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Polémico, atrevido y sin pelos en la lengua. Un maestro de las imitaciones y los monólogos. Un auténtico provocador que alcanzó su primer éxito a los 25 con Pay-Pay y que, a partir de entonces, convirtió los escenarios y las carcajadas en su hogar. Capaz de diseccionar los pequeños detalles de la vida para lanzarlos a su público, permaneció en escena hasta los 61, edad en la que detuvo su espectáculo La sonrisa etíope en el Capítol de Barcelona y la gira de sesenta actuaciones que tenía programada. Pero la intensidad de su genio no se limitaba solo al humor, aunque sea la faceta más conocida de su vida. También la educación que recibió, junto a sus inquietudes interiores, lo convirtieron en un secreto amante de la poesía y de la escritura, ejercicio al que se obligaba todos los días.

 

¡Habla, Pepe habla! Queremos que hables. Tú que disertabas, nos hacías reír y te reías igual en grupos pequeños como en grandes escenarios, tu sólo ante centenares de almas.

 

Porque, ¿sabes Pepe? Pasa que somos muchísimas las personas que te añoramos. Pasa que apareces en muchas conversaciones, que a menudo alguien de pronto, salta:

 

“¿Qué diría Pepe ahora de esto o aquello?”.

 

Habla Pepe, habla. Porque pocas personas saben que cuando te viste venir la parca, apareciste con unas cuantas maletas ante tu hermana Carmen diciéndole:

 

“Mari, tú sabrás dar salida a todo esto que te dejo”.

 

Y en aquellas maletas había montones de ideas, de apuntes, de diarios, de poesías, de pensamientos, de diseños de gags… Todo apuntado en libretitas que apurabas con tu minúscula letra.

 

Algunos de aquellos escritos vieron la luz en los escenarios. Otros, nunca.

 

Poco a poco tu familia está cumpliendo tu deseo. A fe que está haciendo que hables. Empeñada en que, además de que, al genial, reconocido y a veces denostado humorista Pepe Rubianes Alegret, se conozca también al Pepe pensador, al Pepe poeta, al Pepe cronista, escritor, director, guionista de sus propias historias. No le falta material para que te conozcamos más, porque lo que más recordamos es tu risa y la nuestra.

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Primera edición: febrero del 2019

Para Josep Forment, siempre con nosotros.

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

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Editorial Alrevés aportará al PEN Internacional el 2% de las ventas de este libro

© 2019, Pepe Rubianes

Printed in Spain

Diseño: Ernest Mateu

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

Dedicado a Josep Forment

Querido lector,

Con enorme ilusión te presentamos A mí no me callan, de Pepe Rubianes, un libro en el que hemos querido mantener intacto el espíritu de Pepe y que fuera su voz la que hablara al lector. Para ello, nos hemos impuesto una única condición: que fueran exclusivamente las palabras de Pepe Rubianes las que confeccionaran las tres partes de la obra.

En la primera, «Vida terrenal», Pepe Rubianes relata su Barcelona de infancia, sus años universitarios, los inicios en el teatro y alguno de sus viajes a Cuba y Argentina, y lo hace en textos autobiográficos que se alternan con otros escritos, también suyos, que dan forma y contextualizan sus vivencias.

La segunda, «Compromiso», muestra su faceta más combativa, a través de diversos artículos en los que opina sin tapujos sobre hechos que le impactaron. Además, recuperamos un escrito en el que Pepe relata lo acontecido después de la denuncia recibida tras unas declaraciones en televisión, donde, como a día de hoy, se puso en duda la libertad de expresión y culminó con la cancelación de su última obra, Lorca eran todos, en el Teatro Español de Madrid.

Finalmente, «Monólogos» recupera su voz en los escenarios a partir de algunos textos que representó, y de otros que hasta ahora no habían visto la luz.

No podemos terminar sin un especial recuerdo a nuestro querido Josep Forment, quien fue director editorial de Alrevés y que durante los años 2013 y 2014 trabajó en la edición de un primer libro de Pepe Rubianes que llevaba por título Después de despedirme. Su memoria ha sido esencial para construir esta obra.

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¡Que viva Rubianes!

Así, entre signos de exclamación

Joder, Pepe, ¡cómo te echo de menos! Tú no has dejado un hueco, tú has dejado un socavón. Un cráter gigantesco como el que dejó ese meteorito que, según dicen, acabó con los dinosaurios. Un pedazo de roca de tres pares de cojones que se precipitó en México sin avisar, como se precipitan siempre las malas noticias. El agujero resultante de aquel pepinazo mide ciento ochenta kilómetros de diámetro. Una barbaridad. Pues eso es lo que mide tu ausencia, si es que se pueden medir los sentimientos (no se pueden medir, ya lo sé, pero para el caso me permitirás la licencia). Tu desaparición fue otro meteorito que impactó contra la sociedad, contra la vida de todos nosotros y se diría que hasta cambió el clima, las normas de la comedia libre y anárquica que solo tú sabías hacer. Se rompió la brújula. Sin ti, Pepe, estamos huérfanos, nos hacemos viejos más tristes y se nos caen el pelo y los dientes. Ya no nos llamamos para saber cómo estamos porque eso solo lo hacías tú y eras el mejor: «¿Qué pasa, Andreu? ¿Qué haces? Tocándote los huevos en tu mansión, ¿no? Ja, ja, ja». Ya ves que damos un poco de pena. Somos dinosaurios hambrientos y debilitados bajo un cielo encapotado del que se desprende la ceniza de la rutina (hostia, ¡qué poético me ha quedado esto!).

Me gustaría darte buenas noticias, pero no las hay. Ya casi nadie habla de futuro porque se nos ponen los huevos por corbata y todo es incertidumbre, desasosiego y desesperanza. Estamos todos demasiado ocupados tratando de desentrañar el presente mientras algunos —los de siempre— lo quieren maquillar de pasado. Aquel pasado de vencedores, sacristías rancias, miedo, espíritus nacionales y banderas que todo lo tapan en el que naciste y no olvidaste jamás. Porque tu pasado estaba en todo lo que decías, era la mochila que siempre cargaste en tu camino constante hacia la libertad personal. Un camino que para ti era absolutamente innegociable. Cuando nos dejaste, dije en la tele: «Se ha ido el hombre más libre que conocí». Eso es así.

Ahora se habla de los límites del humor. Se ve entrar a algunos cómicos en los juzgados y hasta tenemos una ley que la gente ha rebautizado como «ley mordaza», tal es el despropósito retrógrado. Se diría que vamos para atrás. ¿Tú te crees, Pepe? Sé exactamente por dónde te pasarías tú los límites del humor, no una, sino varias veces. «Chochoa, chochoa.»

Parece que vayan ganando los malos, Pepe, esos a los que tú tenías entre ceja y ceja, pero todavía queda gente a la que le hierve la sangre. Menos mal. No todo está perdido, aunque nos pongan difícil ganarlo. En este terreno enfangado y resbaladizo no hay día en que no nos preguntemos: «¿Qué diría Rubianes ahora, con todo lo que está pasando?». ¡Ya te vale, Pepe! ¡Me cago en todo lo que se menea! ¿Por qué tuviste que irte cuando más te necesitábamos? Bueno, a ver, me voy a calmar un poco.

Sinceramente, no sé qué dirías, porque lo imprevisible estaba en tu ADN. He pensado una frase que a lo mejor te gustaría: «Un cómico debe hacer siempre lo contrario de lo que se espera de él». No está mal, ¿no? No voy a jugar a imaginarte, porque eso sería jugar también a ser Dios y Dios solo hay uno, suponiendo que exista y lo tuviera que escribir con mayúsculas. Además, como tú bien sabes, no se puede mover de su nube porque lleva una cogorza del quince, como siempre. Se le ha caído el triángulo de la cabeza y va farfullando: «Pero ¿qué mierda de humanos creé, joder? ¡Si es que no aprenden nada! Me tienen el mundo patas arriba. Y decidle al Rubianes que cierre las puertas del infierno, que me llega el ruido de la fiesta hasta aquí y… ¡así no se puede vivir eternamente, coño!».

Decía que no iba a imaginarte y, ya ves, aquí estoy, escribiendo (o eso intento) como tú. Eso es porque me he leído este libro que me han propuesto prologar y entonces pasa lo que pasa: leyéndote, he escuchado de nuevo tu voz, estabas aquí, me lo contabas todo otra vez. Con tu cadencia, con ese vocalizar de actor clásico, ese castellano casi recitado, tu mezcla perfecta de buen lenguaje y exabruptos arrabaleros. Porque una cosa no podía vivir sin la otra y nadie como tú sabía mezclarlos hasta formar un estilo único e inimitable que entusiasmaba e irritaba a partes iguales. Los que te queríamos lo celebrábamos, y los que no, se llevaban las manos a la cabeza. Lo de siempre, vamos. Lo cierto es que nadie como tú sabía mandar a cagar a la playa a los impresentables.

Leyendo este libro, te he visto contando las cosas siempre como si fuera la primera vez. Con un único interlocutor, tú ya tenías un público. Con esa sonrisa tuya llena de dientes, la cara de chiquillo que se te ponía y la mano como intentado ocultar la boca en un falso disimular. «Jo, jo, jo, jo, nene…», decías siempre después de alguna barbaridad. Benditas barbaridades, Pepe. Ya casi no se oyen en este mundo actual tan correcto, tan vigilado, tan autocensurado, tan… poco gracioso. Ha sido automático: empezar a leer tus textos y sentirte muy cerca, con un cortado y tu Ducados. Mi aplauso, pues, para quien haya tenido la idea de publicar este libro, y ojalá les pase a los lectores lo que me ha pasado a mí. Seguro que será así.

Aquí hay de todo un poco: algunos de tus monólogos míticos, una entrevista en la que te sumerges en tus orígenes gallegos y tu llegada a Barcelona, tus peripecias de viajero empedernido, tu época cubana tan lúbrica, tan caótica. Aquello fue tu verdadero renacer como cómico en solitario. Solo por eso tendríamos que ir todos a Cuba a celebrarlo cada año. ¡En peregrinación! También hay textos en los que te ponías serio hacia principios de este siglo, que ya nació como el culo. Empezaban a caer chuzos de punta y tú no te cortabas un pelo para señalar a los responsables de nuestra desdicha.

Creo que este libro servirá para seguir apuntalando tu memoria, ya de por sí gigantesca. Para seguir alargando la sombra de tu personaje, en la que algunos nos cobijamos muy a menudo. Para refugiarnos cuando las amenazas parezcan más poderosas que el disfrute. O, sencillamente, para reír. Porque, al final, se trataba de eso. ¡Reír, coño! Reír y follar, ¿no? Pero ¿es que hay algo más importante? Dices en un momento del libro: «La vida es mejor gozarla que pensarla». Me quedo también con eso. ¡A gozar y a ser libres a través de la risa, pues claro que sí!

¡Viva tú, Rubianes! Así lo digo. Me pongo de pie, alzo mi brazo derecho haciendo el molinillo con la mano bien arriba. ¡Olé tus cojones, tu legado y la madre que te parió! Y al que no le guste, ¡a cagar a la playa!

ANDREU BUENAFUENTE, 2019

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Índice

Mi prólogo

Vida terrenal

Sucios de carbonilla

Días de universidad

Maestros y brujos

Me fui

Borracho de Cuba

En tierras de tanguería

Y tanta gente en el camino...

Compromiso

El caso Rubianes

La entrevista en TV3

Estrategia calculada

Muestras de apoyo

Lorca en Madrid

Amenazas de otra época

Lorca eran todos

A favor de la cultura

Reflexiones

El miedo

El desfile

La miseria

Rojos

Sídney 2000

Solidaridad en CEE

El tren a Luxor

Aserejé

Los poetas

Monólogos

El público

Viaje a El Cairo

El depredador

El hipopótamo

El Macaco de Manaus

La orgía del libro

Mi cama no me soporta

La película

Idiota

La Pasión

Los 10 Mandamientos

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Mi prólogo

Todo ha sido una locura, un girar vertiginosamente dejándose llevar al ritmo de la vida sin freno ni traba algunos. Un fluir tremendo vestido de verde, que ha pasado a la velocidad de un suspiro. Todo parece que pasó hace un instante y, no obstante, está allá, en su sitio, inamovible, mirándome con la sonrisa lánguida del tiempo muerto y de los espacios perdidos.

He llegado, a trancas y barrancas (siempre pensé que no pasaría de los veinticinco), a lo que se llama «serena madurez», y pienso que todo lo dejado atrás, lo positivo y lo negativo, ha valido la pena. He procurado hacerlo lo mejor que he podido y, en verdad, la vida ha sido generosa conmigo: me ha ayudado en cada paso o, por lo menos, me ha invitado a dar cada uno de los pasos. Si no los he dado algunas veces, ha sido bajo mi responsabilidad, por agotamiento o duda. Normalmente, el mero hecho de pensar que más tarde podría arrepentirme me ha animado, por lo general, a tirar para adelante llevando sobre el hombro el saco de dudas y cansancios.

He tenido que renunciar a muchas cosas, pero he ganado otras que, de no haber renunciado a aquellas, no habría ganado nunca. No obstante, debo reconocer que algunas renuncias no tendría que haberlas hecho jamás, y que podría haber pasado muy bien sin algunas de las cosas ganadas. Pero, bueno…

He conocido a gente, por lo general, increíble, y su ejemplo me ha servido para imitarla y aprender de todas esas personas que el azar me ha puesto de frente en medio del camino. Otras han intentado complicarme la cosa y he tenido que irlas driblando (como un futbolista), con más o menos acierto.

Soy hijo de familia de riesgo (padre decidido y valiente, y madre que iba, con determinación y risa divertida, pegada a su rueda); familia marinera con muchas horas de océano y puertos lejanos y exóticos del mundo. Familia de la que aprendí el amor por ser siempre lo más libre que pudiera. ¿Influencia del mar? A pesar de no gozar de estudios, siempre en casa se valoró la cultura como el más preciado de los bienes, partiendo de la base de que podía ser el condimento imprescindible para lograr la libertad, para aprender a vivir y contrastar, a llevar bien estas vacaciones que pasamos en esto que nos ha dado por llamar mundo. Lo otro ya vendrá después... (No negaré que soy, por cortedad, una patata, culturalmente hablando; pero por lo menos me he puesto a ello con toda la buena intención. Mis padres no regatearon esfuerzos en darme la base para la partida. Todo lo demás ya ha dependido de mí...)

En mis años universitarios (míticos años sesenta), pude, en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona, disfrutar de un plantel de profesores de primerísima línea: Emilio Lledó, Xavier Rubert de Ventós (los seminarios clandestinos sobre José Luis López Aranguren o José María Valverde), Ricard Salvat, Antonio Vilanova... Allí se corroboró lo que había esbozado mi familia en un principio: en la universidad, estaba muy claro, había que ponerse manos a la obra.

Quería ser profesor, como los antes citados, y acabé siendo actor. ¡Vueltas que da la vida!

Y la posibilidad de vida me la proporcionó el teatro.

Se me apareció un día de frente, sin dejar hueco alguno para que pudiera sortearlo. Ahí estaba con los brazos en jarras «en to el medio del camino verde que va a la ermita», diciéndome: «¡Ven, guapito de cara, ven, que te vas a enterar de lo que vale un peine…!».

La culpa la tuvieron Marsillach y su Marat-Sade; Fernando Fernán Gómez y su Un enemigo del pueblo; Boadella y sus Joglars; José María Rodero y su El Tragaluz y El caballero de las espuelas de oro; Gila y sus monólogos, etcétera. Por primera vez, tenía algo claro en la vida: intentar ser como ellos. (Siempre he intentado imitar lo bueno; que lo consiga o no ya es otro cantar…)

Y el teatro, en principio, nunca dice no a nadie.

Y me acogió como tiene por costumbre.

El teatro ha sido mi novia, mi mujer, mi locura, mi amante. Me he entregado a corazón abierto; me he tirado a sus brazos como el que se tira a una piscina. Y me ha correspondido con sonoros momentos de gloria y también con salidas de escena a la carrera y precipitadas subidas al olivo. Ha habido de todo, como en botica, pero ha valido totalmente la pena. Me he divertido como un loco, he gozado como un bulímico ante un plato de cordero, he sentido la caricia mordiente de la indiferencia, me he aburrido como un cretino, he cazado moscas como un tontolaba y he sufrido como un cabrón. Pero, bueno, de eso se trata…

El hecho de trabajar solo me ha permitido ir a mi bola, gozar de una independencia casi absoluta y no tener que dar cuentas a nadie, salvo al público. Durante veinte años he caminado así y me encantaría llegar al final de esa forma. ¡Creo que ese sería el más absoluto y rotundo de los triunfos! Ya lo dijo un gran maestro de la escena: nuestro mayor éxito es poder trabajar siempre. Lo demás son cojonadas pasajeras.

El teatro, para mí, ha sido vida a tope, y en ella sigo, cómo no, bailando el mambo.

Gracias a todos.

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Vida terrenal

Sucios de carbonilla

En el año de gracia de 1952, cuando tenías apenas cinco años, la familia Rubianes al completo llegó a Barcelona.

Llegamos cuatro años después de que se anulasen las cartillas de racionamiento, herencia de la guerra civil, y completamente sucios de carbonilla. Treinta y seis horas de viaje en un vagón de tercera con máquina de vapor, el famoso Changái que iba de Vigo a Barcelona y de Barcelona a Vigo, con parada en todas las estaciones y apeaderos. Cargados de maletas de madera atadas con una cuerda y de bolsas de esparto con la comida para el viaje. ¡Menuda estampa!

Nos instalamos en el barrio de la Barceloneta, en el número 72 del paseo Nacional, un piso que había cogido mi padre porque desde el balcón se podía ver el mar. Mi padre trabajaba de marinero en El cabo de Hornos, uno de los transatlánticos que tenía la compañía Ybarra haciendo la ruta desde el Mediterráneo hasta Argentina. Solo lo veíamos una vez cada medio año, durante el mes que tenía de vacaciones, y, esporádicamente, cuando el barco hacía escala en Barcelona, razón por la cual habíamos dejado nuestra querida Galicia para aventurarnos en una ciudad nueva donde se hablaba una lengua desconocida…

Hasta que un día cogieron a mi padre con las manos en la masa: lo trincaron haciendo contrabando de medias de naylon, que traían desde Argentina. Engancharon a media tripulación y los despidieron a todos. Entonces se embarcó en El tinto, un barco mercante. Pasó del gran transatlántico al pequeño carguero, y eso lo llevó a la conclusión de que ya estaba hasta los cojones de navegar, y decidió con un socio, otro gallego que se llamaba Prado, montar una pensión. Así fue como pasamos de la Barceloneta al pasaje de la Paz, al lado de la calle Escudellers, en pleno corazón de Barcelona y en un barrio, el Gótico, que era, en aquella época, mitad industrial y de productos manufacturados, mitad chino, con las famosas Ramblas a un paso.

Como había que hacer obras y atender muchos gastos, vendimos la casa que teníamos en Galicia, con gran lamento por parte de mi madre, que estuvo llorando toda una semana la pérdida de «súa casiña». Pero mi padre no estaba para hostias sentimentales y toda su atención se centraba en poner en marcha la pensión Rubi-Pra, de Rubianes y Prado: Rubi-Pra, comidas y pensión completa. Nuestros primeros clientes eran marineros y viajantes de comercio, y, ya cercanos los años sesenta, empezaron a llegar también turistas, cada vez más hasta convertirse en avalancha: franceses, holandeses, alemanes. La pensión siempre estaba llena y yo vivía con la sensación de que mi familia eran padre, madre, hermana, abuela y cincuenta personas más.

¿Qué recuerdos tienes de Galicia?

Que yo llevaba una boina y un abrigo (aún guardo una foto) para protegerme del frío y de la lluvia, esa lluvia gallega que no termina nunca. La lluvia, el verde de la hierba, el mar. El de un primo mío, Jesús, que era con quien más jugaba de pequeño, y años después murió en un temporal. Se hizo marinero, como casi todos los hombres de mi familia, y una galerna cantábrica se tragó el barco. Es una imagen de la infancia que se me aparece muchas veces: veo su cara sonriente flotando por el aire… Recuerdo a los niños de A Lagoa con los que jugaba. Muchos se han convertido en contrabandistas perseguidos por el juez Baltasar Garzón. Amigos de la infancia, y también algún familiar anda metido en eso… No es que yo me haya enterado por ellos. Nadie que esté en esas movidas viene a decirte: «Oye, yo me dedico al contrabando de esto o de lo otro», pero un día abres la revista Interviú y te lo encuentras ahí…

Y tengo muy fijada la imagen de mi abuelo, que era el típico marino, con la piel curtida por el sol y el salitre y una pipa en la boca siempre medio apagada o medio encendida, según cómo se quiera ver. Con más de noventa años hablaba muy poco y tenía una fijación, una especie de obsesión por controlar el progreso. Te decía: «De Villagarcía a Villajuan antes había catorce casas. Ahora hay treinta y cinco». Y la misma historia con los coches: «Hoy han pasado nueve coches de Villagarcía a La Toja. Ayer pasaron quince». Si tuviera que contar los coches que pasan actualmente se volvería loco, ¿no? Y estaba mi tía Antonia, que era un caso fenomenal: pesaba doscientos kilos. Gorda y mandona. Había sido una mujer muy guapa, pero al casarse se abandonó y se puso a ganar peso a velocidades asombrosas. Comía sin parar. Mi tía era como el cerdo: no había nada desechable para ella. Allí entraba todo. Y se tiraba unos pedos impresionantes, que a mí casi me asustaban…

Aunque mucho más me asustaban las historias de meigas en las noches de invierno. Después de cenar, mis parientes se ponían a charlar y hablaban de muertos y aparecidos. Con esos relatos espeluznantes te puedes dar cuenta de cómo es la Galicia primitiva y profunda. Supongo que ahora no es lo mismo, pero yo, años después, leyendo a Valle-Inclán, pensaba: «Relatos parecidos los he oído yo de viva voz». Cosas de las ánimas del purgatorio, de la Santa Compañía, de hombres-lobo, de luces misteriosas en el bosque… Yo dormía con mi madre. Y dormía agarrado a ella, no me separaba ni un centímetro.

La historia que más me impresionaba era una que explicaba mi tío sobre la muerte de su prima, que falleció siendo una niña. Cuando la muchacha ya estaba en las últimas, mi abuela se fue a la iglesia, a pedirle a Dios por el alma de la criatura. Mi tío, que también era apenas un niño, se quedó solo en casa. Y oía la respiración agónica, procedente del piso de arriba, de la moribunda: «Aha, aha, aha…». Mi tío estaba en la cocina, junto al fuego, cuando oyó la verja exterior, que se abría. «¡Mamá!», dijo. Y pensó: «Qué pronto regresa». Oyó pasos por la arenilla. «¡Mamá!», volvió a decir. Y no hubo respuesta. Se asustó.

«Debe de ser un ladrón», pensó, y se escondió en el fallado.

¿El fallado?

El fallado es como la buhardilla. Se escondió allí arriba. Oyó pasos. Subían por la escalera. Seguían por el pasillo, hacia la habitación donde estaba su prima. Y de pronto una voz, así como de ultratumba, dijo:

—¿Estamos?

Y la prima contestó:

—Estoy, señor.

Mi tío volvió a oír los pasos que se alejaban. Eran serenos y firmes, como si quien los producía llevara botas. Y después, detrás, los pasos apagados de unos pies descalzos. Mi tío continuó encerrado, temblando de terror. Al rato volvió mi abuela: «¡Lelo, Lelo!». Él no podía ni contestar, del susto que tenía. La mujer subió a la habitación de la agonizante y empezó a gritar. Ya estaba muerta. La primita ya era una difunta en la cama. Y en la familia nadie duda de que los pasos eran de la muerte, que fue a buscarla.

Imagínate: una noche de lluvia y frío. Mi abuela, con el paraguas, rumbo a la iglesia, andando entre la niebla. Mi tío, encerrado en el fallado. La niña, muerta en la cama. Y es curioso que, después de contar cosas de este cariz, todos se ponían a rezar: mis tías, mis tíos, mis primos.

El contraste de esta faceta tenebrosa eran las fiestas en las que se encontraba mucha gente del pueblo, unida por el vino y las cantadas. A toda mi familia le gusta beber. El vino, entre mis parientes, ha sido como la savia del árbol. El trago les ha ido a todos. Y el cantar, ¡cantar!, mientras se bebía y se comía empanada y pulpo a feira. Canciones gallegas y marineras:

Somos da terra de sardiñas,
Onde sa xanta moi ben, moi ben
E se bañan as mentidas.
Ai, laleo, ai, la, la, leee!

Todos acababan borrachos y contentísimos. Recuerdo a mi padre, con los ojos cruzados, echándole piropos a mi madre: «¡La más bonita de Villagarcía!», y cosas por el estilo. La verdad es que yo, lo de ver a mi padre borracho, nunca lo tuve como algo festivo hasta que fui mayor, y ahora que me encantaría poder emborracharme con él, pues el hombre ya no está para esos trotes.

En esas fiestas explicaban vivencias de sus viajes marineros. Aquellos hombres rudos y sencillos hablaban de cosas que les habían pasado en Hong Kong, en Terranova, en Río de Janeiro. Como la historia que contaba uno que había participado en la caza de la ballena y vio morir a varios de sus compañeros. El cetáceo ya estaba muerto, izado en el barco y creo que a medio trocear. Entonces se desencadenó una gran tormenta, se rompieron unos cables de sujeción y las toneladas de aquel animal se desplazaron por la cubierta y aplastaron a dos o tres de los hombres que faenaban.

Contaban de otro que en el puerto de Maracaibo embarcó de polizón a una mujer negra, que escondió en la bodega. El barco llevaba un cargamento de café hacia el puerto de Norfolk, en Virginia, y, a la altura de las Bermudas, estalló un temporal terrible. Ya daban por perdido el navío y se disponían a abandonarlo (sin saber si ellos sobrevivirían, porque, en un pequeño bote salvavidas en mitad del océano, el asunto se iba a poner de verdad desesperado), cuando, en mitad de la cubierta, se les apareció la virgen. O eso creyeron ellos y decidieron quedarse y resistir. Y, sí, la virgen se les apareció, porque salvaron el barco, el cargamento y se salvaron ellos; pero la mujer que habían visto en cubierta no era otra que la negra, que, muerta de miedo, había abandonado su escondite. La desembarcaron en el siguiente puerto. Con los polizones son muy rígidos: hay unas normas y ni Dios se las puede saltar. Historias como estas las explicaban una detrás de otra, y parece ser que todas eran verdaderas. Si no del todo, sí en parte.

Había otros personajes en el pueblo. Como uno, completamente real y siniestro, al que llamaban Don Zoilo. Zoilo Trigo era su nombre y durante la guerra formó parte de las escuadras del amanecer: grupos de fascistas que iban por las casas llevándose a los sospechosos de izquierdismo o republicanismo. Los hacían desaparecer. Los mataban, vaya. Pues un personaje de esa calaña fue, durante un tiempo, alcalde de Villagarcía.

En pueblos como el mío no podía faltar el personaje del cura: era alto, robusto, con una cabeza grande y cuadrada como la de Mussolini. Ese cura casó a mis padres y nos bautizó a mi hermana Carmen y a mí. Lo llamaban Don Benignio y contaban que había tenido muchos líos de faldas. Según mi padre, algo tuvo con mi madre… y él lo descubrió el mismo día de su boda con ella. Entre el trajín de la misa, los Evangelios y todo aquel tinglado, mi padre asegura que vio que Don Benignio le guiñaba un ojo a mi madre. En cualquier caso, ese es un misterio que ella se llevará a la tumba.

Lo que sí es indudable es que Don Benignio tenía mucho poder, mucha influencia sobre la gente. Cuando yo me casé lo hice por lo civil, y tuve que escribir a Villagarcía para darme de baja de la religión católica, un trámite de esos, papeleo burocrático. Don Benignio le envió a mi madre una carta antológica: «El demonio se ha apoderado de tu hijo José. Apartándose del camino se condenará en las llamas eternas. Lola, recemos a Dios, reza por tu hijo». ¡Joder! Parecía una carta de la Inquisición. Mi madre, la pobre, se quedó muy traumatizada; tanto, que no paró hasta conseguir que yo me fuese a Villagarcía para entrevistarme con Don Benignio. Y, bueno, naturalmente, aguanté el tipo delante de aquel cura inmenso: le dije que yo era ateo, que le agradecía todos los servicios religiosos prestados a mi familia, pero que yo estaba fuera de esas creencias. Hablamos cosa de media hora, y él me miraba entre distante y misericordioso. Repitió un par de veces la frase: «Tanto que yo quiero a tu madre, una cristiana ejemplar», y yo me acordé del guiño detectado por mi padre.

Y ya el desenlace fue muy pintoresco y gallego: ¡se arrodilló! Así, de golpe, sin avisar, con la espalda curvada hasta que la cabeza tocó las baldosas y con las manos en la nuca. Y se puso a rezar, en aquella postura, mitad fetal, mitad de mahometano orando. La penumbra y el silencio de la sacristía me rodeaban y no quise estorbar más. Salí silenciosamente. Fue la última vez que hablé con el todopoderoso Don Benignio; según dicen, uno de los grandes folladores de Villagarcía de Arosa.

Lo mejor de Villagarcía eran los veranos, ya de adolescente, con mi amigo Celsiño Cayón: mariscadas, caldeiradas, trompas de alvariño y ribeiro… y muchos besos robados a galleguitas y madrileñitas que veraneaban por allí. Nos corríamos todas las fiestas de los pueblos y ciudades cercanas: Rianxo, la Puebla del Caramiñal, la isla de Arosa, Santiago de Compostela, Padrón… Y, sobre todo, la fiesta de San Roque, el patrón de Villagarcía. Recuerdo que una vez íbamos Celsiño y yo completamente borrachos, a las seis de la mañana, y de pronto nos vimos delante a su madre, toda vestida de negro: «¡Hijo de la noche! ¡Sinvergüenza! ¡Desgraciao!». Todos esos halagos iban para su hijo. «Esa novia que tienes, pobrecita, esa santiña que la tienes abandonada por ese perdido de Barcelona. ¡Andas todas las noches con ese filhio de o Demo!» Y, dicho esto, me arreó un par de bastonazos con uno de esos cayados gruesos y nervudos, que me dejó fino… Lo de filhio de o Demo quería decir hijo del Diablo.

Mi tío Ramón era el único de la familia que no se dedicó a la marinería. Era cantero de profesión. Tuvo nueve hijos y un buen día se fue a Venezuela a buscar fortuna. Mi tía y mis primos se quedaron en Galicia, y la separación se prolongó hasta veinticinco años después. No vino nunca, no apareció por España en todo ese tiempo.

—¿Y no escribió, ni nada?

Alguna que otra carta... Vivía en Caracas con una mulata y con una posición económica muy envidiable. Hizo un fortunón.

¿Cómo hizo fortuna?

Buscándose la vida. Como hacen los gallegos, despacito… Se metió en un negocio de ultramarinos. Total, que volvió a España como un rey. Yo me acuerdo de cuando llegó y así, como de propina, me dio doscientos dólares. ¡Yo, con trece o catorce años y toda esa pasta en el bolsillo! El problema era que no se aclimataba. ¡Imposible! Un hombre que ha vivido veinticinco años con el calor del Caribe, amoldarse a la lluvia y la niebla gallegas… Además, después de tantos años, con la familia tenía un distanciamiento extraño. No se sentía cómodo. Un día nos reunió a todos y pronunció, como una sentencia: «Hasta aquí hemos llegado, y ya es bastante». Es una frase que tenemos grabada.