Aquiles y la tortuga

AQUILES Y LA TORTUGA

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AQUILES Y LA TORTUGA

SEVE CALLEJA

A S T I R O

A L B E R D A N I A

Aquiles no cogerá nunca a la tortuga, a menos que ésta muera antes, y ya se sabe que las tortugas viven mucho, o que ella decida esperarlo en uno de los puntos del recorrido.

Luciano de Crescenzo

1

En una apartada y tranquila isla griega del mar Jónico, hacía tiempo que la vida transcurría sin sobresaltos. Apenas sucedía nada que rompiera la rutina. Sus gentes, campesinos y pescadores curtidos por el sol y el salitre, parecían fragmentos de un paisaje tórrido y pedregoso. Era la isla un lugar alejado de guerras y de intrigas, muy diferente de otros muchos parajes circundantes del Peloponeso, cuyos héroes les habían ido dando un nombre ilustre y un lugar en la historia: Itaca, Tesalia, Troya, Misia, Áulide,… Ésta en cambio no tenía más nombre conocido que el de Isla Blanca, como la llamaban los navegantes y los forasteros.

Sólo a las horas en que más intenso era el calor o a las del atardecer, cuando nadie transitaba por la playa, solía asomar en la arena Tor-tor, la tortuga paciente, tras permanecer sumergida unas veces en las cálidas aguas marinas o quieta otras como una piedra semienterrada en la arena ardiente y blanquecina de la playa. Así fue como la descubrió Aquiles, confundiéndola con un trozo de rocalla que en seguida se apresuró a coger y que lanzó jugando contra las olas para medir su fuerza. Y así fue como, al darse cuenta de que no era una piedra, le puso el nombre que ahora tenía.

“Tor-tor”, la golpeó con los nudillos en el caparazón y se la llevó como un cuenco a la boca:

–¿Hay alguien ahí?

Luego se puso a hurgar en su interior con los dedos, y a soplar, y a zarandearla, pegándosela al oído como si fuera una inmensa caracola abandonada. Con tanta insistencia la escrutaba Aquiles, que el animal no tuvo otro remedio que responder asomando la cabeza, sacando la lengua y haciéndole cosquillas en el oído.

¡Ostras!, o algo parecido debió de exclamar desconcertado Aquiles dejándola caer bruscamente. “¡Qué demonios es esto!”.

Lo que siguió fue un prolongado coqueteo entre ambos por ver quién reconocía antes a quién:

–Asoma, asómate, bonita –le decía al principio cariñosamente.

Y le golpeaba insistentemente en el caparazón, tor, tor.

Pero la tortuga, antigua y paciente como el paisaje aquel, demostraba ser capaz de resistir cuanto hiciera falta sin dar señales de vida.

–Como me enfade vas a saber quién soy –se le acercaba cada vez más irritado Aquiles.

–Ya sé quién eres, campeón –se oyó una voz hueca que salía del interior de aquella concha amurallada e inexpugnable como la terca Troya.

–¿Sí? ¿Quién soy?, a ver.

–Tú eres Aquiles, el temido guerrero aqueo, el del tendón delicado, el pélida ese.

–¿El qué? ¿Qué me has llamado?

–Yo lo que he oído decir –se justificaba la tortuga un tanto atemorizada. Y se puso a recitar–: “Canta, oh diosa, la cólera del pélida Aquiles…”.

–Venga, déjate de historias –se enojó Aquiles–. Eso son leyendas que ya no interesan a nadie. Y a mí menos que a nadie, por eso estoy aquí: para olvidar.

–Disculpa, entonces.

–Está bien, disculpada –se tranquilizó un poco el héroe, pero aún quiso saber–: ¿Y a ti quién te ha contado mi vida, si se puede saber?

Y es que Aquiles se sentía un tanto contrariado, convencido como estaba de que todos lo daban ya por muerto en la batalla y de que sólo su madre, que por ser una divinidad lo había rescatado de la muerte y lo había dejado en esa isla ignorada, sabía su paradero.

–Lo sé porque lo sé. Para eso soy más vieja y antigua que tú.

–¿Y tú quién eres? Di. ¿Y por qué te escondes?

Aquiles, tan acostumbrado como estaba a los caprichos y los juegos de los dioses, a los de su propia madre, sin ir más lejos, sospechaba en ese momento si bajo aquella concha no se escondería acaso el espíritu de su más íntimo y añorado amigo Patroclo, o el del aventurero Ulises, al que aún confiaba poder volver a ver un día en carne y hueso, o el de alguna de sus muchas amantes despechadas.

Fue entonces cuando Tor-tor se atrevió por fin a asomar su cabeza rugosa y puntiaguda.

–Pues lo que ves, una tortuga vulgar y corriente.

¿Vulgar?, iba a preguntarle Aquiles sorprendido de que supiera hablar y poseyera la sabiduría de su caballo Janto. Pero no se atrevió a comentar lo que resultaba más que evidente. No se atrevió seguramente porque lo desconcertaban las respuestas secas y cortantes de aquel animalejo.

–¿Eres de aquí?

–Qué más da eso. Como tú.

–Yo no soy de aquí.

–Ya lo sé, eres un forastero. Pero te has refugiado aquí, y tú sabrás por qué.

¿Quién se lo había contado? ¿Por qué aquel bicho sabía tantas cosas sobre él? Tenía que ser alguien camuflado, venido allí a vigilarlo. En el mundo que le había tocado vivir no era de extrañar que un dios caprichoso, una nereida, un genio o un espíritu se volviera tortuga sólo para poder tenerlo vigilado. Seguramente su propia madre, Tetis, podría haberla mandado a vigilarlo, ¿quién si no?, volvió a suponer Aquiles.

–¿Qué más sabes de mí? –se atrevió a preguntar Aquiles.

–Todo –respondió secamente–. Casi todo –se corrigió en seguida la tortuga.

–Como por ejemplo… –trataba de sonsacarle información.

–Pues, que eres hijo del rey de Tesalia, y que te educó un centauro, y que eres el más valiente de los mortales, y el más ágil también.

–Eso era antes –lo interrumpió contrariado.

–No me interrumpas, ¿quieres?

–Perdona, sigue.

–Que combatiste contra los troyanos y que mataste a Héctor, que te gustan las jóvenes hermosas y eres un caprichoso, y te lo tienes creído, que tu madre es una marimandona y una metomentodo…

–No te pases, haz el favor

–Si te molesta, me callo.

–No, no, sigue.

–Te advierto que sé permanecer muda como las piedras, estoy acostumbrada. Además, ¿qué es esto?, ¿un examen de historia? Porque no me gustan los exámenes, campeón.

–Ni a mí me gusta que me llamen campeón.

–Pero es lo que eres, ¿o no?

–Y tú, un carcamal.

–También es cierto.

Aquiles, antes capaz de derrotar a cien ejércitos, se sentía ahora derrotado por aquel animal insolente y resabiado.

–Y si te pusiera boca arriba, ¿qué te parecería?

–Mal.

–Pues, o dejas de ser faltona o te planto aquí mismo panza arriba hasta que la pleamar llegue a darte la vuelta.

–Lo que me sobra es paciencia, campeón –le espetó la tortuga en otro de sus alardes de insolencia.

–Conque sí. Pues demuéstramelo, hala.

Y allí la dejó, clavada boca arriba en la arena, convencido de que la tortuga no tardaría en pedirle disculpas suplicándole que la dejara vivir su vida en paz.

Pero no, Tor-tor lo vio alejarse con la mirada burlona del sabio que siempre cree tener razón, con el convencimiento de que él, tarde o temprano, regresaría a buscarla.

–¡Adiós, campeón! –le gritó–. Hasta cuando tú quieras.

–Que no me llames campeón te he dicho, ¿o estás sorda? –gritó él más todavía. Y echó a correr hacia el acantilado, por temor acaso a arrepentirse de lo que acababa de hacer.

2

A la mañana siguiente, apenas había comenzado a despuntar el sol en el horizonte, cuando Aquiles se acercó al lugar de la playa en que había dejado a Tor-tor el día anterior. Temía que ya no estuviera allí, que se hubiera enfadado con él y que, en lo sucesivo, eligiera otra cala apartada de la isla al abrigo de su ira. Porque Aquiles aún conservaba la furia que en otro tiempo lo había llevado a ser terrible en combate y despiadado con sus víctimas.

¿De qué le había servido esta oportunidad de volver a la vida? ¿Por qué su madre, la posesiva y celosa nereida que un día lo hizo invulnerable y luego, tras el dardo emponzoñado con que lo mató Paris, lo había vuelto a la vida para dejarlo allí, en aquel lugar tan apartado? ¿Para qué, si aún era feroz y despiadado con la más inofensiva de las criaturas?

Así se lamentaba Aquiles dejando tras de sí las calculadas huellas de sus pies sobre la arena aún húmeda y fresca de la bajamar camino de la orilla, cuando un saludo amable y desafiante lo sacó de sus cavilaciones.

–Hola, campeón.

Era la tortuga Tor-tor, que había permanecido inamovible sobre su propia concha boca arriba.

–¿Qué haces todavía aquí?

–Esperarte. Sabía que volverías.

–¿Ah, sí?

–Ya lo estás viendo.

–Crees saberlo todo y eso es lo que me desquicia de ti. Por eso quise castigarte –trataba de disculparse–. Creo que ayer me excedí un poco. Pero tú te lo buscaste. No se puede desafiar a alguien que, como yo, ha sido enseñado a ganar siempre.

–Lo siento. Soy como soy.

–También yo soy como soy. Y no me gusta.

–Lo siento –volvió a decir ella–, pero ése es tu problema. Tendrás que acostumbrarte a ti mismo, campeón.

¿Por qué lo provocaba de aquel modo? ¿Acaso no era lo suficientemente sabia como para darse cuenta de que podía volver a irritarlo?

–Tú que crees saberlo todo, dime, ¿es que no sabes que podría arrancarte de cuajo, sacarte de tu caparazón y comerte cruda? Lo he hecho otras veces. He arrancado las entrañas a un oso y me las he comido. Y a una gacela. Y a todo bicho viviente que se me ponía delante.

–¿No has desayunado? –se limitó a preguntar la tortuga.

–Sí, sí he desayunado. –Aquiles volvía a sentirse desconcertado y confuso–. ¿Y tú?

–¿Tú que crees? ¿Que han venido mis familiares marinos a traerme el desayuno y a dármelo a la boca?

–Lo siento –se ha vuelto a disculpar Aquiles recogiéndola del suelo, sacudiéndole la arena y poniéndola luego boca arriba.

–Además soy capaz de aguantar sin comer y beber más de una semana,

–¿Y si no llego a aparecer?

–Eso ya no es posible. Estás aquí.

–Eres inaguantable.

–Pero tú has vuelto.

–Porque eres un juguete, porque te puedo dominar, lanzar al aire, enterrarte en la arena, maltratarte. Porque puedo hacer de ti todo cuanto me apetezca.

–Todo no, campeón.

–¡A que sí! ¿Qué te apuestas?

–Primero, si no te importa, recógeme unas algas, y ábreme alguna almeja para desayunar, ¿quieres?

–Pídelo por favor, que soy Aquiles.

–Por favor.

–Así está mucho mejor.

¿Quién hubiera imaginado al azote de Troya espigando algas entre las olas para escoger los mejores bocados, hurgando entre la arena, desconchando moluscos, correteando tras los peces esquivos que sabían esconderse más veloces que dardos, y todo por complacer a una vieja tortuga inofensiva, que lo miraba con cierta complacencia? Sí, sí había cambiado Aquiles en este tiempo.

–¿Te basta con esto?

–Es más que suficiente –contestó la tortuga masticando con ruido y parsimonia, dejando que la mitad de cada bocado se le escapara por las comisuras de la boca.

–Se dice gracias.

–Gracias.

–De nada.

Mientras Aquiles la veía masticar, le acariciaba el lomo recorriendo con el dedo los dibujos geométricos de su concha.

–Si te vaciara podrías servirme de tablero para jugar a damas, o al tres en raya.

–¿Para jugar con quién?

–¿Por qué no terminas de comer de una vez y te estás calladita?

–¿A qué tanta prisa si te han hecho inmortal, campeón?

Lo que Aquiles necesitaba era encontrar las respuestas antes de que Tor-tor le preguntara nada. Era el único modo de que no lo sacara de quicio aquel bicho impertinente y tozudo.

–Para jugar con Ulises, mi amigo de Itaca –le respondió.

–Suponiendo que vuelva algún día.

–Volverá. Y ese día te vaciaré, te dejaré desnuda a merced de los peces, ya lo verás –trató de asustarla.

–Cuando quieras jugamos, ya he terminado de comer –se limitó a decirle la tortuga–. ¿A qué quieres jugar?

–Al tres en raya –propuso Aquiles.

–Recoge algunas conchas –le dijo la tortuga mirando hacia los restos de comida.

Recostado en la arena como un león marino, Aquiles trataba de hacer línea con sus tres conchas de berberecho. Luego esperaba a que la tortuga, con impulsos calculados desplazara sus respectivas fichas por la espalda, elevando la cabeza lo justo para ver dónde caían.

–Te toca –decía luego.

El héroe se esforzaba por conseguir formar su línea recta bajo la desconfiada mirada de Tor-tor.

–¿Qué gano si te gano? –preguntó el guerrero.

–¿Y yo? –quiso saber Tor-tor.

Una vez más, la tortuga lo obligaba a pensar qué poder contestar. Y eso era lo que más lo enojaba.

–Si yo gano, te entierro en la arena hasta mañana –propuso él.

–Si gano yo, me recitas un fragmento de la “Ilíada”.

–Tú estas loca. Yo no soy un rapsoda, ni un poeta, yo soy precisamente el héroe de esa historia.

–¿Y quién mejor que tú entonces para contar tus propias hazañas?

–De acuerdo. Si me ganas te cuento mis hazañas.

–No, mejor me las cantas –sugirió la tortuga.

–Pero si pierdes, te entierro en lo más hondo, te lo advierto.

–Allá tú.

Qué ingenuo Aquiles, no sabía que una tortuga como aquella era capaz de desplazarse sin respirar bajo la arena como un topo, que no era más que cuestión de paciencia, precisamente lo que a ella le sobraba.

–A todo esto, ¿conoces bien la “Ilíada”?

–Cállate de una vez y mueve tus fichas –se enojó Aquiles, fuera de sus casillas.

Tras una extraña convulsión desprevenida, la tortuga logró dejar en línea sus tres conchas a la vez que hacía resbalar, hasta tirarlas al suelo, las de su adversario.

–Eso no vale, es trampa –protestó el héroe dando un puñetazo en la arena y salpicándose los ojos.

–Empezaremos de nuevo, si quieres.

–No. Ni hablar.