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Akal / Universitaria / 359 / Serie Interdisciplinar

Remedios Sánchez García

Así que pasen treinta años…

Historia interna de la poesía española contemporánea (1950-2017)

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Así que pasen treinta años… Historia interna de la poesía española (1950-2017) es un ensayo que analiza el devenir de la poesía española desde 1950 hasta 2017, escrito desde la conciencia de que la literatura es fruto de los condicionantes histórico-ideológicos de cada época y de la sociedad que la produce. Aquí se recoge la historia de los vencedores, parafraseando a Bloom, pero –y por una vez– también la de los vencidos, porque entre todos han ido edificando y modificando lo que hoy entendemos por poesía. Desde sus páginas se ofrece al lector una panorámica de conjunto, un recorrido ágil y dinámico por las diferentes épocas, estéticas y tendencias que han ido construyendo un «estado de poesía» determinado en la España de los últimos setenta años, partiendo de la definición del concepto de canon, de su evolución y desplazamiento significativo a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, y tomando en consideración el valor clasificatorio que, desde el punto de vista histórico-sociológico y artístico, siguen teniendo las generaciones y promociones literarias.

Remedios Sánchez (Barcelona, 1975) es profesora titular del Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura de la Universidad de Granada. Entre sus últimos libros destacan Juan Valera en la encrucijada (2013), Humanismo Solidario. Poesía y compromiso en la sociedad contemporánea (2014), El canon abierto. Última poesía en español (2015) y Nuevas poéticas y redes sociales (coord., 2018). En Akal contamos con el libro coordinado en 2016, Palabra heredada en el tiempo. Tendencias y estéticas en la poesía española contemporánea (1980-2015).

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RAG

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© Remedios Sánchez García, 2018

© Ediciones Akal, S. A., 2018

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4713-1

PRESENTACIÓN

Escribía Juan Carlos Rodríguez en su imprescindible Teoría e historia de la producción ideológica algo que es una de las claves de este libro: la literatura no ha existido siempre y el discurso literario es fruto de los condicionantes ideológicos de cada época. Esa verdad incuestionable, casi axiomática para quien esto escribe, convierte a la poesía en una herramienta más de perpetuación o fortalecimiento de una determinada ideología, a favor o en contra del poder dominante. La literatura es la expresión de la identidad personal, sí, pero esa identidad personal está claramente marcada por su permanencia a un grupo, a una generación histórico-sociológica, a una estética y a un modo de pensamiento que siempre acaba por confrontar con el de otros. Porque cada cual recibe su valor por oposición al otro y esto no es malo ni bueno. Es, simplemente, la realidad.

Mientras que en la novelística española lo que se juega es el capital económico, en la poesía lo que el autor recibe es otro tipo de capital, otro tipo de beneficio, como es el prestigio social, el poder dentro de la comunidad letrada. En novela, la tarta es grande y hay para repartir, tanto lectores como beneficios pecuniarios. En poesía no: la tarta es escasa y todos los grupos quieren el trozo más grande del pastel y, a ser posible, la guinda. Y de eso precisamente trata este libro: de cómo se ha desarrollado el poder poético en la poesía española a partir de 1939, cuando el país se queda casi como un erial con Federico fusilado, Antonio Machado muerto en Colliure, y tantos otros, como Juan Ramón Jiménez o casi toda la Generación del 27, exiliados. Pocos se quedaron para (re)construir los nuevos modelos literarios para el porvenir, para buscar nuevos caminos, en un país sumergido en una dictadura brutal, en el que estaba todo por hacer, también en lo literario. Pero para poder hablar con propiedad del proceso literario español, de sus estéticas y tendencias, hay que empezar por el principio: definir qué entendemos por canon literario y cómo ha ido evolucionando el concepto, por un lado; y, por otro, cuáles son nuestras razones para reafirmarnos en la idea de la trascendencia de las generaciones literarias y las promociones que las conforman.

Una vez aclarados estos puntos capitales, hablaremos de estéticas, de grupos, de razones que propician el dominio de unas tendencias frente a otras y de por qué la crítica ha ido perdiendo su lugar, su credibilidad, su rigor como género serio. Esta idea última no es mía. Es de Walter Benjamin, pero tiene plena vigencia para entender cómo la interpretación literaria se ha plegado a la ideología o ha intentado pervertir el orden de valores (Bourdieu), hasta hacer patente que muchas veces la tarea del crítico se ha concretado en hacer literatura de la literatura, ora en reseñas, ora en ensayos más o menos extensos. Y, de paso, ocultar a aquellos autores cuya estética (poética o ideológica manifestada en el texto artístico, tanto da) no respondía a sus esquemas de lo que es / no es literatura.

Ello, claro, ha hecho ver la debilidad de la crítica, que, dicho sea de paso, nunca fue pensada para funcionar como una ciencia exacta y que la ejercen personas con conocimiento del hecho literario, pero igualmente con una ideología propia y unos intereses no siempre legítimos, aunque sí legitimadores. Por eso, como hay que nombrarlo todo, muy en la línea de lo que decía la poeta (¡tan olvidada hoy!) Elena Martín Vivaldi, hemos escrito este ensayo que pretende hacer un recorrido por la poesía española en sentido plural, como un diamante que se mira desde todas sus aristas, para dar a conocer en un solo volumen, accesible y comprensible por un público general, qué ha venido ocurriendo en nuestra poesía. A lo largo de las páginas que siguen vamos a mostrar también que quienes han sido los protagonistas principales del devenir literario han participado activamente, desde los años cincuenta, en la eterna dinámica de confrontación estético-ideológica que oscila entre la poesía clara que pretende una transformación social escribiendo con un lenguaje comprensible para un público mayoritario y los autores que defienden un modelo poético que indague en los límites del lenguaje; es decir, entre el compromiso con la sociedad (la poesía es un arma cargada de futuro escribía Celaya) o la poesía como fórmula de autoconocimiento que escudriña los límites del lenguaje en ese camino hacia el yo profundo (caso de Valente y la Poética del Silencio). Porque en España no han existido otras vías fuera de esto, salvo –acaso– el culturalismo minoritario, que tiene más de estético que de fondo discursivo, si exceptuamos el caso singular de Antonio Carvajal.

Luego, pasado el espejismo novísimo, llegaron los años ochenta y la confrontación pasó a ser un campo de batalla ideológico-estético, más que entre poesía figurativa (que tenía su epicentro en la Poesía de la Experiencia, heredera de La Otra Sentimentalidad, con Luis García Montero a la cabeza) y poesía oscura (los herederos de Valente y la Estética de la Retracción), entre lo que algunos entendían como la uniformidad poética experiencial preponderante, que tenía el apoyo mayoritario del lector frente al resto de estéticas figurativas; y, enfrente, todos los demás (esencialmente la poliédrica y beligerante Poesía de la Diferencia y colectivos como Alicia Bajo Cero o Voces del Extremo).

Sin embargo, ya en los noventa deja de tener sentido este dualismo, porque los nuevos poetas buscan reinventarse de nuevo, encontrar su identidad ahondando también en su conocimiento de otras literaturas y otras tradiciones. Los senderos entonces se bifurcan borgianamente porque las circunstancias obligaban a reformular nuevamente –sin perder de vista la tradición española– el modo de construcción del poema, tanto en el fondo como en la forma.

Tal vez porque esta es la promoción que, lo mismo que «La Otra Sentimentalidad» en el año 1983, propicia un cambio en los noventa, se esperaba que sus herederos, la llamada «Generación 2000», creasen una suerte de revolución. Una revolución que nunca llegó, porque transitamos nuevamente en esta dialéctica de la poesía entendible como compromiso social y la poesía como herramienta de deconstrucción que habita en los límites del lenguaje. Es decir, como en los últimos cinco siglos, pero adaptado a este tiempo, porque la literatura es hija de la sociedad que la produce. Ideológica y estéticamente, ya lo hemos dicho.

Quien busque aquí una laudatio o una defensa de quienes han dominado la escena poética en cada momento (también en la poesía hay mucho de teatralización) se equivoca de libro. La intencionalidad última es mostrar todo, o todo lo que ha provocado cambios y movimientos relevantes, lógicamente, sin convertirlo en una guía telefónica ni en el quién es quién en la poesía española. Utilizando palabras del poeta del pueblo que fue Sabines, «no quiero convencer a nadie de nada. Tratar de convencer a otra persona es indecoroso, es atentar contra su libertad de pensar o creer o de hacer lo que le dé la gana. Yo quiero solo enseñar, dar a conocer, mostrar, no demostrar. Que cada uno llegue a la verdad por sus propios pasos». Aquí están los datos, la información comprimida que cada cual puede ampliar en la extensa bibliografía que se aporta.

En poesía, como en el resto de disciplinas artísticas, la verdad no es única, es tan heterogénea como las estéticas o los autores que ciertos eruditos, con voluntad de manipular al lector en cada periodo, se han apresurado a ignorar. Como ejemplo, valga el desprecio necesario que hace Castellet, el crítico más poderoso de la posguerra, excluyendo a Juan Ramón Jiménez en sus Veinte años de poesía española (1939-1959). Era marketing, claro, y tal desdén cumplió su función ideológica de evidenciar el cambio y que «lo nuevo» no iba por los senderos juanramonianos, a pesar del Premio Nobel recibido por el poeta de Moguer en 1956. Como podrá advertirse, con esta obra estamos a otra cosa bien alejada del marketing. Partimos de la necesidad de dar mayor elegancia a nuestra tarea como estudiosos de la poesía y como docentes, ayudar a recobrar el prestigio del género crítico como fórmula para explicar cómo se construye una Historia Literaria desde la mayor objetividad posible. Del centro a los márgenes, porque tanta importancia tiene una cosa como la otra. La única herramienta válida que tenemos para tantear la verdad en plural de nuestra riquísima tradición poética es contar lo que ha pasado desde 1939 hasta ahora sin obviar nada relevante, sin falsificar a nuestro gusto la historia literaria para que responda a un resultado predeterminado. Esas fórmulas no tienen ya sentido, porque cualquier lector puede contrastar diversas referencias de cualquier tema a golpe de clic en esta sociedad digital que ya no oculta que se rige por las condiciones del mercado. Tampoco es algo nuevo: el mercado siempre ha estado de fondo, pero la poesía, como género para minorías, se veía menos afectado que, pongamos por caso, la novela. La poesía estaba a otra cosa: a las guerras intestinas para situarse determinados grupos contra otros, en posiciones de hegemonía. A situar un discurso como dominante frente a los demás posibles. Pero hasta en esto las condiciones han cambiado.

En las siguientes páginas pretendemos allanar el camino a los lectores interesados, reconstruyendo sesenta y siete años de literatura española de manera concisa para que luego cada cual pueda por su cuenta profundizar en el autor, estética, promoción o generación que más le interese. Es la historia de los vencedores, parafraseando a Bloom, pero también de los vencidos, porque entre todos han ido edificando y modificando lo que hoy entendemos por poesía. Y a todos se lo debemos. Explicar lo que ha venido sucediendo y de qué manera ha venido sucediendo (naturalmente, nada es casual), acudiendo a las fuentes, a los investigadores que lo documentaron en su tiempo y a la interpretación posterior para que ahora mismo, en este momento histórico concreto y complejo, la república literaria poética sea exactamente lo que es y no siempre lo que se pretende hacer ver a quien no tiene toda la información. Somos los herederos de una tradición riquísima en la creación y en la crítica y nuestra obligación es vigilar el presente, porque en él se fundará el futuro; recuperar las voces silenciadas del pasado para darles su legítimo lugar sin relegar a quienes han mantenido encendida la llama de la poesía en los intereses de quienes compran y leen el género; y proteger con el esfuerzo colectivo la que es una de las tradiciones literarias más ricas y valiosas del mundo. De eso sí trata este libro. De ofrecer una panorámica de conjunto que trascienda las intrahistorias interesadas y parciales de la poesía; en definitiva, de participar en el necesario proceso de cambio del modelo crítico para que cada persona que haya hecho una aportación valiosa, un poemario relevante durante este periodo, tenga su espacio y su reconocimiento, para que no se olvide nada, para que se haga justicia. Aunque sea solamente poética.

Remedios Sánchez

I

EL CONCEPTO DE CANON EN LA POESÍA CONTEMPORÁNEA

Aunque está claro que resulta bastante difícil desvincular el concepto de canon literario del de gusto estético que condiciona un momento histórico determinado, procede, antes de nada, tratar de situarnos, someramente, en lo que entendemos hoy por canon en literatura y cómo se ha ido construyendo en los últimos decenios.

Seguramente, un punto de partida en el que todos estamos de acuerdo es que tiene que haber algún mecanismo de selección de textos dentro del corpus estético tan amplio y heterogéneo de cada época. Esas obras, si sobreviven una vez que han pasado por el tamiz balsámico que es el tiempo, y siguen suscitando el entusiasmo del público lector, acaban por conformar una suerte de selección representativa de la estética de un momento literario. Porque, como asevera Pozuelo Yvancos, «los valores estéticos son cambiantes, movedizos, y fluctúan en función del periodo histórico en el que nos encontremos» (1996: 4). Esto si lo miramos con perspectiva histórica, pero también con algo de ingenuidad –intencionada, claro–, porque la historia de la literatura, con mayúsculas, o de cualquier cosa la escriben los vencedores. Y también hay vencedores y vencidos en poesía, que nadie se llame a engaño.

Y, fundándonos en esta idea de que hay un canon que eligen para perdurar los teóricos estudiosos de los vencedores, si lo planteamos desde un enfoque puramente epistemológico, ¿quiénes son las personas, esos sabios, que determinan lo que debe conformar o no el canon? ¿Quién marca lo que no debe perderse, lo que hay que preservar contra viento y marea? Y, dando un paso más, ¿atendiendo a qué criterios se ha venido haciendo?

Hasta ahora, un grupo muy selecto de cultos bibliófilos de cada época ejercían como los dueños del «capital cultural» al ser «poseedores de la nobleza cultural» de la que hablaba Bourdieu (1998: 23) y, por lo tanto, capaces de conocer la inmensidad de la literatura de una lengua, o de un país (que en el ámbito del español, aunque a veces se nos olvida, no son la misma cosa) han construido, cada uno desde su singularidad y su percepción, un proyecto de canon. O, en palabras de Fokkema, «un canon de literatura puede ser definido a grandes trazos como una selección de textos bien conocidos y prestigiosos, que son usados en la educación y que sirven de marco de referencia en el criticismo literario» (1993: 26), pero siempre teniendo en cuenta que «cualquier modelo histórico formado por dichos poemas y libros resulta aún más relativo» (Debicki, 1997: 8), especialmente si no ha transcurrido el tiempo suficiente para tener una idea clara de hasta qué punto se ha perpetuado una determinada tendencia o estética.

No hay que olvidar a Juan Carlos Rodríguez, en su planteamiento de la Norma que marca el canon entendido como «capital cultural» bourdieano:

Quiero decir: hay que tener en cuenta la posible parálisis o la inmovilidad congeladora de la Norma o el Campo literario en que nos movemos. Matizando los términos, convendría precisar acaso que la Norma se plantea desde lo que hemos llamado radical historicidad del inconsciente ideológico; Bourdieu (de forma paralela a Deleuze) establece la noción de Campo literario, por un lado, a partir de las diferencias sociales del gusto estético, lo que él llama la distinción; y a la vez con la necesidad de incidir en el hecho de que es la propia Norma o el propio Campo quien define lo que es o no es literatura –o buena y mala literatura–. De todos modos creo que aún queda por señalar un último matiz significativo: la valorización (del autor, del texto, del lector, en un sentido similar al que Marx utilizaba para hablar de la valorización de la producción / reproducción). Pues de hecho sin valorización productiva no hay reproducción posible de ningún tipo de discursos. Así podemos considerar a la valorización como el verdadero espacio donde se realizan las variantes ideológicas de la Norma o como el sismógrafo de las variantes sociales del Campo (2002: 56).

Claro, eso de valorar / desvalorizar, legitimar / deslegitimar a un autor es un problema serio, precisamente porque vamos a chocar con los cambios de la ideología y del mercado literario. Escribe José Carlos Mainer que, «en la literatura, casi todo es contienda, porque siempre está de fondo la constitución de un mercado literario y la pugna de las hegemonías» (1998: 11). Efectivamente. Si de verdad se pretende preservar y mantener lo mejor de cada momento, hay que tomar conciencia de que conviene sobrevolar –como críticos– la ideología hegemónica; porque, por ejemplo, Góngora, uno de los pilares barrocos, ha sido un autor ignorado por el canon durante tres siglos, hasta que los poetas de la Generación del 27 lo recuperan con el archiconocido acto de Sevilla y le dan un vuelco a «la tabla de valores» (volvemos a Bourdieu, 1998: 165); lo mismo que sucedió con muchos de los propios autores del 27, olvidados durante demasiado tiempo. No vale solo jugar con las cartas marcadas que implica seleccionar lo que manda una ideología, un grupo de poder de un momento histórico concreto (volvemos a la radical historicidad de la literatura)[1], para ganarse el respeto de los críticos mayores y de los que han venido marcando las pautas en los últimos decenios.

O sea, que tenemos dos variables que se vienen aplicando sistemáticamente, las cuales conviene analizar: la primera, el gusto[2] del antólogo, que con demasiada frecuencia condiciona la selección de escritores, a veces por convicción teórica y otras por amistades y enemistades; y la segunda la ideología específica de ese momento concreto, que marca qué autores son los adecuados –y cuáles no– para «representar» en el porvenir literario dicho momento concreto. Pero no hay que olvidar otra cuestión –no baladí– que a veces se nos olvida: si debe incluirse en ese canon restringido hasta ahora (salvo en su pomposa denominación de «canon occidental») a representantes de las corrientes minoritarias. Es decir, si para construir ese canon de lo principal tomamos en consideración (o no) los estudios feministas que cuestionan que la selección hecha hasta ahora resulte radicalmente patriarcal, los estudios multiculturales o neohistoricistas, etc. del nuevo mundo en el que nos encontramos, más globalizado y con un nuevo concepto de cultura; al que, como investigadores y estudiosos, entiendo con Gonzalo Navajas (2006) que debemos responder procurando «describir las interferencias entre lenguas, literaturas y culturas» (Iglesias Santos, 1994: 327).

Algo de lo que se ocupa también, en la parte de la multiculturalidad y la defensa de la literatura tradicional afroamericana (pero que puede ser aplicable a otras literaturas nacionales o regionales), por ejemplo, H. L. Gates; interesa que tengamos en cuenta a qué momento se refiere Gates: «Cuando los críticos eran hombres blancos y cuando las mujeres y las personas de color no tenían voz, eran sirvientes y trabajadores sin rostro que preparaban el té y llenaban las copas de brandy en las dependencias de los clubes de la gente de orden» (Sullà, 1998: 161-162). A partir de ahí, este prestigioso investigador define el canon como «el cuaderno de lugares comunes de nuestra cultura común, donde copiamos los textos y títulos que deseamos recordar, que tuvieron algún significado especial para nosotros» (recogido igualmente en la valiosísima obra de Sullà, 1998: 165-166). Por no referirnos a las propuestas de Lilian S. Robinson y su idea de re-visitar el canon tradicional y sus valores intrínsecos con la idea de crear un contra-canon femenino atendiendo a su «creencia de que criterios “puramente” literarios, como los que se han empleado para identificar a las mejores obras americanas, han mostrado inevitablemente predisposiciones a lo masculino» (en Sullà, 1998: 124).

Esto es, todo lo que Harold Bloom, el autor de El canon occidental, ha venido denominando «La Escuela del Resentimiento», como si estuviésemos hablando de una venganza organizada contra la tradición. Resumiendo, y volviendo a Pozuelo, «mucha ira y poco estudio» (1996: 3) es lo que hemos tenido hasta ahora, salvo en un punto de encuentro, como es que, para edificar un canon, resulta esencial el encuentro, la complicidad que se produce entre autor y lector mediante el texto literario que funciona como nexo. No vamos a entrar, claro está, en las luchas de egos, porque cada vez que alguien ha sacado un libro o antología con su interpretación del canon de ese momento no ha tardado un colega en sacar a la luz, como respuesta, un contra-canon de su cosecha (teóricamente –y solo teóricamente– más objetivo), o un canon revisado que revelaba sus filias y fobias, o… así hasta el infinito.

Tal vez una definición de partida podría ser la del citado Enric Sullà, que considera el canon como «una lista o elenco de obras consideradas valiosas y dignas por ello de ser estudiadas y comentadas» (1998: 12). Pero, entonces, a las dificultades para concretar el quién elige, que ya teníamos, se suma otra, y no precisamente baladí: ¿de qué manera se aprecia si una obra es valiosa o digna? El planteamiento, que es de Mignolo, está justificado: «Preguntas como quién decide por quién, y por qué debería leerse un grupo de textos determinado, tomarán el lugar de preguntas como qué se debería leer» (1991: 256)[3]. Con eso, volvemos a la pregunta originaria: lo decide el crítico, el antólogo, el estudioso, pero el criterio selectivo (o a veces la ausencia de él, que convierte las antologías en antojo-logías) sigue siendo el inconveniente.

Porque el canon, nos pongamos como nos pongamos, en el siglo XXI resulta absolutamente imposible sin acuerdo, habida cuenta de que el corpus literario cada vez es más amplio, pero no inabarcable si los estudiosos trabajan en equipo y sin la ira a la que antes aludíamos. Seguramente, estamos ante una entelequia, pero al menos convendría intentarlo, siendo conscientes de que, por mucho que la originalidad sea fundamental para formar parte del canon («Toda poderosa originalidad literaria se convierte en canónica» [Bloom, 1994: 35]), también la ideología lo va a condicionar (J. C. Rodríguez, 1999) y a dificultar su objetividad selectiva atendiendo a criterios puramente artísticos que, no nos llevemos a engaño, tampoco son totalmente imparciales.

Lógicamente (y esto es lo que criticaba Bloom, lo que él considera altamente perjudicial), a los criterios estéticos se suman ahora criterios éticos vinculados al deseo de contentar a supuestas literaturas que pivotan en torno al género, la raza, etc., las cuales condicionan demasiado la construcción del canon, según su criterio. Es decir, la tan manida cuestión de la estética (la Musa, en su opinión, «siempre toma partido por la elite» [1994: 44]) frente a la ética, asociada en bastantes ocasiones a lo políticamente correcto y a que nadie debe quedarse fuera del canon, excluido por la ausencia de valores estéticos si pertenece a un grupo minoritario. Supone esta idea el paso al canon total y eso sí que es una entelequia absoluta, porque entonces no es canon, sino enciclopedia o compendio. Tal vez habría un justo punto intermedio, que es donde deberíamos trabajar los críticos contemporáneos.

Es natural. De manera individual, no somos siempre neutrales en nuestros dictámenes porque los investigadores de la literatura no somos científicos strictu sensu, y nuestros elementos de trabajo, el texto y los escritores, son fruto de una sociedad y sus condicionantes. No tratamos matemáticas. Somos estudiosos que amamos la literatura y la trabajamos desde el ámbito académico atendiendo al marco cultural en que se desarrolla esa literatura; dentro de un mundo globalizado donde los estudios postcoloniales tienen gran relevancia y donde los avances electrónicos son la clave para difundir las obras y ampliar el mercado. Porque, nos guste o no, la literatura es una realidad polisistémica (lo aclara Even-Zohar, 1999) y –cada vez más– un mercado multimedia, un producto de consumo fruto de una realidad ideológica plural que, una vez terminado por el autor, el mercado (con todos los condicionantes que ello implica) acerca a un lector capaz de interpretar el texto a partir de su percepción del mundo, normalmente con un código social común entre ambos, si hablamos de la literatura contemporánea. El hecho literario crea un mundo compartido, dice Luis García Montero (2014: 14).

En este inicio del siglo XXI hay una literatura ya asentada, obra de los autores de la Generación de 2010 (autores que empiezan a publicar obras significativas a partir de esa época)[4], escrita en español (summa de lo que se escribe en España y en Iberoamérica), que responde, en mi opinión, a unos intereses compartidos y a un legado común, trascendiendo las fronteras políticas, pero también las culturales de las que hablaba Mignolo (1998: 268), en esta sociedad postindustrial. Porque, como ya decía Talens (1994: 139), la concepción de la literatura actual viene marcada por una serie de claves: escritura, lectura, interpretación, difusión y enseñanza. Sin eso, el camino es difícilmente transitable. Y, así, coincidimos con Sullà en que el único modo de interpretar lo literario canónico es ampliando el concepto de canon atendiendo a la actual realidad multicultural, muy en consonancia con algunas ideas de Lotman (1995) y la Escuela de Tartú, que defiende que el texto literario es un universo semántico, sí, que cumple todas las funciones del lenguaje de las que se ocupó Jakobson, pero dentro de una estructura cultural mucho más amplia. Porque no se trata de una cuestión de cuotas meramente. Eso no es literatura. Eso es diplomacia, que para analizar lo literario no vale, porque escribir siempre implica una toma de postura ante el mundo.

Requiere esta idea una profundización mayor teórica y práctica, con una prioridad que nos devuelve al principio: al concepto de calidad y riqueza cultural (Lotman, 1995) integrado en la lucha dialéctica dentro del sistema entre lo que ya está canonizado y lo que pretende integrarse dentro de ese canon que es, por lógica, cambiante y no estático, que evoluciona conforme evoluciona la cultura y la sociedad en que se engendra. Eso obliga al escritor a estar también siempre en constante perfeccionamiento, pues el lector abandona un libro en cuanto le resulta incomprensible o ajeno a sus intereses.

O sea, desde un planteamiento de literatura en construcción, que es lo más aceptable en las actuales circunstancias[5], es cuestionable la inclusión cerrada, por poner un ejemplo, tan solo de 13 españoles, 19 hispanoamericanos y 6 catalanes[6] (como si Cataluña fuese un país aparte e Hispanoamérica tuviese una unidad literaria absoluta) en ese canon del siglo XX propuesto por Bloom bajo el título de «Caotic age». De todas formas, será la historia la que tenga la última palabra para convertir en clásico lo que ahora es únicamente contemporáneo. Es decir, para transformar el canon sincrónico (lo que se considera valioso del momento específico en el que conviven bajo unos parámetros socio-históricos el crítico / antólogo y los autores) en canon diacrónico (lo que perdura con el tiempo y es reconocido como valioso por críticos y lectores de otra época). Esta distinción resulta capital para valorar lo que implica la evolución literaria y la construcción del canon.

Entre otras razones porque, siguiendo el planteamiento de Bourdieu, «la lógica de la moda» (1998: 192), que es capaz de condenar una tendencia, una corriente o una escuela –o, añadimos nosotros, de intentar ignorarla, como sucede a menudo en España, con la excusa de que «está superada»–, solo deja en ridículo a determinados críticos dado que el mercado, las editoriales, tienen mecanismos para hacer llegar las obras al público lector. Y resulta peligroso eso de que el investigador de la literatura funcione al margen de la sociedad[7] que produce los textos y los consume, condicionado solo por intereses extra-literarios o poco relacionados con nuestro ámbito de estudio. Peligroso especialmente para él, claro, porque los lectores han descubierto el secreto: no somos infalibles y, a fuer de intentar legitimar algo por la fuerza o por el llamado «efecto de la titulación» (Bourdieu, 1998: 23), queda deslegitimado al final.

Y mientras, en Hispanoamérica, el debate sobre el canon se desarrolla en tres niveles, según plantea Mignolo:

A nivel vocacional, un canon literario debería verse en el contexto académico (¿qué debería enseñarse y por qué?). A nivel epistémico, la formación del canon debería analizarse en el contexto de los programas de investigación, como un fenómeno que debe ser descrito y explicado (¿cómo se forman y se transforman los cánones?, ¿qué grupos o clases sociales esconde el canon?, etc.). A nivel de las fronteras culturales, un canon debería considerarse como relativo a la comunidad y no como una relación jerárquica respecto a un canon fundamental, ni tampoco dentro de un modelo evolutivo en que los ejemplos canónicos se convierten en el paraíso al que aspiran las literaturas y en la medida de la organización jerárquica (1991: 145-146).

O, clarificando más, en un ámbito de transculturalidad lógica como en el que nos encontramos actualmente hallamos una interconexión cultural evidente tanto en lo discursivo como en lo argumental entre los autores de diferentes países que compartimos una tradición que ejerce como basamento cultural de partida y que, por el desequilibrio –constante– de fuerzas, beneficiará a unos sobre otros:

[…] la posibilidad de pensar en cánones paralelos, coexistentes y mutuamente alternativos incluye una movilidad del canon en el corpus que depende, en última instancia, de las identidades individuales y grupales y del poder ejercido por los sujetos del discurso y la institución que los apoya y los promueve en el espacio social (Mignolo, 1994-1995: 29).

Y claro, tantas vueltas se le ha dado al tema, tanto se ha dificultado el asunto por las imposturas teóricas y los intereses creados, que se ha llegado al límite de plantearse si existe o tiene auténtica validez el concepto de canon atendiendo a las claves de la literatura actual en lengua española (reitero: la actual poesía española y la hispanoamericana, en mi opinión, van casi de la mano en el proceso evolutivo de los últimos años), al menos. Entre otras razones, un crítico como Sánchez-Prado tiene esta percepción porque, según su criterio, el concepto de canon funciona «como legitimador de un proyecto cultural de elites ilustradas. Esos cuestionamientos tienen dos fuentes teóricas, que van desde la incorporación de los estudios culturales y poscolonialistas al ámbito de la literatura latinoamericana hasta la reevaluación de géneros literarios poco tradicionales, como el testimonio» (Sánchez-Prado, 2002: 210). Arriesgada me parece tan contundente valoración.

La postura contraria, desde la misma y plural Iberoamérica, la tiene Zanetti, que ha aclarado la situación valorando que

justamente uno de los problemas del canon latinoamericano es que más bien se afianza débilmente, dado el carácter errático de las lecturas y relecturas, la carencia de interpretaciones críticas reiteradas, así como la ausencia de una suerte de Academia supranacional que se plante como voz autorizada, cuyos dictámenes pondrían a prueba las nuevas generaciones de lectores. Las discusiones suelen rebasar poco el nivel nacional, salvo en las polémicas muy acotadas a situaciones concretas y a ciertos autores (1998: 92).

O sea, que ambos posicionamientos nos obligan a modificar la perspectiva tradicional de «canon» atendiendo a que hay factores nuevos en liza y una heterogeneidad estética enriquecedora: hay que cambiar las formas, cómo construimos esta nómina de autores y obras que representan al discurso de la posmodernidad. Y el planteamiento debe cimentarse, a nuestro modo de ver, desde una equidistancia de ambas posturas.

El canon actual ya no puede verse desde aquella superioridad moral de una clase dirigente tradicional, como si hubiese que decidir desde arriba lo que deben leer los de abajo. Son ahora «los de abajo», los lectores, los que dan las claves para construir un canon que se base en qué libros son los que se leen y qué autores interesan y por qué. Otra cosa es, cuando menos, ridícula y, cuando más, una muestra de absurda soberbia. Y no se puede plantear desde la ruptura con todo lo anterior. Ha escrito García Montero algo que a veces parece que se nos olvida a pesar de que debería ser elemental: la importancia del «reconocimiento de una herencia que perfila al mismo tiempo la conciencia individual de nuestros deseos y el reconocimiento de nuestra deuda con los demás. El derecho a admirar merece ser cultivado en estos tiempos. Forma parte de la ética de la resistencia dentro de una sociedad dominada por el descrédito» (2014: 37)[8]. Descrédito también ante lo literario y ante la visión tradicional del canon.

El canon creo que debiera entenderse ahora como algo permanentemente abierto a lo nuevo; es decir, aunar a la perspectiva diacrónica otra sincrónica más allá del mercantilismo y del marketing; como una elección (eso no va a cambiar, siempre hay que elegir) de los referentes valiosos que funcionan como espejo cultural e ideológico de la identidad cultural (Sullà, 1998: 11), los cuales marcan las claves literarias concretas de cada momento.

Pero no elaborado por una persona, un individuo al que otros siguen, sino como fruto de muchas voces, un canon construido aprovechando la coralidad de los estudiosos que, desde su independencia y sus años de estudio, valoran aquello de lo que saben. La suma de una polifonía de voces autorizadas por el trabajo y el estudio, sin rencores ni resentimientos, seguramente nos acerca más a esa norma y hace habitable el ambiente literario. De esa suma de elecciones sincrónicas quedará, con el paso del tiempo, una mínima parte, la esencia que formará parte de algo mucho más amplio, la perspectiva diacrónica del canon que no se puede decidir en este momento sobre los autores que están en pleno proceso de creación de su obra, depurando su voz en una suerte de constante reinventarse a sí mismos, mirando hacia adentro y hacia afuera (es decir, ética y estética) en la permanente búsqueda / negociación de su identidad y del significado del mundo en el que se inserta por acción u omisión, del verso luminoso que hará que un poema sea perfecto, útil al otro. Por eso, para llegar a los estudios diacrónicos hay que empezar por los sincrónicos y por ir sumando análisis de prácticas poéticas, nuevas conquistas de la palabra en el poema, escritores valiosos que aprecia el público que compra libros (las ventas no deben obviarse, desde nuestra posición de estudiosos, porque algunos crean aún ser «poseedores de la nobleza cultural» que invalida al lector) y teorizaciones claras desde el rigor y la responsabilidad. Para lograr la voz en plural que tanta falta hace en la literatura contemporánea.

[1] El fundamento reposa en las teorías de J. C. Rodríguez (2001 y 2002).

[2] Esto conecta con la teoría de Bourdieu y del «gusto legítimo», un gusto «legitimado» por el efecto de la titulación (1998: 23).

[3] La cursiva es nuestra.

[4] No acabo de comprender la obstinación en llamarlos Generación 2000, cuando ninguno de los poetas tenía, desde el punto de vista generacional, rasgos significativos en esa época (véase Ortega y Gasset, 1920 y 1933; Petersen, 1930; Riesman, 1965; De Torre, 1965, etc.). Sí resulta evidente en 2010, cuando habían publicado todos alguna obra y ya se desarrolla un ideario; por un lado, el manifiesto de Poesía ante la incertidumbre (2011) y, por otro, la respuesta desde la otra tendencia estética de la generación, la Poesía del Fragmento, con la obra teórica Malos tiempos para la épica (2013).

[5] Escribe Iglesias Santos acerca de «la canonicidad estática, referida al nivel de los textos, que se produce cuando una obra entra a formar parte del canon literario, cuando se inserta en ese conjunto de textos santificados que una comunidad quiere preservar; y la canonicidad dinámica, que es la de los modelos, y tiene lugar cuando un modelo literario funciona como principio productivo del sistema. Un texto canónico puede ser reciclado e incluido en un determinado repertorio, convirtiéndose así en modelo canonizado, por lo que proporciona un conjunto de pautas y guías aceptables para la creación de nuevos textos» (1994: 333). A mi modo de ver, la canonicidad debe ser fundamentalmente dinámica, pues está en permanente cambio, entre otras cosas, por los cambios estéticos y de gusto.

[6] C. Riba, J. V. Foix, J. Perucho, M. Rododera, P. Gimferrer y S. Espriu.

[7] «La cultura, por definición, es un fenómeno social» (Lotman y Uspenski, 2000: 172).

[8] Y dice más: «Escribimos porque otros han escrito antes y nos han convencido» (García Montero, 2014: 39).