LEER, VIAJAR,
ESTAR VIVOS

PEPA CALERO

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Leer, viajar, estar vivos

© Pepa Calero, 2019

© Ediciones Casiopea, 2019

 

ISBN: 978-84-120012-1-1

 

Foto de cubierta: Delaram Bayat

Diseño de cubierta: Anuska Romero

 

Maquetación: Carlos Venegas

Impreso en España – Printed in Spain

Reservados todos los derechos.

Para Ginés.

 

      

PRESENTACIÓN

El viaje, entre el asombro y la maravilla

La fascinación de viajar es el pasar innumerables veces junto a escenarios ricos y saber que cada uno de ellos podría ser nuestro y pasar adelante, como un gran señor.

El oficio de vivir, Cesare Pavese

 

En la ciudad de Almería, donde el viento porta el mar en sus brazos, se gestaron los primeros bocetos de estos viajes literarios. Entre la playa y el cielo. Entre la biblioteca Villaespesa, las salas de lectura de la universidad, el hogar, el trabajo. Todas mis Ítacas.

Todo empezó en otoño de 2008. En mi maleta roja, llevaba historias medio olvidadas, lugares desaparecidos, excepto en el corazón o en la literatura. Más que una ida parecía un retorno, un regreso a un tiempo que ya no existía.

Los escritores solemos acudir allí en busca de un milagro. ¿Veré a Proust comprando su magdalena? ¿Encontraré a Virginia Woolf paseando su cachorro? Estos viajes dan hoy un sentido al oficio, tal vez único, al oficio de escribir. El escritor austriaco Peter Handke vino a Soria para venerar al bueno de Antonio Machado. El mismo Tabucchi, escritor italiano o, debido a su trasfiguración en Pessoa, casi portugués, llegó a las Azores para seguir la ruta de Jonás y el capitán Ahab, no sin antes residir en la ciudad de su amado poeta.

Viajar es muy difícil, Nuria Amat

Conocía Trieste, su café San Marcos y su Jardín por la voz de Claudio Magris. Respiré el atardecer en Buda, en el Bastión de los Pescadores, al lado de Kristóf, el protagonista de Divorcio en Buda. Caminé junto a Sándor Márai recorriendo las páginas de ¡Tierra, Tierra! por el barrio de Krisztina y la calle Mikó, donde vivió. Ay, Budapest, horas y horas contemplando el Danubio como si tuviera el río en los labios.

Fui la confidente de Soma Morgensten, en Viena, junto con sus amigos Joseph Roth y Stefan Zweig en su libro Huida y Fin de Joseph Roth. Amé esa ciudad antes de verla. Llevaba años rondando el Café Central con Robert Musil y sus amigos.

En Oporto, frente a la librería Lello & Irmao, una mujer vendía claveles blancos y rojos. Pensé en mis amigos. Olía a primavera, a café caliente. Cuando entré en aquel templo del saber, el tiempo se detuvo. Años después, despertaba en Lisboa con Pereira subiendo las cuestas. En alguna parte de la ciudad de la luz y la saudade olvidé un antiguo ejemplar de un libro de Pessoa, compañero de adolescencia, en la mesita de noche, tenía las hojas despegadas, amarillentas.

Desde el cielo de Berlín, la vida me pareció menos caótica, más ordenada. Los parques marcaban una línea verde afable que invitaba a caminar por sus calles. Lucía el sol. Con cuánta pasión conté a mi hijo Adrián la historia de aquel triste suceso, el nombre de los escritores, humanistas, ángeles de las palabras, cuyos libros fueron quemados en la Bebelplatz. La incomprensible ceguera. A pocos metros de allí, mis ojos se detuvieron tras unos niños rubios correteando detrás de las palomas.

La noche que llegué a Salzburgo llovía a mares. Dos días después, el corazón parecía un pájaro desbocado por ver Kapuzinerberg; un pequeño bosque en una colina donde se encuentra la casa en la que vivió y escribió algunas de sus mejores obras uno de mis queridos escritores: Stefan Zweig. En la calle peatonal, que da acceso a la cuesta, una mujer de pelo blanco tocaba con su violín una pieza de Mozart que reconozco. Despierta la emoción. La música configuró todos los viajes.

Visité Polonia en dos ocasiones. En ambos viajes, Varsovia me pareció una ciudad hospitalaria, cálida, igual que un día de sol en invierno. Posee una extraña belleza. Un lugar herido, reconstruido y amable que respira vitalidad. A ratos, cierro los ojos y me detengo conmovida, evocando esas calles descritas por personas que vivieron y sufrieron la incomprensible maldad humana. Despierta mi ternura por aquellos seres reales, que sirvieron de referencia para contar lo incontable. Recé, aunque no supe bien por qué. Solo recuerdo la apremiante necesidad. En los parques, montones de ardillas subían y bajaban por los árboles. Seres privilegiados.

Tánger, la ciudad azul, el hogar del escritor bohemio Paul Bowles, era un hervidero de varones que ocupaban relajadamente todos los cafés del centro. Olía a mar y a té de hierbabuena.

Y Praga, mi querida y asombrosa Praga, a la que llegué con cierto recelo. La bella durmiente que habita junto al río. La gran dama. El poema eterno. La ciudad de las cien torres, que se refleja orgullosa junto a los cisnes blancos del Moldava. Música y palabras cruzan a todas horas el entrañable puente Carlos. Un viaje deslumbrante con poemas de Rilke y Jan Neruda en la mochila.

Visité estas ciudades en otoño. Tiempo de vacaciones. Hubo días de lluvia, días de frío, de viento, de soledad, de cierta nostalgia, de anhelos. No había gente en los parques, nadie paseaba, solo se iba a algún sitio. Pocos turistas. Detrás de los cristales de un café, esperaba, como si la vida fuera eso, mirar tras las ventanas manchadas de un elegante café. Fue revelador, volvió la nostalgia, las heridas, los anhelos rotos, las personas que amaba. Por momentos, sentí como si el cielo me hubiera traicionado.

Algunas mañanas, temprano, paseando por plazas desiertas, cuando las cadenas aún abrazan las sillas de los cafés, cuando las gentes pasan bostezando, dándose una vuelta a la bufanda, pensaba en los escritores que me acompañaban. Feliz, dichosa y agradecida de llevarlos conmigo, dentro y fuera de mi mapa.

En aquellas ciudades, comencé estos relatos. Cuando salía del hotel, tenía la sensación de que el día se presentaba como una página en blanco. Luminoso, creativo. Más tarde, al volver con la noche encima, contemplaba las páginas escritas pobladas de garabatos, versos huérfanos, exhaustos, en espera de recomponerlos, de ordenarlos. Imposible. El agotamiento me vencía como un amante malhumorado.

El cansancio que acusamos durante la laboriosa estancia en uno de los países merecedores de un viaje corresponde de algún modo, como un eco, al cansancio físico de todos aquellos artistas y artesanos incombustibles y geniales que cubrieron de fresco las bóvedas de las iglesias y arrancaron del mármol blancas esculturas.

Adam Zagajewski


Mi querida Europa

Una de las cosas que más me sorprendió fue descubrir que en estos países me sentía un poco como en casa. Un sentimiento insólito, singular. Consciente de ese pasado común que nos une y nos diferencia, me preguntaba: ¿por qué me atraía Europa?

La veía como la hermana mayor que te lleva de la mano, que te protege y te abriga en los días de invierno, cuando toda tú estás a la intemperie. Una misma moneda, un lenguaje universal que casi todos hablan, sistemas sociales, sanitarios y educativos semejantes. Y la historia. La bendita y tremenda historia. Cultura, tradición. Pasear por sus ciudades era como caminar por un tiempo estudiado, aprendido y escuchado en los libros de textos del instituto. La tutora de clase que te cuenta bajito los secretos de un pasado que sueña y reza con no repetir.

Mi Europa es tan pequeña que hubo un tiempo en que la recorríamos a pie, tan vieja que es consciente de que el crepúsculo embellece las cosas, tan mágica que siente un profundo respeto por la pobreza. Es lo que nos enseñaron Diógenes y Jesús, los griegos y los judíos que crearon nuestra cultura.

El esnobismo de las golondrinas, M. Wiesenthal

Europa y sus cafés. Viajar a Europa significaba habitar los cafés. La cultura europea con su carácter reflexivo, pausado, es inconcebible sin los cafés. Allí la vida se saborea, mientras el tiempo detiene el latido para entrar en estos lugares recogidos, íntimos, particulares.

Si anhelaba transitar por el mundo de los escritores y sus personajes, debía anidar por unas horas en aquellos lugares. Habitarlos con calma. Abrazar esas horas estáticas con la devoción de una caricia, sin premura. Para Steiner, mientras haya cafés, la idea de Europa tendrá contenido. El ambiente de aquellas salas con sus gentes habituales, el aura del tiempo pasado, su atmósfera decadente, sus lámparas recargadas, sus tibios camareros, sus mesas de mármol, sus revisteros en la pared, sus perchas de madera repletas de abrigos, bufandas, sombreros; todo era evocador, atractivo. En algunos instantes, la felicidad olía a café caliente.

El café es un lugar para la cita y la conspiración, para el debate intelectual y para el cotilleo, para el flaneur y para el poeta o el metafísico en su cuaderno. Está abierto a todos; sin embargo, es también un club, una masonería de reconocimiento político o artístico-literario. Tres cafés principales de la Viena imperial y de entreguerras ofrecieron el ágora, el centro de la elocuencia y la rivalidad, a escuelas contrapuestas de estética y economía política, de psicoanálisis y filosofía.

La idea de Europa, George Steiner

También estaba su naturaleza domesticada, familiar, fluida, acogedora como un hogar a la hora de la comida. No hay ciudad en Europa que no cuente con zonas verdes donde el viajero pueda reposar. Sus parques, bosquecillos, jardines, rosaledas, parterres, alamedas se convierten en entornos mágicos donde cultivar la quietud. Recuerdo mi sorpresa al encontrar huertos pequeñitos en los patios de algunas casas.

La hermosa Europa raptada por Zeus, en una eterna leyenda, me parecía cada día más bella. Fui testigo de la diversidad de culturas, gentes, lenguas, religiones, costumbres, todo un arco iris de convivencia y respeto.

Recuerdo que, en la mayoría de ciudades, un sentimiento afable llegaba a mí cuando me encontraba con los nombres de las plazas, parques, calles, estatuas, museos. Eran nombres familiares, de grandes personas, hombres y mujeres que ayudaron a que el mundo fuera un lugar más seguro, más benévolo.

Aquí, me descubrí otra. Fascinada por todo lo que me rodeaba; la luz otoñal de un parque, el tañer de las campanas, el amanecer junto a un río, la alegría de un violín, pasajes, pasadizos, la melancolía de un acordeón, escaleras, sinagogas. Resultó fácil, estaba seducida antes de conocerla. Todo parecía interesante mirándolo de cerca. Embobada, hambrienta como un bebé enganchado al pecho de su madre, incapaz de apartar su mirada.

Europa me recordó al río de Heráclito; sus aguas parecen las mismas, pero son distintas. Igual que los sueños. Y aunque aquí se respira el naufragio colectivo, la terrible historia, el desencanto, el delirio, siempre encontraba en los ojos de las gentes la luz de la utopía, de la esperanza, como palomas blancas que recorren los cielos azules del continente. Europa, mi querida Europa.

En el momento actual, la historia —por lo menos en Europa— se ha vuelto menos cruel y más bondadosa. Podría parecer, pues, que podemos confiar en ella. Pero sería como confiar —demasiado, a ciegas— en un delincuente que ha salido con un permiso de la cárcel. Hoy en día la historia es más benigna que en los años cuarenta; pero, al igual que entonces, necesitamos apoyarnos en algo distinto. Ya nadie quiere creer en Dios. En el arte creen sólo los marchantes de cuadros. En la poesía no creen más que los poetas. Y, no obstante, necesitamos apoyarnos en algo distinto.

Adam Zagajewski


La odisea de viajar sola

La juventud, tiempo de mochilas y escapadas por el mundo, no tenían nada que ver conmigo. Nunca había viajado sola. Me hallaba en la madurez y no había muchas opciones. O viajaba conmigo misma o me quedaba en casa tejiendo y destejiendo el anhelo de explorar.

Los años apremiaban, el temor también. Una tarde me cruce con estas frases que me sacudieron de arriba abajo.

Dentro de veinte años estarás más decepcionado de las cosas que no hiciste que de las que hiciste. Así que desata amarras y navega alejándote de los puertos conocidos. Aprovecha los vientos alisios en tus velas. Explora. Sueña. Descubre.

Mark Twain

Y de la mano de esa idea, emprendí el vuelo.

Con media vida por delante, cercana a los cincuenta años, y un puñado de incertidumbres, retomé el sueño como el niño que coge el hilo de la cometa y corre por la playa sin pensar en nada más. Así fue.

Para todo hay una primera vez. No lo pensé, no podía detenerme a hacerlo. Si no, hubiera sucumbido. Apenas me manejaba con el inglés, tampoco llevaba mucho dinero encima, ni direcciones de gente conocida a la que acudir en caso de necesidad. Pero seguí adelante. Viajaría sola al extranjero, ¿qué podía pasar? Nada que no pudiera pasarles a otras personas, a otras mujeres. Por supuesto, en el fondo un tibio temor me atenazaba el alma. No podía contarlo, ni a mis hijos, ni a mi familia, ni a los amigos. Debía vivir esa experiencia. Después, quizás, narrarla. En mi interior algo muy fuerte me impulsaba a hacerlo.

El miedo me acompañó. Fue un compañero prudente, incómodo al que apenas prestaba atención. Como la luz de una farola que no cesa de parpadear. Rebelde, cotidiano. La ilusión y un cierto desasosiego fueron inseparables amigos de viaje. Leales.

Debo reconocerlo, a ratos me descubrí audaz, osada.

Conocía todos los escenarios que visité, como si fuera un trayecto familiar, como esas calles de la infancia que siempre vuelven. Amables. Aquellos lugares formaban parte de mi memoria, se asemejaban al relato que un amigo hace de su ciudad, su barrio, su casa, su habitación, su mesa, su pluma. Cuántas veces había cerrado un libro y, tras él, abierto los ojos del alma para ir allí; a ese parque preñado de robles, al café donde las columnas trenzan la luz de marfil, al paseo colmado de hojas otoñales con sus alfombras ocres y amarillas. ¡Cuántas veces estuve allí antes de ir!

Un hombre tiene que haber pensado mucho en un escenario antes de empezar a disfrutar de él.

Viajar. Ensayos sobre viajes, Stevenson

No solo quería respirar el aire de esas ciudades, sino que deseaba hacerlo desde mi particular odisea: viajar sola.

Viajando en grupo te vuelves visible, excesivamente visible y observada. Viajando sola me convertí en anónima. Era libre, aunque esa libertad conllevara esfuerzo; estar en constante alerta, organizar y desorganizar sobre la marcha, equivocarme. Todo un riesgo que merecía la pena.

En el grupo, cualquier intento de individualidad, de alejamiento, resulta sospechoso, incómodo.

Al viajar conmigo, todos los viajes se convirtieron en novelas de iniciación. Cuando despertaba y abría la ventana, tenía la sensación de estar viviendo otras vidas. Claro que no todo fueron bondades. Las distancias con las gentes dependían del idioma y, aunque a veces las sonrisas apaciguaban, en ocasiones echaba en falta una conversación fluida.

Aprendí a responder por mi segundo nombre, María. Jamás lo había utilizado, excepto en documentación oficial. Tuve que hacerlo, ya que mi primer nombre y su diminutivo familiar, nickname, resultaba difícil de pronunciar, casi risible.

Viajar es una brutalidad. Te obliga a confiar en extraños y a perder de vista todo lo que te resulta familiar y confortable de tus amigos y tu casa. Estás todo el tiempo en desequilibrio. Nada es tuyo excepto lo más esencial: el aire, las horas de descanso, los sueños, el mar, el cielo; todas aquellas cosas que tienden hacia lo eterno o hacia lo que imaginamos como tal.

Cesare Pavese

Viajar sola me enfrentó a mis demonios, a la trastienda de mi vida, a zonas sombrías que no conocía. El desasosiego iba siempre en la mochila, junto a la botella de agua. Incluso por la noche, bajo las sábanas, una cierta inquietud seguía pegada a la piel.

Me abrí a gente desconocida que no volvería a ver. Me comunicaba con sonrisas, con frases básicas, con los mapas, con las manos como si fuera un mimo. En el hotel, al anochecer, otros viajeros y yo compartíamos comidas atraídos por los olores, compartíamos rincones, experiencias, trucos, apuntes, lugares que no venían en las guías y merecía la pena visitar. De haber viajado en grupo, estos encuentros y otros tantos no se hubieran dado jamás.

Coincido con las palabras del gran viajero Paco Nadal: El viaje es un ejercicio en soledad.

En aquellas Ítacas, me descubrí fuerte y débil a un tiempo. Acuné mi fragilidad con la misma delicadeza que contemplaba mi fortaleza. Por momentos, me sentía pequeña, inquebrantable también, consciente de que dependo del azar, del cielo, de mí. Hubo horas mágicas, gloriosas, magnificas; otras por el contrario fueron destartaladas, deshabitadas, desoladas. Viví con total intensidad los días de lluvia y frío, los días cálidos de sol.

Disfruté con lo sencillo, habité el mundo de la contemplación; ver sin juzgar, escuchar sin opinar. Viajar conmigo fue una de las experiencias más emocionantes de mi vida.

La verdad está
en vivir intensamente
lo pequeño pequeño
como un niño
vive su castillo de arena
de verdad.

Celia Viñas


Escritores, libros, vida

Dicen que el primer viajero es el lector. Desde niña, he visitado ciudades invisibles, el mundo de ayer, las ciudades blancas. Mi pequeño refugio, mi gozo intelectual, emocional: los libros. Los libros definen mi vida. Sin ellos hubiera sucumbido a todos los naufragios que viví y, con toda certeza, me salvarán de todos los que quedan por vivir. Me hicieron libre. Mi pasión por la literatura me llevó a ordenar lo desordenado, comprender la vida, inteligible, indescifrable, imprevisible. Entender el mundo y llegar a amarlo. Todo un reto del que nunca salgo indemne.

¡Cuántas veces la lectura de un libro no ha sido la encrucijada que ha cambiado de curso la vida de una persona!

Henry David Thoreau

Los libros nos salvan. Si somos capaces de contarles historias, podemos curar a los enfermos o quizás, por un tiempo, rescatarlos de la muerte. Como la princesa Sherezade. Porque las historias, los cuentos, los relatos nos fascinan, nos enganchan a la vida, igual que un enamorado se cuelga en los brazos de su amada.

Con el tiempo, todos esos libros que entraron en mi mapa crearon un horizonte. Un cielo bajo el que respirar y sentirse a salvo. Lugares lejanos, ajenos, donde habitaban los personajes. Personajes que llegué a amar como si fueran compañeros de camino, de vida, gente cercana. Tan reales, tan imperfectos que parecían de carne y hueso. Como todos nosotros, como yo.

Parece una suerte de legitimación del placer que nos provoca. Un sentimiento común es uno de esos bienes fantásticos que hacen que la vida tenga buen sabor y siempre sea distinta. Saber que otro ha sentido lo mismo que nosotros, que ha visto cosas —por pequeñas que sean— de un modo no muy distinto al modo en que las hemos visto nosotros, será hasta el final uno de los mejores placeres de la vida.

Viajar. Ensayo sobre viajes, Stevenson

 

Corrieron los años, los soles, las lunas. Y, con ellos, llegaron las ganas de conocer el escenario por donde se movían aquellos seres que me inspiraban compasión, ternura, rechazo. Gentes descritas con una precisión implacable. De alguna manera, mis derrotas y victorias se hallan unidas a algunos libros, a ciertos autores por los que siento un incomprensible afecto.

No solo leía sus obras, sino también sus biografías y los ensayos que de ellos se escribían. Me provocaban una ternura semejante a la que sentía ante un anciano, una niña, un enfermo. He pasado noches enteras leyendo sus cartas a amigos, amantes, conocidos, reordenando el puzle de aquellas vidas rotas por ese tiempo malherido que les tocó vivir. Eran textos tan conmovedores, sin correcciones, espontáneos, tristes, auténticos, desgarradores que en algunas ocasiones me dejaban aturdida, desordenada. Otros textos, por el contrario, me conducían a un sentimiento benévolo hacia el mundo, sus gentes, la vida.

Y, de esa forma, fue fraguando ese anhelo de visitar y caminar sobre el asfalto de esas benditas ciudades que tan bien conocía. Detener el tiempo en un café con un cuaderno y un bolígrafo. Nada más, nada menos.

No solo quería viajar para conocer el escenario de una obra. Mi anhelo iba más allá. Deseaba conocer las ciudades en las que vivieron mis grandes autores. Salzburgo por Stefan Zweig; Viena por Joseph Roth, Musil y Zweig; Budapest por Sándor Márai y Mazda Szabó; Trieste por Claudio Magris, Rilke e Italo Svevo; Lisboa por Fernando Pessoa y Antonio Tabucchi; Praga por Jan Neruda, J. Roth y Rilke; Varsovia por Isaac Bashevis Singer y Adam Zagajewski; Berlín por J. Roth, Irmgard Keun, Bertolt Brecht… y tantos otros.

Así define Claudio Magris el viaje, tanto el literario como el vital: