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Dr. Camilo Cruz
Richard Cruz

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Una nueva

generación libre de

excusas y limitaciones

 

TALLER DEL ÉXITO

Copyright © 2010 • Dr. Camilo Cruz, Richard Cruz y Taller del Éxito Inc.

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida, por ninguna forma o medio, incluyendo: Fotocopiado, grabación o cualquier otro método electrónico o mecánico, sin la autorización previa por escrito del autor o editor, excepto en el caso de breves reseñas utilizadas en críticas literarias y ciertos usos no comerciales dispuestos por la ley de derechos de autor. Para solicitud de permisos, comuníquese con el editor a la dirección abajo mencionada:

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www.tallerdelexito.com

Editorial dedicada a la difusión de libros y audiolibros de desarrollo personal, crecimiento personal, liderazgo y motivación.

Diseño y diagramación: Diego Cruz

ISBN Impreso

ISBN 13: 978-1-60738-034-4

ISBN 10: 1-607380-34-X

ISBN ebook

ISBN 9781607381198

EPUB X Publidisa

 Agradecimientos:

Este es, sin duda, el libro más importante que he escrito. ¿La razón? Con frecuencia escuchamos que los jóvenes son el futuro del país. Sin embargo, ellos son mucho más que eso. En sus manos se encuentra el destino del planeta y de este gran universo. Son nuestros futuros presidentes, líderes, emprendedores, artistas, descubridores, padres y maestros. Nuestro éxito mañana depende de nuestra habilidad para formar hoy una nueva generación, libre de excusas y limitaciones.

Richard, mi hijo, es co-autor de esta obra, no sólo por el gran trabajo que realizó en la extensa etapa de investigación, o por el admirable aporte en la composición de muchos de los apartes más trascendentales de la misma, sino porque me ha otorgado el mayor de todos los honores a los que un hombre puede aspirar: ser padre. Gracias por tu ayuda, entusiasmo e inspiración. Sin ellos, esta obra no hubiese sido posible.

También quiero agradecer a mi esposa Shirley y a mis hijos Richard Alexander, Mark Anthony y Daniel Sebastián porque cada día me enseñan lo que es vivir una vida libre de excusas y limitaciones. Su amor y apoyo incondicional son el continuo recordatorio que en esta tarea de ser esposo y padre siempre seré sólo un estudiante.

Gracias a todos los profesores, padres, consejeros, sicólogos y estudiantes que soportaron mis repetidas consultas, y enriquecieron esta obra con sus excelentes aportes, anécdotas y experiencias, de manera que fuese lo más cercana posible a la realidad que viven los jóvenes hoy en día.

A los cientos de lectores de mi libro, “La Vaca”, que desde más de 30 países compartieron conmigo muchos de los retos, desafíos, excusas, pretextos y justificaciones que utilicé como ejemplos, a lo largo de esta obra.

A todos los miembros de “El Taller del Éxito” por su actitud inquebrantable. Lo que he podido hacer es gracias a su apoyo y dedicación. “La Vaca para Jóvenes” es un brindis al compromiso de este fantástico equipo de trabajo. Gracias.

A mi madre, Leonor Saldaña de Cruz, quien con mucha paciencia leyó y releyó el manuscrito, haciendo contribuciones que sólo una persona que dedicó más de treinta años la Educación y la Enseñanza, hubiera podido realizar. Una vez más, es claro por qué ella es la mamá y yo el hijo.

A la mejor editora y correctora de estilo, mi gran amiga Nancy Camargo Cáceres. Sus extraordinarias aportaciones lingüísticas, las largas horas de consulta y sus maravillosos comentarios enriquecieron esta obra más allá de lo que sólo mis palabras hubiesen podido hacerlo.

El reloj marca las cuatro y siete minutos de la tarde en el salón de clase del profesor William Escalante, donde un grupo de jóvenes entre los catorce y diecisiete años de edad, provenientes de los únicos cuatro colegios de la pequeña ciudad de Parkville, acaba de recibir una tarea que cambiará por siempre el curso de sus vidas.

Capítulo Uno

El gran desafío

El salón de clase de la Academia Abraham Lincoln donde el profesor Escalante usualmente dicta su clase de sicología se encuentra ahora en absoluto silencio; algo inusual en aquella sala donde habitualmente transcurren algunas de las clases más animadas y bulliciosas del colegio. Sin embargo, esa tarde, cuando el profe Willy, como lo llaman afectuosamente sus alumnos, cerró la puerta tras de sí, fue como si el recinto hubiese quedado vacío. Nadie sabía qué decir.

Dentro, diez jóvenes se encuentran tumbados sobre las sillas, que han sido dispuestas en forma de círculo, sin saber cómo responder a la tarea que se les acaba de asignar. La expresión de agotamiento en sus caras hace evidente el cansancio de la jornada escolar que recién termina. Sus mentes parecen estar ya en otro lugar, muy distante de allí.

El reloj ya marca las cuatro y veintitrés minutos y, lejos de disminuir, la apatía parece ahora haberse acentuado. Algunos miran al techo o al piso, tratando de evitar cualquier contacto visual con los demás; otros apoyan la cabeza sobre la mesa o juegan nerviosamente con sus manos, incapaces de ocultar su disgusto. Dos de las chicas intercambian miradas de complicidad ante la obvia inmadurez de los muchachos para lidiar con la situación.

William Escalante suele tener este efecto en sus alumnos. Es uno de esos profesores que anda sin titubeos y dice las cosas tal como son. Sus clases no son las más fáciles pero sí las más concurridas, quizás porque busca entender a sus estudiantes y no solamente ser escuchado, porque los ve, no como son, sino como pueden llegar a ser, y los reta a pensar y a cuestionarse más allá de sus deberes escolares, aunque a veces es Escalante quien parece tener más fe en la capacidad y talento de sus estudiantes, que los que ellos mismos suelen tener. Por esta razón, en su trabajo, utiliza sus habilidades como estratega o porrista, según lo requiera la ocasión, con tal de asegurarse que aprendan y apliquen los principios necesarios para triunfar en el juego de la vida.

Recién egresado de la universidad, cuando apenas tenía 29 años de edad, Escalante había tomado la decisión que sería un maestro de aquellos que inspiran a sus alumnos a dar lo mejor de sí; se propuso ser uno de esos profesores a los que sus estudiantes recuerdan aún varias décadas después, como una de las personas que influyó positivamente en sus vidas. En los diez años que llevaba enseñando en la Academia Lincoln -trabajo que aceptó a los seis días de haberse graduado de sicólogo- cientos de estudiantes habían visto sus vidas transformadas como resultado de sus consejos y enseñanzas.

Esta era la segunda vez que Escalante organizaba la actividad que tenía a aquel grupo tan desconcertado y molesto. La idea había surgido tiempo atrás, durante el trabajo de investigación para su tesis de grado, pero sólo hasta el año anterior había logrado ponerla en marcha. El objetivo consistía en que fueran los jóvenes mismos quienes se involucraran en la proposición y desarrollo de soluciones prácticas a los retos más difíciles que enfrenta la juventud actual.

La primera vez sólo participaron los alumnos de último grado de la Academia Lincoln. Esta vez, una colega suya le sugirió integrar a estudiantes provenientes de los diferentes grados de escuela secundaria de los cuatro colegios de la ciudad. A él le pareció una idea fantástica; ahora, el reto era lograr convencer a los jóvenes de lo mismo.

El resultado fue un grupo heterogéneo que parecía tener poco y nada en común. A sus 17 años de edad, Gabriela Martin es la mayor del grupo, y pese a que recién comienza su último año en la Academia Lincoln, acaba de ser elegida como presidenta de la clase. “Asertiva”, “carismática”, “con grandes dotes de liderazgo”, fueron algunos de los calificativos utilizados por varios de sus compañeros de clase al referirse a ella, durante las recientes elecciones de los miembros del consejo estudiantil en las que salió electa.

A su lado se encuentra Andrew Stillman, un muchacho reservado y algo escuálido que cursa décimo grado; uno de esos chicos cuyo mayor interés en la escuela es tratar de pasar desapercibido -quizás por ello toma más tiempo de lo usual para entrar en confianza—. En el desarrollo de esta actividad ellos juegan de locales, aunque el hallarse en su propio colegio, de momento no parece estar facilitándoles las cosas o proporcionándoles ninguna ventaja apreciable.

Verónica Aguilera y Jennifer Blum vienen en representación del colegio John F. Kennedy. Con sus tres mil seiscientos estudiantes, esta es una de las escuelas públicas más grandes del condado. Verónica, una chica algo tímida y callada, cursa noveno; las dinámicas de grupo suelen ponerla nerviosa, lo que hace que prefiera trabajar sola, mientras que Jennifer, quien está un grado más adelante, por el contrario, es efusiva y sociable, además de ser una de esas declaradas adictas al internet.

En la ciudad sólo hay un colegio privado de carácter religioso, el Juan Pablo II. Allí estudian tres de los jóvenes: Julia, John y Richard. Julia O'Connor, la más joven del grupo, es dedicada y excesivamente organizada; hija única de una familia conservadora que valora mucho el esfuerzo y la excelencia. John Alexander Rizzo, un muchacho de origen italiano, algo melancólico y poco asertivo, cursa su penúltimo año. Él y Julia se han visto un par de veces en el patio del colegio, pero nunca han cruzado palabra; Richard Romero, quien está en onceavo y es el más extrovertido del grupo, completa el trío. En un colegio de apenas 845 estudiantes, su simpatía y buen sentido del humor lo hacen popular y le han dado fama de ser comediante por excelencia.

Los tres estudiantes que conforman la delegación del Colegio Público Eleonor Roosevelt son una muestra de la diversidad cultural, no sólo de aquella institución, sino de la ciudad en general.

Sophia Evans, quien a sus 15 años, exhibe la madurez de una chica de 20, está en décimo grado. Su madre es jamaiquina y su padre un puertorriqueño nacido en el Bronx. Mathew Wang está en once; su familia, oriunda de Yangshuo, una pequeña población en el sur de la China, se mudó hace poco a Parkville, proveniente de la ciudad de Seattle en el estado de Washington.

Albert López, el tercer estudiante del “Roosevelt High”, quien junto con Gabriela son los únicos del grupo que cursan último año, pertenece a la tercera generación de una familia mejicana que vivió mayormente en el estado de Texas, pero que después que él terminó su escuela primaria, decidió mudarse a la costa este del país en busca de mejores oportunidades de trabajo.

Ese era el grupo.

Escalante levantó la mirada del libro que hojeaba y le echó un vistazo al viejo reloj que, con su tic-tac interminable, anuncia el vertiginoso paso de los minutos: las cuatro y media en punto.

El silencio reinante en el salón comienza a preocuparle.

Su oficina se encuentra contigua al salón de clase, lo cual le permite escuchar con relativa claridad lo que ocurre en su interior. De momento, la extraña quietud que alcanza a percibir es señal inequívoca que la disposición de los chicos hacia la tarea asignada no está mejorando ni va a mejorar por sí sola. Quizás es hora de darles un “empujón” que estimule el diálogo, piensa y sonríe. Sin embargo, cuando se dispone a levantarse de su silla, la calma se rompe de manera súbita.

“¡No es justo!”, gritó Albert, sin querer disimular su descontento, “ese profesor no nos puede obligar a hacer esto”. Algunos de los jóvenes se miraron de reojo esperando que alguien más secundara lo dicho, lo cual, sin lugar a duda, provocaría más reacciones, sabiendo que con tres o cuatro personas en desacuerdo con el proyecto, ya podrían ir al profesor y decirle que el 30% del grupo se oponía a participar en aquella dinámica.

Las instrucciones habían sido claras: a menos que hubiese un motivo de fuerza mayor que impidiera la participación de algún estudiante, la única manera de evitar ser parte de esta experiencia era si al menos el 30% se negaba a colaborar. En tal caso, todos los disidentes podrían marcharse y serían reemplazados por otros estudiantes. ¡Pero una o dos personas inconformes no era suficiente!

Lejos de provocar la reacción esperada, la rabieta de Albert había sido recibida con un silencio ensordecedor; los más cautos se abstuvieron hasta de respirar por temor a que el menor gesto llamara la atención hacia ellos y se vieran forzados a expresar su opinión.

A pesar que algunos se conocían entre sí, era obvio que las condiciones en que debían trabajar no eran las más óptimas. Después de todo, no asistían a la misma escuela, las diferencias en edad eran apreciables y el grupo estaba compuesto por hombres y mujeres. Todo eso hacía de esta, una propuesta que los colocaba, a todos por igual, en una situación de gran vulnerabilidad. No había campo para equivocaciones embarazosas, comentarios débiles o posturas frágiles.

Todos saben que en situaciones como esta, reina la ley del más fuerte: o comes o te comen. Por su parte, los chicos saben que en presencia de jovencitas, no se puede dar señal de debilidad porque hasta tus mejores amigos te engullen de un sólo bocado y se vuelven contra ti si creen que el hacerlo les hará ganar puntos con el sexo femenino.

Así que lo mejor era permanecer en silencio. El mismo Albert reconoció lo precipitado de su reacción y volvió a callar. Gaby, que se encontraba exactamente frente a él, al otro lado de la sala, no entendía cuál era el inconveniente, todo lo que debían hacer era reunirse una o dos veces por semana durante los próximos dos meses y preparar una presentación. Además -pensaba ella— el tema tenía su atractivo: “Los grandes retos que enfrentaban los jóvenes en el mundo actual”.

Los resultados de su trabajo iban a ser presentados durante la celebración del Día de Internacional de la Juventud, que se llevaría a cabo en la sala principal de la alcaldía.

A partir del año 2000, la asamblea general de las Naciones Unidas declaró el 12 de agosto como “Día Internacional de la Juventud”, dedicado a examinar la labor y el papel que cumplen los jóvenes dentro de la sociedad. Desde esa fecha, algunos colegios del estado realizan distintos eventos con el propósito de involucrar a la juventud en un intercambio de experiencias, comentarios, inquietudes y recomendaciones, con el ánimo de incluir sus retos y expectativas como parte integral del proceso educativo.

“Yo creo que lo que tenemos que hacer es comenzar a trabajar en esto y dejar de perder el tiempo” dijo Gaby, exasperada con la actitud de Albert. “Entre más rápido empecemos, más rápido terminaremos”.

“Eso es muy fácil de decir para ti”, repuso Mathew, “después de todo, el profesor ese trabaja en tu colegio. Ya sabemos quién va a ser su favorita”.

“Deja de decir estupideces” repuntó Gaby lanzándole una mirada fulminante que lo puso en su sitio.

“¿Me estás llamando estúpido?” respondió tímidamente el chico tratando de salvaguardar su honor frente a los otros muchachos.

“No, pero lo que estás diciendo es una majadería”, repuso Gaby, dispuesta a llevarse la última palabra.

“Yo estoy de acuerdo con que debemos empezar de una vez por todas”, interpuso Andrew, “y no es porque el profe Willy sea el sicólogo de mi colegio, sino porque realmente pienso que si le dan una oportunidad, todos ustedes se van a dar cuenta que es una buena persona’.

El profesor Escalante -que había estado observando desde la puerta sin que ellos se percataran de su presencia— aclaró su garganta como para anunciarse y rápidamente caminó hacia el centro del grupo.

“Bueno jóvenes, me imagino que ya habrán tenido suficiente tiempo para saludarse y hablar un poco del proyecto en el que vamos a trabajar’.

Algunos de los chicos trataron en vano de ocultar el sarcasmo que les había producido el apunte desacertado del profe. Escalante fingió no notarlo.

“¿Alguien tiene alguna inquietud respecto a los objetivos que perseguimos?” La pregunta flotó en el aire sin que nadie diera la menor muestra de interés por responderla, hasta que John Alexander levantó la mano.

“¡Ah! Finalmente, un valiente voluntario”, señaló el profe Willy muy complacido. “¿Cuál es su pregunta?”

“¿Podría ir al baño?”, respondió John en tono bajo. Todos soltaron una carcajada mientras que él desaparecía rápidamente del salón.

“Yo entiendo que algunos de ustedes pueden estar pensando que esta es otra asignatura más en la cual van a tener que trabajar. Pero en lugar de eso, quiero que por un momento se olviden del trabajo, las tareas y las responsabilidades que indudablemente implicará el proyecto, y se enfoquen sólo en lo interesante que será ver cómo los resultados de su labor beneficiarán a otras personas.

Por ejemplo, todos los días escucho en el colegio estudiantes que se quejan que nadie le presta atención a sus problemas, ni entiende las presiones que ellos deben enfrentar. Pues bien, esta es una excelente oportunidad para que ustedes les expresen a todos los profesores y padres de familia que van a estar en esa reunión, cómo se sienten, cuáles son sus problemas y qué esperan de ellos. Piénsenlo, durante la celebración del “Día Internacional de la Juventud”, ustedes van a tener la posibilidad de ser voceros de todos esos cientos de compañeros que hasta ahora no creen tener voz ni voto”.

A pesar de lo persuasivo e inspirador de su argumento, ese silencio, que antes había sido muestra de temor e inseguridad, ahora parecía haberse transformado en otra clase de silencio, ese que no es más que una manifestación indiscutible de tedio e impaciencia.

Al percibir que sus palabras habían caído en oídos sordos, el profe Willy trató una estrategia más directa.

“¡Usted!”, señaló con el dedo hacia donde estaba Albert, “¿cuál diría que es el mayor desafío que enfrentan los jóvenes de hoy?”

“Profesores que no escuchan y quieren imponer su voluntad”, respondió el chico sin pensarlo demasiado. Luego se volvió a Mathew, quien estaba a su lado y chocaron sus puños en señal de camaradería, mientras compartían una sonrisa de complicidad.

“Muy bien”, repuso el profe. Ignorando su tono sarcástico, procedió rápidamente a escribir en el tablero lo dicho por el joven.

“¿Alguien más?”, preguntó otra vez Escalante. Jennifer levantó prontamente la mano.

“Muy bien Señorita Blum, ¿cuál es su opinión?”

“Las presiones externas”.

“Presiones externas”, murmuró el profe lentamente, mientras escribía.

“¿A qué tipo de presiones se refiere exactamente?”

“Sexo, drogas...”, se adelantó Richard.

Albert lo miró de reojo, comentando burlonamente, “¿qué sabes tú de esas cosas?”

Aunque las estadísticas demuestran que hoy en día en muchas escuelas la actividad sexual de los estudiantes empieza desde muy temprana edad, Richard sabía que, en esta situación, defenderse verbalmente era lo peor que podía hacer, ya que podría ser interpretado como muestra de debilidad, así que optó por ignorar el comentario con un sutil gesto de desprecio.

“¿Alguien quiere ser más específico?”, preguntó el profe recorriendo todo el grupo con su mirada.

“Es simple profesor: hay quienes creen que la única manera en que van a ser aceptados en su círculo de amigos, es si dan cuenta de haber probado alguna droga o aseguran haber perdido la virginidad, sea cierto o no’, respondió Sophia, con tal asertividad, que a más de uno se le abrieron los ojos como muestra de incredulidad por lo que acababan de oír. Y no porque esto no fuera cierto, sino porque hay temas que simplemente no se hablan en presencia de mayores, y menos aún, de un profesor. Además, el hecho que hubiese sido la menor del grupo quien lo había dicho, le daba un significado especial a aquella observación.

Por su parte, Sophia, que a pesar de su edad, no tenía problemas en decir las cosas como son, sólo se había abstenido de intervenir hasta el momento, porque le irritaba la inmadurez de algunos muchachos presentes, particularmente la de Albert. Lo conocía desde que ella tenía siete años, ya que sus familias se habían mudado a aquel vecindario el mismo mes, y no soportaba que él siempre tratara de adueñarse de cualquier situación por la fuerza.

El profe Willy guardó silencio, esperando a ver si alguien más decidía entrar en la discusión.

John Alexander, que regresaba del baño, caminando firme y seguro frente a todos, levantó la mano justo antes de sentarse, en aras de recobrar su dignidad.

“¿Qué quiere agregar?”, preguntó el profe, contento al percibir que el grupo parecía, finalmente, estar entrando en calor.

“Yo creo que el problema es que uno siempre está actuando para complacer a otros. Cuando estamos con los amigos, hacemos lo que sea para quedar bien con ellos; en el salón de clase buscamos quedar bien con el profesor, mientras esto no signifique quedar mal con los amigos. Pareciera como si el verdadero desafío consistiera en mantener contento a todo el mundo”.

Andrew, que había permanecido en silencio desde su intervención inicial en defensa del profe, fingiendo toser, levantó tímidamente la mano.

“Particularmente a los padres”, dijo el muchacho sintiendo que, por esta vez, le había ganado a su timidez.

“¿Exactamente qué quiere decir con eso?” Indagó Escalante mientras escribía.

“Yo creo que las expectativas de los padres con respecto a los hijos son muy diferentes de las metas que uno como individuo puede tener. A veces he llegado a pensar que ellos quieren que uno logre todo lo que ellos no pudieron, ni se atrevieron a lograr. Y estoy seguro que no soy el único que se siente así” anotó con un poco más de confianza, mirando a los demás jóvenes de reojo.

“Estoy de acuerdo”, dijo Rizzo, sin saber que pronto él mismo tendría que enfrentar dicha situación con sus padres.

El profe Willy continuaba escribiendo en el tablero todo lo que escuchaba, satisfecho que por fin había logrado romper el hielo, y estaba comenzando a escuchar algunas cosas importantes, a pesar de sentir, que muchos de los argumentos que había oído hasta el momento no eran más que excusas que ocultaban los verdaderos desafíos que él quería que los jóvenes identificaran. Con esto en mente, y aprovechando un pequeño silencio que se había extendido más de lo normal, lanzó un desafío al centro del ruedo, que tomó a todos por sorpresa.

“¡Excusas, excusas, excusas! Todo lo que he escuchado hasta ahora son excusas. La culpa es mía que estoy imponiendo mi autoridad sobre ustedes. La culpa es de sus compañeros que los presionan a actuar de cierta manera. Los culpables son sus padres o sus profesores que no pueden ni quieren entenderlos. ¡Culpables, culpables, culpables! Por todos lados culpables y ustedes... las pobres víctimas”. El comentario, cargado de una gran dosis de ironía y sarcasmo, cayó como un baldado de agua fría sobre el grupo. Tanto así, que algunos, con una risita nerviosa, intentaron hacer creen que ellos no se sentían aludidos.

Después de esto, Escalante calló, sabiendo que la dureza de su intervención había sido suficiente para lograr lo que buscaba. Si continuaba su embestida, corría el peligro de perder al grupo. Después de todo, su verdadera intención era sacarlos de la zona de comodidad que entre todos habían armado y obligarlos a que aceptaran la responsabilidad de enfrentar los retos que estaban empezando a identificar -que obviamente conocían a la perfección— en lugar de dedicarse a buscar culpables.

“Quizás no me expresé claramente”, respondió Rizzo, sintiendo que la arremetida del profe Willy había sido en respuesta directa a su observación. “Lo que quise decir es que esta es mi vida. Yo debería poder hacer con ella lo que quiera, y tomar mis decisiones basado en lo que yo deseo lograr. Mis padres ya tuvieron su oportunidad e hicieron de su vida lo que quisieron. Ahora me toca a mí. Entiendo que eso no es pretexto para hacer lo que me venga en gana y actuar irresponsablemente, pero ellos también deben aceptar que no todas las decisiones que yo tome en mi vida van a ser de su total agrado”.

El comentario encontró la aprobación de la mayor parte de los jóvenes, que sin embargo, se limitaron a asentir tímidamente, como si no hubiese necesidad de agregar nada más a lo ya dicho.

Mientras tomaba nota de lo que John acababa de decir, deliberadamente, el profe volvió la cara hacia el tablero, buscando ocultar su triunfal sonrisa al ver que su desafío había dado resultado. Lo único que restaba ahora era permitirle al grupo que viera la diferencia entre un reto y una excusa.

“¿Y cuál cree que debería ser la respuesta correcta de sus padres cuando usted hace algo con lo que, no sólo están en desacuerdo, sino que saben que va en detrimento de su propio éxito?”

“Deberían permitirme tomar mis propias decisiones. Si me equivoco, pues estoy dispuesto a pagar las consecuencias. Si obtengo una mala nota en una de mis asignaturas, es mi mala nota, no la de ellos”.

“¿Y qué sucedería si como consecuencia de esta actitud lo suspendieran del colegio o no lograra ser aceptado en la universidad?”

“Pues es mi problema”.

“Entiendo lo que dice”, respondió el profe mirando a Andrew a los ojos. “Pero aún sigo pensando que todo lo que he escuchado me suena más a vacas que a retos”.

“¿A qué?” reaccionó Julia, sonriendo.

“¡Vacas! De las que dan leche y hacen muuu”, agregó el profe, mientras todos se miraban los unos a los otros sin tener la menor idea a qué se refería.

“¡No me digan que no han escuchado nunca la historia de la vaca!”, exclamó sorprendido.

“¡Pues no!”, respondieron varios, mientras otros se limitaron a negar con la cabeza.

“Muy bien. Entonces, éste es un buen punto de partida para nuestro proyecto”, agregó Escalante, sabiendo que la historia que estaba a punto de compartir con ellos seguramente les haría ver las cosas desde otra perspectiva.