagen se corresponde con una superficie plana, no con un cuerpo. Sin esfuerzo alguno, el ojo capta la extensión bidimensional. Pero cuando el plano observado presenta protuberancias y entrantes, surgen sombras de cuerpos tridimensionales. Comienzan así las dificultades para el ojo, que debe suplir el sentido del tacto y recurrir a la experiencia acumulada para juzgar la profundidad del relieve sobre la superficie, para –aprehenderla–. La dificultad crece con la distancia del punto de vista. La arquitectura de la Antigüedad clásica respondía conscientemente a las facultades naturales del ojo cuando ceñía la compleja aprehensión de la tercera dimensión a la forma general del edificio y sus principales vacíos para, por lo demás, desarrollar los efectos arquitectónicos sobre la superficie. Al ojo se le ofrecían planos enrasados sin sombra, articulados no mediante sombras, sino por contrastes cromáticos. Dispuestas en ángulo, varias de estas superficies rasas generaban el gran cuerpo.

De todo esto fue consciente el constructor de Coca y se mantuvo impertérrito frente a las nociones opuestas de los occidentales. Sin embargo, hizo suya la idea gótica de anhelada ascensión, de sublevación contra la ley de la gravedad. Con rigurosa consecuencia, sin dejar lugar a dudas sobre su intención, ejecutó esta idea. Las figuras poligonales de la planta generan en alzado series de rombos verticales, cuyo ritmo aumenta a medida que van ascendiendo. Su finalidad no es la de articular las superficies, al modo de pilastras o resaltes, sino apuntalar la idea del impulso ascensional en vertical, contrarrestando conscientemente la pesantez de la horizontal. Esta impetuosa idea domina victoriosamente la obra completa y le otorga el gran estilo. Cualquier forma parcial responde al mismo objetivo que la totalidad. Nos encontramos únicamente ante estas dos orientaciones contrastadas: la horizontal del material (Antigüedad) y la vertical de las formas arquitectónicas (Occidente, Gótico). Cada capa lastra a la otra, separadas por juntas claras que casi igualan en grosor a los ladrillos. De vez en cuando, una banda horizontal más ancha y plana de enlucido enfatiza la impresión apaisada, la horizontal. Por contra, se evita decididamente la horizontalidad de las sombras, consagrándolas sin excepción a la expresión de un impulso ascensional que yergue violentamente las masas. Aun así se respeta el principio antiguo de las superficies rasas. Debido a la planta poligonal –que provoca sombras propias y no sombras arrojadas–, cada superficie plana muestra en la totalidad de su extensión un tono cromático invariable. Se evitan temerosamente los huecos, pues cuestionarían la deseada impresión de masa. Se trata nuevamente de la concepción antigua de un arte de lo convexo, conformador de cuerpos: la idea de la pirámide egipcia y del templo griego, que reverberan todavía en la vivienda musulmana. En el exterior, las superficies continuas ofrecen apoyo a la mirada; en el interior, sucesiones ininterrumpidas de aperturas hacen de guía hasta un patio central abierto. Aquí la sensación de un espacio cerrado es imposible; se evita escrupulosamente. Cada superficie es diseccionada, horadada, descompuesta en cuerpos de pilar y viga, enmarcando la profundidad. Las limitadas dimensiones del patio garantizan que la mirada pueda abarcar estas profundidades desde cualquier punto. En Coca, el anhelo de paramentos continuos se vio reforzado por el carácter defensivo del castillo. A las escasas interrupciones no se les otorga, decididamente, un valor arquitectónico; están dispuestas aleatoriamente. En el interior, sólo los tristes escombros amontonados permiten intuir la riqueza de las columnatas y de los ajimeces en otros tiempos.

La misma consecuencia en el tratamiento fundamentalmente distinto del exterior y el interior se mantuvo en los detalles. La decoración de los frentes planos se limita a los efectos de contraste cromático. Los ladrillos aplantillados se evitan rigurosamente. La única variación respecto de los ladrillos rectangulares es consecuencia de su corte en segmentos, atendiendo su uso exclusivamente a la expresión de verticalidad. Las bandas blancas y rojas de las hiladas de ladrillos y sus juntas en aparejo irregular crean ya de por sí un fuerte efecto ornamental. Las superficies de mayor importancia se destacan por un aparejo reglado de tipo cambiante. Sólo unos pocos, los que la mirada llega a alcanzar con facilidad, obtienen un delicado ornamento. (Por doquier rige la sabia ley de la restricción en los medios.) Las zonas bajas de las garitas, en forma de pirámides o conos invertidos, están cubiertas de un esgrafiado tricolor: negro, blanco y rojo. Los ornamentos, puramente geométricos, se generan a partir de un patrón sin fin y en el sentido de la Antigüedad clásica: por sustracción de pequeñas manchas oscuras en el enlucido. Estos ornamentos envuelven la totalidad del cuerpo sin borde alguno que lo enmarque, como si se tratara de brocado, otorgándole la apariencia de una superficie curva o quebrada sobre la cual se desliza la mirada sin resistencia alguna.

Pese a ello, las paredes del interior estuvieron en su día recubiertas de un rico estucado escultórico, en claro contraste con las superficies enrasadas. Los techos se disolvían en bóvedas de mocárabes que anulaban de entrada la sensación de espacialidad cóncava. El espíritu de la Antigüedad se salió con la suya.

La delicada suntuosidad de los aposentos se perdió casi por completo, víctima de las guerras y de los elementos. Sólo las masas murales amontonadas resistieron todos los violentos avatares. La yerma desolación acentúa el gesto amenazador y concede un amplio margen a las alas de la fantasía. El forastero se aleja de este lugar profundamente conmovido.

Navidad de 1908.

1910

Sobre la esencia de la distinta voluntad artística en Oriente y Occidente

El concepto de ‘voluntad artística’ [Kunstwollen] fue acuñado por Alois Riegl. Riegl fue el primero en reconocer en la obra de arte el resultado de una voluntad artística determinada y consciente de su finalidad, que se impone en su pugna contra el uso práctico, los materiales y la técnica. En oposición a esta idea se halla la llamada –teoría de Gottfried Semper–, que toma la obra de arte por un producto mecánico de estos tres factores.

La obra de arte consumada depende de la feliz conjunción y del equilibrio entre dos extremos de la voluntad artística humana. Las corrientes artísticas históricas ponen de manifiesto un eterno oscilar entre dos polos: el principio artístico antiguo-oriental y el barroco-indogermánico.2 Al primero obedece el orden sencillamente diferenciado, el que sucede al caos; al segundo, en cambio, corresponde la diferenciación en exceso, la que vuelve a acercarse al caos. En el centro se ubica el equilibrio óptimo, la diferenciación suprema: la Antigüedad griega.

La profunda razón de ser de este dualismo radica en un inmemorial contraste de los instintos raciales, en la distinta sangre. Animados por un intrínseco rechazo a lo subjetivo en la obra de arte, los pueblos antiguo-orientales destacaban intuitivamente lo sensorialmente perceptible, mientras que los pueblos indogermánicos de Occidente consideraban fundamental la empatía individual, la dimensión moral de la obra de arte. Mientras estos últimos otorgan prioridad a la corporeidad tridimensional generadora de sombras –que requiere de capacidad cognitiva subjetiva en mayor grado que el plano–, el oriental evita la tercera dimensión precisamente en pos de mayor evidencia. Que la comprensión de la corporeidad supone realmente un acto subjetivo considerablemente más complejo queda probado por el proceso óptico-fisiológico (sensorial) de la visión.

En el ojo humano se proyecta el mundo de los objetos como una imagen plana sobre la retina. Pero debido a que esta imagen plana –el tal llamado ‘campo visual’– conlleva una representación indeterminadamente limitada, el ojo únicamente es capaz de evaluar las dimensiones reales, pero sobre todo la profundidad y las distancias entre los objetos, sobre la base de conclusiones comparativas; concretamente a partir de las experiencias acumuladas por el sentido del tacto. «El sentido del tacto» –escribe Riegl– «nos da la primera referencia fiable de la existencia de cambios en profundidad, pues la múltiple ramificación de sus órganos permite un control simultáneo en diferentes puntos. Pero ya la percepción de las alteraciones en profundidad sobre la superficie, y definitivamente su cierre en la forma circular plenamente tridimensional,3 exigen recurrir a la capacidad intelectual en mucha mayor medida que en la construcción de la noción del plano a partir de la percepción aislada de estímulos puntuales.»

La sucesión de términos dimensionales es: 0, punto; 1, línea; 2, plano; 3, cuerpo y espacio. Con cada eslabón de esta cadena disminuye la evidencia de la percepción al mismo tiempo que aumentan las exigencias a la capacidad intelectual subjetiva. El objetivo de la noción artística occidental era incrementar las dimensiones; el de la oriental, en cambio, reducirlas.

A eso se debe que la idea de una arquitectura contenedora de espacios, una estética de lo cóncavo, surgiera en Occidente y dominase la arquitectura occidental (la concavidad continua, la esfera inscrita del Panteón, constituye el ideal del problema espacial occidental), mientras que el arte oriental antiguo identificaba la arquitectura con la noción de un arte de lo convexo, creador de cuerpos (la masa plenamente corpórea de la pirámide egipcia es una protesta formal contra el espacio vacío), que evitaba los efectos de los espacios circunscritos y cerrados, aislados del infinito espacio cósmico. Esto no conlleva ni mucho menos una negación de la noción de espacio, pues ésta define desde siempre la esencia de la arquitectura, cuyos efectos rítmicos van ligados a límites espaciales. La diferencia radica en el tipo de efecto espacial: el arquitecto occidental lo alcanza con el vacío circunscrito, de medidas cúbicas, con el cual el individuo establece una relación subjetiva; el oriental, mediante la delimitación parcial de un espacio ideal, inconmensurable, que conserva su conexión con el infinito espacio exterior (la creación de patios). Pero en su instintivo recelo del espacio, el arquitecto oriental enfatiza siempre el cuerpo individual palpablemente impenetrable, el objeto allende su yo, y se muestra así fiel a su noción concretamente corpórea, incluso frente a las necesidades espaciales más prácticas, que favorecen el sentir arquitectónico de Occidente.

La ausencia de espacios aislados en el arte monumental oriental no se debe, por tanto, a un primitivo desconocimiento técnico (existen bóvedas egipcias), sino que fue la consecuencia necesaria de aquella consciente voluntad artística orientada a una aprehensión sensible. Y es que la percepción visual del cuerpo material plantea menos exigencias a la capacidad intelectual subjetiva que la de cuerpos espaciales negativos, cuyos planos delimitadores sólo están parcialmente incluidos en el campo visual, lo que hace necesario que la ilusión asista a la percepción sensorial (supliendo los demás planos situados fuera del campo visual). Esta ilusión es rehuida escrupulosamente por el sentir artístico oriental antiguo al articular los planos que delimitan el espacio interior (patio) mediante pilares y vigas corpóreas, cuya correcta percepción visual queda garantizada desde cualquier punto gracias a las reducidas dimensiones del espacio (patio). Este organismo interior del edificio se mantiene oculto desde el exterior, pues debe conservar tanto en la totalidad como en sus partes el carácter material de un cuerpo unitario aprehensible con una mirada, delimitado por planos rasos que despiertan la impresión de masa.4 Las perforaciones denotarían inmediatamente el muro, que surge a consecuencia del espacio vacío. De ahí que, aparte de esta gran forma principal tridimensional, los efectos arquitectónicos tengan lugar únicamente sobre el plano. En lugar de sombras arrojadas, los frentes se articulan mediante contrastes cromáticos, que tienen el mismo significado ornamental que la imagen proyectada de un plano de fachada sombrío y rugoso. Tal articulación plástica tridimensional complicaría en cambio la aprehensión óptica de los grandes cuerpos individuales, y los elementos plásticos de la fachada dejarían de ser ópticamente evidentes debido a la indeterminación de los límites dimensionales de la imagen en el campo de visión, a medida que se incrementa la distancia y disminuye la nitidez.5 En cambio, el efecto de silueta de la forma principal permanece ópticamente determinado, con independencia de la distancia, hasta abandonar el campo visual. También las relaciones rítmicas de los cuerpos respecto de otras edificaciones aisladas de su entorno (urbanismo) guardan regularidad constante con independencia de la distancia del punto de vista, al igual que los elementos arquitectónicos individuales del interior del edificio en su relación recíproca.

Por esas mismas razones, el oriental conserva la monocorporeidad de los elementos arquitectónicos y evita las penetraciones de cuerpos. Mientras el Renacimiento articulaba sus frentes, por ejemplo, adosando columnas de media caña (ilusión de penetración), es decir, añadiendo nuevo material, la Antigüedad alcanzaba sus efectos eliminando partes del cuerpo, por ejemplo, mediante hendiduras y estrías, con lo que se conservaba la unidad del conjunto. Todos los movimientos arquitectónicos del cuerpo se desarrollan sobre el ‘plano táctil’: con el plano (ornamento) en una línea táctil. Todo el secreto de los efectos cerrados se basa en esta ‘ley de la envolvente’, como yo la llamo.

La polaridad Oriente-Occidente de la ‘ley de la envolvente’ formulada por Gropius en 1910.

De este modo, los mismos conceptos arquitectónicos son tan válidos para el ritmo negro y blanco de un ornamento, como para el ritmo de cuerpos llenos y vacíos en un edificio. La diferencia radica en su potencia, ya que la tridimensionalidad puede descomponerse en infinitas proyecciones planas. (¡El modo en que dibuja [Auguste] Rodin!)

Se debe nuevamente a la naturaleza del ojo el hecho de que los recortes de campos vacíos en el aire (imagen: encuadre, segunda dimensión), que no tienen corporeidad convexa tridimensional, se perciban más rápida y fácilmente que aquellos cuerpos que constituyen su encuadre, pues su apreciación requiere de la experiencia del sentido del tacto. La profundidad ilimitada de los recortes en el aire hace que al ojo le parezcan planos. De igual modo, de una silueta (en la arquitectura) se percibe primero la superficie más clara, pues las proyecciones más claras de la superficie producen, debido a la mayor intensidad lumínica, un estímulo más fuerte de la retina, que se comunica con el cerebro. Cada superficie plana tiene su intensidad lumínica específica: el blanco refleja, el negro absorbe. La proyección se basa, sin embargo, en la irradiación de luz. Por tanto, un punto negro se percibe sólo gracias a la claridad de las partes circundantes; la retina telegrafía al cerebro el hueco en el campo de proyección. En este hecho se basa la ornamentación de la Antigüedad. Se le da prioridad a la contraforma clara frente a la forma oscura del fondo. La solución consumada se halla en la ponderación armónica de estos dos elementos de contraste (acción y reacción).

El mismo fenómeno condiciona la imagen de un grupo arquitectónico. El ojo percibe como positiva la forma más clara y tan sólo como indirectamente negativa su interrupción, a saber: las formas más oscuras de los cuerpos proyectados. Cuanto más alejado esté el punto de vista del observador, tanto más se reducirá la importancia de la tercera dimensión. Los cuerpos se funden en una silueta de igual tonalidad. La disposición de los cuerpos resulta irrelevante para la silueta individual. Sólo la solución satisfactoria de las siluetas de todos los lados incluye necesariamente también el equilibrio armonioso en la tercera dimensión.

Justamente en el urbanismo moderno la cuestión de la silueta es relevante como exigencia primordial de la estética. No debe considerarse una utopía que de esto se desprenda una concepción arquitectónica moderna, pues, debido a la creciente velocidad de los medios de transporte y de la visión, el ojo ha de conformarse con la percepción superficial, y de este modo se verá abocado por sí mismo a las impresiones sensoriales más simples (retardar de la dimensión). Así pues, parece cierto que nos alejamos del polo artístico barroco y nos desplazamos hacia el de la Antigüedad.

1910

Programa para la constitución de una sociedad limitada para la construcción de casas sobre una base artística unitaria6

Idea fundamental de la empresa

La sociedad que se habría de constituir tendría como objetivo la industrialización de la construcción de casas, a los efectos de que ésta se beneficie de las incontestables ventajas de la producción industrial: la mejor calidad de las materias primas y del trabajo, así como un precio asequible.

Deficiencias en la construcción actual

En las últimas décadas, por obra de los especuladores y del empresariado de la edificación, la construcción de casas ha degenerado de tal manera –tanto en cuanto al gusto como a la solidez– que el público padece consciente o inconscientemente bajo estas circunstancias. Para cualquiera que haya conservado cierta sensibilidad para lo noble, resulta insoportable la apariencia de confort, ciertamente charlatana y puramente exterior, a la que los empresarios aspiran en sus construcciones con fines publicitarios, pero en detrimento de la calidad de los materiales, del trabajo esmerado y de la simplicidad. Lo sobrecargado y el falso romanticismo, en lugar de unas buenas proporciones y la simplicidad práctica, se han convertido justamente en la tendencia de la época.

La razón de estas deficiencias se divisa en el hecho de que el público está en cualquier caso en desventaja, ya sea que construya con el empresario o con el arquitecto. Con razón están mal vistos los empresarios, ya que sin escrúpulos y para ahorrar gastos precipitan los proyectos. Al mismo tiempo, para elevar su beneficio neto, ahorran hasta el extremo –en perjuicio del cliente– en todo lo relativo a los materiales y a los sueldos de los trabajadores. Por el contrario, el arquitecto –que sólo dibuja planos– procura en provecho propio elevar todo lo posible los costes de construcción, dado que sus honorarios dependen del monto total final de la obra. En ambos casos, el perjudicado es el propietario. Para éste, lo ideal son los artistas, que sacrifican todo a su propósito artístico y con ello se perjudican a sí mismos económicamente.

Remedios

Estos puntos muestran con toda evidencia la situación malsana del conjunto de la construcción actual. Justamente las empresas con mano de obra artesanal –y a éstas pertenecen aún en parte los oficios de la construcción– ya no soportan más la competencia de la industria. Mientras que los gastos para la invención y el diseño del tipo ideal no desempeñan sino un papel insignificante, ya no es rentable de ningún modo el ejemplar único, en comparación con el volumen de ventas que trae aparejada la comercialización múltiple.

En la industria se cumple el principio de la división del trabajo, según el cual el inventor dirige el conjunto de su energía espiritual hacia la viabilidad de la idea, de la invención, al tiempo que el fabricante la dirige hacia la producción asequible y sólida, y el comerciante hacia la entrega organizada de las mercancías terminadas. Sólo así –con la ayuda de fuerzas de trabajo especializadas– se alcanza lo esencial, a saber: el hecho de poder explotar económicamente la invención espiritual, al mismo tiempo que se proporciona al público buena calidad en los terrenos artístico y técnico.

Para la construcción de casas es posible extraer las mismas consecuencias. En parte, ya se ha avanzado hacia la producción industrial. Pero los tipos creados por los empresarios por motivos puramente económicos están insuficientemente desarrollados y son malos en su aspecto artístico y técnico; por ello son inferiores en calidad respecto de los componentes producidos de modo artesanal. Con todo, está establecido que el trabajo manual es demasiado caro, y por ello las empresas han intentado primero, en la medida de lo posible, descartarlo, ya que para ellas se trata de producir de la manera más barata. La sociedad que proponemos quiere responder a esta realidad y unificar por medio de la idea de la industrialización el trabajo artístico del arquitecto con el económico del empresario. Esto traería una mejora de las condiciones, y justamente en el terreno artístico las ventajas serían espectaculares. Mientras que hasta ahora el arquitecto empleado depende más o menos del personal cualificado, sin poder responder personalmente por todos los detalles de sus diseños, los proyectos de esta sociedad y sus diseños para cada uno de los componentes serán estudiados a fondo por la dirección artística, hasta el último detalle, en un lento y cuidadoso trabajo, antes de ser considerados aptos para la ejecución (pues ahora son relevantes esos gastos). De este modo, el arte y la técnica serán conducidos a una feliz unificación y se ofrecerá a un público amplio la posibilidad de llegar a poseer un arte de calidad y verdaderamente maduro y unas mercancías sólidas y nobles.

La unidad artística como condición previa para el ‘estilo’

Si la elaboración cuidadosa de los detalles beneficia ya a la casa individual, este principio se basa, sin embargo, en una reflexión cultural más profunda, a saber: la noción del –estilo de la época–.

La hoy habitual construcción de residencias unifamiliares, que aspira expresamente al ejemplar único –es decir, a lo contrario que la industria moderna–, no conseguirá hacer mediante este procedimiento anticuado (basado en la idea de la producción artesanal) una construcción de viviendas característica de su época, a no ser que reconsidere la idea moderna de la industria. Por afán de ­singularidad y diferenciación respecto del vecino, se renuncia a la uniformidad estilística y se busca siempre lo nuevo, en lugar del modelo probado. El ejemplo de todos los estilos muestra que éstos siempre parten de una misma base formal y que se dan variaciones sólo en el caso particular.

No cabe esperar una convención –en el mejor sentido de la palabra–lograda a partir de la acentuación de la individualidad de cada caso particular, sino justamente a través de una conjunción, a través de las repeticiones rítmicas, alcanzada mediante la unidad de formas recurrentes una vez dadas por buenas. Después de un triste interregno, también nuestra época vuelve a buscar un estilo propio que honre las tradiciones y se enfrente al falso romanticismo. Objetividad y solidez vuelven a ganar terreno.

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