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VIKTOR FRANKL

LLEGARÁ UN DÍA
EN EL QUE SERÁS LIBRE

CARTAS, TEXTOS Y DISCURSOS INÉDITOS

Edición
ALEXANDER BATTHYÁNY

Traducción
MARÍA LUISA VEA SORIANO

Herder


Título original: Es kommt der Tag, da bist du frei. Unveröffentlichte Briefe, Texte und Reden

Traducción: María Luisa Vea Soriano

Diseño de portada: Gabriel Nunes

Edición digital: José Toribio Barba

© 2015, Kösel-Verlag, del grupo Random House, Múnich. A través de la agencia literaria Ute Körner

© 2018, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN digital: 978-84-254-4189-9

1.ª edición digital: 2019

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Herder

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Para Elly, que fue capaz de convertir al antiguo «homo patiens»
en un homo amans. Viktor


ÍNDICE

Introducción

Nota del editor

«TESTIGOS DE SU TIEMPO». Junio de 1985

CORRESPONDENCIA 1945-1947

Liberado del campo de concentración

Lo que os quedaba por sufrir, debo sufrirlo yo ahora

Una persona a mi lado que fue capaz de darle la vuelta a todo

TEXTOS Y ARTÍCULOS 1946-1948

¿Qué opina el psicoterapeuta sobre su tiempo?

Sobre el sentido y el valor de la vida

Sobre el sentido y el valor de la vida III

¿Vivimos de forma provisional? No, estamos obligados a hacerlo

El valor de la vida y la dignidad humana

El análisis existencial y los problemas de nuestro tiempo

La cuestión de los prisioneros perseguidos por motivos raciales

Por última vez: la ventana empañada

Un psicoterapeuta responde a cuestiones actuales

Die Furche y Spinoza

El culpable no es el ladrón, sino aquel a quien le han robado

Los asesinos están entre nosotros

DISCURSOS CONMEMORATIVOS 1949-1988

In memoriam

Reconciliación también en nombre de los muertos

Todas las personas de buena voluntad

Vida y obra de Viktor E. Frankl

Acerca del editor

Bibliografía

Índice de imágenes

Otras obras de Viktor E. Frankl


¡Oh, Buchenwald! No nos lamentamos ni nos quejamos
y, sea cual sea nuestro destino,
queremos decir sí a la vida,
porque llegará un día en el que seremos libres.

Estribillo de la Canción de Buchenwald

Viktor E. Frankl


INTRODUCCIÓN
por Alexander Batthyány

En el campo nos habíamos confesado unos a otros que ninguna dicha en esta tierra podía compensar toda la desgracia padecida. No esperábamos encontrar la felicidad, no era eso lo que infundía valor y sentido a nuestro sufrimiento, a nuestro sacrificio, a nuestra agonía. Pero tampoco estábamos preparados para la infelicidad. Ese desencanto, con el que se topó un número nada desdeñable de prisioneros, resultó una experiencia muy dolorosa y difícil de llevar, y también muy difícil de tratar para un psiquiatra. Pero esto no debería desalentar al psiquiatra, sino constituir un mayor estímulo.

Transcurrido el tiempo, llegó el día en que, al volver la vista atrás, hacia la espeluznante experiencia del campo, a los prisioneros les resultaba imposible comprender cómo consiguieron soportar todo aquello. Y del mismo modo que la liberación les había parecido un bello sueño, sentían ahora las atroces vivencias del campo como una lejana pesadilla.

Después de describir la psicología del prisionero del campo de concentración, hemos de reconocer que salir de aquel mundo ignominioso y volver al calor del hogar producía una maravillosa sensación de fortaleza interior. Tras haber soportado increíbles sufrimientos, ya no había nada que temer, excepto a Dios. (Frankl, 1946b: 122)

Con estas líneas termina El hombre en busca de sentido, la crónica sobre el Holocausto que Viktor Frankl escribió en 1945. En cambio, el libro no menciona, o lo hace solo brevemente, lo que ocurrió inmediatamente después, el motivo por el que Frankl regresó a su Viena natal, cómo vivió el antiguo prisionero los primeros días, semanas y meses posteriores a su liberación y en qué circunstancias vitales escribió su famosa crónica sobre el Holocausto. De hecho, todo esto ha permanecido hasta ahora oculto o completamente desconocido para la mayoría de los lectores.

Por este motivo, Viktor Frankl recibió durante sus conferencias numerosas preguntas acerca de la época inmediatamente posterior a su liberación del campo de concentración. Con el paso de los años y conforme aumentaba la distancia con respecto a los acontecimientos, Frankl fue hablando cada vez más abiertamente sobre estas primeras semanas y meses en libertad. Fue a comienzos de la década de los noventa cuando Frankl permitió por primera vez que se examinaran y publicaran notas personales y cartas de su archivo privado, obviamente convencido de que la etapa del regreso a casa, a la que hasta el momento apenas se había prestado atención, merecía ser preservada del olvido; y quizá también con la esperanza de que el hecho de conocerla pudiera aportar valor y confianza en sus propias vidas a aquellos a los que la lectura de El hombre en busca de sentido había aportado ya fuerza y consuelo.

A la luz de las anteriores consideraciones, el presente libro reconstruye a partir de cartas y documentos en parte inéditos del archivo personal de Viktor Frankl en Viena algunas de las estaciones más importantes y motivos centrales de su liberación y vuelta a casa. El libro tiene también la intención de corregir un determinado relato, muy divulgado pero a veces demasiado simplista, sobre la vida de Frankl durante los primeros años de la posguerra. De hecho, en este sentido, algunos de los textos y cartas aquí publicados contienen informaciones que resultarán sorprendentes también para los conocedores de la biografía de Frankl, en la medida en que invitan, por ejemplo, a una lectura más cuidadosa sobre lo «fácil» que le resultó a Frankl regresar a la libertad después de que terminara su vida como prisionero en cuatro campos de concentración (Terezín, Auschwitz, Kaufering y Türkheim). Sus primeros posicionamientos políticos y conferencias muestran a su vez que la postura de Frankl respecto a la cuestión de la culpa, la responsabilidad y la reparación colectivas es mucho más compleja de lo que en muchas ocasiones se ha mostrado hasta ahora. Por consiguiente, el presente volumen, en cuanto complemento y continuación de El hombre en busca de sentido, aporta algo de luz sobre una fase de la obra y la vida de Viktor Frankl, por lo general, menos conocida.

Los textos reunidos en este libro se dividen en tres partes. La primera, biográfica, contiene cartas y poemas de la época de 1945 a 1947; la segunda, conferencias, entrevistas y comentarios de 1946 a 1948 sobre la temática del Holocausto, el nazismo y la Segunda Guerra Mundial; y la tercera, discursos conmemorativos de los años 1949 a 1988.

La primera parte está precedida por un testimonio de Frankl de 1985. Esta conferencia esclarece el contexto biográfico e histórico de los textos presentados en este volumen mediante un breve resumen de la vida de Frankl entre 1938 y 1945.

1. CORRESPONDENCIA 1945-1947

La primera parte describe a partir de cartas escritas entre 1945 y 1947 el camino de regreso, tan solo esbozado en los últimos párrafos de El hombre en busca de sentido. Hacia el final de la primera parte del libro, Frankl insinúa la dificultad que entraña ese camino:

¡Pobre de aquel que no encontró a la persona cuyo recuerdo le infundía valor en el campo! ¡Desdichado quien descubrió una realidad totalmente distinta a la añorada en los años de cautiverio! Quizá subió en un tranvía y se dirigió a la casa de sus recuerdos, llamó al timbre, como había soñado tantas veces en el Lager, pero no halló a la persona que debía abrirle, no estaba allí, nunca volvería. (Frankl, 1946b: 121-122)

Estas líneas adquieren una importancia aún mayor cuando se leen teniendo presente la biografía de Frankl. Él presenció la muerte de su padre en Terezín, pero hasta el último momento tuvo la esperanza de que su madre y su primera mujer, Tilly Frankl, de soltera Grosser, hubieran sobrevivido al campo. En una de las primeras cartas escritas tras su liberación que se conservan, Frankl alude a esta esperanza y al consiguiente «cargo de conciencia» que le empujaba a ir a buscarlas a Viena para justificar su despido precipitado del hospital militar de las tropas aliadas en Bad Wörishofen (Baviera), en el que trabajó como médico durante las semanas posteriores a su liberación (véase la carta no fechada de 1945 al capitán Schepeler).

Solo después de abandonar toda esperanza de volver a ver a su madre y a su esposa —estando aún en Múnich, se enteró de que su madre había sido asesinada en Auschwitz e inmediatamente después de regresar a Viena supo que su primera mujer, Tilly, había muerto en Bergen-Belsen semanas después de la liberación, a consecuencia de su estancia en el campo—, Frankl ya no hablará más de su supervivencia como una bendición, sino como una carga. Todo lo que le quedaba ahora era el compromiso con la tarea de su obra intelectual (la logoterapia y el análisis existencial) y la escritura de Psicoanálisis y existencialismo, que ya había comenzado antes de la deportación:

Puedo entenderlo si me imagino como un niño que debe quedarse castigado en la escuela: los demás ya se fueron y yo sigo allí, tengo que terminar los deberes y entonces podré irme a casa. (23 de junio de 1946)

Y:

Para mí no existe felicidad en esta vida desde los martirios de mi madre y mi esposa. No me ha quedado nada, excepto el compromiso de completar mi obra intelectual, aún y a pesar de todo, o quizá precisamente por todo lo que tengo que sufrir. (1945)

Efectivamente, tras su regreso a Viena, Frankl fue extraordinariamente productivo. Entre 1945 y 1949 publicó ocho libros, entre ellos alguna de las obras fundamentales de la logoterapia y el análisis existencial, y pronunció numerosas y célebres conferencias ante el público y en la radio, tanto dentro como fuera del país. Además, en febrero de 1946 pudo retomar su actividad como médico y fue nombrado director del departamento de neurología del Hospital Policlínico de Viena, puesto que ocupó durante veinticinco años hasta su jubilación en 1970.

Pero, como ya se ha dicho, los éxitos profesionales y científicos son solo una parte de la vida de Frankl tras su liberación. La otra parte, a menudo ignorada también por la recepción contemporánea de Frankl, aparece, sobre todo, y de manera aún más señalada que sus éxitos externos, en las primeras cartas a su hermana y a sus amigos íntimos. En ellas Frankl habla abiertamente de la soledad y de las angustias que le invaden tras su regreso a Viena: el dolor por sus familiares, su primera mujer y los muchos amigos que no sobrevivieron a la persecución nazi.

Sin embargo, a partir de 1946 las cartas documentan cómo la relación con su futura segunda esposa, Eleonore Schwindt, y el nacimiento de su hija Gabriele en diciembre de 1947 le dan cada vez más fuerza y valor. En una carta a Rudolf Stenger, Frankl describe el encuentro con Eleonore como el punto de inflexión decisivo tras su liberación:

Desde hace unos días no puedo volver a hablarte de cómo «estaba», pues hace poco que las cosas «son» diferentes, seguro que ya sabes a qué me refiero. [...] [D]esde entonces —con este dato es suficiente por hoy— hay una persona a mi lado que ha sido capaz de darle de golpe la vuelta a todo. (Cf. la carta a Rudolf Stenger del 10 de mayo de 1946, infra, pp.. 83-85)

No obstante, la sombra de las experiencias vividas sigue siendo claramente visible después de este punto de inflexión. Tras consultarlo con su hermana, que estaba viviendo en Australia, Frankl hace los preparativos para, en caso de que la historia se repitiera, poder emigrar allí sin demora junto con su mujer Eleonore y su hija Gabriele, y prepara asimismo un archivo notarial en casa de su hermana para asegurar la conservación de sus trabajos científicos bajo cualquier circunstancia (haciendo referencia, obviamente, a una nueva amenaza política).

2. TEXTOS Y ARTÍCULOS (1946-1948) y DISCURSOS CONMEMORATIVOS (1949-1988)

Un motivo recurrente en las primeras cartas de Frankl posteriores a su liberación es la idea de que, además de escribir libros —como superviviente del Holocausto y, sobre todo, como médico—, tenía la «obligación» de llevar a cabo un «trabajo de reconstrucción psicológica».

Esta labor de reconstrucción psicológica giraba básicamente en torno a tres temas: la responsabilidad individual, política y social, el sufrimiento y la culpa. Pues a la preocupación de Frankl y de otros muchos liberados por la superación del sufrimiento se añadía —a menudo de manera no menos acuciante— la cuestión de la culpa de los otros y, con ello, el problema de cómo debían enfrentarse los supervivientes a sus respectivos pasados recientes. Las sociedades austriaca y alemana posteriores a 1945 se encontraban profundamente divididas ante esta situación: en un lado estaban aquellos que habían padecido inconcebibles dolores y humillaciones; en el otro, los que habían permitido o causado directa o indirectamente este sufrimiento; y dentro de este último grupo se encontraban, a su vez, aquellos que se arrepentían sinceramente de los problemas causados, pero ahora se veían enfrentados aún más al peso de la culpa y la responsabilidad. La Segunda Guerra Mundial y el Holocausto se convirtieron así en momentos históricos excepcionales de confrontación existencial con el dolor, la culpa y la muerte —millones de personas los habían sufrido; muchos eran culpables y casi todas las familias tenían muertos que lamentar—:

La Segunda Guerra Mundial se encargó de impulsar [la] divulgación [de las preguntas existenciales], actualizar[las] y, aparte de esto, radicalizarla[s] en extremo. Cuando nos preguntamos por qué ocurrió todo esto, debemos tener presente que la Segunda Guerra Mundial siempre significó algo más que la mera experiencia del frente: para el «interior» (que ahora ya no existía) supuso la experiencia de los refugios antiaéreos y de los campos de concentración. (Cf. infra, p. 176)

Cuando Frankl retoma estos temas tras su regreso, llama la atención el hecho de que, aunque reconoce desde el principio el contexto y carácter único del Holocausto, advierte al mismo tiempo a sus oyentes y lectores sobre la urgencia, más allá de las circunstancias concretas, de plantearse las cuestiones existenciales, que no surgen por primera vez con el Holocausto, sino que simplemente se ven «radicalizadas» por él. Hay un pasaje clave en el que Frankl expone esta dialéctica entre la historicidad y la atemporalidad de esas cuestiones que tan apremiantes se volvieron tras los acontecimientos ocurridos entre 1938 y 1945:

Y se equivoca también aquel que piensa que fue el nazismo el que creó el mal: esto sería sobrevalorar el nazismo, porque este nunca fue creativo, ni siquiera para lo malo. El nacionalsocialismo no creó el mal, solo lo fomentó, probablemente como ningún otro sistema lo había hecho hasta entonces. (Cf. infra, p. 186)

Lo que es válido para el mal puede aplicarse también, por consiguiente, al sufrimiento y la culpa resultantes. Estos alcanzaron en el Holocausto una dimensión única en la historia, pero, en esencia, son determinantes constantes de la existencia humana. La «tríada trágica» —sufrimiento, culpa y muerte— es parte de la experiencia humana; nadie se libra de ella.

Por lo tanto, cuando Frankl aborda este problema, no lo hace pensando solo en cómo deberían responder a la tríada trágica los supervivientes de la guerra y el Holocausto, sino el ser humano en general, pensando, pues, si vale la pena y tiene sentido vivir una vida que tarde o temprano será conducida hasta los límites de lo comprensible y soportable.

La respuesta a esta pregunta aparece en otro pasaje clave, en el que Frankl formula también el motivo central del «optimismo trágico», que constituye la base argumentativa que debería capacitar al ser humano para «a pesar de todo, decir sí a la vida»:

Señoras y señores, no creo estar cometiendo un error si hablo en este momento de forma personal; de hecho creo que debo hacerlo para facilitarles de este modo la comprensión de lo que voy a exponerles. Pues bien: en el campo de concentración había muchos y muy complejos problemas, pero en última instancia la máxima preocupación para los prisioneros era: «¿Sobreviviremos? Pues solo en ese caso tendría sentido nuestra vida». En cambio, para mí el problema era otro, justamente el contrario: ¿tienen sentido el sufrimiento y la muerte?

Pues solo entonces tendría sentido sobrevivir. Dicho de otro modo: una vida con sentido —con sentido en cualquier caso— es la única que para mí merecía ser vivida; por el contrario, una vida cuyo sentido depende del más puro azar —de si uno logra salvar la vida o no—, una vida con tan dudoso sentido no me merecería la pena aunque lo lograra...

Si mi convicción acerca del sentido incondicional de la vida —un sentido hasta tal punto incondicional que incluye el sufrimiento y la muerte, aparentemente tan absurdos— superaba esa prueba tan sumamente dura, si superaba ese, permítaseme expresarlo así, experimentum crucis que fue el campo de concentración, entonces se mantendría para siempre. Si esa convicción mía acerca del sentido incondicional de la vida, el dolor y la muerte no hubiera superado la prueba, entonces estaría sin duda total e irremediablemente desilusionado. Pero mi convicción superó la prueba, pues si no hubiera conservado la vida, no estaría ahora ante ustedes; pero si no hubiera conservado esa convicción, entonces no les estaría hablando hoy...

Este giro de la cuestión del sentido del sufrimiento conduce a Frankl de una mirada exclusiva a la condicionalidad del ser humano (el «más puro azar») al segundo tema central de su obra de posguerra: el poder de decisión y la responsabilidad del ser humano ante sus acciones y omisiones pasadas y presentes.

Pero en vista de todo aquello por lo que muchos tuvieron que responder después de 1945, era necesario antes que nada abordar la resistencia y aversión generalizadas a realizar un balance honesto de las propias actuaciones. En efecto, después de 1945 muchos austriacos siguieron el camino aparentemente más fácil —y al mismo tiempo incierto— de negar su responsabilidad en los desastres y el sufrimiento causados por el régimen nazi, atribuyendo esta responsabilidad exclusivamente a los alemanes. Sin embargo, esta dejación de responsabilidades no responde a la realidad histórica. Por consiguiente, Frankl —especialmente desde su perspectiva de superviviente de cuatro campos de concentración— no podía ofrecer un gran alivio a aquellos austriacos que pretendían exigir responsabilidades a los nazis alemanes en general, pero no a los austriacos:

[Sería mejor no hablar demasiado] del sufrimiento que los alemanes causaron en Austria, sino preguntar antes a las propias víctimas, a los austriacos que estuvieron prisioneros en los campos de concentración, y estos le contarán que las SS de Viena eran las más temidas de todas. [Habría que] preguntar a los judíos austriacos que estuvieron en Viena el 10 de noviembre de 1938 y que luego, en los campos, escucharon de sus correligionarios alemanes que ese mismo día las SS alemanas, que obedecían las mismas órdenes superiores, actuaron de un modo mucho más benévolo.

[...]

Sé que corro el riesgo de que mis comentarios se malinterpreten y se entiendan como alta traición. Todo austriaco consciente de su responsabilidad debe contar con este malentendido en cuanto sospeche la gran amenaza actual: ¡el fariseísmo austriaco! (Cf. infra, p. 203)

Esa parte menos conocida de la obra de posguerra de Viktor E. Frankl a la que nos referíamos al principio sale a la luz principalmente en sus textos acerca de la responsabilidad política.

En ellos, Frankl no adopta tanto el papel de psicólogo como el de observador político:

Muchos de nosotros, los pocos supervivientes de los campos, estamos llenos de decepción y rencor. Decepción, porque nuestra desgracia todavía no ha terminado, y rencor, porque la injusticia todavía perdura. Puesto que muchas veces no puede hacerse nada contra la desgracia que nos esperaba a nuestro regreso, con más motivo aún tenemos que actuar contra la injusticia y despertarnos del letargo al que la decepción y el rencor amenazan con arrojarnos.

Con frecuencia, parece que los prisioneros de los campos de concentración, que en alemán han sido etiquetados con la hermosa palabra de kzler, son vistos ya como figuras anacrónicas de la vida pública. Me explico: el prisionero de un campo de concentración es y seguirá siendo un tipo actual mientras siga existiendo en Austria un solo nazi, ya sea encubierto o, como vemos de nuevo, declarado. Somos la personificación de la mala conciencia de la sociedad.

Los neurólogos sabemos muy bien que el ser humano tiende a, como diría Freud, «reprimir» su mala conciencia. Pero nosotros no nos dejaremos reprimir. Construiremos una comunidad de lucha, una comunidad suprapartidaria con un enemigo común: el fascismo. (Cf. infra, pp. 197-198)

Para el ser humano, el «letargo» y la huida de las responsabilidades suponen un peligro no solo a nivel político y social, sino también psicológico y existencial y, por otra parte, ponen al psiquiatra ante el reto de resguardar a las personas, fatigadas y confundidas a causa de la experiencia de la culpa y el sufrimiento, de recluirse en la falta de compromiso propia de actitudes vitales basadas en la provisionalidad y el fatalismo:

Esta generación ha vivido dos guerras mundiales con cambios «revolucionarios» de por medio, inflaciones, crisis económicas mundiales, paro, terror, épocas de preguerra, guerra y posguerra. Demasiado para una sola generación. ¡En qué debería creer aún para poder construir algo! Ya no cree en nada. Solo espera.

Antes de la guerra se decía: «¿Ponernos a hacer algo ahora, ahora que en cualquier momento puede estallar una guerra?». Durante la guerra se decía: «¿Qué podemos hacer ahora? Nada que no sea esperar a que acabe la guerra, esperar, y ya veremos». Y apenas terminó la guerra se decía de nuevo: «¿Y ahora deberíamos hacer algo, ahora que todo es provisional?». (Cf. infra, pp. 167-168)

Gracias a numerosos estudios psicológicos, sabemos que la actitud existencial de provisionalidad en los años de la posguerra debió ser un grave problema psicológico masivo; pero también sabemos que este problema no se dio solo en los años de posguerra, sino que puede observarse, sobre todo, de manera aparentemente paradójica y en proporciones alarmantes, en tiempos de relativa prosperidad. Al igual que la argumentación de Frankl sobre el optimismo trágico, su llamamiento a la observación consciente de la responsabilidad personal y social del individuo tampoco ha perdido su vigencia histórica ni psicológica. De hecho, en vista de la resignación y el rechazo a la vida cada vez más extendidos, parece más actual que nunca y puede hacerse valer también para los textos sobre la patología del Zeitgeist: el motivo de su redacción es único en la historia, pero el mensaje es sumamente actual.

La historia de los orígenes y de la repercusión de El hombre en busca de sentido es una muestra de que para el propio Frankl sus textos, a primera vista históricos, tenían validez más allá del contexto histórico de la época. Aunque el libro describe la historia de un individuo, la intención de Frankl, según él mismo afirmaba, no era tanto hacer una narración personal de sus experiencias en cuatro campos de concentración, sino ilustrar con un ejemplo concreto la idea fundamental de la logoterapia: que ni siquiera la peor de las desgracias es suficientemente poderosa para poner en duda el sentido potencial de la existencia y la dignidad incondicional de todo individuo.

Quería mostrar al lector [...] por medio de un ejemplo concre­to que la vida siempre —incluso en las peores circunstancias— tiene potencialmente sentido. Y pensaba que si lograba mostrarlo a través de una situación tan extrema como la de un campo de concentración, lo que decía mi libro sería escuchado. Sentía que tenía la responsabilidad de escribir y dejar constancia de lo que tuve que padecer, pues creía que tal vez podría servir de ayuda a personas que se encontraran cercanas a la desesperación. (Frankl, 1992)

Esperamos que las cartas y textos procedentes del archivo privado de Frankl en Viena y publicados por primera vez en esta compilación cumplan con la intención del autor al escribir su libro sobre los campos de concentración y sean capaces de mostrar, del mismo modo que su testimonio, El hombre en busca de sentido, que:

No hay ninguna situación, por excepcional que sea, que no entrañe un sentido potencial, aunque este consista tan solo en dar testimonio de la capacidad humana de transformar la tríada trágica «sufrimiento-culpa-muerte» en un triunfo personal. (Frankl, 1993)

Y:

Mientras el hombre respira, mientras sigue estando consciente, es responsable de dar una respuesta a la pregunta de la vida. Esto deja de sorprendernos en el momento en que recordamos cuál es el hecho humano fundamental: ¡ser humano no es otra cosa que ser consciente y responsable!


NOTA DEL EDITOR

Los textos de las partes II y III del libro son apuntes o transcripciones de conferencias o artículos, bien impresos, bien destinados originalmente a ser impresos. En el caso de las cartas (parte I) y los facsímiles e imágenes del archivo privado de Frankl en Viena, se trata de documentos que inicialmente no estaban destinados a su publicación. En vista de la gran cantidad de correspondencia todavía inédita, el editor, previa consulta con la familia de Viktor Frankl, ha ido decidiendo caso por caso las cartas que se incluirían o no en la presente recopilación, siguiendo básicamente las especificaciones del propio Frankl respecto al manejo de los documentos, sobre todo las cartas, del archivo privado. La decisión de publicar algunas de las cartas escritas tras su liberación (1945-1947) se tomó considerando el hecho de que Frankl autorizó en vida la publicación de la correspondencia completa con Wilhelm Börner y facilitó a su biógrafo, Haddon Klingberg, fragmentos de otras cartas.

Asimismo, nos hemos permitido acortar ligeramente algunos textos, por un lado, sobre todo en la parte II, para evitar repeticiones, y por otro, porque fue necesario suprimir partes del texto, principalmente en las cartas impresas de la parte I. No se citan nombres propios ni referencias a personas privadas (con la excepción de personas de la vida pública y del mundo de la ciencia, familiares y compañeros de Frankl durante muchos años) ni direcciones. Igualmente, se omiten los contenidos privados —sobre todo asuntos familiares internos— que un lector de las cartas que careciera de conocimientos detallados de las circunstancias familiares de Frankl no hubiera podido deducir. Dejando aparte estas mínimas omisiones, el editor ha reproducido las cartas al completo. Los fragmentos suprimidos se señalan mediante corchetes: [...].

Al final de algunos de los textos aparecen comentarios del editor que aportan información sobre las fechas y circunstancias de la redacción y hacen referencia a otros textos de este mismo libro, en los casos en los que ha sido posible o necesario establecer esta conexión. Además de estos breves comentarios sobre el contexto histórico, algunos de los textos y cartas contienen notas explicativas del editor. Por su parte, las notas originales del autor están marcadas del siguiente modo: (N. del A.).


«TESTIGOS DE SU TIEMPO». JUNIO DE 1985
Conferencia de Viktor E. Frankl
Estudios ORF de Salzburgo

En los años treinta, con el Estado austrofascista (Ständestaat), llegó la prohibición del Partido Socialdemócrata. En aquel momento se había intentado restar fuerza a los nazis, de los que ya había unos cuantos ilegales en Austria, adoptando su propio antisemitismo. Y pese a todos los principios morales que se le debería haber opuesto a esto, en aquella época, a mí, por ejemplo, que había trabajado durante casi cuatro años en el Hospital Psiquiátrico de Steinhof, siempre se me ignoró por el hecho de ser judío y no se me nombró funcionario público a pesar de mi cualificación y de mis publicaciones. En 1937 me establecí como especialista en neurología y psiquiatría, abriendo una clínica privada. Pero esto no duró mucho, porque en 1938 llegó la anexión, que para mí tuvo unas consecuencias realmente singulares. La mañana de ese mismo día, estando yo todavía en el Hospital Psiquiátrico Universitario del doctor Otto Pötzl, el profesor Karl Nowotny, conocido representante de la psicología individual , vino a verme después de su visita y me dijo: «Señor Frankl, ¿podría usted dar una conferencia en mi lugar esta noche en el Urania? Yo no puedo». Le pregunté: «¿Cuál es el tema?». Y él respondió: «El nerviosismo como fenómeno de nuestro tiempo».

Esa tensión y ese nerviosismo estaban en el aire el día de la anexión. Yo podía hacerlo, puesto que el edificio Urania se encontraba tan solo a diez minutos a pie de mi casa. Sin imaginar lo que podía ocurrir, ese día entré en la sala de conferencias, empecé con la charla y veinte minutos después alguien abrió de golpe la puerta de par en par, se detuvo ante ella con las piernas abiertas y las manos apoyadas en las caderas y me miró fijamente, enfurecido. Era un hombre de la SA [Sturmabteilung].1 Nunca hasta entonces había visto algo así.

Acto seguido, en solo unas fracciones de segundo, se me pasó por la cabeza que de estudiante había conocido al profesor doctor Fremel. Por aquel entonces los estudiantes de medicina todavía no debíamos examinarnos de la asignatura de otología. Teníamos que matricularnos, pero no era necesario estudiar. Así que, en su debido momento, fuimos a que el profesor Fremel nos firmara el certificado, y este nos dijo: «Aquí tienen la firma. Pero quédense un momento. Les contaré algo sobre el tímpano». ¿Qué íbamos a hacer? Nos quedamos de pie un rato y él empezó a hablarnos del tímpano. Y ya no pudimos alejarnos de él. Estábamos fascinados, cautivados, y nos quedamos allí, de pie. ¡Cómo podía una persona hablar así sobre el tímpano! Era increíble.

En ese momento pensé: «¡Qué diablos! Voy a continuar hablando tranquilamente y voy a hacerlo de manera que ese hombre de la SA se detenga y me escuche». Lo crean o no, ese hombre permaneció allí escuchando cuarenta minutos, de pie en la puerta, con las piernas abiertas y la mirada furiosa. No me hizo nada, ni siquiera interrumpió la conferencia. Así que ya ven todo lo que se puede hacer cuando uno cree que es posible hacerlo.

Más tarde, el doctor Felix von Frisch, prestigioso investigador de la epilepsia, que había emigrado a Inglaterra, me nombró médico jefe de la sección de neurología del Hospital Rothschild. Permanecí allí hasta 1942, año en que se cerró el hospital y fui enviado junto con mis ancianos padres al campo de Terezín.

Cuando nos deportaron, oí decir a mi padre, con una sonrisa en el rostro, las siguientes palabras: «Si Dios así lo quiere, que así sea». Esta es una descripción fenomenológica de un hecho. A mi entender, mi padre —que era una persona liberal, pero verdaderamente religiosa— quería expresar su confianza absoluta en el sentido último de la existencia. En aquel momento mi padre tenía mi edad actual. Yo no sé qué diría hoy si tuviera que emprender inesperadamente ese viaje.

Mi padre murió de hambre en Terezín a la edad de 81 años. Sin embargo, lo que desencadenó finalmente su muerte fue una grave neumonía. Cuando estaba moribundo, fui a verlo por la noche a su barracón, a pesar de que teníamos prohibido salir. Entonces ya estaba en edema pulmonar —eso que vulgarmente llamamos «agonía»—.

Lo indicado en ese momento, al menos médicamente, era administrarle morfina. Yo había introducido clandestinamente en el campo una ampolla de morfina. Sabía que eso proporciona alivio durante la agonía —sobre todo en lo que respecta a la dificultad para respirar—. Esperé hasta que la morfina empezó a hacerle efecto y le pregunté:

—¿Quieres decirme algo más?

—No, gracias —me respondió.

—¿Quieres preguntarme algo?

—No, gracias.

—¿Te duele algo?

— No, gracias.

—¿Estás bien?

—Sí.

Baja en el padrón municipal de Viena de Elsa, madre de Viktor E. Frankl, tras su traslado a Terezín.

Salí de allí a hurtadillas, sabiendo que a la mañana siguiente ya no lo encontraría con vida. Y al marcharme de allí y regresar a mi barracón tuve por primera vez esa sensación que Maslow llamaría una experiencia cumbre —una satisfacción absoluta—. Estaba feliz. Era una sensación maravillosa. Había hecho lo que tenía que hacer y había conseguido estar con mi padre hasta el último momento en que estuvo consciente.

Al fin y al cabo, me había quedado en Viena por mis padres. Podría haberme marchado.

Había esperado durante años conseguir un visado que me permitiera entrar en los Estados Unidos. Finalmente, poco antes de que los Estados Unidos entraran en la guerra, recibí un requerimiento escrito para presentarme en el consulado de ese país para que se me expidiera el visado. Entonces dudé: ¿debía dejar a mis padres solos? Mientras yo trabajara en el Hospital Rothschild, ellos, como mis parientes más cercanos, estaban a salvo de ser deportados. Así que yo era consciente de lo que les esperaba en cuanto dejara Viena: la deportación a un campo de concentración. ¿Debía, pues, despedirme de ellos y abandonarlos a su suerte? El visado solo era válido para mí. Salí de casa, vacilante, di un pequeño paseo y pensé: «¿Acaso no es esta la típica situación en la que se necesitaría una señal del cielo?». Cuando llegué a casa me fijé en un pequeño trozo de mármol que había encima de una mesa.

—¿Qué es eso? —dije, dirigiéndome a mi padre.

—¿Esto? Ah, lo he sacado hoy de un montón de escombros, allí donde estaba la sinagoga que quemaron los nazis, y he pensado: «Es algo sagrado, no puedo dejarlo tirado en la calle». Este trozo de mármol es parte de las Tablas de la Ley. Si te interesa, puedo decirte a cuál de los diez mandamientos pertenece esa letra hebrea que tiene grabada, porque solo hay un mandamiento que comience con ella.

—¿Y cuál es? —apremié a mi padre.

A lo que él me contestó:

—«Honrarás a tu padre y a tu madre para que tus días se prolonguen en la tierra...».

Así que me quedé «en la tierra» con mis padres y dejé que caducara mi visado.

Todavía pasaron dos años después de esto, y durante ese tiempo mis padres pudieron quedarse en Viena. Naturalmente, me arriesgaba a tener que ir después con ellos a un campo de concentración. Pero valió la pena, y esto se confirmó en el instante en el que me despedí de mi padre en Terezín. Para mí fue fácil tomar la decisión. Y acerté. Tenía un sentimiento de felicidad indescriptible. Imagínense que su padre muere y ustedes se sienten felices. En estos casos ocurren cosas así. En situaciones anormales, una reacción anormal es lo normal, o en este caso: lo correcto es lo preciso. ¿Y qué ocurrió después? Después me llevaron a Auschwitz.

Cuando llegó la hora de ser transportado a Auschwitz junto con mi primera esposa, Tilly, me estaba despidiendo de mi madre y en el último momento le pedí:

—Por favor, dame tu bendición.

Nunca olvidaré la forma en que ella me dijo, con un grito que le salió de lo más profundo y que solo puedo calificar de fervoroso:

—Sí, sí, yo te bendigo.

Y entonces me dio su bendición. Esto ocurrió una semana antes de que también ella fuera trasladada a Auschwitz.

Me acuerdo perfectamente de mi llegada a la estación de Auschwitz. Estaba delante de Mengele, a un metro o dos de distancia de él. En la rampa, cuando realizaron lo que llamaban la selección, me enviaron a la derecha. Por casualidad, sé por estadísticas posteriores que en aquel momento, en la rampa de la estación, mis probabilidades de sobrevivir eran exactamente de 1 entre 29. Comprenderán que, en una situación así, una persona no tiene sentimientos de culpa por haber sobrevivido (survival guilt), tal y como afirman los psicoanalistas en Estados Unidos, sino que lo que siente es más bien una enorme responsabilidad.

Por lo general, si esa persona entiende realmente la situación y no la olvida, se preguntará un día tras otro si es digna de la misericordia de seguir con vida. Y día tras día se dirá que, a pesar de todos los esfuerzos, realmente no lo es. Por lo tanto, existe una survival responsibility, una responsabilidad frente a la propia supervivencia, pero no un sentimiento de culpa a priori y menos aún una culpa real.

Solo pasé unos días en el campo de Auschwitz. Después, tras dos días de viaje en un vagón de ganado, me trasladaron a Kaufering, un subcampo dependiente de Dachau. Luego me llevaron a Türkheim. Allí tuve una fiebre muy alta. Solo más tarde supe que se trataba del tifus. En aquel momento pesaba cuarenta kilos y tenía cuarenta grados de fiebre y, como médico, sabía que, si me quedaba dormido o inconsciente por la noche, sufriría un colapso cardiovascular: la presión arterial disminuiría y entonces estaría perdido. Por eso intenté forzarme a mantenerme despierto.

Un compañero había robado unos papeles del cuartel general de las SS —todavía los conservo—. Eran formularios impresos por una cara, pero con la otra cara en blanco. También me había traído de allí un trozo de lápiz. Fue mi regalo de cumpleaños. En el reverso de esos formularios, con ese trozo de lápiz, reconstruí por medio de apuntes escritos en taquigrafía el manuscrito de mi primer libro.

Me había llevado el manuscrito escondido a Auschwitz, cosido en el forro del abrigo. Naturalmente, en Auschwitz tuve que deshacerme de todo: el abrigo, toda mi ropa, todo. Y además nos raparon, en gran parte debido al peligro de contraer tifus. En cualquier caso, el manuscrito se perdió y esto me causó un tremendo dolor. Las probabilidades de supervivencia de ese manuscrito no eran de 1 entre 29, sino, desde el principio, prácticamente nulas. Así que los meses de marzo y abril de 1945, en el campo de Türkheim, pasé el tiempo reescribiendo el libro. Más tarde, después de la liberación, esas notas me fueron de gran utilidad. Como dije, todavía las conservo.

El 27 de abril de 1945 fui liberado por los tejanos y marché a Múnich, donde permanecí hasta que, de manera medio clandestina, regresé a Viena con el primer tren que pude coger. Estando aún en Múnich, me enteré de que habían llevado a mi madre a la cámara de gas. En mi primer día en Viena supe que mi mujer había muerto en Bergen-Belsen, a la edad de 25 años.

Certificado del tiempo de detención de Viktor Frankl
en el campo de concentración de Dachau.
En él aparece su número de prisionero: 119 104.


1 Sturmabteilung («sección de asalto»), organización paramilitar del NSDAP [Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán]. (N. de la T.)


CORRESPONDENCIA
1945-1947