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Restrepo, Emilio Alberto, autor

Nos vemos en el infierno, mon amour. Un caso de Joaquín Tornado, detective / Emilio Alberto Restrepo. – Medellín: UPB, 2018.

108 páginas, 14 x 21 cm. (Colección Policías y Bandidos)

ISBN: 978-958-764-592-7 / 978-958-764-593-4 (Versión E-pub)

1. Literatura – Colombia – 2. Novela – Colombia – 3. Novela negra – 4. Detectives en la literatura – I. Título – (Serie)

UPB-CO / spa / RDA

SCDD 21 / Cutter-Sanborn

© Emilio Alberto Restrepo

© Editorial Universidad Pontificia Bolivariana

Vigilada Mineducación

Nos vemos en el infierno, mon amour.

Un caso de Joaquín Tornado, detective

ISBN: 978-958-764-592-7

ISBN: 978-958-764-593-4 (Versión E-pub)

Primera edición, 2018

Gran Canciller UPB y Arzobispo de Medellín: Mons. Ricardo Tobón Restrepo

Rector General: Pbro. Julio Jairo Ceballos Sepúlveda

Vicerrector Académico: Álvaro Gómez Fernández

Editor: Juan Carlos Rodas Montoya

Coordinación de Producción: Ana Milena Gómez Correa

Diagramación: Mauricio Morales Castrillón

Corrección de Estilo: Silvia Vallejo

Fotografía Portada: Anacristina Aristizábal U.

Dirección Editorial:

Editorial Universidad Pontificia Bolivariana, 2018

E-mail: editorial@upb.edu.co

www.upb.edu.co

Telefax: (57)(4) 354 4565

A.A. 56006 - Medellín - Colombia

Radicado: 1739-17-07-18

Prohibida la reproducción total o parcial, en cualquier medio o para cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universidad Pontificia Bolivariana.

Es de absoluta necesidad decir al abogado toda la verdad franca y claramente, no ocultarle las cosas… para que él las enrede y embrolle sin pérdida de momento

Alessandro Manzoni

El Derecho es la más noble de las profesiones o el más vil de los oficios; todo depende de la persona

Dicho popular

Donde hay poca justicia es un peligro tener razón

Francisco de Quevedo

Dadme dos líneas escritas a puño y letra por el hombre más honrado, y encontraré en ellas motivo para hacerlo encarcelar

Cardenal Richelieu

Es difícil hacer justicia a quien nos ha ofendido

Simón Bolívar

Contenido

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Para terminar…

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Desde que me expulsaron de la Policía —algún día lo contaré, pues eso para un libro entero— decidí asociarme con otro compañero también caído en desgracia, y montamos una oficina en la que, al final, terminamos haciendo de todo, entre otras cosas, encargos de investigaciones privadas.

Era mucha la experiencia que habíamos recopilado en la calle, y tantos y tan efectivos los contactos, que pensamos que no se justificaba que nos pusiéramos a sueldo en cualquier empresa, a correr el riesgo de morirnos en la mitad de un bostezo. Era una buena forma de librarnos de tener un jefe encima de nosotros y tener que cumplir un horario y llevar a cabo, a punta de látigo, unas rutinas que nunca permiten nada de espacio a la creatividad, ni moverse un centímetro de la norma.

La oficina tenía, desde el comienzo, una licencia de funcionamiento que nos permitía hacer lo que quisiéramos. Recibió el nombre genérico de “Inversiones y Asesorías” y eso nos ha permitido movernos en todos los terrenos, aceptar el trabajo que sea, pues son denominaciones tan volátiles que todo cabe dentro de ellas. Así, hemos comprado y vendido mercancía de todo tipo, hacemos encomiendas recomendadas y transporte con escolta, hemos negociado facturas de empresas sólidas a cambio de un descuento anticipado; llegamos, incluso, a comprar deudas de ciudadanos de bien algo impacientes con la indolencia del deudor, después, de alguna manera, nos entendíamos con él para sonsacarle la obligación.

El fuerte, al comienzo, era la venta de servicios de seguridad y vigilancia, pues teníamos amplia experiencia en este campo. Al principio, la formal, la de cuidar edificios y unidades residenciales, la de escoltar ejecutivos o valores. Todo pulpito, nada demasiado emocionante, el dinero entraba cada mes, cubríamos la nómina de cerca de treinta empleados de acuerdo con los contratos y nos quedaba algo, en justicia, menos de lo que queríamos para repartirnos.

Detrás de la vigilancia llegaron los encargos de persecución soterrada a terceros, la pesquisación con nombre propio y objetivo concreto, la marcación de movimientos extraños y así, casi sin darnos cuenta, un día descubrimos que teníamos varios contratos de seguimiento encubierto y vigilancia personalizada por encargo.

Fue entonces que, sin graduarnos, y sin más preparación formal que la que tuvimos en la escuela de policía —además de la experiencia recogida en la calle—, un buen día descubrimos que estábamos ejerciendo de detectives privados, ofertando al mejor postor, sirviendo un poco de mercenarios del husmeo al que nos pagara por ello. Nuestros objetivos eran cónyuges, supuestamente implicados con amantes, socios desleales, empleados deshonestos que filtraban información privilegiada o desfalco continuado, hijos sospechosos de estar consumiendo drogas, esposos adictos al juego que tiraban por la borda el patrimonio en casinos, familiares desaparecidos sin dejar rastro; en fin, alguien que se estuviera saliendo del corral.

Hay que tener una paciencia a toda prueba, a veces toca ver pasar días enteros para lograr una evidencia, caminar si el objetivo camina, o correr, dependiendo de las circunstancias. Asumir vicios extraños, fingir con seguridad costumbres que apenas se conocen y no llamar la atención, fungir de lo que sea para mimetizarse con el color del ambiente que corresponda. Estar atento a los relevos si el cansancio o el riesgo de ser descubierto acechan. Es un oficio que se aprende sobre la marcha, con unas bases genéricas, por supuesto, pero cada trabajo se debe reinventar en la ejecución.

Me explico, no hay dos infieles idénticos, no hay socio deshonesto que tenga las mismas mañas de otro. Es claro que hay patrones comunes de comportamiento, tics que por hacer parte del inconsciente colectivo se repiten de manera casi mecánica, pero todo trabajo tiene su marca, su sello personal. Y se debe recurrir al olfato, al sentido común, al sigilo; hay que ser un excelente observador y mantener la boca cerrada. Y saber preguntar sin levantar sospechas y saber interpretar los presentimientos, dándole el adecuado valor a las intuiciones. Son valiosísimas y en más de una vez nos han salvado la vida. Son tan importantes como el cerebro y la lógica. Y no son excluyentes, se tienen que complementar.

Por eso recuerdo tanto el caso de la abogada Mónica Toro. Porque todo se salió de lo común, fue algo completamente distinto a lo que habíamos hecho hasta entonces.

El esposo era un comerciante, ya entrado en años, barrigón, de modales toscos, de aspecto ordinario y lleno de billete. Es claro que el dinero no da clase y, por más que se esfuercen, hay piscos que mientras más plata, más feos se mantienen. Sus cursis combinaciones de atuendo eran lamentables. El tipo era uno de esos ejemplares, un esperpento colorido y grasoso. Ropa de marca y costosa, pero con una extravagancia subida de tono. Etiqueta no garantiza elegancia. El cuerpo y el estilo son los que dan realce a la ropa y no al contrario; pero esta clase de lagartijas no terminan de aprender. Todavía lo recuerdo con un palillo entre los dientes, cuando tuve la primera entrevista con él.

—Necesito que me la persiga, señor Tornado. Me late que se está viendo a escondidas con alguien y necesito saber de quién se trata y en dónde y a qué horas. Todos los detalles; —escupió en el suelo, se hurgó la nariz y se escarbó los dientes y encías con el palillo, emitiendo una especie de chasquido que me tenía ya desesperado—. Y ponga cuidado, no se deje sorprender, que después me la monta a mí y tengo bastantes problemas con ella como para agravarlos más. Mucho sigilo y mucha discreción, que es una mujer muy astuta.

Fijamos el precio, le pregunté algunos pormenores de sus rutinas y movimientos fijos y le pedí una fotografía.

—Es muy libre, trabaja mucho por su cuenta, se mueve de un lado para otro, por consultorios de médicos, por clínicas y en los juzgados. Ahora está trabajando en una aseguradora que tiene sus oficinas en el segundo piso del mismo edificio en el que ella vive, y le dedica mucho tiempo, parece que les está yendo muy bien. Por eso no la he podido seguir como yo quisiera, sin que me descubra. Conoce a mis escoltas y a mis empleados y no quiero que se arisque.

—¿Cómo así que en el apartamento en el que ella vive? Y usted, ¿es que acaso no viven juntos?

—Por ahora estamos como en medio de…, este…, digamos, un receso. —Carraspeó, movió el palillo de un carrillo al otro—. Últimamente hemos tenido unos problemas, mmm, cómo dijera…, de ajuste; me pilló en una o dos aventuritas, cosas sin importancia, pero usted sabe cómo son las mujeres, Tornado; hacen un escándalo por cualquier cosa, entonces decidí dejarla descansar un tiempo, pero no crea, me comunico con ella, le hago de vez en cuando la visita —sonreía mientras me mostraba un juego de llaves que extrajo de un bolsillo y lo hacía tintinear con una mirada que trataba de ser pícara, pero a mí se me antojó patética—. Me hace falta la mujer. Yo sé que es muy joven para mí, que las amigas le dicen que fue un error haberse casado conmigo, que yo una cosa, que yo la otra, pero en realidad la quiero y no voy a permitir que ningún otro aparecido llegue y se quede con ella y se la goce y le arrebate mi plata y haga carnavales con ella. De pronto me la hacen sufrir, o me la despluman o la engatusan —se enfureció él solo, en un segundo. Volvió a escupir, esta vez se le cayó el palillo infame.

—Tranquilo, estamos en eso, —le pasé una tarjeta con mis datos y por detrás le anoté un número de cuenta corriente.

Él me miraba con sus ojos puntillosos en medio de esa cara mantequillosa, moviendo en todo momento su boca de dromedario en la que se le adivinaba una lengua de novillo, o de mongólico, rumiando un nuevo mondadientes, esta vez de un material plástico rojo, me imagino que reutilizable. ¡Más asqueroso que el anterior!

—Son cien mil pesos diarios, mínimo tres días. Cada cinco días hacemos corte y le doy un informe. Claro que si antes hay material lo llamo al instante. Usted decide si le doy fotos o videos, o si lo llamo para avisarle en cuál sitio delicado se encuentra, para que usted dé la cara, si es que está interesado. Si de pronto quiere grabaciones de llamadas le cuesta un millón la instalada y el mantenimiento, doscientos mil por semana.

—Por plata no se preocupe, Tornado. Eso sí, me informa todo. No haga gastos sin mi consentimiento, me cuenta y yo debo estar enterado de lo que ocurra. Total discreción, ni una palabra a nadie. Si me pillo algo yo mismo me debo encargar del asunto, no quiero que nadie se me cuelgue de los cuernos ni que me ridiculicen a mis espaldas.

— Muy bien señor. En eso quedamos.

Nos despedimos con un apretón. Tenía las manos pequeñas y regordetas, con las muñecas llenas de pulseras de oro; una con la bandera nacional. Los ojos, puntiformes y brillantes, no me sostenían la mirada; la nariz roja y venosa tenía un aspecto de un pompón coliflorudo.

2

Y empezamos la labor de seguimiento de la abogada. Era una mujer alta, con una cabellera rubia y abundante, de cara muy bonita, de movimientos rápidos y seguros y un evidente convencimiento de que el mundo estaba allí para conquistarlo. Nada parecía quedarle corto. No se quedaba quieta ni un minuto y en todo momento interactuaba con gente de todo tipo y condición.

Nuestro equipo de campo, específicamente el de rastreo, está compuesto por diez hombres de base, y cuando es necesario, contratamos personal de apoyo. Tenemos cerrajeros que abren una chapa —de carro o de casa— en menos de cinco minutos, expertos en telecomunicaciones que interceptan teléfonos, contactos en empresas de empleos temporales que ubican a los nuestros en cargos de aseo, mensajería, servicios generales o mantenimiento, en los sitios en los que queremos infiltrarnos. El dinero y las buenas relaciones de mutua ayuda, que hemos alimentado con todo tipo de empresarios, de los honestos y de los otros, son la clave para que las puertas se abran como por arte de magia. Les garantizo, no hay sitio por inexpugnable que pretenda ser, que uno no pueda vulnerar. Simplemente, hay que utilizar la llave adecuada, o tener alguien que le permita el acceso desde adentro. Y casi siempre es posible.

Parte de la rutina de la abogada se desenvolvía en el edificio Atlantis, pues allí vivía en un pent-house. Desde hacía dos años estaba prestando asesorías a la aseguradora contra demandas médicas, cuyas oficinas quedaban en el segundo piso del mismo edificio. Es decir, pasaba toda la mañana allá.

Cuando salía lo hacía en las horas de la tarde, y no pudimos detectar nada que no pudiera ser considerado parte de su trabajo o de su vida doméstica: audiencias en los juzgados y en otras aseguradoras, reuniones en clínicas y entrevistas en consultorios médicos, ajustes de mercado en alguna tienda, vitrineo en algún centro comercial, nada que se saliera de lo común.

Lo más llamativo, pero irrelevante para la misión que teníamos asignada, fue que un miércoles se quedó con otra mujer y dos hombres tomándose media botella de ron en la terraza de una taberna en el sector de la zona rosa. Nada sospechoso ni que delatara un comportamiento anormal. Nada de besuqueos ni miradas delatadoras, nada de rematar en discotecas o en moteles. Uno de los acompañantes, el que la llevó hasta la puerta del edificio, pero no trató de entrar con ella, era el abogado Rubén Darío Bolaños, el gerente de la aseguradora.

Hasta ese momento no habíamos logrado obtener nada. Ninguna foto comprometedora, ningún rastro que condujera a un amante, nada que la desprestigiara en su rol de recién separada apetecible y víctima de potenciales gavilanes al acecho. Cuatro días de acompañamiento involuntario a distancia no mostraban resultados.

Había que hablar con el cliente. O infiltrábamos a alguien en el edificio, preferiblemente en la aseguradora o en el mantenimiento, o interveníamos los teléfonos. En la calle era poco lo que podíamos hacer; no habíamos avanzado nada y lo que seguía era costoso y un poco más arriesgado. Pero teníamos que definir con el esposo si parábamos allí o si refinábamos el recurso.