Bernardo Domínguez Martín

 

Tres momentos en la

vida de un bastardo

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Primera edición: enero de 2019

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Bernardo Domínguez Martín

 

ISBN: 978-84-17467-79-1

ISBN Digital: 978-84-17467-80-7

 

Difundia Ediciones

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@difundiaediciones.com

www.difundiaediciones.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA


ANOTACIONES A LA PRIMERA EDICIÓN

PREÁMBULO

CAPÍTULO I

Conspiración una

1. En la Muga

2. Navegando por Europa

3. La Taberna de Blas

4. Llegada a los Países Bajos

5. Los Jóvenes

6. Los caminos y veredas

7. El Linaje de Ana

8. La Pelea

9. La Casa de Ana en el Arrabal

10. Inquietudes y Laredo

11. Los Likona

12. Los Abuelos de Ana

13. Matxuka

14. Mis Relaciones con Ana

15. Los Tercios Viejos

16. La Borrachera

17. Francisco el del Arrabal

19. Viaje desde Brujas

20. La Marcha de la Pelirroja

21. Los Molinos de Mareas

22. El Bizco

23. Viaje hacia la Meseta

CAPÍTULO II

Conspiración dos

1. La Marcha

2. Nuestras Monturas

3. Encuentros Sospechosos

4. Refugio en Oña y salida para Sevilla

5. Llegada a la ciudad del Betis

6. Camino de las Indias

7. Los Bucaneros

8. Confesiones de Iñigo

9. Mi casamiento

10. Conversaciones con Paul y el Lego

11. Cómo nace la idea de Regresar

12. Vuelta a Castilla

CAPÍTULO III

¿Hubo una tercera conspiración?

Lo que nos cuenta su Ayo, Diego

2. La Posada

3. La compra de la casa

4. Bienes Raíces

5. El Susto

6. Cierta Tranquilidad

7. La Esposa de Íñigo

9. Los Primeros Amores

10. Mantener la compostura

11. La Casa de Baños

12. La Venta de la «Charra.»

13. Abogados del Diablo

14. Nombramientos

15. El de Lezama

16. Post Scriptum

ADENDA Y EPÍLOGO

Cartas

 

 

 

ANOTACIONES A LA PRIMERA EDICIÓN

Hubo un tiempo en el acontecer de los reinos de España, a partir de la proclamación de nuestro Señor Carlos I como rey de Castilla, en el que la influencia de los hombres que le acompañan, desde las lejanas Provincias Unidas de los Países Bajos, fue excesiva en todos los ámbitos del Reino

 

Son numerosos los amigos que nombra para puestos de gran responsabilidad tanto en la Corte castellana como en los aledaños a los que llega su influencia.

Son exageradas las concesiones y prebendas que se dan a individuos variopintos, extraños al país donde en esos momentos asientan sus posaderas, y que llevan a cabo una serie de actividades que no son desconocidas para sus súbditos peninsulares.

 

A algunas de estas nuevas gentes se les critica por: el abuso que hacen del poder que consiguen, por el desconocimiento que tienen de nuestra lengua y la fastuosidad y el boato que derrochan en sus apariciones públicas, siendo, como deberían saber, los castellanos, súbditos de una nación con posibilidades económicas limitadas.

Acaparan puestos en los distintos estamentos del estado, tanto de carácter civil como eclesiástico, pero también tienen las máximas facilidades para desempeñar una serie de oficios comunes: los de boticarios, jardineros, tenderos, poceros y un largo etc. –en detrimento de nuestros conciudadanos con esos oficios.–

Todo lo que antecede produce la envidia de muchos y el descontento de otros.

Entre éstos últimos, –los descontentos,– se encuentran:

. Partes de las clases nobles porque consideran como algo vejatorio el que, muchos de estos puestos privilegiados, a los que ellos creen tener derecho por tradición, ni siquiera, en estos comienzos del reinado, se les ofrecen.

. Los burgueses por la cantidad de gabelas y concesiones que, de la noche a la mañana, pierden y pasan a manos de los recién llegados.

. Los integrantes de la clase llana por sentirse injustamente olvidados, –algo que, por otro lado, era una costumbre en la que caía, con frecuencia, la Corona.–

 

Nuestra monarquía, con posesiones extensas en Europa y en el Nuevo Mundo, se tuvo que multiplicar y tuvo que contar, necesariamente, con: virreyes, regentes, gobernadores, adelantados, oidores y otros muchos representantes… por demasiados territorios.

Como consecuencia, casi inevitable, con la concesión de prebendas a los recién llegados, se pisan demasiados derechos tradicionales y se molesta a mucha gente que protestan de variadas maneras.

 

Es en este escenario, en tiempos del Rey Prudente, sucesor del Emperador, donde ocurren y se narran las vicisitudes por las que pasa el que dicen que es uno de sus hijos naturales, un tal Rodrigo Alves de Vila Nova.

 

 

B. D. M.

 

PREÁMBULO

He aquí la biografía de un hombre de pro, el hijo natural de Felipe II y de una de las damas de la Corte de su egregia madre, Dña. Isabel de Portugal.

Se describen en ella, con sus propias palabras y las de su ayo, tres de los períodos más significativos de su larga vida, marcada por los intentos de grupos antagónicos, –relevantes en la Corte,– que se enfrentan, entre ellos, para influir en el devenir de algunos de los acontecimientos que tienen lugar en los aledaños del poder Real.

Las personas que lo hacen nada tienen en contra de este personaje, sí a favor de las causas que cada uno de ellos considera que tiene que defender en el acontecer temporal que le ha tocado vivir.

En una «Adenda,» que incorporo al final de la presente obra, explico de qué manera llegaron a mí poder una serie de escritos de varias personas importantes del entorno del Rey que «destapan mi curiosidad,» en un primer momento, y «la obligación,» después, de ponerlas ordenadas y por escrito, para darlas a conocer a aquellos cronistas, u otras personas, interesadas en los sugestivos hechos que aquí se narran.

Todo ocurre por puro azar y tal y como se lo cuento. Veamos.

Un tiempo después de tener en mi mano los documentos y cartas de las que hablo, por circunstancias que conoceréis más adelante, tuve que formar parte de una delegación de personas, de ascendencia portuguesa. Teníamos como misión convencer a un «compatriota» para que aspirara, –si lo creía bien,– a un puesto de relumbrón dentro del Consejo de las Ordenes Militares.

En nuestra primera reunión a tal fin, me di cuenta de que los escritos que yo había puesto encima de la mesa, –para, si llegaba la ocasión, mostrarlos a mis paisanos, con el fin de ver qué se hacía con ellos, si los creían importantes,– tenían mucho que ver con el personaje al que pretendíamos acercarnos para convencerlo de que aspirara a tan alto cargo.

En encuentros posteriores con mis compañeros de comisión, –una vez que los conocieron a grandes rasgos,– les expuse lo peligroso que era su contenido.

Discutimos varias veces, y en distintos días, la conveniencia, o no, de mostrar los escritos con discreción, allá donde fuera menester.

Nos preguntamos, también, varias veces, ¿si en esta tesitura concreta, era necesario que algunos pocos supieran su contenido?, o, si, por contra, ¿era mejor que lo ignoraran y todo quedara como estaba?

Nunca lo tuvimos claro. La decisión que tomáramos podría conmover, posiblemente, los cimientos de nuestra Monarquía.

Acordamos, finalmente, ocultarlos en manos amigas, al tiempo que yo, Diego de Silva y Mendoza, tomaba para mí la responsabilidad de plasmar por escrito las curiosas andanzas del «personaje y sus allegados.»

Lo hice con los datos que nos dieron, el actor de los hechos y los aportados por su preceptor. –Escribí sus notas como nos llegaron y en primera persona.– Las expongo, con mis aportaciones, en tres capítulos y un apéndice.

Cada capítulo contiene una especie de prólogo, una visión general de lo vivido por el Ayo y los datos aportados por el propio «protagonista.».

 

 

 

Conspiración una

Tiene lugar en la época en la que Luís, el hermano pequeño de Guillermo de Orange, (1533–84), intenta, con otros compatriotas, apoderarse de Rodrigo, el primero de los hijos naturales que, el heredero de la Corona, tuvo con una de las damas de honor de su madre, la Emperatriz.

Pretenden los intrigantes, de conseguir lo que se proponen, retenerlo como rehén con el fin de influir en la política de nuestro Soberano sobre los acontecimientos que tienen lugar en los Países Bajos.

La familia, a cuyo cargo está la crianza del hijo natural del que va a ser el futuro Rey, –avisada con tiempo suficiente,– tiene que huir para poder evitarlo.

Se marchan, en secreto, hasta un rincón de las costas del Cantábrico. –Allí permanecen hasta que el crío cumple la mayoría de edad.–

 

La conjura, a grandes rasgos, parece confusa y se fragua así:

El hermano pequeño del príncipe de Orange está en la Corte castellana como garantía de que el Taciturno1, –por ese nombre era conocido Guillermo,– va a cumplir con los acuerdos concertados con nuestro Emperador.

De este noble alemán y de su entorno, nadie puede sospechar alta traición porque nuestro Señor, D. Carlos I, lo había tratado como si fuera uno más de sus hijos.

«Lo hizo venir a Castilla cuando su padre murió. Fue muy bien acogido en la Corte. Lo mismo le ocurrió en todos los lugares, del país, por los que el Emperador hizo desfilar a Guillermo, –en su juventud,– con el noble afán de procurarle una mejor preparación para sus futuras responsabilidades.

Los favores que obtuvo de la Católica Monarquía son extensos. Llevó una existencia cortesana acorde con su rango, similar a la de los hijos de la más alta nobleza española.»

Nadie entendió, por lo tanto, por qué Guillermo de Orange y Nassau, después de la protección y amparo reales de los que gozó, permitiera a su hermano conspirar contra su Rey.

«Este prohombre había nacido en el ducado de su segundo apellido, Nassau, Alemania.

Primogénito del llamado Guillermo el Rico que lo educó, de pequeño, en la religión luterana.

A los once años, cuando murió su primo René de Châlon se convierte en el heredero de todas sus propiedades, la mayoría de ellas en los Países Bajos.

– Entre sus títulos está el de Príncipe de Orange.–

Debido a su corta edad, muerto su padre, Carlos V tuvo que actuar como regente de su principado, hasta que Guillermo fuera mayor de edad.»

«Exigió el monarca, con la tutela a la que se comprometió, que el de Orange recibiera una educación católica, una formación militar y diplomática esmerada, ya que estaba destinado a grandes empresas en un futuro inmediato.

Gracias a la protección del Emperador fue capitán de la caballería de los Tercios Viejos. Llegó a comandante a la edad de 22 años. En su momento fue miembro del Consejo de Estado de los Países Bajos.

Cuando Felipe II subió al trono en 1559 lo nombró estatúder de las provincias de Holanda, Zelanda, Utrecht y Borgoña…»

 

«Aun así, la soterrada rebeldía del de Nassau contra nuestros reyes va en aumento con el tiempo:

.Tuvo connivencia, de manera oculta, con todos los díscolos del reino…

. Esto le acarreó el mayor de los desprecios por parte de nuestro Soberano…

. El rey D. Felipe llega a considerar a Guillermo el mayor de los ingratos… y un traidor… hasta el punto de cortar todo contacto cordial con él.»

 

Su hermano Luis, –como hemos señalado,– había permanecido muchos años en la Corte española como garantía del cumplimiento de los pactos en vigor entre las Provincias Unidas y Castilla

Éste, en la capital del reino, estaba en contacto con algunos de los muchos compatriotas flamencos residentes en la ciudad.

En un momento determinado un grupo de ellos, con Luís al frente, tomaron la decisión, en una tarde de francachela, de hacer «algo.»

No podían permanecer de brazos cruzados. Había que comprometerse: ayudarían desde el corazón de la Corte castellana, a sus paisanos rebeldes de Flandes en todo lo que pudieran.

A la hora de la verdad, y a la cita que habían acordado, faltaron la mayoría de los componentes del grupo con distintas disculpas.

Sí acudió el hermano de Guillermo con dos amigos más.

Después de mucho discutir sobre cómo ayudar a sus paisanos de Flandes, llegaron a la conclusión de que poco se podía hacer sin que trascendiera: saben y conocen «que los ojos y los oídos del Rey llegan a la mayor parte de todos los lugares del reino»

Desanimados ante esta perspectiva, buscaban una salida honrosa a la reunión.

 

Inesperadamente, uno de ellos, hijo de uno de los boticarios de la Corte, les proporcionó una noticia a la que se agarraron los otros como posible solución a sus intrigas.

Éste les contó que el Rey tenía un hijo ilegítimo. Él sabía, a ciencia cierta, la ciudad donde vivía y la familia que lo estaba criando. Sería fácil localizarlo y apresarlo como rehén. Luego podrían presionar a su padre, –el futuro Rey,– para conseguir algún beneficio para la causa flamenca.

Nadie puso objeciones.

Acordaron contratar a vulgares sicarios para realizar el secuestro.

Si tenían éxito, lo trasladarían a Flandes a través de Francia. Allí los revoltosos tratarían de sacar algún provecho del rapto.

Para no llamar la atención, acordaron que sólo el hijo del boticario que conocía la vida del bastardo, se encargaría de todos los preparativos, aunque los tres contribuirían, a partes iguales, con los gastos que surgieran

El joven, persona de pocas luces, intrigante de corto recorrido – y algo zascandil,– contrató a cuatro sicarios para encomendarles la captura.

Los sujetos con los que se puso en contacto le tomaron el pelo y le cambiaron las condiciones económicas acordadas, una y otra vez, con distintos pretextos:

. Había que realizar el rapto en un lugar alejado de la ciudad donde vivían para lo que se necesitaban buenas monturas para el desplazamiento.

. Debían de vestir buenas ropas para no llamar la atención.

. Tenían que hacer un estudio del lugar donde vivía el menor al que pretendían raptar lo que llevaba aparejada la necesidad de un desplazamiento de varias semanas.

Para cuando todo pareció atado y los mercenarios contratados se dispusieron a realizar el trabajo, el tiempo transcurrido había sido demasiado.

Había gente en la Corte que estaba al tanto de lo que se proponían y pasaron la información correspondiente a los protectores del niño.

Éstos, sin pérdida de tiempo, tomaron las precauciones pertinentes y alejaron al niño, y a sus padres adoptivos, del lugar donde residían habitualmente. Desaparecieron.

Cuando los malandrines llegaron para realizar la hazaña, a la ciudad de Burgos, donde vivían los padres adoptivos del niño, para hacerse a la fuerza con él, la casa donde vivían estaba vacía.

Preguntaron en la vecindad pero nadie les dio información alguna que los pudiera orientar.

Sólo una persona en la calle respondió a sus interrogantes.

–Se han marchado hace más de una semana, –les dijo,– pero todos los días, a primera hora de la mañana, aparece, frente a la casa, un alguacil con gente armada, como de vigilancia. Si le preguntan a él, seguro que, les podrá dar noticias fidedignas de su paradero.

El cuarteto de bribones, intuyendo que las autoridades los podrían detener, se marcharon del lugar y, cariacontecidos, volvieron para dar la información a la persona que los había contratado.

El promotor de la idea comunicó el hecho a los otros dos conspiradores.

En contra de lo que podría pensarse, se mostraron aliviados por lo sucedido.

Luís tenía a su hermano, Guillermo de Orange, informado de las habladurías de la corte y de las pequeñas conspiraciones en las que participaba. Le contó, sin detalles, el fracaso de los facinerosos.

Guillermo les aconsejó que se dejaran ya de «hazañas» que, si llegaban a los oídos del Rey, podían indisponerlo en contra de ellos y contra la causa por la que todos luchaban: «alcanzar el gobierno de Flandes.»

Les prohibió, expresamente, que se metieran en más aventuras.

A los aledaños de la Corte llegó, –también,– la información del fracaso de estos aprendices de brujo. Inexplicablemente, nadie se molestó en indagar la verdad de lo ocurrido y, sin más averiguaciones, atribuyeron a Guillermo la intentona del fallido secuestro.

 

ARRANQUE...

 

 

1. En la Muga

A raíz de una información veraz, procedente de la Corte, la familia de los Alves de Vila Nova, y yo junto a ellos, pasamos unos días de angustia y constante ajetreo, yendo de un lado para otro, preparando un viaje a tierras lejanas y desconocidas

Hubo que ponerse en marcha por esos caminos de Dios, siguiendo los consejos precisos de nuestros informantes de la capital del Reino. Dejamos, eso sí, por los lugares donde transitábamos, tenues rastros de nuestro paso.

Nuestros perseguidores, si eran observadores y constantes, podrían seguir nuestras huellas, si así lo deseaban,–en un primer momento,– hasta algunos lugares determinados.

– En nuestro pensamiento estaba el darles esquinazo, en el instante que fuera preciso, si persistían en su empeño de alcanzarnos y no se desorientaban antes.–

Las personas que pretendían sorprendernos para intentar secuestrar al primogénito de la familia, a la que yo servía, se mantendrían, seguramente, en sus trece, un tiempo, a pesar de que fracasaran en su empeño en los primeros intentos.

Debíamos, pues, proceder con la máxima precaución y recurrir a toda clase de argucias para que todo saliera según nuestros deseos. Nuestra misión principal era la de tratar de escabullirnos, por todos los medios. Pasado un tiempo la de desaparecer e irnos lejos.

 

Mi nombre es Diego Melgar de la Atalaya

En un momento nada fácil de mi existencia, había tenido serios problemas de salud que me apartaron de la milicia, mi señor, Ruy Gómez, me encontró un quehacer, junto a una familia burgalesa de la pequeña nobleza, como ayo de su hijo mayor.

De esa manera entré al servicio de la familia de los López Alves de Vila Nova.

La primera y principal de mis tareas fue el cuidar, con especial esmero, durante muchos años, del primogénito de la familia dentro y fuera de casa.

Cuando me hice cargo del trabajo, el niño había cumplido ya los seis años y estaba viviendo con sus padres.

El pequeño había estado los primeros tres años de su vida con el ama de cría que dispuso la familia. Los tres siguientes con las monjas del monasterio de las Huelgas de la ciudad de Burgos. –Éstas, entre otras muchas cosas, se ocupaban de enseñar la doctrina cristiana, y las primeras letras, a algunos de los niños huérfanos de la ciudad. A la vez que cuidaban a los hijos naturales de algunos de los nobles del contorno. –

Los años siguientes hasta que los acontecimientos se precipitaron por la amenaza real de un secuestro, – del que el padre de Rodrigo y yo tuvimos noticias fidedignas con tiempo suficiente,– me encargué de su atención personal en casa y de acompañarlo a la clase de las primeras letras, en una escuela regentada por un conocido canónigo de la ciudad.

 

La familia hidalga para la que trabajaba en Burgos me daba toda clase de facilidades para que cumpliera con mi compromiso como cupiese a mi leal entender, aunque, mi soldada, y contrato, los pagaba religiosamente mi señor Ruy.

Los sueldos que yo cobraba, los primeros años, me los hizo efectivos con puntualidad y anualmente, –como he dicho,– el que, con el tiempo, sería duque de Pastrana, que también, ayudaba económicamente, a la familia, en donde yo prestaba mis servicios.

Los padres criaban y cuidaban al niño, a todos los efectos, como si fuera su hijo, aunque las malas lenguas murmuraban que era hijo natural de un noble.

Acabé aceptando, con el tiempo, que, el muchacho al que tenía que ayudar, y proteger, no importaba de quién fuera hijo, –un personaje importante de la Corte, o alguna dama soltera de la nobleza,– sino mi misión como preceptor en la casa.

A los padres adoptivos nunca, que yo sepa, les importó demasiado el saber cuál era, realmente, el origen de la criatura. –Tengo para mí que ni siquiera se lo propusieron.– La autoridad de quienes se lo llevaron a su hogar les bastó.

–Ellos habían adquirido el compromiso, con personas cercanas al Rey, para cuidar al niño como si fuera el primogénito de su casa y, eso es lo que siempre hicieron. –

 

Llevaba yo un par de años desempeñando mi oficio, por otro lado nada complicado, sin contratiempos, cuando nos llegó la mencionada orden para que nos trasladáramos toda la familia, cuanto antes, y con la máxima cautela, a otros lugares que se nos señalaban.

Fue al comienzo del invierno de mi segundo año de estancia en Burgos.

Mi señor Ruy, nos hizo llegar un emisario, órdenes y dinero para que, en un plazo no superior a dos semanas, los componentes de la familia, y yo con ellos, nos marcháramos de la ciudad porque «Unos cuantos facinerosos pretenden, con toda seguridad, secuestrar al primogénito de la casa...»

El padre de Rodrigo, –ese era el nombre del chico,– inmediatamente llevó a su mujer e hijos a casa de un familiar fuera de la ciudad, mientras él y yo hacíamos los preparativos para lo que sería un largo viaje,

Después de unos días de mucho trajín para arreglar los asuntos de la casa, y preparar la marcha de acuerdo con las órdenes recibidas, recogimos a la familia y partimos.

Nos fuimos en dirección a Navarra siguiendo el camino Real.

Desde Iruña pasaríamos a Francia para huir de nuestros perseguidores.

 

Sobre la marcha nos informarían, con detalle, de cómo hacerlo.

Con cierta precaución, alguna lentitud y gran dosis de desconfianza, en un par de interminables semanas pasamos por Pancorbo, Vitoria, Salvatierra, y llegamos hasta Alsasua. En esta última ciudad recalamos en una de sus posadas más céntrica.

En ella tuvimos un encuentro con dos personas de toda confianza del Duque, mi Señor. Eran ellos, a partir de ahora, los que se encargarían de conducirnos, el resto del viaje, hasta nuestro impreciso destino.

De las rutas y los desplazamientos nos informarían sobre la marcha.

La familia de los López de Alves y todos sus servidores debíamos de dejarnos guiar, sin hacer demasiadas preguntas. Seguimos sus consejos al pie de la letra.

Para el viaje, la familia a cuyo servicio yo estaba, habían dispuesto de una carreta con tres mulas de tiro donde iban las niñas de la casa con un par de criadas, la ropa y los enseres que la familia creyó convenientes para el trayecto.

El resto de las personas nos trasladábamos a lomos de distintas cabalgaduras.

De las dos personas que salieron a nuestro encuentro en Alsasua para guiarnos, Alex era el que llevaba la voz cantante. Fue él el que nos informó y guio hasta que llegamos a nuestro destino definitivo, su acompañante se limitaba a cumplir órdenes.

 

En nuestro primer encuentro con los enviados del conde Ruy Gómez, después de las presentaciones, Alex insistió, una y otra vez, en que: ¡tenemos mucha prisa!

– No podemos perder tiempo, –nos señaló una vez más.– Mañana de madrugada, o a más tardar pasado, nos tendremos que trasladar personas y enseres, en monturas o a pie, en una jornada larga en demasía, a un lejano lugar que, ahora, no os podemos precisar.

En este largo desplazamiento no podemos parar más que el tiempo imprescindible para que las personas y los animales se alimenten y descansen

– Yo y mi compañero, –continuó,– nos encargamos de hacer llegar vuestra carreta, con los enseres que contiene, a su destino. Por los caminos por los que vamos a transitar no se la puede trasladar. La enviaremos, bien custodiada, por una vereda transitable.

– Para agilizar el traslado, –prosiguió,– nos hemos hecho con un par de mulas más, con angarillas y sacos. Nos permitirán un transporte más cómodo de las niñas pequeñas, de las provisiones necesarias para el camino y de algunos otros bártulos imprescindibles. No llevaremos armas a la vista. Dejaremos la posada repartidos en dos grupos, con una hora de intervalo, que saldrán en direcciones opuestas del camino Real.

– En el momento fijado para la marcha, que fue en la madrugada del segundo día, nuestro grupo se dividió en dos. Unos, a la hora convenida, nos pusimos en marcha siguiendo el camino previsto en dirección a Pamplona, –guiados por Alex.–

– Los otros, –una hora después,– lo hicieron guiados por su compañero, caminando en dirección a Salvatierra y Vitoria.

– El grupo en el que marchábamos Alex, la familia y yo salimos de la ciudad por el camino de Iruña. Recorrimos por él un cuarto de legua. En una curva cogimos un camino de cabras, a la izquierda, que parecía volver en dirección a Vitoria pero que se desviaba, poco a poco, en dirección de unos montes que parecían muy lejanos.

– A poco más de tres leguas y media de recorrer este camino, nos topamos con un sendero que aparecía a la derecha del mismo, –más, o menos, perpendicular a la marcha que llevábamos.– Lo seguimos.

– Fuimos a parar, caminando por esta estrecha vereda, después de más de dos horas de marcha en fila, –no se podía caminar de otra manera,– a un pueblecito, de media docena de casas, con algunas construcciones agrícolas, de rústica apariencia, que rodeaban a una endeble y pobre ermita. Lo llamaban, según Alex, Erdoñana.

– Desde allí continuamos por otra senda muy sinuosa y con mucha maleza, a buen paso en dirección de unos altos montes. Después de caminar por ella poco más tres horas, en esa dirección llegamos a las faldas de una de sus elevaciones bastante pronunciada.

– Paramos un rato, no sabría decir cuánto porque yo estaba pendiente de las niñas. –Al faltar las criadas tenía que ayudar a la Señora en el cuidado de las mismas.–

– Rodrigo, el hijo mayor, a su edad, era un obediente jinete y se las apañaba sólo.

– Reanudamos la partida por un camino infame hasta la parte media del monte por una estrecha senda. Nuestro acompañante lo llamó «el alto de Malkorra».

– Allí nos detuvimos, nuevamente, para reponer fuerzas y a esperar al otro grupo, el compuesto por los criados y por el compañero de Alex.

– Llegaron, por lo menos, un par de horas más tarde que nosotros.

– Entre pitos y flautas, pasó una hora larga hasta que todos juntos, con cara y ánimos cansados reanudamos nuestro viaje.

– Por un casi imaginario camino, apenas se veía su rastro, yendo a derecha e izquierda, primero por la zona central del monte, después cuesta abajo, con muchas precauciones, caminamos sin cesar durante muchas horas. Menos mal que en la última parte de la marcha la luna hizo acto de presencia lo que tranquilizó al grupo.

– Mientras las campanas de una iglesia tocaban maitines, alcanzamos las afueras de lo que parecía una gran ciudad amurallada.

– Nos dijeron que estábamos en Oñate.

– Llegamos muy cansados del camino.

– Nos alojaron en una gran casona cercana de las murallas del Señorío.

– Nuestras provisiones y el alimento de los animales, durante la marcha, fueron sobrios. – Sólo los niños dispusieron de agua y comida en abundancia para el desplazamiento.

– En el lugar en el que nos alojamos encontramos lo necesario para reponer fuerzas y descansar. Las mujeres, después de asearse, dieron de comer a los niños y los acostaron. Los hombres atendimos a los animales. Poco después, todos, comimos algunas de las viandas que había en una mesa cercana a la lumbre y, con tranquilidad, nos acostamos.

La vivienda era amplia y contaba con buenos lugares para poder descansar.

Permanecimos en la localidad, bajo la atenta mirada de Alex y sus colaboradores, algo más de dos semanas.

–A mediado de la primera nos llegó la carreta que habíamos dejado en el camino con la parte del equipaje que no habíamos podido llevar.–

Nuestros amigos se ocuparon, en todo momento, de que no nos faltara nada y nos aconsejaron:

. Estar cerca de la vivienda, o en sus alrededores, siempre que os sea posible. De un momento a otro, no depende de nosotros, tendréis que partir, nuevamente, de viaje. Por lo que se ve, están arreglando, apresuradamente, la vivienda del lugar a donde os vais a tener que trasladar.

Cuando se terminaron los arreglos, muy por encima, llegó nuestro momento de partir.

Nos acompañaron, de nuevo, a nuestro lugar de destino, nuestros inseparables amigos.

Estuvieron con nosotros el tiempo suficiente para que nos pudiéramos acomodar, de momento, a la nueva situación.

 

Poco tiempo antes de nuestra llegada al lugar de destino, un grande de la Corte había solicitado al Conde de Oñate el arrendamiento de unas tierras de su propiedad que se hallaban en los límites entre Vizcaya y Guipúzcoa, justo en la muga.

Las necesitaba para acomodar a una familia castellana, de la baja nobleza y ascendencia portuguesa, bien relacionada con un tal Gómez da Silva, amigo personal del Rey.

No hubo ningún problema.

Daba la casualidad de que, poco tiempo antes de que estos hechos que estoy narrando ocurrieran, los antiguos inquilinos de estas propiedades, parientes lejanos de la mujer del Conde, las habían dejado para emprender una nueva vida con nuevos trabajos y quehaceres, en los alrededores del lugar en el que hasta ahora habían vivido.

El edificio donde nos alojamos, en esas posesiones del Conde en la muga, era una Casa Torre, grande. Era conocida, también, en el lugar y en sus alrededores, como el caserío de Argui.

Dado el respaldo con que él contaba mi patrón en la capital del Reino, el alquiler se acordó por un precio simbólico. Las formalidades se llevaron a cabo, en un sencillo acto, por parte del administrador de los de Oñate y el padre de familia.

 

Llegamos al caserón que iba a ser nuestra vivienda durante años, con todas nuestras pertenencias, después de un viaje, desde Oñate, largo y fatigoso.

La ayuda que Alex y su compañero nos prestaron siguió siendo de vital importancia. Ellos conocían el camino por donde debíamos de transitar. Estaba pegado al cauce de un río con abundante caudal.

El día que hicimos el viaje la vía estaba infame, intransitable, llena de agua, barro, maleza y de hoyos de dos cuartas de profundidad.

El tiempo tampoco acompañó. Fue hosco y penoso. Llovió a cántaros.

La marcha se nos hizo larga, fatigosa e inacabable.

Nos llevó toda la jornada recorrer el largo de camino hasta llegar a nuestro destino.

Nos habían conducido al edificio principal de una casa Torre que estaba situada al lado izquierdo de un hermoso valle por el que discurría un caudaloso río.

A unos cuantos tiros de piedra, pero en la orilla derecha, había un embarcadero y un hospital de franciscanos. El sitio era conocido por los lugareños como Santuola.

Nos explicaron que un cercano vado permitía, –con mareas bajas,– pasar de un lado al otro del río. Se usaban también para ir de orilla a orilla, un rudimentario puente de madera, o una barcaza en la que se acomodaban personas, animales y mercancías.

Las construcciones de las propiedades del Conde, cuando las ocupamos, estaban algo descuidadas pero, como eran firmes y con buenos cimientos, todo nos permitía suponer que, con pequeños arreglos y una limpieza profunda, se podrían recuperar en gran parte.

Los campos de cultivo habían estado abandonados un tiempo más largo, costaría un par de años, por lo menos, el conseguir que fueran productivos.

Dentro de las propiedades del Conde, diseminada por los alrededores, había cinco caseríos. Tres en la orilla izquierda del río y dos a la derecha.

La propiedad estaba en el municipio de Arroyos de Monte Real que, en este lugar, tenía jurisdicción sobre los terrenos de ambas márgenes del río.

Curiosamente no ocurría lo mismo desde el punto de vista eclesiástico: cada orilla del río dependía de una diócesis distinta.

El par de caseríos del otro lado del río, que pertenecían a la propiedad del Conde, estaban situados, casi, a la altura de la casa Torre que en esa orilla del río, la derecha, comúnmente, era conocido como «el caserío Mayor de Argui».

Estos dos caseríos eran trabajados por distintas familias que los tenían arrendados desde hacía varios lustros. Los alquileres los tuvieron que pagar, al dejar la propiedad los parientes de la mujer del Conde, al administrador de los señores de Oñate.

 

La casa Torre era el caserío principal del lado izquierdo del río. –La ocupamos, como ya dije, después del ajetreado viaje que hicimos con Alex y su compañero.– Constaba de tres alturas. A las dos primeras se accedía por un portal donde estaba la puerta principal, a la tercera por el exterior.

Contaba, además, cerca del edificio principal, en la parte del monte, con algunas construcciones en las que había pocilgas y un par de cobertizos para almacenar temporalmente la hierba, los helechos y la madera seca.

Atravesando la puerta principal del edificio se llegaba a un amplio portal que tenía diversas estancias: el lagar, un modesto molino de grano, el horno y los almacenes de los productos perecederos. Una amplia escalera comunicaba el portal con el piso superior donde estaban las habitaciones de la familia.

A las cuadras, situadas también en la parte baja de la mansión se accedía por una pequeña puerta desde el interior del mismo portal. El acceso principal, no obstante, se hacía a través de una puerta, desde uno de los laterales del edificio.

A la tercera altura, la de arriba del todo, el sobrado, –o el doble,– como lo llamábamos nosotros en tierras castellanas, sólo se podía llegar a través de una rampa situada en la parte de atrás del edificio, junto al monte. Este espacio estaba dividido en distintas zonas que servían para almacenar: la paja, frutos secos del año, los helechos para la cama del ganado, la hierba para el invierno y los aperos de uso normal en el caserío.

A este edificio tan singular para todos nosotros, acostumbrados a las casas de la meseta, llegamos a vivir, con la familia López Alves de Vila Nova, la noche de un penoso día, de una de las primeras semanas de diciembre.

Nuestra vida arrancó en estas tierras después de unos inicios un poco grises y algo tristones. Gracias a Dios que Alex, –nuestro particular Ángel de la Guarda desde nuestro encuentro con él en Álsasua,– se había preocupado de mandar adecentar algo la vivienda y los alrededores, de procurarnos las viandas para el viaje y para la despensa, –de manera generosa,– si no, el arranque en este lugar hubiera sido, con certeza, penoso.

 

En la nueva casa a casi nadie de los sirvientes de los que habíamos llegado de la meseta nos apetecía vivir, –es lo que les oí decir, insistentemente, los primeros meses.– Era un lugar donde llovía demasiado, el viento soplaba con fuerza y la población estaba espaciada, demasiado diseminada

–Los caseríos de los alrededores no eran numerosos, los dos núcleos de población de cierta importancia estaban a las orillas del mar y algo alejados de donde vivíamos, aunque había dos pequeñas barriadas cercanas a nuestro caserío, una a cada lado del río, que pertenecían a cada uno de estos grandes centros urbanos.–

Los padres de Rodrigo, en cambio, eran más optimistas que el resto de nosotros. Les gustó nuestro nuevo hogar.

–Los dos, padre y madre, –aseguraban– que el que los hogares, pueblos o territorios, fueran buenos, o malos, para vivir dependía, sobre todo, del buen ánimo y valentía de sus habitantes.

– Todos nosotros, –continuaban,– tendremos la gran suerte, con nuestro comportamiento y esfuerzo, de poder conseguir que nuestra nueva vivienda, y el lugar donde se sitúa, sea un conjunto placentero y amable. Cada uno debe aportar el correspondiente grano de arena para que esto sea posible

 

Cuando Alex, pasadas un par de semanas, se marchó, seguimos adecentando los edificios y caminos. En la tarea participábamos todos, amos y sirvientes. Nos ayudaban, además, un par de personas con oficios que vivían en las cercanías.

El menor de los barrios, –de los que hablábamos antes,– estaba a la orilla derecha del río, cerca de un hospital de franciscanos y pertenecía, lo mismo que los caseríos del Conde de Oñate, al ayuntamiento de Arroyos de Monte Real. El municipio que asentaba sus reales en la desembocadura del corto pero caudaloso estuario de un río que recorría todo el valle y tenía su nacimiento en las no tan lejanas montañas que limitaban con la Meseta.

El mayor de los barrios próximos a nosotros estaba en la orilla izquierda, un poco más abajo que el anterior, pertenecía al otro municipio costero con el que apenas nos relacionábamos porque las comunicaciones con él eran, en verdad, dificultosas.

 

Pasamos un par de años bastante regular, tirando a mal; trabajando todos a destajo. Yo además, estaba pendiente de Rodrigo, el hijo mayor, del que prácticamente, en los primeros días, no me separaba.

En la primera temporada de nuestra estancia en la casa Torre, el frío fue, para los pequeños de la casa, excesivo. Todos ellos y la madre tuvieron algún fuerte catarro y unos fastidiosos sabañones en orejas, manos y pies que les molestaban lo indecible.

Los pequeños, a pesar de que la chimenea estaba encendida todo el día, no terminaban de entrar en calor. –La lumbre de la cocina nos proporcionaba un respiro si estábamos cerca de las llamas pero la espalda se quedaba helada.– El humo con frecuencia era excesivo.

Mantener la casa en aceptables condiciones y realizar los trabajos necesarios, según le oí al cabeza de familia, estaba terminando con nuestros ahorros. Tuvo que acudir a un prestamista, un par de veces, para salir del paso.

 

Nuestras vidas tendieron a la normalidad después de un viaje que realizamos, el padre de Rodrigo y yo, a Burgos de más de tres semanas, a mediados del segundo año de nuestra estancia en Argui. No participé de las reuniones que mantuvo el padre de Rodrigo con los enviados de mi Señor, el Conde Ruy, ni conozco las condiciones que acordaron para seguir con el cuidado y manutención del hijo adoptivo...

El hecho es que él vino de allí con un nuevo trabajo: contador para los muelles de la cercana villa, y de los próximos al hospital, –los que estaban cerca de nuestra casa. –

Consiguió, también, algún dinero, el suficiente para terminar de adecentar las estancias del caserío, limpiar senderos y caminos, comprar ropas de abrigo, de las que por cierto andábamos justos, pagar las deudas a los prestamistas y las soldadas a los criados.

Conmigo saldaron, los enviados de mi señor, Gómez de Silva, lo poco que me adeudaba y me adelantaron la soldada de un lustro en reales. –La mayor parte de ese dinero se la envié a mis padres, desde el mismo Burgos, al instante de haberlo cobrado.–

No tenía yo grandes necesidades, los Alves se ocupaban de mi manutención y acomodo mientras cumplía con mi compromiso con la familia, al cuidado de Rodrigo.

También participaba, con el resto de los criados, en los trabajos que eran necesarios en la finca cuando el tiempo y mis obligaciones me lo permitían.

Tuve claro, a partir de nuestro recién regreso de Burgos, que las cosas entraban en otra dinámica. Todos nos fuimos adaptando a la nueva vida mucho mejor.

Pudimos comprar algún ganado y sembrar nuestras tierras en las debidas condiciones.

Al finalizar el tercer año todo casi se normalizó y empezó a cobrar nueva vida: abundaban en nuestro corral las gallinas, algunos patos y media docena de pavos.

Poseíamos un par de docenas de ovejas, media docena de cabras y un par de cerdas de cría, una de ellas con doce tostones. Dos mulas, un par de burros, tres caballos y una bonita yegua, eran los animales con los que contábamos.

Labrábamos unos pocos terrenos en los que se cultivaban algo de trigo y centeno, con sementeras siempre inciertas por la lluvia.

Dedicábamos una parcela mediana a huerta. Iniciamos la siembra en la misma, por consejo del cura, un cultivo nuevo, para nosotros hasta entonces desconocido, lo llamaban maíz.

Había en la finca también algunos frutales: manzanos, castaños, avellanos y algún ciruelo; un par de higueras y otros tantos almendros y parras de uvas a lo largo de la parte interior del muro del caserío. – Dieron frutos, escasos, los primeros tres años.–

Cuando terminamos de asentarnos en el lugar, un pastor, dos criados, una señora de mediana edad, una chica joven, pariente de la anterior y yo, formábamos la relación de personas que servían a los señores que ocupaban la casa Torre.

La familia la componían el matrimonio, un hijo recién nacido, dos hijas de ocho y seis años y Rodrigo que tenía cerca de diez.

 

Yo acompañaba, en los primeros tiempos, al primogénito y a sus hermanas, a la escuela.

A veces repasaba con el chico alguna lectura, le dictaba algún pequeño relato y hacíamos cuentas. He de reconocer que el niño era aplicado y, a esa edad, lo que le pude enseñar fue muy limitado, –justo yo dominaba las cuatro reglas.– Si procuraba inculcarle modales, a usar el sentido común y el manejo de algunas armas.

Paulatinamente, aún en las circunstancias en las que nos encontrábamos, fuera de nuestra plácida vida en Burgos, sus padres adoptivos fueron tomando para sí muchas de esas responsabilidades.

Rodrigo nunca supo, –al menos yo no tuve conocimiento de que fuera así, mientras viví a su lado,– que sus padres eran adoptivos, entre otras cosas porque ellos y sus hermanos se relacionaban con él como si fuera el primogénito, o uno más de los hermanos.

Yo, después de las de dificultades primeras, me convertí en su acompañante asiduo. Me encargaba de que cuidara a los caballos, lo orientaba en sus quehaceres caseros, lo inicié en su preparación para el noble arte de las armas y lo acompañaba a dar clase, de manera regular, con el cura de la anteiglesia.

Pero era hasta el muelle cercano a nuestra casa, o hasta el de la villa, donde con más frecuencia íbamos para hacer los encargos que nos encomendaban en casa, o para llevar a su padre papeles, comida, y el resto de las muchas cosas que solicitaba…

Empieza para todos nosotros una nueva vida.

 

 

 

2. Navegando por Europa

No había pasado más que una semana desde nuestra salida de la ciudad de Brujas, cuando... Una intensa y fría lluvia, –que nos empapó hasta los huesos,– y un viento racheado, de intensidad insólita, nos sorprendieron.

Las ráfagas de aire, tan tornadizas como pocas veces yo había presenciado, impedían maniobrar a nuestra nave con la destreza que en ella era habitual.

Es conocido por los hombres de la mar, en estas singladuras que, cuando soplan fuertes ráfagas de viento procedentes del Noroeste, en la zona atlántica próxima a la costa occidental francesa, –cerca de la cual ahora navegábamos,– es preciso, para poder gobernar la embarcación con el rumbo adecuado, una gran pericia.

Nuestro capitán era sabedor de esas dificultades.

Con buen criterio ordenó al timonel cambiar, ligeramente, el rumbo de nuestra nave para alejarla un poco más del litoral.

Es una de las maniobras que, habitualmente, hay que realizar cuando se está costeando y se producen fuertes corrientes de aire, variables, de poniente.

 

Los muchos viajes que había realizado Goyerri, –ese era el sobrenombre por el que conocíamos a nuestro capitán,– a lo largo de más de una década, por el lugar en el que nos encontrábamos, le habían deparado todo tipo de sorpresas:

. Desde los robos de las mercancías en los puertos tenidos por más seguros.

. O el intento de asalto a la nave por supuestos, o reales, piratas, cerca de la bocana de importantes puertos franceses.

. Hasta vendavales y borrascas sin cuento.

De todo lo que le había acontecido, hasta ahora, lo que más le preocupaba en sus singladuras, a la altura del lugar donde estábamos, eran las grandes borrascas cuando el viento rebotaba en los altos acantilados de la costa.

Como consecuencia de este rebotar incesante se producían corrientes de aire, siempre imprevisibles, que dificultaban la maniobrabilidad de la nao.

– Las veces que navego por aquí, – me confesó cierta vez – lo hago con algún recelo. La última vez que crucé cerca de este litoral, azotó, la nave que capitaneaba, una tormenta tan descomunal que estuvimos a punto de naufragar.

–Tanto yo como la tripulación – continuó,– lo pasamos mal. Pudimos evitar zozobrar no sé muy bien cómo. Creo que, en parte, gracias a la suerte. Aun así,– en la ocasión referida,– no pude impedir la pérdida de gran parte del velamen y del cordaje de la nave.

– Afortunadamente, –siguió comentando,– ahora nos desplazamos en una embarcación más sólida y resistente que las anteriores en las que he estado, con unos pocos años de navegación a sus espaldas y con un potente casco.

 

Efectivamente nuestra nao es bastante segura: tres palos: mayor, mesana y trinquete. Una quilla de algo más de cuarenta codos. Veinte codos de manga de tabla a tabla. Un puntal de quince desde el solar hasta el puente. Con las velas mayores triangulares.

Curiosamente, algunas de las velas menores lo eran cuadrangulares, de las llamadas a la portuguesa.

–Nuestro capitán sostenía que, combinar los dos tipos de velas hacía mucho más veloz la embarcación, con cualquier tipo de viento, siempre que éstas se desplegaran, en el momento y forma adecuada, y con la suficiente habilidad.

Algo, –manifestaba con orgullo,– para lo que nuestros marineros estaban entrenados.

 

Pasado un periodo de tiempo amplio, –pensé que nunca se terminaba,– la mar empezó a calmarse. Yo, como era habitual cuando surgían contratiempos durante las tormentas, había estado intentando ayudar en todo aquello que era menester.

Terminada la borrasca, empapado hasta los tuétanos me retiré a mi pequeño alojamiento a cambiarme de ropa y descansar un poco.

Éste lugar, en el que normalmente duermo, es un pequeño pero precioso aposento. Está cerca de cubierta, en la proa de la nave en la que navegamos habitualmente, para llevar a cabo nuestros quehaceres comerciales al servicio de los Likona.

Ha sido mi refugio íntimo durante unos cuantos años.

Durante la tormenta había estado preocupado. No me hubiera hecho ninguna gracia que, en la que iba a ser mi última singladura por estos mares, los propósitos y decisiones que tenía previstas, para el inmediato futuro, se trastocaran por un temporal de más o menos.

La borrasca había sido incómoda, –creo que, por primera vez en mis viajes por el mar, tuve algo de miedo.–

Satisfecho ya, con ropa seca, –me había logrado quitar la mojada con cierta dificultad,– me incliné sobre el jergón que me servía de cama, y ajusté y mullí la almohada, con el ánimo predispuesto a descansar. Intentaría dormirme.

Entré en una especie de duermevela durante un buen rato.

Desconozco el tiempo que tardé en caer en los brazos de Morfeo. Hasta conseguirlo le di cien vueltas, con aspas imaginarias, a un cúmulo de recuerdos que, hacía avanzar y retroceder en remolinos, sin orden y concierto, una serie de los acontecimientos de lo que había sido, hasta ahora, mi vida.

Recordé, en esa disposición tan singular, el entorno de mi infancia y juventud, con saltos en la memoria, hacía atrás y hacía adelante, teñidos de no poca nostalgia...

 

Hacía más de una década que habíamos llegado mi familia y yo, Rodrigo López Alves de Vila Nova, desde Oñate a Argui, un caserío situado al lado del río, en uno de los extremos del municipio de Arroyos de Monte Real.

La estancia en el lugar los primeros años fue, sin duda, difícil: frío, sabañones, sueño, comida justa, un cierto desorden y algún desapego familiar…

Un viaje de Diego, –una especie de preceptor que teníamos en casa,– y mi padre a la Meseta, de bastante duración, cambiaron, para bien, nuestros tiempos de penurias.

Volvieron ambos con buen ánimo, mayor seguridad en sus decisiones, las alforjas llenas y un puesto para mi padre como oficial contador en los muelles del municipio.

Su trabajo lo llevaría a cabo tanto en el pequeño puerto, al lado des hospital, cercano al lugar donde vivíamos, como en el puerto de la villa, a la que pertenecían los terrenos que nuestra familia ocupaba, propiedad de los condes de Oñate.

La finca, cuya casa Torre era nuestra vivienda, se encontraba muy cerca del camino Real que conduce a dicha localidad, los Arroyos, que está bañada por las aguas del mar Cantábrico, en su costa.

Es una villa de realengo que está situada junto a la desembocadura de la ría que pasa cerca de nuestra casa. Ocupa la falda más suave de una atalaya que se conoce con el nombre de Santa Catalina y cuanta con: un gran puerto, astilleros y docenas de almacenes y lonjas.

La pueblan numerosos habitantes: gentes del común, marineros bragados en todo tipo de tempestades, oficiales representativos de los más diversas actividades, comerciantes, algunos muy ricos, que compran y venden en muchas de las ciudades con ferias de todas las naciones de Europa…

 

Hasta el muelle, cercano a nuestra vivienda, en el barrio de Santuola, y algo más allá, –depende del caudal del río,– se transportan por la ría, en barcas de poca quilla, «alas», las mercancías que llegan al puerto de la villa para ser trasladadas, después, por medio de carros, carretas, o por reatas de animales, hasta las ciudades y pueblos del interior.

Los viajes y los desplazamientos de productos, se hacen, también, en sentido inverso.