image

image

image

Aventuras de una Supermamá

© 2018, Vanessa Constain Croce

© 2018, Intermedio Editores S.A.S.

Primera edición, marzo de 2018

Edición, diseño y diagramación

Equipo editorial Intermedio Editores

Diseño de portada

Alexánder Cuéllar Burgos

Fotos portada

Shutterstock

Fotografías

Archivo personal familia Constaín Croce

Carola Montoya Londoño

Intermedio Editores S.A.S.

Av Jiménez No. 6A-29, piso sexto

www.eltiempo.com/intermedio

Bogotá, Colombia

Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor.

ISBN: 978-958-757-726-6

Impresión y encuadernación

ABCDEFGHIJ

Diseño epub:

Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Para Aurora, Blanca, Gloria y Floriana.

Contenido

Introducción

LLENAS DE GRACIA

Disciplina positiva ochentera

Alcachofas y educación sentimental

Ella es un volcán

La delicadeza en un Pielroja sin filtro

Nina nana

Una fashionista intelectual

Wonder Woman es señorita

Las madres salvarán el mundo

EMBARAZO

Nueve meses con ruana

En busca de mi instinto maternal

¿Estoy embarazada?… ¡Estoy embarazada!

Ser mamá: expectativa versus realidad

Atravesando el océano: sin barriga y con barriga

Dime con quién andas y te diré qué parto tendrás

Flecha o cruz

Antes del amanecer

Mamá canguro

Pros y contras de estar embarazada

Una mamá del futuro

Señora madre

SOY MAMÁ

Parto

Las tetas de mi vida

VOLVIENDO A SER YO

Tres deseos

Volviendo a ser yo

Un viaje al interior… y gratis

Domestics rocks

Sexo, mentiras y video

Tarro de la calma

La cruzada de mamá yogi contra las chucherías

Bonus track: no estamos solas

Epílogo

Mi pequeña gurú

AGRADECIMIENTOS

Introducción

El despertador suena a las 5:30 de la mañana. No es una alarma, es la trillada canción Sex Bomb de Tom Jones, que le he puesto al reloj para que las primeras notas musicales de la mañana me recuerden que en algún mundo paralelo en el que viví alguna vez, existen otras canciones diferentes a las de Vampirina o a Libre soy de Frozen. Como Clark Kent, no quiero que me reconozcan, así que duermo sin mi traje de Mamatúbela: capa y antifaz. El nombre es una mezcla de Gatúbela y mamá. En cambio, uso una piyama de lana y unas medias calentadoras ochenteras para el frío. El retoño ya se ha despertado y clama por alimento. El marido no puede ayudar porque a esa hora ya ha salido.

Me ducho en cinco minutos y con la puerta del baño abierta. Con mi visión panorámica infrarroja observo y controlo cada detalle del entorno, como Rambo en la selva. Casi puedo oír el ruidito ese de los rayos infrarrojos en las películas. Giro mi cabeza robótica: la criatura: check. Luego oigo un alarido de hambre, el tiempo se agota, me doy duchazos veloces de agua helada de las nalgas hacia abajo para tonificar. Hoy no habrá tiempo para gimnasio. Ayer tampoco, ni anteayer. A la velocidad de la luz me envuelvo una toalla y con un turbante en la cabeza, también de toalla, le doy de comer a mi hija mientras controlo los recibos por pagar. Luego pongo a hacer la secadora de una lavada que olvidamos sacar la noche anterior y a cuyas prendas está a punto de florecerles un moho verde oliva.

Pasando por la sala voy recogiendo una Barbie, un libro de las vocales, el cargador de mi celular. Mientras me visto pienso en las llaves de la casa: están en el sofá de la sala, las tengo que echar al morral antes de salir. Cojo un caucho de pelo rojo que está tirado en la cama y me lo pongo en la mano izquierda para acordarme de coger las llaves.

Sé que todas las teorías de crianza aborrecen la televisión, pero necesito que Aurora coma y se vista en tiempo récord. Le pongo el canal de la BBC para niños, al menos es la BBC, pienso, me siento menos culpable. Estamos ya listas, la meto en el coche y salimos corriendo. Cuando voy por la mitad del corredor, veo que está lloviznado:

–¡El plástico!

Lo cojo, corremos de nuevo.

En el ascensor está mi vecino de cuatro años con su mamá, en las mismas carreras que yo.

–¿Te cortaste el pelo?, me pregunta mirando detalladamente el capul que me saqué ayer a medianoche.

Esos son los efectos de un arranque de imitación luego de cinco minutos en Instagram viendo a las divas con capul.

–Sí, ¿cómo quedé? –le digo sonriéndole.

–Un poquitico feísima, dice el niño con precoz diplomacia. Bajamos una loma empinada y a la velocidad de la luz vamos cantando y esquivando palomas, perros, niños. Dejo a mi hija en el jardín recomendándole a la profesora que le pongan la cachucha si hace sol.

Corro hacia el paradero. ¿Esto vale como cardio del día?, voy tarde para la clase de yoga, ¿le eché la cachucha en la maleta?, el bus ya viene y no he llegado a la parada. Corro más y alcanzo el bus, ¿hoy es 15, hoy no vencía el recibo del teléfono?, me subo y pongo la tarjeta del Sitp en la maquinita:

–Saldo insuficiente.

Le ruego a un señor que por favor pase su tarjeta mientras imploro por tener plata suelta en la billetera para pagarle. Al menos hay una silla vacía, me siento.

Respiro… Finalmente me relajo mirando por la ventana.

De repente, veo el caucho rojo en la muñeca:

–¡Las llaves!… Mierda, dejé las llaves en el sofá.

image

Este libro es sobre la maternidad. La mía, que es relativamente reciente, mi visión, mis apuntes, mis reflexiones. La que me inspiró a empezar un blog en 2014, www.mamatubela.com, en donde empecé a escribir acerca de los cambios que fueron llegando con esa nueva vida: la mía y la de mi hija.

Con el blog empecé a interactuar con mamás de diferentes lugares y contextos. Este libro es sobre mí, sobre ellas, sobre las mamás que conozco. No es la maternidad ideal de las propagandas con mamás divinamente peinadas. Es una maternidad cotidiana, en la que me descubro como una súper heroína de carne y hueso con una cantidad de habilidades y poderes que no pensé tener. O al menos, nunca antes les había sacado tanto provecho. Eficiencia, distribución del tiempo: ningún MBA me habría dado la que me dio la maternidad. Ningún programa de entrenamiento me habría dado la fuerza para soportar con mis 48 kilos de peso una bolsa de mercado de siete kilos en un brazo, una muchachita de seis kilos en el otro y el recibo de parqueadero en la boca.

Este libro no pretende ser un manual o una guía. Es simplemente la historia y las historias de una mamá. Como soy instructora de yoga, tiene los ejercicios y asanas enfocados a las necesidades de las mamás que a mí me funcionaron para aliviar tensiones, relajarme. También tiene recetas, playlist. Es una especie de diario en tres partes. La primera parte, «Llenas de gracia», habla del mundo materno que conocí antes de ser mamá. Ese universo femenino de madres y no madres que me rodearon e inspiraron, cuando la maternidad para mí era algo ajeno y lejano e incierto. La segunda parte es mi embarazo, mi entrada a ese clan unísono de dar vida. La tercera arranca con el nacimiento de mi hija, me estreno como mamá.

Mamatúbela no es una heroína perfecta. Tiene ojeras, vive cansada, quiere dormir, quiere una ducha larga, leer tranquila en el baño una revista de farándula mientras hace pipí. Pero es capaz de muchas cosas, no vuela con capa y antifaz desde el séptimo piso, pero a veces encuentra el otro par de la media y no mete la plastilina al congelador por equivocación.

LLENAS DE GRACIA

El universo femenino que conocí… antes de ser mamá

De vez en cuando me sorprendo

Un poco te invento, un poco te das,

A veces pierdo el hilo, tal vez no estás

No tienes un nombre, hay quien te cree una flor de lirio de agua

Duras un instante,

De vez en cuando das miedo

Tomas todo y no te detienes.

Ogni tanto

GIANNA NANNINI

image

Mi abuela Blanca con su hijo Guillermo, 1942.

Disciplina positiva ochentera

Era julio y me había metido en el baño a ducharme porque hacía calor. Chucho, el niño gordito de la casa de atrás, también se estaba bañando:

–Porky, Porky, nuestro rey, Porky, Porky –cantaba mientras el agua corría infinita.

Eran los ochenta, el discurso ecológico no hacia parte de ninguna conversación, de ninguna materia del pensum escolar, ni mucho menos de la educación familiar. La capa de ozono no tenía tantos huecos, es más, nadie sabía que existía una capa en el cielo. Algunas especies animales, hoy extintas, todavía posaban entusiastas en las fotos de un libro de láminas que tenía mi tía de National Geographic. No sospechaban que el delirante ritmo del progreso en tan solo unos años, los iba a volver objetos tan raros sobre la superficie de este planeta, como lo son hoy los cassettes, por ejemplo.

Por esa misma época conocimos el Atari. Fue todo un acontecimiento. Como si hubiera nacido un nuevo hermano. Nos llevaron a la casa de un amigo de mi papá. Se lo había comprado a su hija, carísimo, como regalo el día de su primera comunión.

Al llegar, vimos un montón de carros parqueados desde el principio de la cuadra hasta la puerta de la casa. Ya adentro, nadie le paraba bolas a la torta de vino, las empanadas, la música y las bombas blancas y rosadas que flotaban en cámara lenta cuando alguien las pateaba por accidente.

Todos estaban en una habitación abarrotada: la del Atari. Papás, hijos, tíos, vecinos, primos, hasta Cuqui el perro. Muchos amontonados en el único sofá de cuero negro y los otros de pie. Todos alrededor del aparato. Los anfitriones del ágape se vieron obligados a hacer una lista en un cuaderno con los turnos para jugar esa tarde.

Adriana, con su vestido blanco de tul y su coronita de flores se aferraba al control y no lo quería soltar.

–¡Es mi regalo! –gritaba apretándoselo contra su barriga, mientras los otros niños se lo trataban de arrebatar.

La mamá tendrá que castigarla. Encerrarla en el baño para que aprenda. El baño, en esos tiempos no sólo tenía el fin higiénico que conserva hasta nuestros días, sino sobre todo, un fin didáctico. Era el aliado pedagógico número uno de las madres de los ochenta. Y más si era el baño del cuarto de chécheres: chiquito, sin bombillo, con olor a moho y con unas calcomanías descoloridas y arrugadas de Naranjito, la mascota del mundial de 1982, que nadie en sus momentos ociosos de hacer pipí o popó ha podido despegar de los azulejos, ni con las uñas, ni con cuchillas de afeitar, ni con estropajo. Ahí estaban las marcas de todos los intentos fallidos. Además, tenía una gotera justo en la mitad del techo y la taza no soltaba. El baño era pues un buen espacio para las reprimendas psicológicas, un espacio para la reflexión después del error. Así, ahí encerrada, Adriana iba a aprender que tenía que compartir su regalo con todos los invitados.

Adriana forcejeaba con los otros niños, no quería soltar el control de su Atari, y los adultos no intervenían, más bien parecían perros velones. Secretamente hacían fuerza para que al menos Julián, un niño que se vestía con camisetas XL y pesaba ochenta kilos, le quitara de una buena vez el control a Adriana. Todos se morían de ganas por jugar. Doris, la mamá, la levantó de un pellizco del sofá y se la llevó a rastras para el baño. El control del Atari cayó al suelo, pero no duró ni dos segundos, una jauría de primos y vecinos se lanzaron hacia él. Adriana manoteaba, pataleaba y rompía sus medias veladas blancas mientras se la llevaban gradas abajo.

En el baño, la homenajeada no reflexionó sobre lo que hizo mal. Gritó y lloró, ya con la trenza deshecha, pateó la puerta con sus zapatos de charol brillantes. Pero a nadie le importó porque todos, niños y adultos, estaban esperando su turno para Pac-Man, un muñequito redondo que perseguía a unos fantasmas para comérselos sin saciarse jamás. De fondo se oían los alaridos de la niña, que pocas horas después de haber comulgado ya vociferaba el prontuario de todas las groserías conocidas y otras que yo nunca había oído antes. Traté de aprendérmelas porque las repetía varias veces y sonaban chévere.

Se hizo de noche y estábamos en pleno campeonato de Pac-Man. Se formaron equipos y Carloncho, el tío joven de Adriana, del que estaba enamorada secretamente, escribió en un tablero los puntajes, hubo algarabía, carcajadas, mandaron a pedir pizza y algunos se comían los restos de la torta de vino quitándole las pasas y botándolas también al suelo. Cuqui se las tragaba enteras y movía la cola.

Adriana no se oía desde hacía rato. Se cansó de llorar y le dio sueño. Se acostó debajo del lavamanos, que era el único lugar del baño en donde no salpicaba la gotera y puso el tapete peludo como colchón. Se tapó con unas toallas y cerró los ojos. Antes de caer dormida pensó: bien de noche, cuando todos durmieran, iba a meter en su morral el bluyín nuevo que le regaló su tía, dos sacos, tres calzones y su bebé Repollo. Se iba a ir de la casa. Al otro día su mamá se arrepentiría de tanta perversidad cuando viera la cama vacía. Pero antes de irse iba a arrancar las hojas del helecho, de raíz, con tierra y todo, ese que su mamá tanto cuidaba y hasta le hablaba. Esta vez, para la fuga, iba a poner el despertador, para no quedarse dormida como las otras veces cuando había planeado irse después de algún castigo.

Doris estaba jugando con el equipo ganador. Interrumpió su euforia pacmanística cuando no oyó más los gritos de su hija, entonces fue a echarle un ojo. Abrió la puerta del baño y la vio allí, tirada en el suelo, dormida. Y la dejó, pero con la puerta abierta.

A Doris, como a las demás mamás ochenteras, no se le pasaba por la cabeza que un castigo pudiera generar algún tipo de trauma o desviación en su hija. Todo lo contrario, la disciplina positiva, la crianza respetuosa de la época se resumía en la frase: “¿Quiere que le pegue pa’ que llore por algo?”

Cuando estábamos en la ronda más emocionante, ya todos sin medias, y la alfombra llena de crispetas, apareció por la puerta Adriana, como un espanto. Pálida, con su vestido sucio y arrugado y los ojos hinchados. La miramos por un instante como si fuera un espectro, una muñeca fea. Parecía que hubieran pasado siglos desde esa mañana en que recién peinada cantó con el coro del colegio y se tomó las fotos con la boca abierta recibiendo la ostia. Pero volvimos inmediatamente los ojos a Pac-Man.

Adriana se sentó en el piso junto a los otros niños y al rato ya estaba muerta de la risa, como si nada. Sus planes de fuga se iban diluyendo con la gaseosa tibia y las papitas. Revivirían con furor después de la siguiente reprimenda. El equipo de su mamá había ganado el campeonato, Doris festejaba su triunfo saltando descalza sobre el sofá y abrazando a su hija, mientras todos aplaudían.

El gancho antena y otros inventos maternos

Hoy estoy segura de que Pac-Man tuvo tanto éxito porque representaba el espíritu ochentero con el que crecí: consumir, masticar, devorar compulsivamente. Como Pac-Man a los fantasmitas. Gastar y dejar correr el agua de la ducha hasta acabar con la caliente. Nadie se bañaba pensando en ahorrar agua, ni Chucho, mi vecino, ni mucho menos yo.

Cuando tuve los dedos arrugados y el agua salió casi fría, cerré la llave. Me puse la toalla de mi mamá en el pelo como un turbante y me envolví el cuerpo en una toalla grande como si fuera un vestido de fiesta estraple y caminé hacia la puerta. Moví la manija varias veces, la puerta no se abrió. Me había quedado encerrada en el baño.

–No cierren la puerta de este baño con llave que la chapa está dañada –nos había dicho mi mamá a mi hermano y a mí en múltiples ocasiones.

Pero yo nunca le hacía caso y siempre cerraba con seguro. Así podía mirarme al espejo y repetir los diálogos de la serie Dinastía, poniendo cara de señora gringa rica sin que nadie me viera. Mi preferida era Linda Evans, la mona, inspirada en ella le quise poner hombreras a todas mis camisetas. Salía por la cuadra con mis hombros abullonados, sintiéndome una sofisticada señora. Hasta que un día el primo de mi vecina, que también me gustaba, rompió mi burbuja y mi corazón:

–Ve, vos de qué es que estás disfrazada, parecés un títere flaco.

Hasta ahí llegaron mis hombreras. Las mismas que Mamita, mi nana, había cosido pacientemente debajo de mis camisetas preferidas. Ese día las arranqué todas.

Para salir del baño, yo simplemente le daba unas cuantas vueltas a la manija apretándola hacia el fondo y la puerta siempre se abría. Había que hacer las dos cosas al mismo tiempo porque si no, el mecanismo no funcionaba: girar y apretar. Eso lo descubrí con varias pruebas de ensayo y error hasta que pulí la técnica. Pero esa experimentación hasta alcanzar la perfección me costó varias reprimendas.

Desde el piso de abajo, mi mamá me oía forcejear con la chapa y gritaba:

–¡Carajo, que no cierren con llave, cuantas veces hay que repetírselo!

Y yo como si me entrara por un oído y me saliera por el otro, siempre lo volvía a hacer. No era necedad de parte mía. Era más bien una especie de rebelión silenciosa. Un reclamo infantil ante la frescura maternal con las cosas de la casa. ¿Por qué más bien no mandaba a arreglar la chapa? En vez de darnos cantaleta siempre con lo mismo.

En mi casa las cosas se dañaban y en vez de arreglarlas, el curso normal de los acontecimientos era tratar de componerlas con instrumentos hechizos, trucos y artificios que los miembros de la familia iban aprendiendo y aplicando hasta que el objeto volvía a cumplir con su función. Se establecía un nuevo orden y el viejo quedaba olvidado por completo, como si nunca hubiera existido. Era como un código, una especie de lenguaje doméstico, una jerigonza que sabíamos solo los miembros de la familia para manipular y hacer funcionar las cosas.

Una tarde de aguacero estábamos viendo Pequeños gigantes con mi hermano, mientras comíamos pan con mermelada. Ese pan era delicioso, crujiente por fuera y blandito por dentro, esponjoso, pero no masudo. Siempre que lo masticábamos nos mirábamos y nos reíamos, en un momento de profundo gozo y complicidad sensorial.

Con mi mamá caminábamos como siete cuadras para irlo a comprar. Hasta que un día, al llegar a la panadería vimos a Popea, la gata de la dueña de la panadería, echada tomando siesta encima de los panes recién horneados. Y desde ahí nunca más volvimos. Mi mamá no nos dejó volver, por miedo a la toxoplasmosis o algún otro bicho que Popea pudiera haber diseminado en los panes.

Pero esa tarde todavía no habíamos descubierto que quizás el secreto del sabor de los panes estaba precisamente en los pelos que dejaba Popea.

Esa tarde no recuerdo si fue un rayo, pero el caso es que la pantalla del televisor sonó durísimo y quedo negra. Mi hermano y yo salimos corriendo y nos precipitamos por las escaleras. Mi papá estaba, como siempre, en pijama, estudiando, escribiendo y armando circuitos en la mesa del comedor con la luz prendida, aunque fuera de día.

No sé si lo que se ponía era una pijama o una sudadera azul oscura, tenía varias iguales. Como era ingeniero electrónico, todo lo que fueran quejas de daños o averías iban en una primera instancia directo a él. Pero, desafortunadamente para nosotros en ese momento, él era un científico, no un plomero ni un electricista.

–¡Papi, se quemó el televisor! –dijo mi hermano con cara de susto y yo, lloriqueando:

–¡Nos vamos perder el final de Pequeños gigantes!

Mi papá se demoró en levantar la cabeza de su maraña de cables de colores. Luego nos miró distraído, como pensando en otra cosa, tal vez completando en la mente alguna fórmula matemática:

–Díganle a su mamá.

Y volvió su cabeza y sus manos al invento en el que estaba trabajando.

Mi mamá había estudiado unos semestres de Antropología y otros de Literatura. Su paso por la universidad había sido abrupto, accidentado, lleno de ausencias, semestres aplazados, materias perdidas por faltar a clase. Al final había desistido, al menos hasta que nosotros estuviéramos más grandes. Pero para efectos prácticos y domésticos, ese brochazo de carreras que algunos llamarían inútiles, nos servían más que los años de ingeniería de mi papá.

Mi mamá que estaba en el patio, había oído todo. Sin decir ni pío, cogió un gancho de ropa colgado en la cuerda, de esos metálicos. Subió las escaleras suspirando, como quien va a cumplir una misión hartísima pero necesaria. Nosotros la seguimos con la sensación feliz de quién va abrir una caja de bombones de chocolate. Estábamos seguros de que ella lo iba a resolver. Ella lo resolvería porque la experiencia nos había demostrado un sin número de veces que la convicción materna estaba por encima de las leyes de la física, la dinámica, la estática, y los defectos de fábrica de los pésimos electrodomésticos importados del Ecuador, como era nuestro televisor.

Con el aguacero, la antena del televisor había sacado la mano. Mi mamá se remangó las mangas y como si hubiera leído algún manual inverosímil de las propiedades conductoras de los ganchos de ropa, simplemente reemplazó la antena con el gancho. Lo estiró, lo dobló moviéndolo para todos lados. La imagen lluviosa recuperaba visibilidad por momentos y mi hermano y yo pasábamos de la dicha al llanto en sincronía con la pantalla. Por fin, en un movimiento magistral, la imagen rebotó unos segundos y regresó, nítida, incluso mejor que antes. Mi mamá se acomodó otra vez las mangas de su camisa:

–Ya saben, hay que moverle el gancho así –dijo con el mismo tono sobrado de Murillo, el jardinero que nos cortaba el pasto de vez en cuando y que sabía mucho de plantas, de botánica. Y con las manos hizo una mímica exagerada de su maniobra con el gancho.

Ya teníamos una nueva antena. Jamás volveríamos a usar la original, un nuevo objeto entraba en nuestro universo doméstico, un híbrido veía la luz, producto de las falencias de la tecnología de contrabando y las bondades del ingenio materno: el gancho-antena.

Alcachofas y educación sentimental

Como no pude abrir la puerta del baño, me quité las toallas y volví a la ducha. Abrí de nuevo la llave, pero solo salieron unas góticas:

–¡Aguaaaaaa! –grité hacia la ventana que daba al patio.

Siguiendo con la dinámica hogareña y como para no romper con la armonía de los objetos averiados que imperaba en familia, la ducha también presentaba fallas. Siempre que alguien abría otra llave en el patio, la cocina o cualquier lugar del primer piso, el agua no subía al segundo. “La lucha” como le decíamos a la ducha en familia, tampoco iba a ser arreglada jamás, solo los gritos podían ser útiles. El que estuviera lavando algo abajo, oía el alarido y apagaba para que el que se había quedado en bola y enjabonado arriba pudiera terminar de bañarse. Volví a gritar, pero el agua no salió. Evidentemente alguien abajo estaba lavando algo.

Lo que sí tuvimos que comprar completamente nueva fue la olla a presión. La que teníamos se quiso revelar y no siguió la misma onda de todos los objetos de la casa medio deteriorados, pero funcionales. En un acto, tal vez valeroso, pero suicida, quiso superar esa mediocridad de sus pares y darle fin a su vida útil de una buena vez.

Esa tarde yo llegué del colegio, que quedaba a una cuadra de la casa, y vi la puerta abierta. Eso me pareció el presagio de algo muy raro. Entré y en las paredes blancas de la sala y el comedor empecé a ver hojas de alcachofa de varios tamaños, pegadas por todas partes. Todas bien distinguidas y distribuidas, ordenadas en un collage como si fueran el diseño de un papel de colgadura de los que estaban de moda, con motivos frugales o vegetales. Las hojas pegadas iban aumentando en cantidad, pero sin perder su armonía espacial hasta llegar a la cocina. Allí la pared se veía más verde que blanca, por la cantidad de hojas aglutinadas. Pero mi atención fue absorbida inmediatamente por las manchas de sangre que había en el lavadero de losa beige, al lado de la barra gastada de jabón Azul Rey. No eran charcos, parecían más bien pinceladas de vino tinto, como brochazos casuales, hechos por el mismo pintor que había pegado el papel de colgadura. Una que otra gota salpicada en el suelo. La olla a presión había explotado y Magaly, la señora que nos ayudaba con las tareas domésticas, había sufrido algunas heridas leves.

Magaly era considerada como de la familia. Y no lo digo como lugar común. Era la segunda mujer en rango después de mi abuela. Tenía un genio negro, era mal encarada y contestona. Pero también, a veces, alcahueta y consentidora. El problema era que sus cambios de genio eran completamente impredecibles y uno nunca sabía bien cuando estaba en cuál faceta. Me hacía trenzas riñón y trenzas de cuatro hebras. Me gustaba acompañarla en el patio mientras restregaba la ropa con un cepillo de cerdas tiesas como alambres. Le daba a la ropa con rabia, como desquitándose de algo. Y ponía un radio viejo de pilas y cantaba canciones que yo me aprendía:

Hoy te he visto,

con tus libros caminando

y tu carita de coqueta,

colegiala de mi amor.

Tú sonríes, sin pensar que al mirarte

solo por ti estoy sufriendo,

colegiala de mi amor.

Las letras de esas canciones me revelaban un mundo. Un mundo para mí desconocido hasta el momento. De celos y amores de pasión. Cuando Magaly salía los domingos, yo me imaginaba que se iba a encontrar con los protagonistas de las canciones. Y quería ir con ella. Me dejaba que la acompañara mientras se arreglaba en su cuarto. Yo me sentaba en su cama al lado de un pato de peluche amarillo al que le faltaba un ojo. En la mesa de noche tenía un cuaderno, una especie de diario, que alguna vez traté de leer pero no entendí la letra. Algunas hojas olían a perfume. En la mesa también tenía unos frascos de esmaltes secos que nunca botaba y una crema de manos. Se maquillaba, me echaba de su colorete y sus sombras azules nacaradas y después se iba, con su pelo suelto, negro, hasta la cintura y una hebilla plateada recogiendo solo un pequeño mechón.

Cuando se ponía brava Magaly había que correr y volver al rato porque era furiosa. Regañaba en italiano a mi prima mayor y a mi mamá porque como las había ayudado a criar y como estaba con nosotros desde la época en que vivía mi abuelo, pues había aprendido en italiano lo más útil: regaños, palabrotas, blasfemias, con muy buena pronunciación, pero pésimo talante.

Entonces ese día no vi a Magaly. Cuando yo llegué del colegio todavía estaba en el hospital curándose de las heridas de la explosión. Solo su hija menor había ido a verla porque el mayor era militar y estaba de servicio en La Guajira. A veces Magaly tenía los ojos llorosos, sobre todo por las noches. Un día le oí contarle a mi mamá que le hacía falta Edwin, su hijo. Yo creo que Edwin también extrañaba a su mamá porque le escribía muchas cartas con una letra chiquitica. Cuando recibía carta, Magaly duraba de buenas todo el día y uno le podía pedir favores sin que se enojara.

image

Mi nonna, mi abuela materna Floriana con su hijo Franco. Italia, 1946.

A mí nonna, mi abuela materna, se le había dicho varias veces que había que cambiar la olla a presión, pero ella no lo había considerado algo urgente. Mi nonna tenía una cualidad que era un defecto al mismo tiempo. Era de una terquedad tan potente como una avalancha. Se llevaba por delante a todo y a todos. Cualquier idea que se le metiera en su cabeza era como un dogma. Cualquier proyecto que tuviera en mente lo concretaba a como diera lugar y hasta sus últimas consecuencias. Según ella, no había que comprar, todavía, nueva olla a presión. Y no se compró hasta que estalló.

–Claro, si Magaly no la sabe usar, pues claro que va a explotar. La olla no necesitaba ser cambiada, sino ser bien usada.

Nunca perdía. Mi nonna siempre tenía la razón.

image

Ella es un volcán

Algo que me pasaba de niña era que, al oír palabras, sobre todo nombres y apellidos, inmediatamente se me venían imágenes a la cabeza, figuras y formas. Eso se me fue desvaneciendo cuando crecí. Pero todavía me acuerdo de las imágenes más nítidas. Por ejemplo mi apellido, Constaín, eran unas rayas negras y blancas delgadas estilo cebra en un papel de servilleta. Croce, en cambio era una caja de un tinte de pelo que tenía mi mamá en el baño con dibujos de mujeres de melenas largas y rojizas.

Pero el nombre cuyas imágenes más me gustaban era el de mi nonna italiana: Floriana Di Petta. Su nombre era un jardín con dos tetas enormes en la mitad, rodeadas de flores. Tal vez yo asociaba el Floriana con flores y el di Petta con tetas, no sé, pero era como un nombre que explotaba cuando uno lo pronunciaba, como estallar una bomba triple de chicle en la boca.

La preponderancia del nombre a mis oídos también tenía mucho que ver con quién era ella para mí. El sol de un sistema solar de madres, tías, hermanas, mujeres que revoloteaban por la casa. Una matrona italiana como las de las películas, una mamá al cuadrado. Una señora de fuego para la que no había nada imposible.

Mi nonna siempre fue una visionaria. Adelantada a las costumbres y pensamientos incluso de esta época contemporánea en la que ella ya no existe más. Figurarse entonces lo que era su mentalidad para la época en la que vivió.

El buen vino, la buena comida y la buena compañía con un juego de naipes, no necesitaba más. De joven, andaba siempre con su prima y cuando las dos tenían novio se iban a pasar las tardes a la casa de la prima porque sus tíos, ambos, eran sordos. La casa era muy grande, los tíos estaban siempre en el piso de arriba, aislados como tapias y ellas abajo con sus novios:

–Nonna, ¿y qué hacían? –preguntaba yo con sincera curiosidad.

–Nos divertíamos – me decía con una sonrisa cómplice.