Las damas más inteligentes del siglo XVI

Vicenta Márquez de la Plata

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Las damas más inteligentes del siglo XVI

© Vicenta Márquez de la Plata, 2019

© Ediciones Casiopea

 

ISBN: 978-84-120012-3-5

 

Diseño de cubierta: Anuska Romero y Karen Behr

 

Maquetación: Carlos Venegas

Impreso en España

Reservados todos los derechos

 

… Es fama que en ese siglo doña Margarita de Austria fue una de las mujeres más inteligentes de la realeza europea, junto con Ana de Bretaña, Luisa de Saboya y Catalina de Aragón…

 

Margarita de Austria

(1480-1530)

 

Doña Margarita de Austria era hija del archiduque Maximiliano de Austria —más tarde emperador del Sacro Imperio Romano Germánico— y de su legítima esposa: María de Borgoña. María, hija única y heredera del duque Carlos el Temerario e Isabel de Borbón, aportó al matrimonio nada menos que el ducado de Borgoña, aunque dicho ducado debía de ser heredado por línea de varón. Ello dio lugar a infinitas guerras con Francia, que reclamaba el ducado como propio.

Margarita nació el 10 de enero de 1480 en Bruselas y desde su mismo nacimiento fue archiduquesa de Austria. Tuvo, doña Margarita, un hermano mayor que ella, Felipe IV el Hermoso (1478 -1506), que llegó a ser rey de Castilla, conde soberano de Flandes y duque soberano de Brabante, así como último duque titular y soberano de Borgoña —renunció a la parte francesa, conservó Artois—, con posesiones en los Países Bajos. Felipe el Hermoso era asimismo hijo de Maximiliano y María.

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El trasfondo político del momento

El poder de Francia era creciente y tanto Maximiliano de Austria como los Reyes Católicos deseaban rodear a la nación vecina con un cinturón de intereses que le impidiese crecer. Contener a Francia, sobre todo, interesaba a Maximiliano pues temía que cualquier engrandecimiento sería a su costa. España, por su parte, tenía intereses en Nápoles y Francia se los discutía; así pues era inevitable que los Reyes Católicos entrasen en contacto con Maximiliano, ambos eran enemigos de Francia y juntos podían defenderse mejor.

Desde un principio se pensaron las alianzas tal y como salieron luego casi exactamente: se idearon una serie de lazos por parte de la potencia que representaba Castilla, con otras casas reinantes. Los casamientos entre príncipes eran parte de la política imperante. La hija mayor de los Reyes Católicos, la infanta Isabel, se casaría con el heredero de Portugal; el heredero, Juan, y su hermana, Juana, se casarían en Flandes; Catalina en Inglaterra y a la menor, María, se la dejaba de momento en reserva, iniciadas unas vagas negociaciones con Nápoles.

Tan pronto como se decidió esta estrategia se empezaron a pedir las dispensas necesarias para que los matrimonios, caso de llegar a buen fin las negociaciones, fueran válidos1. Inocencio VIII envió una bula, de 21 de julio de 1486, dispensando del juramento hecho por los Reyes de Castilla y Aragón de casar a su hija mayor en Nápoles. Poco tiempo después se hizo llegar al cardenal Mendoza una bula de dispensa para que Juan e Isabel se pudiesen casar con cualquiera de sus parientes2. La bula fue inmediatamente ejecutada y el 12 de diciembre de 1487 se hizo solemne publicación del Tratado de Alcáçobas, esta vez, sancionando sus cláusulas con la autoridad de la Iglesia. Los matrimonios se iban preparando cuidadosamente.

Por otro lado, Inglaterra y Borgoña no tenían buenas relaciones entre sí, y Castilla y Aragón podían mediar entre ambos —Inglaterra y Flandes— con lazos mutuos si casaban a Catalina con el príncipe de Gales y a Juan con Margarita de Borgoña. De esta forma, Enrique VII y Maximiliano de Austria serían algo así como consuegros, teniendo ambos a sus hijos casados con dos infantas de Castilla. Se preparaba un cambio de alianzas.

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Primeros años de Margarita

El 27 de marzo de 1482 fallecía la joven María de Borgoña —la ya comentada madre de Margarita— tras una caída de caballo sucedida tres semanas antes y complicada por un aborto, dejando a sus dos hijos huérfanos de madre. El fallecimiento de la duquesa de Borgoña significó no solo una desgracia para su marido e hijos sino que también alteró el equilibrio de poderes en Centroeuropa. Aprovechando la circunstancia de que la muerte de su legítima señora hacía que las tierras que ella había poseído se sintieran menos cohesionadas, el astuto Luis XI, rey de una Francia que de siempre había ambicionado esos territorios, maniobró para sacar ventaja de este luctuoso suceso para firmar la Paz de Arrás3. Ahora bien, Luis XI consiguió que las comunidades flamencas quedaran lideradas por Gante, territorio hostil a Maximiliano, mientras que los estados de Brabante, Holanda, Zelanda, Frisia, Henau y Namur permanecieron fieles a Maximiliano.

Así que, en cumplimiento de lo firmado, Margarita debía casar con el delfín. Por ello abandonó su casa y fue llevada a Francia donde pronto fue presentada al novio —un niño de doce años—, el débil, malformado y poco agraciado heredero al trono: Carlos. La niña había llegado a Lille, donde descansó del viaje, y luego prosiguió a la ciudad de Hesdin, donde fue recibida y cumplimentada por el embajador francés, madame Anne de Beaujeu y su esposo Pierre. Llegados a este punto, la archiduquesa fue desvestida y su pequeño cuerpo examinado para ver si tenía alguna enfermedad visible o malformación. Satisfechos de este punto, el 16 de mayo de 1483 se hicieron las presentaciones de los novios.

Madame de Ravenstein, con la que había venido la niña, aparentemente se alegró de ver terminada su obligación de entregar a la pequeña a los franceses y tan pronto como pudo abandonó a la archiduquesa y volvió a casa. Madame de Ravenstein sentía que era un deber humillante acompañar a la niña pues se sentía de linaje superior a este encargo. Su nombre era Ana de Borgoña y era hija ilegítima de Felipe el Bueno. Además, su marido era uno de los enemigos de Maximiliano y partidario de los levantiscos flamencos.

Afortunadamente para la pequeña Margarita se le permitió conservar a su lado a su ama, Jeanne Lejeune, y al esposo de esta, Le Veau de Vousanton, quien tenía el puesto de camarero así como a algún otro servidor de poca importancia social pero que a la postre le sirvieron de lazo emocional a la niña, apartada de los suyos. Entre tanta soledad tuvo, no obstante, la suerte de que se encomendó su cuidado a madame de Segré, dama de buen espíritu, alegre, de buena voluntad y provista de un gran sentido artístico, amante de las artes y la música, y a quien la pequeña Margarita llegó a querer casi tanto como a una madre.

El esperado matrimonio se celebró pronto y ambas partes de reunieron en Amiens el 22 de junio de 1483. El delfín, de trece años, apareció rodeado de ballesteros, ricamente vestido de satén escarlata y ropajes de terciopelo negro, saludó a las damas y se retiró. Se dirigió a sus aposentos y cambió sus ropas por otras de tejido dorado, como convenía a la ocasión pues había de mostrarse rico, regio y poderoso. Por su parte, la pequeña delfina fue traída en una litera de donde descendió para formalizar el contrato matrimonial y al momento el protonotario declaró e hizo público el compromiso de matrimonio.

Siguiendo el ceremonial el protonotario preguntó en voz alta al delfín si ante todos aceptaba por esposa a la noble dama archiduquesa Margarita de Austria. El delfín contestó, también en voz alta, que sí, que aceptaba. De la misma manera fue interrogada la delfina, y ella también asintió.

Todo eran celebraciones. Las casas por donde había de pasar el cortejo se adornaron con tapices y flores y el pueblo regocijado se dice que «bebió, tal vez, más de la cuenta». En Amiens se construyó una fuente con una sirena de cuyos pechos brotaba vino tinto.

Para la ceremonia asistieron en la capilla los hombres de la embajada de Maximiliano de Austria, entre otros, Juan de Lanoy, abad de San Bertin; el gran canciller de la Orden del Toison de Oro; el abad de San Pedro de Gante, Juan de Berghes, señor de Walhain; Balduino de Lannoy, señor de Molenbaix; así como representantes de las ciudades de Flandes. Nadie quería estar ausente o ser omitido en estas celebraciones.

De nuevo el delfín se presentó con otro nuevo vestido, esta vez un atuendo todo blanco con larga capa tejida de damasco y fina seda. Caminó majestuosa y lentamente hacia la capilla de mano de monsieur de Beaujeu y mientras ellos dos caminaban eran acompañados de timbales y clarines en una fila de dos en el fondo, tras estos aún venía una fila de señores invitados a tan gran boda. A la puerta de la capilla el delfín se reunió con Margarita, que había sido llevada hasta allí por madame de Segré. Una vez dentro la pareja pronunció sus votos.

Hay dudas —nunca despejadas— de si la ceremonia fue o no fue un verdadero matrimonio, pasando por alto la circunstancia de que la novia no tenía edad de otorgar su consentimiento. Había —dice Richardson— dos tipos de contrato matrimonial: por verbo de futuro —per verba de futuro— y por verbo de presente —per verba de praesenti—; y todo dependía del tiempo verbal usado en el compromiso. En el primer caso, lo anunciado solemnemente era lo que sucedería en el futuro y no era un verdadero matrimonio. Se solía usar en el caso de que los contrayentes fuesen demasiado jóvenes, ya que la fecha en que el matrimonio podría consumarse era indefinida en el futuro. En el segundo caso, per verba de praesenti, se pronunciaban los votos y se celebraba la ceremonia en palabras de presente y en ambos casos no quedaba consumada la ceremonia hasta que la cohabitación no hubiese tenido lugar4. Hay historiadores que sostienen que fue un verdadero matrimonio y otros que no. No entraremos en ello, toda vez que nunca se consumó.

Terminada la ceremonia el delfín colocó un anillo en el dedo de la ahora delfina y allí acabó todo. Desde ese momento Margarita era, junto con su esposo, la heredera legítima del trono de Francia. Eran dos niños, pero aún así el destino corrió de prisa y el rey de Francia, Luis XI, falleció en 1483. La tutoría de Carlos y Margarita recayó en madame Ana de Beaujeu, nombrada regente, la cual —según el difunto rey— era «la menos torpe de las mujeres porque no había en el mundo tal cosa como una mujer sabia».

Ana de Beaujeu, conocida también como Ana de Francia5, era de por sí una mujer notable: era inteligente, decidida, culta y muy capaz. En su corte se reunieron personajes de la época como Pico della Mirandola y otros renacentistas.

Bajo su tutela y supervisión se educaron varios niños reales o de la más alta nobleza. Era ya costumbre que en las cortes se organizasen a modo de escuelas o academias en donde se educaba a los donceles y doncellas a principios del Renacimiento6. El latín era la principal asignatura, sin él no había educación posible; filosofía, geografía, música y otras asignaturas eran las más habituales. Para las mujeres, además, labores, danza, dibujo y otros adornos sin que se les dispensaran las otras asignaturas. Si debían casarse en el extranjero, aprendían también idiomas; los hombres desde los seis años debían aprender a montar a caballo, a ejercitarse en las diferentes artes de las armas y también de la danza, pues, según se decía, esta última relajaba el cuerpo, añadía gracia y elasticidad y «daba prestancia, como debe siempre tener un príncipe». La música, por otro lado, siempre era preciada en hombres y mujeres pues «alejaba la tristura y templaba el espíritu7».

Ana de Francia tomó sobre sí la responsabilidad de atender a la educación de varios niños y jóvenes, empezando por el mismísimo Carlos (futuro Carlos VIII), cuya educación había descuidado el difunto rey. Inesperadamente, Carlos reveló un gusto e inclinación por el aprendizaje del latín y a la larga lo perfeccionó en el llamado Colegio de Navarra de París, institución que apoyó luego. Por otro lado, aprendió italiano, idioma que pudo leer y escribir, aunque no sabemos si lo hablaba con facilidad.

Como Carlos VIII tenía sus propios tutores, la academia o escuela que funcionaba para la educación de los príncipes y nobles en la corte de Ana de Francia se dedicaba mayormente a las niñas. A ella asistía, además de la delfina Margarita, doña Luisa de Saboya8, la cual era algo mayor que Margarita

Nuestra Margarita creció en una grata atmósfera en el palacio de Amboise, rodeada de jardines y bosques, con buenos tutores y en un ambiente cálido. Fueron para ella años pacíficos, acompañada de otras niñas en la belleza del campo, mientras crecía su cuerpo y se ajustaba su alma. Tal vez, cuando llegaron en el futuro días menos felices, podría recordar esos días brillantes y pacíficos de su infancia y primera juventud. Se había hecho traer un loro que había pertenecido a su madre y que era uno de sus animales favoritos y con él se entretenía largos ratos.

En sus momentos de ocio jugaba a las cartas con otras damas, entre ellas se contaban cuentos e historias para pasar el tiempo, jugaban asimismo al ajedrez, cantaban, varias sabían tocar instrumentos y, por supuesto, gustaban de montar a caballo e ir de caza. Según las jóvenes crecían, podían asistir a torneos y justas en donde demostraban su alta educación, sus modales refinados y lucían su alcurnia. Poco a poco, las jóvenes iban dejando atrás la niñez y se les permitía tomar parte en sociedad para aprender a comportarse no solo como les enseñaban sus maestros sino también en la vida real, bajo la atenta mirada de los educadores. Más adelante se les permitió asistir a algún baile de máscaras, primero como observadoras y luego como máscaras ellas mismas. Gradualmente, las niñas se trasformaban en jóvenes damas dejando atrás la niñez.

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Por necesidades políticas

La política es como la corriente de un río, no importa cuán seguro parezca el cauce, a veces suele cambiar de curso de modo impensado. El matrimonio de Margarita y el delfín Carlos había sido cuidadosamente proyectado, llevado a cabo con toda solemnidad ante testigos y se esperaba con paciencia que los cónyuges tuvieran edad apropiada para consumar el matrimonio.

Sucedió que en 1488, en la Bretaña, falleció el duque Francisco II. Tenía este dos hijas: Ana e Isabel. Ana, la heredera, por ser mayor que su hermana, tenía apenas once años a la muerte de su padre. Ana no solamente heredaba el título de duquesa sino también la soberanía sobre el territorio. Era este un enclave que históricamente había causado graves conflictos a Francia y ahora se temía que, a través de un matrimonio con Ana de Bretaña, pudiese caer el ducado en manos de algún enemigo de Francia y así volver a las guerras de antaño, tales como las de sucesión Bretona que se habían librado entre 1345 y 1365, nada menos que veinte años de revueltas con todo el coste de vidas y dinero que ello supuso.

Tanto la regente como el mismo Carlos meditaron la conveniencia de poner en el trono ducal a una persona idónea para que velara por sus intereses y quién mejor que el mismo Carlos para casarse con la heredera, Ana de Bretaña, y solucionar de una vez por todas el conflicto con esta levantisca región. El problema era que el delfín ya estaba casado con Margarita de Habsburgo, o al menos comprometido, a los ojos de la Iglesia por medio de aquella ceremonia en la capilla del castillo de Amboise en que ambos se otorgaron mutuamente en matrimonio y de la que todos se acordaban y muchos habían corroborado con su presencia.

Ana de Bretaña, por su parte, o sus consejeros ya que ella era demasiado joven, continuó con la antigua política de amistad y acercamiento que habían mantenido sus padres con las potencias de Inglaterra, España y Austria. Todo ello lo veía Francia como un posible peligro para el futuro, ya que el ducado de Bretaña estaba situado en un lugar estratégico de Francia.

La idea de un matrimonio con la heredera al trono de Bretaña parecía no solo una buena idea sino casi una necesidad. Por lo pronto, los franceses invadieron el territorio de Bretaña y ante esta situación Ana de Bretaña decidió casarse con Maximiliano de Habsburgo —padre de Margarita— para que él, como varón y guerrero, la defendiese. Él tenía 32 años y ella 14. La ceremonia se celebró sin que los contrayentes estuvieran presentes, haciéndose representar por terceras personas, abogados y procuradores. En este matrimonio Carlos vio el peligro de perpetuar las diferencias entre la Borgoña y Francia: Maximiliano era poderoso y acababa de ser reconocido como rey de romanos, antesala de emperador, así que, con un potente ejército invadió el ducado.

Naturalmente la esposa —¿lo era en verdad a los ojos de la Iglesia?—, Margarita, se enteró de todo lo que sucedía y de los planes del Carlos y se enfrentó a él en noviembre de 1491 mientras él estaba nombrando a Luis de la Trémoille como capitán general en la guerra de Bretaña. Entre lágrimas, la joven le preguntó si era verdad que pensaba tomar a otra mujer, Ana de Bretaña, por esposa. De momento Carlos lo negó asegurándole que su padre le había dado a ella por cónyuge y consorte y que no querría a otra. Pero la verdad era que la decisión estaba tomada y la política aconsejaba otra cosa a pesar de que ambos habían renovado sus votos matrimoniales cuando él cumplió dieciséis años y ella ocho.

Tan pronto como los hombres de Carlos invadieron la Bretaña los señores locales intentaron defender a su territorio y a su duquesa, mientras esperaban a que llegasen los refuerzos alemanes de Maximiliano, el flamante esposo. Pero ni este ni sus refuerzos aparecieron y en noviembre de 1491 Margarita supo que le separación entre ella y Carlos era irrevocable. Carlos debía casarse con Ana por la paz de los reinos y por conveniencias de la política.

De momento, sin saber qué hacer con la archiduquesa, se la envió al castillo de Melun, situado a 25 kilómetros de París. Ya no era delfina, ni sería reina y su destino por el momento era un interrogante. Ana de Bretaña hubo de romper el compromiso con Maximiliano —la boda no había sido consumada— y el 6 de diciembre de 1491, se casó con el rey Carlos VIII. La reina de Francia no era ya Margarita, sino la heredera del ducado de Bretaña: Ana de Bretaña.

En un par de meses, el 8 de febrero de 1492, Ana fue coronada reina de Francia y consagrada en Saint-Denis. Su esposo Carlos VIII le prohibió utilizar el título de duquesa de Bretaña. La reina residiría en el castillo de Clos Lucé, que Carlos adquirió para ella.

Mientras todo esto sucedía, Margarita de Habsburgo seguía en Melun y la estancia se prolongó más de lo esperado. Dos años estuvo la archiduquesa en soledad, sin el tipo de compañía a que estaba acostumbrada, sin los festejos, sin la corte y sin la escolta que siempre había tenido. Se le permitió, no obstante, conservar la compañía de la princesa de Tarente, aunque a la larga empezó a oír rumores de que dicha princesa la abandonaría también. Finalmente, optó por escribir a la regente, Ana de Beaujeu:

Mi señora y querida tía:

Siento que puedo protestar ante vos como ante quien deposito alguna esperanza en relación a mi prima, a quien desean apartar de mí, es todo lo que me queda del pasado y cuando la haya perdido no sé que podría hacer. Por tanto os ruego que extendáis vuestra mano para que ella no sea alejada de mí por el gran sufrimiento que ello me produciría.

Lechault vino y me trajo cartas dirigidas a mi prima en las que el rey la apremiaba para que se fuese. En todo caso no quiero que ello acontezca antes de que ponga estos sucesos en vuestro conocimiento por si pudierais venir en mi ayuda. En este, como en otros asuntos, tengo fe, señora y querida tía, en que sea lo que sea y pase lo que pase, no perderé vuestro favor porque siempre lo he necesitado y a él me encomiendo.

Madame de Molitart me dijo que vos deseabais que yo fuese mejor tratada de lo que he sido hasta la fecha, lo cual me ha alegrado porque eso significa que pensáis en mi.

Me despido, señora, mi buena tía, y ruego que Él os conceda vuestros más amados deseos.

Escrito en Melun, el diecisiete de marzo, Su buena, humilde y leal sobrina:

Margarita

No se sabe con seguridad quién era esta «prima» a la que se refiere la archiduquesa, si lo era de verdad o era un tratamiento de cortesía. Tal vez se trataba de Charlotte, mademoiselle de Tarente, la cual no era prima suya sino de Carlos VIII, a quien se permitió acompañar a Margarita y que esta «prima» era una buena amiga de la «pequeña reina», como se solía llamar a Margarita ya que cuando llegó a la corte era apenas una niña. En el futuro, cuando la reina destronada hubo de volver a su casa, su amiga Charlotte la acompañó hasta la frontera, pero no nos adelantemos a los acontecimientos.

Todo estaba previsto en el contrato matrimonial del delfín, inclusive —¡Dios no lo permita!— si el matrimonio no llegase a buen fin y no fuese consumado, la archiduquesa debería ser devuelta a su padre o a su hermano, todo ello a expensas del rey de Francia.

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El fin del matrimonio con el rey de Francia: de vuelta a casa

Dos años más tarde se trató de concretar la situación de la «pequeña reina»; finalmente, el 23 de mayo de 1493 se firmó el Tratado de Senlis por el cual Maximiliano renunciaba a sus reivindicaciones sobre el ducado de Borgoña y a cambio el Franco-Condado, el Charolais, Artois y el señorío de Noyers se devolvían a Margarita, como parte de su dote. No había habido matrimonio, no se retendría la dote.

Por otro lado, se devolvería la persona de la destronada reina a su padre Maximiliano o a sus embajadores, pero a cambio ella habría de renunciar a cualquier pretensión derivada de su matrimonio con el rey Carlos VIII, antes el delfín Carlos. En lo relativo a la anulación del matrimonio se recurrió a un subterfugio: en tanto en cuanto la doctrina de la Iglesia estipulaba que «todo matrimonio había de ser voluntario» y dado que la archiduquesa no había tenido edad de consentir en la ceremonia de 1483 en Amiens, no había habido matrimonio, adolecía de «vicio de raíz». Además, no había sido consumado y ello facilitaba la disolución del vínculo.

Finalmente, Margarita viajó de vuelta a su patria. Si en Francia la despidieron con frialdad o al menos con indiferencia, otra cosa cuentan los cronistas en cuanto a su recepción en Valenciennes: allí todo fue alegría y regocijo, y su hermano, Felipe el Hermoso, salió a su encuentro y la acompañó a Malinas.

Si ella había estado durante dos años esperando que se resolviese su situación en el castillo de Melun, los siguientes cuatro años los pasó en Namur, en las Ardenas, lugar de hermosos y tranquilos paisajes, en donde recobraría la paz de espíritu.

Su hermano Felipe cuidó de que no le faltase nada. Inteligente como era, Margarita aprovechó el tiempo para completar su educación bajo la atenta mirada de madame Halewijn, quien había sido maestra de su madre, doña María de Borgoña. Con esta señora aprendió a hablar flamenco —ella misma era de esas tierras—, cosa que le sería de gran utilidad en el futuro. Como todas las damas de alcurnia se suponía que debía entender de música, saber tocar algún o algunos instrumentos y, si tenía facultades, educar su voz para participar en coros tanto religiosos como profanos para amenizar jornadas musicales en sociedad.

En todo caso, la corte borgoñona siempre apreció la música y Margarita la amaba, así que durante esos años continuó con los estudios melódicos y como gozaba de una buena voz no descuidó educarla. El organista mayor de la capilla, el maestro Gomar Nepotis de Namur, era el encargado de velar por esta rama de la educación de la archiduquesa. También Margarita de Habsburgo aprendió el arte de la iluminación aplicado a embellecer libros de oraciones y manuscritos. Tuvo la suerte de que le acompañase Margarita de York, hermana de Eduardo IV y Ricardo III de Inglaterra, viuda de Carlos el Temerario, mujer de educación refinada y que sentía gran afecto por la joven. Margarita de York, por su gran personalidad y conocimientos, era conocida como la Gran Dama, Madame La Grande.

El tiempo fue pasando y poco a poco la despreciada Margarita fue olvidando su reciente pasado lleno de altibajos y empezó a tomar parte en las fiestas y celebraciones tan del gusto de la corte borgoñona, sobre todo de su hermano Felipe.

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Vasallos levantiscos: Flandes

Durante la estancia de Margarita en Francia, su padre había hecho algunos progresos en el sometimiento de los levantiscos flamencos y mientras su hijo Felipe fue menor de edad, Maximiliano había actuado como su señor en representación de Felipe el Hermoso, pues en puridad Felipe era el conde de Flandes ya que lo había heredado de su difunta madre, María de Borgoña. Como regente, Maximiliano había actuado con justicia y sin venganza por los hechos pasados.

Pero los burgueses de aquellas tierras eran levantiscos y cuando Maximiliano fue nombrado rey de romanos —antesala del nombramiento como emperador— en abril de 1486, no se sintieron cómodos con este nuevo poder, así que Gante y Brujas se rebelaron de nuevo. Cuando Maximiliano se dirigió allí a apaciguar los ánimos, los burgueses tomaron preso a su señor y estuvo tres meses en su poder, viendo cómo mataban y torturaban a los suyos, lo que produjo en él un hartazgo total sobre el gobierno de estos vasallos. Así que en cuanto pudo, traspasó el poder sobre estos incómodos sujetos y, mientras su hijo accedía a la mayoría de edad, cedió la gobernación del territorio a cambio de una cantidad de dinero al noble duque Alberto de Sajonia, nombrándole gobernador de todas las provincias.

Tras algunos enfrentamientos con los húngaros, Maximiliano recuperó la ciudad de Viena. Tras esto, se firmó el Tratado de paz de Bratislava (1491) con Vladislao, rey de Bohemia y de Hungría, por el que se estipulaba que si este moría sin descendencia, la sucesión recaería en los Habsburgo. Tal vez fue esta circunstancia la que entretuvo a Maximiliano y le impidió defender a su hija como reina de Francia y permitir que Carlos VIII de Francia se casara repentinamente con Ana de Bretaña, quien a su vez estaba casada por representación con Maximiliano.

Francia crecía en influencia y poder mientras Maximiliano la consideraba enemiga de los Habsburgo, toda vez que esta había apoyado a los levantiscos burgueses de Flandes. Por otra parte, los Reyes Católicos deseaban cortar las alas a Francia y, como ya hemos dicho, en alguna ocasión se propusieron encerrar a esta nación en un círculo de hierro. Para empezar, una boda del primogénito Juan con la archiduquesa Margarita era una idea que pareció magistral a este propósito, al tiempo que don Felipe de Habsburgo, el heredero de Maximiliano, se casaría con doña Juana, hija de los Reyes Católicos.

Por otro lado, para facilitar las cosas, tanto Maximiliano como los Reyes Católicos, llegaron al acuerdo de que ninguna de las dos novias llevaría dote, aunque sí se les asignaría un generoso estipendio cuando fueran esposas de dichos varones. Al no llevar dote, se hacía un ahorro muy considerable para ambos países ya en aquellos tiempos las bodas reales endeudaban al reino, teniendo incluso que recurrir a préstamos, para ir bien dotadas al matrimonio.

Maximiliano estuvo de acuerdo y pronto se concertó la boda. Por su parte, los comerciantes de Amberes y los vendedores de lana de la mesta llevaban años haciendo negocios y solo vieron ventajas en una boda entre los herederos de ambas casas, dando por seguro que el negocio crecería como crecen las familias bien avenidas.

Don Juan de Trastámara había nacido el 29 de julio de 1478 y apenas tenía diecisiete años cuando, el cinco de noviembre de 1495, contrajo matrimonio por poderes con la novia elegida por sus padres: la hija del emperador Maximiliano de Austria. En cierto modo, para la joven Margarita, era un segundo matrimonio, si bien el primero, con el delfín de Francia, nunca se había consumado y, a la larga, solo le había producido pesadumbre y congoja pues, se mirase como se mirase, Carlos la había desairado en favor de Ana de Bretaña. Una verdadera humillación para una joven altiva.

La archiduquesa había de viajar a España y llegó el 6 de marzo de 1497, después de un viaje que los cronistas califican de «penoso» debido al mal tiempo de la mar. Durante el mismo se vieron en medio de una terrible tempestad, tan fuerte era esta que todos temieron que el barco se hundiría. Margarita se puso un papel en el corsé para que, en el caso de que se se ahogara, al hallar su cuerpo supiesen quién era. Además añadió un mensaje: que era su voluntad que se pusiera en su tumba el siguiente epitafio:

Aquí yace Margarita

¡Infeliz ella!

pues, dos veces casada,

murió doncella

Afortunadamente, nada de esto sucedió y el bajel llegó a Santander sano y salvo. El infante don Juan, el futuro esposo, y don Fernando de Aragón, futuro suegro, salieron al encuentro de la archiduquesa en Villasevil, en el Valle de Toronzo (en la actual Cantabria). El médico de la reina Isabel, el doctor Toledo, escribió la noticia exacta: «Fízose el desposorio en Villasevil, cabe Santander, por mano del Patriarca de Alejandría y arzobispo de Sevilla, don Diego Hurtado de Mendoza».

Con anterioridad se había celebrado un matrimonio por poderes, el 5 de noviembre de 1495, el cual se había celebrado en la iglesia de San Pedro de Malinas. Margarita, en esa solemne ocasión, estuvo acompañada por su hermano y el marqués de Baden. Don Francisco de Rojas representaba al joven don Juan, el novio. El representante del príncipe estuvo atendido en todo momento por dos nobles de alcurnia: el señor de Ravenstein y el príncipe de Chimay. Todo esto se había realizado con gran pompa y ahora se confirmaba de manos del arzobispo de Sevilla. La joven Margarita fue recibida por los reyes como una verdadera hija, se deseaba para el matrimonio toda clase de felicidades. Llegó la comitiva a Burgos el 19 de marzo, coincidiendo con el Domingo de Ramos. Pedro Mártir de Anglería escribió a su amigo el cardenal de Santa Cruz el 29 de abril de 1487, apenas un mes después de lo referido:

Os escribí hace poco refiriéndoos que el Rey se hallaba en Gerona de Cataluña; que Juana, la hija de los Reyes había sido llevada a Flandes y que Margarita, la regia nuera, estaba siendo esperada con vivísimo anhelo. He aquí lo ocurrido después: el Rey regresó de Gerona reuniéndose con su amada consorte. […] Por fin la deseada Margarita ha arribado a puerto. Se designó a varios próceres para que saliesen a recibirla y acompañarla hasta que se reuniese con el joven esposo. Fue al frente de ellos el Condestable y el rey salió tres jornadas al encuentro de su aguardada nuera. Se la trajo a Burgos; pero en tiempo poco a propósito para celebrar las nupcias ya que en Cuaresma le está vedado al cristiano contraer matrimonio.

La Reina esperó a su nuera rodeada de maravillosa corte de ninfas y salió a recibirla a las galerías de Palacio que los españoles llaman «corredores». Su cuello, como el de sus damas, era más blanco que la leche y estaban todos rodeados de oro y pedrería, radiante como las estrellas. No faltó nada y el boato correspondió a la calidad de las personas.

Tan pronto como transcurren los días santos, nuestro mancebo, que arde en amor, consigue suplicante de sus padres que se le franquee el lecho conyugal. Estréchanse, por fin, los lazos anhelados…

La princesa Margarita, además de suscitar de inmediato el encendido amor del príncipe, fue recibida con parabienes y al mismo tiempo como una princesa merecedora de todas las ceremonias protocolarias.

El recibimiento hecho a la princesa ha sido grandioso. Caballeros con armaduras resplandecientes; embajadores cubiertos de oro; magistrados de la ciudad con ropones de raso carmesí; forrados de martas, y gruesas cadenas al cuello, muy galanes todos, acudieron a presentar sus respetos a la futura soberana. El duque de Milán, el rey de romanos [Maximiliano] y el de Nápoles, se habían hecho representar por embajadores extraordinarios. La recepción de besamanos celebrada por la tarde en el palacio, reveló a la princesa las minucias protocolarias del ceremonial español. El Día de Pascua hubo un gran banquete y fue tal el ruido de las trompetas y otros instrumentos, que se hacía imposible oír otra cosa. Admiraron todos el cutis de la novia, y se observó y comentó que no usa colorete ni tinte alguno. El señor príncipe y la señora princesa se aman recíproca y maravillosamente…

Esto escribía con minuciosidad de embajador veneciano, aunque era borgoñón, el caballero Bruchet.

La reina doña Isabel la cubrió de regalos. Una fila de ciento veinte mulas llevaban los presentes en vajillas de plata, telas preciosas, vestidos, seda, dasmascos y terciopelos, gemas, perlas, cadenas y tiaras, zapatos, capas y abrigos de pieles del norte, armaduras pulidas, alfombras, objetos raros y curiosos, tapices, ornamentos, perfumes, instrumentos musicales, no faltaba de nada. Para las damas que la acompañaban no faltaron «360 varas de telas de seda para vestidos». Inclusive la riqueza de Borgoña quedaba empequeñecida ante tanta generosidad y pompa. Lo más interesante de todo es que los jóvenes quedaron deslumbrados mutuamente y, en general, todos los cronistas están de acuerdo en que el príncipe se prendó enseguida a la vista de Margarita y que deseaba, cuanto antes, consumar el matrimonio. Se casaron en marzo de 1487.

El 13 de junio ya estaban reyes y príncipes en Medina del Campo y, desde aquí, Pedro Mártir de Anglería escribe otra de sus cartas a su amigo el cardenal de Santa Cruz y en esta misiva se evidencia ya que el príncipe está débil o al menos lo parece. Entre otros renglones escribe Pedro Mártir:

[…] Preso en el amor de la doncella, ya está demasiado pálido nuestro joven príncipe. Los médicos, juntamente con el rey, aconsejan a la reina que alguna vez que otra aparte a Margarita del lado del príncipe, que los separe y les de treguas alegando que la cópula tan frecuente constituye un peligro para el príncipe, una y otra vez la ponen sobre aviso para que observe cómo se va quedando chupado y la tristeza de su porte; y anuncian a la reina que, a juicio suyo, se le pueden reblandecer las médulas y debilitar el estómago. Le instan a que, mientras le sea posible, corte y ponga remedio al principio. No adelantan nada. Responde la reina que no es conveniente que los hombres separen a quienes Dios unió con el vínculo conyugal…

Por entonces se celebró la importante boda de la princesa Isabel con el rey de Portugal y los Reyes Católicos habían de acudir a la ceremonia en la raya de Portugal. Estando en aquellas fiestas recibieron la noticia de que don Juan estaba gravemente enfermo, acudió don Fernando, su padre, con toda urgencia junto al joven heredero solo para recibir su último suspiro. Desde entonces ambos reyes quedaron con el alma rota y sus esperanzas de un príncipe sabio para el gobierno de sus reinos quedaban para siempre fallidas. Fuese el demasiado amor o fuese que el príncipe estaba convaleciente de un ataque de viruela9, el caso es que el joven heredero falleció ante la desesperación de los que le rodeaban, sus padres, su corte y su esposa Margarita, que quedaba embarazada y rota en el corazón. Tras su fallido matrimonio con Carlos VIII, había hallado el amor de un joven bueno y unos padres que la acogieron con todo afecto. Esta muerte le sobrevino como una gran desgracia.

Aunque Margarita quedó embarazada de un hijo del príncipe de Asturias, el embarazo no llegó a término, dando así al traste con la esperanza de que un heredero del príncipe llegase a reinar en el futuro. Viuda y sin hijos, la tristeza envolvió a Margarita. Desde Insbruck, el 23 marzo de 1498, el embajador Fuensalida10 escribió una carta a los reyes don Fernando y doña Isabel:

Tal y como os participé en mi carta del 22 de febrero, el Rey de Romanos está enterado que la señora princesa ha sufrido un aborto y que vuestras altezas habéis llamado en la línea de la herencia del reino a los reyes de Portugal y aunque el Rey de Romanos no ha hecho comentario alguno en cuanto a esto, hoy, 19 de marzo, el rey [de Romanos] me envió a hablar con un secretario el cual había recibido cartas de la princesa y del embajador Lupian mediante estas misivas habían sabido del aborto de la princesa, que había perdido una hija y que aunque ella sabía que tales cosas no suceden sin grandes penas y sufrimientos había que considerar que estos sucesos son enviados por Dios y que Él sabrá por qué lo hace, por lo que animaba a su padre a conformarse con Su Voluntad11.

Maximiliano y Fuensalida tenían buena comunicación y casi diríamos amistad. Fuensalida sabía bien que el rey de romanos deseaba que su hija viuda volviese a casa, mientras que los reyes de España deseaban que ella permaneciese en España como princesa viuda del príncipe Juan, con todos los cuidados y atenciones que su tristeza merecía. Fuensalida navegaba entre deseos opuestos, tratando de complacer a ambos o al menos no disgustar a ninguno. Por otro lado, también había fallecido Carlos VIII, en abril de 1498, y los Reyes Católicos no deseaban que Margarita fuese pretendida por el nuevo rey de Francia —la tierra enemiga—, Luis XII. Era mejor tenerla cerca para evitar un acercamiento de Maximiliano y Luis XII.

Maximiliano no podía costear la vuelta de la princesa de modo seguro. Sin duda si lo hacía a través de Francia corría el peligro de que la tomasen de rehén o algo peor, y Borgoña no tenía una flota digna de tal nombre que fuese segura para el traslado de la princesa viuda. Aprovechando esta circunstancia, Fuensalida pudo obtener que Margarita se quedase en España dos años más mientras arreglaba un traslado «digno y seguro para su alteza».

Como bien sabemos, la infanta Isabel, ahora heredera y casada con el heredero de Portugal, murió al dar a luz a un hijo, don Miguel, en quien legalmente recaerían los inmensos reinos de Portugal y España y sus tierras de ultramar. Pero don Miguel también murió y la herencia de los Reyes Católicos vino a recaer en doña Juana, la esposa de Felipe el Hermoso, hermano de Margarita. Si ella no había podido ser la reina de España y sus posesiones de ultramar, ahora lo sería su hermano don Felipe, pero con esto caía su destino en manos borgoñonas para las cuales España era una tierra ajena y periférica.

El tiempo que Margarita permaneció en España le permitió conocer y amar a sus cuñadas, las hijas de los Reyes Católicos, perfeccionó su español y tomó buena nota de los modos de actuar de doña Isabel como reina prudente, gobernante y estratega.

Como la pequeña Catalina de Aragón era ya la prometida del príncipe de Gales, Arturo Tudor, su madre, la esposa de Enrique VII, escribió a Margarita rogándole que hablase a Catalina en francés12, ya que ni Arturo ni las damas de la corte hablaban latín, y mucho menos español, y que en la corte inglesa hablaban francés… más o menos. Como dato curioso añadiremos que la reina de Inglaterra también aconsejaba a los padres de Catalina que la acostumbrasen beber vino «porque el agua de Inglaterra no era potable» y en las comidas solo se bebía vino.

La boda de Catalina y Arturo se celebró en el mes de mayo de 1499. Tras esta noticia, la archiduquesa Margarita hizo sus preparativos para partir, en septiembre de ese mismo año, cargada de valiosos presentes: obras de arte, joyas, bordados, tapices… y con todo ello emprendió camino a casa.

Por entonces, el nuevo rey de Francia, Luis XII, estaba en términos amistosos con Maximiliano así que la princesa viuda hizo el camino por tierra a través de Francia y en febrero de 1500 llegó a París, de allí viajó a Gante y por el camino hizo una breve visita a su cuñada, doña Juana, que estaba de nuevo embarazada. La archiduquesa Margarita llegó a Gante el 4 de marzo de ese año de 1500.

La primogénita de los archiduques Felipe y Juana, Leonor de Habsburgo, había nacido el 16 de noviembre de 1498. Al poco de llegar Margarita, el 24 de febrero de 1500, la archiduquesa Juana dio a luz al bebé que esperaba y esta vez, para inmenso regocijo de la corte y del pueblo, fue un varón a quien llamaron Carlos en honor a Carlos el Calvo, tatarabuelo del recién nacido. El bautizo fue todo un acontecimiento: Madame La Grande, Margarita de York, como madrina, acudió desde palacio a la iglesia de San Juan con el niño en brazos en un carruaje adornado con géneros de brocado tirado por cuatro caballeros, a pie le acompañaba la otra madrina, Margarita.

Todavía permanece en el recuerdo de las gentes la celebración que se hizo por el nacimiento del niño que sería luego Carlos V, emperador. No entraremos en ello por no ser necesario para la historia de Margarita, solo diremos que no faltó de nada: música, comida, vino, antorchas, fuegos artificiales y demás. Por las calles se repartió dinero a manos llenas y en todo se procuró que las gentes participasen de la alegría de la casa de Austria.

Terminadas las celebraciones era el momento de que Margarita eligiese un lugar para su residencia y el sitio escogido fue justo en la frontera con Francia en Quesnoy-le-Comte. Era un lugar tranquilo y hermoso, rodeado de bosques frondosos; Carlos el Temerario lo había poblado de animales y declarado santuario de modo que allí no se podía cazar.

Aunque los modos de Felipe, el hermano de Margarita, no agradaban a esta, ella lo amaba y tomaba parte en las celebraciones de la corte borgoñona que organizaba el heredero, a quien —dicho sea de paso— le agradaban en demasía toda suerte de fiestas y celebraciones.

Por un lado, Felipe temía que su hermana se casase con el rey de Portugal, ya que en ese caso tal vez heredase el reino de Castilla si los Reyes Católicos podían deshacerse de él desheredando a Juana —a través de la cual pensaba ser rey de Castilla—. Por añadidura, bien sabía Felipe que Margarita era muy querida en la corte española, tanto como una verdadera hija. Ella, además, conocía los entresijos de su política por su larga estancia allí y hablaba el idioma de la tierra y, por si fuera poco, era consciente de que los Reyes Católicos no aprobaban su conducta licenciosa y su mal proceder en público para con su hija, la cual estaba algo trastornada —decían que por su culpa—. Por todo esto, el archiduque deseaba que Margarita no tuviese oportunidad de casarse con el de Portugal y sí acariciaba la idea de que lo hiciera con Arturo Tudor, dando al traste con la boda de Catalina de Aragón y el heredero inglés. Con esta boda, además, don Felipe veía un punto favor del comercio entre Inglaterra y Flandes. El emperador Maximiliano se opuso a esta idea de Felipe el Hermoso, y, por su parte, Margarita hizo oír su voz manifestando sus preferencias: ejercer el gobierno de los Países Bajos y retener junto a sí a todos sus sobrinos mientras Juana y Felipe tuviesen que viajar, como lo hacían a menudo. De momento esta idea no llegó buen fin.

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Otro matrimonio

Puestas así las cosas, la archiduquesa Margarita empezó a asumir que quizás debía proyectar en un nuevo matrimonio, sería el segundo o el tercero, según se mirase. En esta tesitura Maximiliano empezó a inclinarse por buscar un señor poderoso de Sajonia pero ella manifestó su predilección por Filiberto de Saboya, señalando que le parecía «el mejor de todos»13.

Así las cosas, Margarita se preparó para el viaje a Saboya. Su futuro marido era conocido como Filiberto el Hermoso y también como Filiberto el Bueno. A pesar de la juventud de ambos cónyuges, los dos eran viudos. Filiberto había nacido en abril de 1480 y era tres meses menor que Margarita. Era viudo de su primera esposa Yolanda Luisa (1487-1499), hija de su primo Carlos I de Saboya. En su niñez Margarita, viuda de Juan de Castilla, había crecido con la hermana de Filiberto, Luisa de Saboya, así que todos eran, además, amigos de la infancia.

A pesar de algunas dudas iniciales el joven Filiberto era apreciado por Maximiliano porque había estado en las campañas de este en Italia y era considerado como un valiente capitán. Sus tierras ocupaban un lugar estratégico entre Italia, Alemania y Francia, así que con este matrimonio el paso de Francia a Italia quedaba cortado, cosa conveniente para Maximiliano.

De todos modos Margarita no era demasiado entusiasta de un nuevo matrimonio. El contrato de esponsales se firmó en Bruselas el 26 de septiembre de 1501. El archiduque Felipe de Habsburgo dotó a su hermana con 300 000 monedas de oro, pero no fue una dote gratuita: ella a cambio hubo de renunciar a la herencia de su madre de la que no había tomado posesión ya que se había ido de su hogar para ser reina de Castilla y Aragón —y esas tierras de la herencia materna no le significaban gran cosa en aquel momento—. Además hubo de firmar su renuncia a cualquier reclamación sobre el trono de los Reyes Católicos. Se estipulaba así mismo que en caso de que el duque de Saboya, Filiberto, muriese antes que la archiduquesa ella recibiría una compensación de 12 000 coronas que vendrían de los impuestos del condado de Romont y de las provincias de Vaud y Faucigny. También recibiría todo lo necesario para hacerle la vida fácil, cómoda y de acuerdo a su alcurnia: tapices, cuadros, vivienda… Por otro lado, aunque se casase en nuevas nupcias, ella continuaría recibiendo un estipendio desde España como viuda del príncipe Juan. En eso los reyes Isabel y Fernando la trataron como a una hija.

El 21 de octubre de 1501 ella partió de Bruselas acompaña de 250 hombres de armas enviados por Filiberto como guardia de honor y para salvaguardar a la rica comitiva. No faltaban, además, sacerdotes, sochantres, hombres de la nobleza saboyana y damas de compañía. Para añadir solemnidad a la partida Madame La Grande y doña Juana le acompañaron un trecho del camino.

En Dijón, que había sido la capital de Borgoña, Margarita fue recibida con júbilo por una partida de 260 jinetes que la aclamaban y vitoreaban. Se celebraron fiestas, obras de teatro, cenas, recepciones y reuniones. Al fin llegó a Dole el 22 de noviembre, donde salió a recibirla el conde de Villars, hermano bastardo del duque de Saboya. El 28 de noviembre, en Salins, René, conde de Villars, representó a su hermano en la boda por poderes. Margarita vestía —según los testigos— un elegante traje negro de terciopelo con vueltas de piel de cordero también negro. Por la noche lo cambió por un vestido de lamé de oro, moda que había importado de España, y que dejó a los asistentes sin habla. Los bordes del vestido estaban ribeteados con perlas, diamantes, rubíes y otras piedras preciosas. Terminado el banquete, Rene llevó a la novia hasta su cama. Cumplidos los requisitos que exigían que el novio introdujese una pierna desnuda en la cama de la novia, el matrimonio quedó sellado. Se intercambiaron regalos protocolarios y se despidieron con un casto beso.

Tras esta boda el viaje continuó y finalmente Margarita y Filiberto se encontraron una mañana de diciembre en el lugar de Romainmoutier a dos millas de Ginebra, en un remoto valle de las montañas del Jura.

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Celebraciones

Como solía ser en el caso de las bodas reales o de grandes señores, hubo gran abundancia de comida y bebida: caza en cantidad —venados, ciervo, jabalí—; aves de todas clases, salvajes y de corral; así como las piezas más corrientes —conejos, liebres, corderos, ovejas, capones, gansos, patos y ocas—, acompañado de toda clase de setas, frutas y otras exquisiteces que la tierra y el agua pueden ofrecer.

Aunque se habían casado por poderes era el momento de confirmar las promesas personalmente. Era invierno en los Alpes y aunque el tiempo era frío, como corresponde al lugar y a la estación, las celebraciones se llevaron a cabo con entusiasmo. Llegados a este lugar Margarita y Filiberto se unieron al resto de la familia que les esperaba ya en Ginebra —entonces tierra de Saboya—. Allí estaban dos de los medio hermanos de Filiberto: Carlos y Claudia.

Los contrayentes se sentaron en escaños blancos bajo un dosel en el cual lucían bordadas las armas de Saboya y Borgoña. Los embajadores de Maximiliano y la más conspicua nobleza de los Países Bajos compartían la mesa con los novios. También asistían los caballeros de Saboya y los de Ginebra. Todo poder y lujo estaba representado en aquel lugar.