Portada

SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA

Serie
Historia Crítica de las Modernizaciones en México

La revolución novohispana, 1808-1821

Historia Crítica de las Modernizaciones en México

Coordinadores generales de la serie

CLARA GARCÍA AYLUARDO,
División de Historia, CIDE

IGNACIO MARVÁN LABORDE,
División de Estudios Políticos, CIDE


Coordinadora administrativa
PAOLA VILLERS BARRIGA, CIDE

Asistente editorial
ANA LAURA VÁZQUEZ MARTÍNEZ, CIDE

La revolución novohispana,
1808-1821

Coordinador
ANTONIO ANNINO

2

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2010
Primera edición electrónica (ePub), 2018

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

Índice

Siglas

Introducción. La política en los tiempos de la Independencia
Antonio Annino

Orden jurídico e independencia política: Nueva España, 1808-México, 1821
Carlos Garriga

Monarquía, imperio y nación: experiencias políticas en el Atlántico hispano en el momento de la crisis hispana
José M. Portillo

De reino a república. Traducciones del autonomismo gaditano
Rafael Rojas

El momento antimoderno: localismo e insurgencia en México, 1810-1821
Eric Van Young

Esencia y valor del constitucionalismo gaditano (Nueva España: 1808-1821)
Marta Lorente Sariñena

La ruralización de lo político
Antonio Annino

De rebeliones, independencias y, si acaso, revoluciones
Manuel Chust

Bibliografía

Siglas

AGI: Archivo General de Indias, España.

AGN: Archivo General de la Nación.

AHN: Archivo Histórico Nacional, Madrid.

AIPG: Archivo de Instrumentos Públicos de Guadalajara.

BNE: Biblioteca Nacional de España.

CEC: Centro de Estudios Constitucionales, Madrid.

CEPC: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, España.

CIDE: Centro de Investigación y Docencia Económicas.

Colmex: El Colegio de México.

Colmich: El Colegio de Michoacán.

Conaculta: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.

CSIC: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, España.

FCE: Fondo de Cultura Económica.

IIH: Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM.

INAH: Instituto Nacional de Antropología e Historia.

Instituto Mora: Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora.

SEP: Secretaría de Educación Pública.

UIA: Universidad Iberoamericana.

UMSNH: Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.

UNAM: Universidad Nacional Autónoma de México. :

UNED: Universidad Nacional de Educación a Distancia, España.

Introducción
LA POLÍTICA EN LOS TIEMPOS
DE LA INDEPENDENCIA

ANTONIO ANNINO*

Este libro intenta responder a la problemática de cómo y hasta qué punto cambió la política novohispana, entre 1808 y 1821, antes del Plan de Iguala. La cuestión no se refiere a las meras condiciones políticas. No hay duda de que las condiciones en 1821 fueron distintas de las que en 1808 permitieron a la audiencia y al consulado de comercio detener un golpe para instaurar el proyecto autonomista del cabildo capitalino. En 1821 la América hispana estaba casi totalmente perdida y el trienio liberal en la Península (1820-1823) había profundizado la crisis de la monarquía. El ocaso de la insurgencia permitió a la gran élite del centro resucitar políticamente para ganar, entre otras cosas, la alianza con los grupos provinciales y sus diputaciones gaditanas. Tal como lo había previsto el brigadier general Félix María Calleja en 1811, los criollos antinsurgentes que dominaron el ejército decidieron tomar el poder mientras los diputados mexicanos en la Cortes libraron la última batalla. Por lo tanto, este libro no es una historia general de la Independencia mexicana.

Nuestro enfoque pretende ser diferente; intenta reconstruir las lógicas procesales de la política de aquel entonces y no sólo sus resultados. En primer lugar, la política, tanto ayer como hoy, no dependió únicamente de la voluntad de los actores, ya que también se puso en juego un conjunto de recursos discursivos vinculantes, por ser históricamente definidos, que la crisis de la monarquía hispánica puso en tensión. Como sabemos, entre 1808 y 1821, el escenario se abrió a nuevos idiomas políticos. Resulta, por lo tanto, razonable preguntarse en qué medida cambiaron las lógicas de los procesos políticos que se desencadenaron durante la época. ¿Se volvieron más modernos? ¿Cambiaron la naturaleza del poder y de sus relaciones con la sociedad?

En segundo lugar, este enfoque tiene que ver precisamente con el tema de la modernidad, el tema central de este proyecto editorial, que está estrechamente vinculado a las lógicas procesales. Es necesario, sin embargo, aclarar unos puntos. El término modernidad sigue desencadenando disputas infinitas y a veces inútiles porque no tiene, ni puede tener, un significado unívoco. La modernidad no es propiamente un concepto sino una red conceptual susceptible de redefiniciones continuas en el espacio y en el tiempo. El que se acercó más a esta imagen plural de la modernidad fue quizá Max Weber cuando dijo que se trataba de un continuo proceso de autonomización de los actores, los valores y, precisamente, los discursos acerca de los poderes. Es imposible, por lo tanto, pensarlo como un concepto fijo, delimitado y especialmente coherente.

Si queremos evaluar el nivel de modernización logrado por el proceso de emancipación mexicano tenemos que estudiar no sólo los acontecimientos políticos sino, en primer lugar, la naturaleza de la política en los tiempos de la Independencia. Hasta ahora, la historiografía no ha hecho ninguna distinción entre los dos temas, pero sí consolidó la exitosa y dramática imagen de una polarización entre la sociedad tradicional y la política moderna que explicaría las dificultades de la gobernabilidad republicana a lo largo del siglo XIX. Desde este punto de vista, la emancipación logró una modernidad discursiva en lo político no conforme, sin embargo, con la naturaleza de la gran mayoría de la sociedad. Esta visión tiene un punto débil que este libro intenta aclarar. Sin conocer cómo se implementaron los discursos institucionalmente en la sociedad, quiénes fueron los actores que se beneficiaron de los cambios, y qué lectura se le dio a los nuevos idiomas a partir (inevitablemente) de los viejos, se corre el riesgo de quedar apresado en una cadena de dicotomías infinitas y, al fin, sin historia. Entre los discursos (o los imaginarios) y la sociedad siempre existen articulaciones institucionales que permiten hacer una radiografía de la naturaleza concreta de los cambios de la política. Pienso que los estudios sobre la Independencia no le han puesto la atención suficiente a este nivel intermedio. Lo que llamamos modernidad política no se puede definir sólo con base en los discursos y los conceptos. La política es moderna cuando adquiere una autonomía frente a la sociedad y la autonomía es posible si existen instituciones capaces de garantizarla. Podemos discutir largamente sobre estos puntos, pero no cabe duda de que lo que llamamos autonomía de la política en el mundo atlántico surgió en la época revolucionaria de la dialéctica concreta entre el principio de libertad y el de autoridad. Los dos tuvieron sus traducciones institucionales y una convivencia difícil y, a veces, crítica. Sin embargo, tanto las crisis como las dificultades confluyeron en una lógica que, a la postre, consolidó las experiencias liberales del siglo XIX en el mundo occidental. ¿Existieron estos rasgos originarios en el proceso de emancipación mexicano? La historiografía contesta afirmativamente aunque opina al mismo tiempo que la modernidad política quedó en una situación débil frente a la tradición.

¿Pero, cuál fue la naturaleza premoderna de la política en la Nueva España antes de 1808? ¿En qué sentido no se produjo la autonomía de la política? Es evidente que sin contestar a estas preguntas no podemos seguir adelante. En primer lugar no hay que olvidar que el virreinato fue una colonia pero también una sociedad del Antiguo Régimen. Cada división de un reino o de una colonia española fue también una división social porque no existieron otros territorios más que los de las ciudades, los pueblos, las provincias y las repúblicas de indios. La monarquía católica abarcó hasta el último pueblo indio de la Nueva España. Todas estas divisiones infinitas, a su vez, correspondieron a una jerarquía y compitieron por un estatus mejor y por más privilegios. La política en un régimen tan pluralista, desigual, casuista, corporativo, pluriétnico, competitivo y fisiológicamente conflictivo consistió en la mediación jurisdiccional entre los cuerpos, las comunidades, los territorios y los particulares; en fin, entre todos los segmentos organizados al interior de la monarquía. La política fue el gobierno de la desigualdad en manos de una pluralidad de sujetos dotados de facultad jurisdiccional; es decir, de juzgar, pero también dotados de una facultad normativa. Lo que garantizó la gobernabilidad de estas sociedades, que los liberales del siglo XIX imaginaron como caótica y arbitraria, fue la identificación entre política y derecho-justicia entendida como el reconocimiento de lo desigual que existe o que debería existir a partir de un orden natural y divino. Lo que permitió a la monarquía católica conservar uno de los imperios más grandes de la historia por tres siglos fue precisamente la obra de mediación jurisdiccional practicada por los jueces que de hecho y de derecho fueron los gobernantes de cada reino por mandato del rey.

No sólo no hubo autonomía de política, sino que fue impensable que existiera. De manera que hablar de justicia era hablar de política. Este concepto que aparece a lo largo del libro, especialmente en el primer ensayo, se menciona aquí para plantear la problemática fundamental de la naturaleza de la política antes de 1808 y para recordar que si se quiere explicar la indudable lealtad, el consenso y la legitimidad de que gozó la Corona en la Nueva España es necesario rescatar las lógicas de la mediación jurisdiccional practicadas por el gobierno de los jueces que articularon culturas, sujetos corporativos y particulares, costumbres, idiomas, divisiones y privilegios de la más diversa índole alrededor del cuerpo sagrado de los reyes. El antiguo lema “quien juzga manda y quien manda juzga” refleja perfectamente la naturaleza de la política premoderna.

Las abdicaciones ilegítimas de Bayona fueron tan devastadoras porque dejaron los cuerpos de la monarquía sin el rey, garante de la justicia, y de la obligación política que legitimó al gobierno de los jueces y la unidad del conjunto de los territorios. Sin el rey sus representantes sencillamente no podían gobernar. Este principio se encuentra repetidas veces en los documentos de la época. Claro está que las situaciones locales influyeron en gran medida en el desarrollo de la crisis, pero si hubo un principio y una lógica que permiten entender la gobernabilidad monárquica antes de 1808, también permiten entender, por el contrario, la ingobernabilidad que se desencadenó después de las abdicaciones. Se trata entonces de analizar aquellos procesos que autonomizaron o dejaron de autonomizar la política frente a la justicia. Creemos que esta perspectiva podría ofrecer datos concretos y no sólo discursivos para evaluar el nivel de modernización alcanzado por la emancipación mexicana.

Sin embargo, tampoco se trata de contestar llanamente si se dio una modernización entre 1808 y 1821. Las élites del siglo XIX sabían perfectamente que la Independencia dejó al país con muchas herencias del pasado. El objetivo del libro no es enlistar lo que se quedó, sino identificar la lógica global que reprodujo las relaciones entre continuidad y discontinuidad. Sin embargo, y sin tocar las cuestiones lingüísticas complicadas, todos estos términos implican una relación entre elementos discrepantes. No se ha considerado la hipótesis de que pudo existir una relación de asimilación entre lo viejo y lo nuevo por falta de una verdadera discrepancia. Esto implica mirar a lo nuevo, a lo moderno con más atención crítica. La época que nos interesa estuvo marcada, en gran medida, tanto en el mundo hispánico como en todo el Occidente, por disputas acerca de lo que era lo nuevo y lo moderno en lo político. La gran cuestión que provocó dudas y temores fue la paradoja de la Revolución francesa, que provocó excesos pero también un discurso pujante sobre la nueva libertad que llevó a Francia hacia un doble despotismo: la de la mayoría con los jacobinos y la de uno solo con Napoleón. Lo dijo madame De Staël, pero también fue una convicción común entre los que empezaron a llamarse liberales. La nueva libertad parecía inviable, o por lo menos necesitaba ser reformulada con otros instrumentos. En las dos décadas de la crisis de la monarquía católica el antifrancesismo no fue sólo una característica del mundo católico hispano-criollo sino que se compartió por la gran mayoría de las élites ilustradas europeas y americanas. La Revolución de Francia con sus fracasos y luego el Imperio de Napoleón, quebraron dramáticamente el optimismo de la época ilustrada. Se creyó en la posibilidad de lo nuevo, pero no se entendió bien cómo lograrlo. Las décadas de las llamadas revoluciones atlánticas estuvieron llenas de incertidumbre. En pocas palabras, todo el proceso de la crisis del imperio hispánico y de la emancipación de sus colonias se dio en un contexto internacional de experimentación y no de consolidación de lo nuevo. El gran problema de la época fue, después de todo, cómo moderar las revoluciones.

No cabe duda de que entre 1808 y 1821, en medio de una guerra sangrienta desencadenada por la gran rebelión de Hidalgo y de Morelos, se experimentaron nuevas formas de hacer política. Pero, al mismo tiempo, este libro llega a la conclusión de que lo nuevo no se contrapuso radicalmente a lo viejo, sino que entre los dos se dio precisamente una asimilación. Para 1821, la Nueva España cambió porque la guerra y la Constitución de Cádiz profundizaron las divisiones sociales y territoriales del pasado virreinal. Sin embargo, el punto importante que se intenta reconstruir es que en un tiempo relativamente breve se dio una transferencia masiva de poderes jurisdiccionales hacia actores y corporaciones territoriales tanto antiguas como nuevas. Se podría decir que antes del Plan de Iguala se dio una emancipación de los cuerpos de la república frente al gobierno de los jueces de la Corona que se define tentativamente como la revolución novohispana; es decir, la quiebra de las mediaciones jurisdiccionales y políticas del orden borbónico. Esta revolución fue posible gracias a una lógica de asimilación entre lo antiguo y lo nuevo porque el segundo no cambió realmente la naturaleza de la política. Sin esta revolución corporativa y territorial al interior del antiguo régimen novohispano la Independencia hubiera tomado otro curso.

El concepto de revolución novohispana necesita una aclaración más. En los últimos años se consolidó la idea de que a lo largo de la crisis de la monarquía la gran mayoría de las élites novohispanas (y americanas) apostaron a favor del autonomismo y no de la independencia, y que la insurgencia también siguió este camino, por lo menos hasta 1814. Sin embargo, este libro quiere demostrar que, junto al autonomismo hacia fuera, también se desarrolló un autonomismo hacia adentro. A pesar de esto, el proceso no fue ni caótico ni arbitrario sino que siguió una lógica profundamente arraigada en el conjunto de sociedades piramidales que componían la Nueva España. El punto es que las rupturas del orden político borbónico-colonial a partir de 1808 no quebraron el orden jurídico que por tres siglos había regido a la sociedad. Lo modificaron, sin duda le agregaron lo nuevo de la guerra y de una experiencia constitucional inédita como la gaditana que, siguiendo un doble movimiento, asimiló y fue asimilada por lo antiguo. La revolución novohispana transfirió mucho poder a nuevos sujetos sociales y territoriales, quebró el orden territorial y espacial del virreinato y configuró el escenario no sólo de la Independencia sino también de la nueva república federal. Esta revolución contó con una lógica política pero careció de una dirección política, situación bastante diferente de lo que pasó en las revoluciones atlánticas. En la Nueva España no se dio un conflicto vertical entre lo nuevo y lo antiguo como, por ejemplo, en Francia.

Quizá sea también oportuno explicar que nuestro enfoque se funda sobre una reflexión acerca de las disputas que siempre acompañaron a la historiografía de la Independencia. No ha sido fácil escribir acerca de la emancipación, ni en el siglo XIX ni en el XX, y aunque nunca se puso en duda la naturaleza fundacional del evento, sí se debatió intensamente acerca de su morfología política y sus actores. Al igual que en las demás revoluciones, también en la mexicana se enfrentaron proyectos diferentes, a menudo en conflicto, que volvió muy complicado encauzarlos hacia una historia común. El juicio emitido por José María Luis Mora acerca de que la revolución de septiembre de 1810 fue necesaria para la consecución de la Independencia, perniciosa y destructora para el país, no fue muy diferente del de su adversario conservador Lucas Alamán. Pero aun después de la Revolución de 1910, las disputas no se superaron. La Independencia, uno de los temas más estudiados de la historia mexicana, tiene las dos caras de la fuerza del mito y las disputas en torno a su identidad.

Se puede argumentar que el fenómeno también se dio en otras revoluciones, pero no con la misma intensidad y continuidad. La peculiaridad del caso mexicano se explica con la profesionalización tardía de la historia. Los que conocemos como historiadores del siglo XIX fueron escritores, hombres políticos, editores y poetas que integraron la República de las Letras que abrió un espacio fundamental de sociabilidad cultural en medio de eventos dramáticos. Estas personalidades, sin embargo, nunca hicieron de la historia una profesión institucional. A lo largo de todo el siglo XIX, hacer patria con la escritura quedó únicamente como una plática notabiliaria y no propiamente pública. La intervención reguladora del Estado fue mínima o inexistente. Después de 1917 la situación no cambió mucho. La preocupación básica de los escritores como Manuel Gamio o José Vasconcelos, para citar dos casos ilustres, fue la de fomentar una pedagogía cívica para ampliar una nación que en los últimos años del Porfiriato se percibió como excluyente. Participaron en esta empresa artistas, escritores, actores y periodistas, en suma, el conjunto de los intelectuales que apoyaron la Revolución.

La profesionalización del campo historiográfico se dio más tarde, como a mediados del siglo XX, entre el cardenismo y el desarrollismo industrial de Manuel Ávila Camacho y Miguel Alemán. Lo señaló muy bien Rafael Rojas en un trabajo reciente dedicado a la historiografía de la Independencia cuando afirma que

ese ejercicio profesional de la disciplina histórica no sólo se reflejó en la acumulación de investigaciones especializadas sobre el proceso político y militar de la Independencia, desde la doble perspectiva federal y regional, sino la consolidación de instituciones docentes, investigativas y archivísticas del saber histórico […] y en el surgimiento de editoriales y publicaciones consagradas, en buena medida, al debate sobre la historia nacional como el Fondo de Cultura Económica y las revistas Historia Mexicana y Cuadernos Americanos.1

La institucionalización de la historia dotó a las antiguas disputas de una ubicación transparente y, aún más importante, permitió una acumulación de conocimientos que amplió los temas y planteó nuevas cuestiones. En términos generales, inevitablemente simplistas, se podría decir que la expansión institucional de los estudios históricos encauzó el tema de la Independencia por dos caminos complementarios: por un lado, la complejidad cada vez más evidente del proceso de emancipación y, por el otro, su policentrismo; es decir, la interacción entre variables y procesos diferentes entre sí.

La tendencia a diversificar el gran tema se aceleró después de los eventos trágicos de 1968 en Tlatelolco, que marcaron un hito histórico. Tlatelolco fue el evento que obligó la apertura hacia una nueva perspectiva de renovación nacional. Este suceso, al mismo tiempo, desmoronó con rapidez sorpresiva la imagen dominante de la Revolución de 1910 y sus mitos. Después de Tlatelolco una nueva generación de historiadores mexicanos, formados en instituciones académicas, se lanzó a la empresa de redefinir el pasado. No existió un proyecto propiamente dicho pero sí una actitud compartida de dejar atrás la visión nacional-populista de la historia patria. La herencia nacionalista de los años cuarenta del siglo XX tuvo tres raíces: el republicanismo radical de los exiliados españoles de la Guerra Civil, el agrarismo y el indigenismo, que enfatizaron lo popular de la Independencia y la continuidad revolucionaria entre 1810 y 1910. Muchos investigadores siguieron la línea oficialista de Chávez Orozco, cuya pedagogía cívica demandó una conexión genealógica entre las masas populares de los años 1930-1940, las huestes de Hidalgo y Morelos y la población prehispánica.

La complejidad y el policentrismo de la historiografía posnacionalista llegaron a resultados notables. En primer lugar se rescató la autonomía histórica de la emancipación frente a la Revolución de 1910 y se cortó el mito de la continuidad entre las dos. En segundo lugar, se dio paulatinamente una mutación trascendental de enfoque que cambió la manera de pensar la Independencia no sólo de México sino de toda América. Hasta hace 20 años siguió vigente la tesis canónica, de origen decimonónico, de que la quiebra de la monarquía hispánica fue un efecto de las emancipaciones americanas. Hoy, gran parte de la historiografía comparte la idea contraria de que las independencias fueron el efecto y no la causa de un conjunto de procesos desencadenados por la improvista crisis de 1808. Por esto la relevancia otorgada en los estudios a la crisis global del imperio. Con este enfoque cada emancipación americana es el resultado de las interacciones entre las lógicas de la crisis global del Atlántico hispánico y las lógicas territoriales americanas específicas. De manera que el 1810 mexicano no fue únicamente una revolución en contra de los agravios del régimen colonial, sino también la expresión de la crisis del virreinato tras la acefalia ilegítima de la Corona y el golpe de 1808. Este cambio de enfoque revalúa las narrativas de los que vivieron los acontecimientos en su momento.

La perspectiva imperial no minimiza, en absoluto, las especificidades territoriales. No existe una jerarquía de campos con uno grande y otro pequeño, sino un único campo, el de la Independencia de México, pero más complejo y policéntrico respecto al pasado. Una de las ventajas comparativas es la posibilidad de consolidar definitivamente la pertenencia de la emancipación mexicana a un tercer polo atlántico. Hasta hoy se habló de dos polos: el anglosajón y el francés, ya que las revoluciones hispanoamericanas se consideraron una variante de ambas. Aceptar la existencia de un tercer polo no niega la circulación de idiomas ni el surgimiento de nuevas formas de sociabilidad entre los tres, pero sí significa aceptar que las tan debatidas diversidades mexicanas e hispanoamericanas no fueron unas desviaciones respecto a una supuesta lógica atlántica. El conocido libro de François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias: ensayos sobre las revoluciones hispánicas, tuvo el merito de lanzar la idea de un tercer polo llamado revoluciones hispánicas. Tristemente, nuestro colega desapareció precozmente y el desarrollo de su tesis quedó pendiente. Este libro es una contribución a la idea del tercer polo.

Otra característica del revisionismo posnacionalista giró en torno a la idea clásica de la nación como sujeto en sí. En el pasado, la nación podía concebirse “natural”, “moral”, “voluntaria”, histórica”, “cultural”, pero en cuanto sujeto en sí, existente de por sí, por lo que era, por definición, autónoma de la política, no la necesitaba para existir. La política se reducía a la ingeniería institucional del ser nacional. Aquella idea clásica de nación generó un espejismo fundado sobre una doble autonomía: la del supuesto sujeto colectivo y monoidentitario y de su ingeniería político-institucional. Lo que pasó en los últimos años del siglo XX es bien conocido. La nación se pensó cada vez más como una sociedad imaginada, un artificio identitario de la cultura letrada entre la Ilustración y el Romanticismo articulado alrededor de un discurso que necesitó tiempo y ciertas condiciones para socializarse y ser aceptado. Hasta cuando acabó el espejismo entre las dos autonomías se pudo pensar la Independencia como la lucha de un sujeto colectivo existente, la nación mexicana, por su libertad. En esto consistió la Revolución. Se debatió si los representantes del sujeto nacional fueron los insurgentes, los criollos acomodados o hasta las masas populares, pero no hubo duda acerca de la existencia previa del sujeto nacional. Hoy no es así. Una vez roto el espejismo, el tema de la Independencia y de sus posibles efectos modernizantes vuelve a plantearse a partir de otra problemática que analiza no sólo cómo se logró la emancipación, sino también en qué consistió. ¿Si fue una emancipación de los cuerpos de la república, cuál fue su lógica, por qué tuvo un consenso y una legitimidad tan fuerte a pesar de no ser un proyecto?

Este libro contiene pocas referencias directas al movimiento insurgente ya que la insurgencia en sí, aunque trascendental, formó parte del proceso más amplio de la revolución novohispana. Por una parte favoreció la autonomía de los pueblos que gravitaron en su espacio de acción y por la otra obligó a las autoridades coloniales a tomar un conjunto de medidas que redistribuyeron el poder jurisdiccional; es decir, político, a nuevos actores y a nuevos cuerpos. La condición colonial de la Nueva España, junto a la derrota de la insurgencia, hicieron que los cambios principales emanaran de las decisiones tomadas por los virreyes y por los nuevos poderes de la metrópoli, empezando por la asamblea gaditana, entre 1810 y 1814, y luego por las Cortes de Madrid en 1820-1821 durante el curso de la primera etapa del llamado trienio. En este contexto se revaloriza el papel activo que jugó la sociedad novohispana en todo el proceso. La emancipación de los cuerpos de la República se debió a las interacciones desencadenadas por las nuevas políticas coloniales. Como ya se dijo, los resultados fueron incontrolables, pero no porque el país haya caído en la anarquía sino por las dinámicas constitucionales que se activaron. Los cambios se dieron en un marco de legalidad a pesar de las apariencias y de los conflictos, lo que explica el consenso y la legitimidad que tuvieron. Éste es el punto que quiere resaltar este libro y también la razón que explica el peso y el espacio que se otorga a la Carta gaditana junto con las asimilaciones que se dieron entre el nuevo y el antiguo constitucionalismo.

No es la primera vez que se enfatiza la relevancia de la Constitución de Cádiz en el proceso de la emancipación mexicana. El nacionalismo posrevolucionario del siglo XX la relegó del horizonte historiográfico y esta actitud ideológica hizo que por mucho tiempo se pensara que la Constitución no se había aplicado en la Nueva España. Aunque hace 50 años la historiadora estadunidense Nettie Lee Benson fue la primera en demostrar lo contrario, fue apenas hace 20 años que se desarrolló una línea de investigación sólida sobre el tema. Ahora sabemos que la Carta gaditana tuvo vigencia en la Nueva España y que desencadenó cambios irreversibles. Sin embargo, quedó irresuelta la cuestión de si estos cambios se dieron en consecuencia con la Constitución. Es evidente que el problema es crucial para la discusión del tema de la modernización. Hasta ahora la opinión dominante ha sido que muchos de los cambios se dieron a costa de la Carta por razones como la guerra, la crisis global del imperio, las resistencias en contra del despotismo peninsular y la fuerza de los pueblos comunitarios, tanto indios como no indios. Desde esta perspectiva, la experiencia gaditana en Nueva España provocó la dicotomía entre lo moderno del nuevo idioma político y lo tradicional del imaginario social, un dualismo que luego se reprodujo en la república. Uno de los problemas graves de la gobernabilidad republicana se debió a la distancia entre la norma y la práctica que forjó una nación con una legalidad frágil donde las personas se impusieron arbitrariamente a las leyes.

Este libro propone una lectura diferente a partir de otras preguntas. Antes de evaluar la naturaleza más o menos constitucional de los cambios, es necesario contestar dos cuestiones previas que ya se señalaron en sus términos generales. En primer lugar, ¿hasta dónde llegó la modernidad del discurso gaditano? y ¿cómo se implementó o cuáles fueron las lógicas institucionales y, por lo tanto, legales que ofreció el discurso nuevo para transformarse en prácticas concretas?

En el primer ensayo, Carlos Garriga indaga las múltiples relaciones que se dieron a lo largo de la crisis entre lo político y lo jurídico para averiguar en qué medida logró lo primero emanciparse de lo segundo y activar un proceso moderno. La reflexión de Garriga abarca un horizonte muy amplio que incluye el análisis del orden político-jurídico de la monarquía católica, la ubicación de la Nueva España y de las Indias al interior de la monarquía, la naturaleza de las formas de la gobernabilidad y el modelo judicial de gobierno. Explica un régimen político en el cual los derechos diferentes e intereses en lucha se defendieron políticamente por medio de pleitos judiciales. Lo que se dio a partir de 1808 a lo largo del Atlántico hispano fue el intento de construir proyectos políticos nuevos vinculados y sobrepuestos a las constituciones históricas. Garriga justamente señala que las experiencias al interior del orbe hispánico en crisis compartieron una visión del gran problema constitucional anticipada desde 1758 por Emer de Vattel, quien teorizó sobre la necesidad de plantear nuevas constituciones para el “buen orden” de los reinos, pero sólo como textos capaces de articular conceptualmente entre sí las pluralidades de las leyes fundamentales para lograr una unidad del orden existente. Cádiz fue un intento muy diferente del de los criollos en 1808 y, sin embargo, a pesar de los tantos cambios que formuló, no se alejó de aquella idea de constitución. La clave principal se encuentra en que cualquier proyecto de cambio del régimen político entre 1808 y 1821 no se alejó de la idea de constituir las instancias capacitadas para actuar normativamente como autoridades gubernativas, aunque no lo fueran formalmente. Este tipo de constitucionalismo, definido como jurisdiccionalista en el caso gaditano, no rompió verticalmente con el pasado pero dificultó sobremanera la aplicación uniforme de la Constitución ya que mantuvo el pluralismo jurídico anterior, lo que permitió en la Nueva España la masiva redistribución legal del poder político hacia nuevos actores. Ni la Constitución revolucionaria de Apatzingán se alejó de esta concepción de lo que debía ser una nueva constitución.

En el segundo ensayo, José María Portillo analiza los caminos del binomio nación-constitución a lo largo de lo que llama “la crisis Atlántica”. Portillo reconstruye el debate dieciochesco en la Península en torno a una posible “revolución de Nación” excluyente y neocolonialista, pero a la vez aclara cómo la reacción de la cultura novohispana, empezando por Clavijero y otros autores, intentó regularizar la asimilación de los novohispanos a la nueva idea de nación hispánica, precisamente en función de lo anticolonial y las demandas criollas. De esta manera se puede identificar una lógica común entre el discurso constitucional autonomista, reconstruido en el primer ensayo y el discurso identitario novohispano analizado en el segundo. Sin embargo, lo central es la naturaleza de la crisis. Portillo nos recuerda que hubo una guerra de independencia en España y en la Nueva España, y que las dos compartieron el concepto de independencia, anticipado por las revoluciones holandesa (siglo XVI) y norteamericana (siglo XVIII), como la capacidad de producirse y actuar con pie propio en el escenario de las naciones sin otra legitimidad político-jurídica que el de jus gentium, el derecho de gente o derecho de las naciones. El camino hacia la idea de nación o pueblo como sujeto singular y la conciencia de serlo se quedó básicamente inacabado. El proyecto de Apatzingán fue derrotado y el de Cádiz no fue capaz de albergar en una nación distintas patrias, entre ellas la novohispana. La cuestión americana en Cádiz fue la representación pero no sólo en términos de número de representantes, sino también en términos de calidad, como muestra Portillo. La cuestión de los americanos giró en torno a lo corporativo-municipal, en línea con la idea colonial del siglo XVIII. La cantidad y calidad de la representación fue el “problema americano” que Cádiz no supo o no quiso resolver. La Nueva España se redujo a una mera representación de corporaciones locales y Cádiz no acercó las dos partes del Atlántico sino que las alejó más aún. Lo que se enfrentó en la asamblea fue la devaluación de la representación americana. De esta manera se consumó, afirma Portillo, la quiebra intelectual que impidió al liberalismo peninsular superar la concepción subsidiaria que se tenía de la Nueva España y de América. El siglo XVIII pesó enormemente sobre la nación imposible dibujada por la Constitución gaditana.

En el tercer ensayo, Rafael Rojas reconstruye el significado del término autonomía en la tradición monárquica y en su actualización en la legislación gaditana para señalar la ambivalencia o la sinonimia con el término de independencia. El autor compara dos textos tardíos, el primero del canónigo Manuel de la Bárcena, rector del Seminario de Vallodolid de Michoacán y el segundo del sacerdote habanero Félix Varela, ambos diputados a Cortes durante el trienio liberal de 1820-1823. Se trata de visiones conservadoras propias de dos exponentes destacados del imaginario católico. El autonomismo durante los años de crisis se expresó con múltiples idiomas políticos y en medio de fronteras muy frágiles y casi inexistentes. En primer lugar, los idiomas del Antiguo Régimen siempre fueron fisiológicamente ambivalentes porque el casuismo jurídico vigente en la monarquía católica legitimó las interpretaciones diferentes de los conceptos. En segundo lugar, los idiomas de lo nuevo tampoco estuvieron muy definidos en sus posibles declinaciones políticas y constitucionales. Finalmente, y en términos más generales, en los grandes cambios históricos todos los actores viven una necesidad ineludible de encontrar los idiomas más adecuados a la experiencia vivida. En el caso del autonomismo, proyecto muy diverso, los hispanoamericanos buscaron una conciliación posible entre la legitimidad dinástica y el nuevo autonomismo; es decir, el autogobierno total a partir de sus propias instituciones. Rafael Rojas muestra dos casos representativos de este intento de traducir al lenguaje de la monarquía católica los nuevos conceptos liberales de soberanía del pueblo y de gobierno representativo. El gran tema del ensayo es entender la evolución del monarquismo parlamentario de Cádiz hacia el republicanismo federal o unitario de los americanos. La lectura y la traducción de textos políticos entre diversas tradiciones atlánticas es un tema clave que apenas se empieza a estudiar con resultados importantes que se aprecian en este ensayo.

Ya se dijo que este libro se ocupa de nudos temáticos nuevos y antiguos replanteados de manera diferente. En este sentido, la “Gran Rebelión” fue un fenómeno más amplio de la insurgencia, entendida como movimiento político, que trata el ensayo de Eric Van Young dedicado al análisis del momento antimoderno de la rebelión. Ya se sabía que gran parte de las huestes populares de Hidalgo y Morelos pertenecieron a mundos tradicionales, pero no se conocía mucho acerca de estos mundos. Sin embargo, Van Young no emplea el término “tradicional” para definir el universo popular insurgente, sino que utiliza el de “antimoderno” que valoriza el activismo de los actores y su capacidad de movilización a partir de mundos que no permanecieron iguales por efecto de la rebelión y de la experiencia constitucional gaditana. La tesis de fondo reflexiona acerca del vínculo entre el empecinado localismo popular y el “momento antimoderno” que quedaron lejos de la esfera política y cultural de los grupos dirigentes. De manera que el vínculo entre localismo y antimodernidad representó uno de los tantos autonomismos que brotaron después de la quiebra de la monarquía. La cultura rural popular, en gran parte indígena, permaneció autónoma porque eliminó de su cosmología política la intermediación del discurso criollo centrado en el concepto de nación. La misma lógica se dio al ser aplicada la Carta gaditana en la Nueva España. Por otra parte, Van Young retoma el tema del fernandismo de las masas rebeldes para resaltar su verticalismo mesiánico. El regalismo de las comunidades fue directo y vertical por lo que miraba al rey y nada más. No permitió una lógica horizontal capaz de vincular a las comunidades entre sí con alianzas sólidas, lo que puede poner en duda el término mismo de movimiento que implica un mínimo de coherencia interna. De ahí la centralidad historiográfica que se le otorga al concepto de localocentrismo, el pivote de todos los comportamientos colectivos, que Van Young reconstruye empíricamente a partir de una muestra de las biografías de 1 300 individuos capturados por los realistas. En fin, para el autor, la violencia rural no sólo llegó más allá del circuito insurgente, sino que se ubicó en un ciclo largo que se remonta hasta la mitad del siglo XVIII y dentro del cual la insurgencia fue un suceso contundente pero de naturaleza incidental.

El quinto ensayo está dedicado enteramente a la Constitución de Cádiz. Desde hace tiempo, la historiografía revalúa su papel en el proceso que llevó a México a la Independencia y hasta se dice que, en cierto sentido, la Constitución se “mexicanizó”; es decir, que logró institucionalizar en el contexto nuevo, prácticas y discursos del pasado. Este concepto se fundó sobre otro que afirma que la situación de crisis de la monarquía, por una parte, y de guerra civil por la otra facilitaron estos fenómenos a expensas de la Constitución. Por esto se tiene la convicción de que el momento gaditano novohispano fue más transgresivo que legalitario.

En su ensayo, Marta Lorente ofrece un análisis crítico que llega a conclusiones opuestas, como en el ensayo de Garriga, a las que hemos manejado hasta hoy. El constitucionalismo gaditano, por su naturaleza jurisdiccionalista, institucionalizó legalmente la diversidad novohispana. La problemática se centra en si el primer constitucionalismo hispánico fue un instrumento adecuado para encauzar las exigencias de la modernidad constitucional que se buscó en muchos países de Occidente en la época después de las llamadas revoluciones atlánticas. En este sentido, la autora también se refiere a la Constitución de Apatzingán aunque, en realidad, nunca tuvo vigencia. Cabe recordar que el constitucionalismo republicano del siglo XIXconstitución.

Lo que se define como revolución novohispana, por lo tanto, tuvo una naturaleza legal a pesar de la violencia y la guerra. El último ensayo se ocupa de uno de los cambios más relevantes de la Revolución que sería inconcebible sin entender su naturaleza constitucional. La ruralización de lo político es una manera de definir el ascenso político de los espacios rurales frente a los urbanos. La imagen más conocida y común del México decimonónico es la de un país rural en donde, hasta la Revolución de 1910, hacendados y comunidades fueron los actores dominantes que determinaron la política nacional. Sin embargo, un país de hacendados no significa necesariamente un país ruralizado, especialmente en el caso de México y de los demás países de la América hispana. Sabemos que en la época colonial las ciudades articularon a la sociedad en lo político y en lo económico. ¿Cómo y cuándo se dio, entonces, el paso al México ruralizado? La cuestión es clásica y pertenece a la tradición cultural del liberalismo latinoamericano que vivió con angustia el desplazamiento de los ejes claves de la ciudad al campo. El Facundo de Sarmiento es quizás la obra que mejor logró expresar este síndrome.

El ensayo intenta mostrar la manera en que la ruptura se dio a lo largo de la crisis del virreinato como un efecto concomitante de varios procesos. Esta ruptura no fue un proyecto sino que se dio por cuenta propia, sin el control de una persona en particular pero con una lógica evidente. Después del fracasado proyecto del cabildo capitalino de 1808, el orden político borbónico se trastocó por la guerra y la Constitución de Cádiz. Estos dos eventos tuvieron naturalezas distintas pero un proceso fundamental en común: la redistribución radical de recursos político-institucionales por la vía de la justicia hacia los espacios rurales. Estos recursos, básicamente jurisdiccionales, transfirieron poderes legalmente de la ciudad al campo. A raíz de esta ruptura se consolidó en el lenguaje político mexicano un dualismo que también se planteó en el constituyente de Querétaro en 1917. En 1985, el historiador argentino Tulio Halperín Donghi, en su libro Reformas y disolución de los imperios ibéricos, 1750-1850, llamó la atención sobre los “cambios no deliberados” de las revoluciones hispanoamericanas. La ruralización fue uno de estos cambios que a pesar de no ser deliberado moldeó profundamente el siglo XIX mexicano. Se provocó una ruptura legal del orden existente porque ni la guerra ni la Constitución atentaron en contra de la justicia, el orden jurídico fundamental del virreinato. La justicia se articuló con la Carta gaditana por asimilación, gracias a la naturaleza del primer constitucionalismo que Marta Lorente analizó en su ensayo.

Este libro se articula alrededor de ciertas problemáticas para comprender la lógica procesal del derrotero que llevó a México a su emancipación. La revolución de Independencia no se puede reducir sólo al momento de la independencia como tampoco se puede sintetizar la revolución norteamericana en sólo la emancipación. Sin embargo, en el caso de Nueva España, y de los demás países latinoamericanos, queda pendiente una identificación cabal de las características y la naturaleza de la revolución. Este libro no pretende resolver este problema, pero sí proponer algunos elementos y claves como la relación estrecha entre política y derecho (Garriga), la naturaleza de la crisis monárquica y sus idiomas (Portillo), las múltiples facetas del autonomismo (Rojas), la antimodernidad de las rebeldías populares (Van Young), el historicismo constitucional y sus múltiples lecturas legales (Lorente) y la ruralización de lo político y la pérdida de poder de los espacios urbanos (Annino). La revolución se presenta así como un entramado de eventos a primera vista fragmentarios pero que desarrolló una lógica procesal en común, la asimilación, que logró articular la redistribución de recursos constitucionales y políticos desencadenada por la gran crisis de la monarquía. El libro confirma la tesis de que la revolución fue un efecto de la quiebra de la monarquía; la quiebra del imperio vino después.

En sus comentarios, Manuel Chust retoma algunos puntos propuestos por los ensayos y analiza, en primer lugar, las mutaciones del contexto historiográfico general que se dieron en los últimos años y que llevaron a “la puesta en escena de más actores y más piezas en el puzzle” y a superar la visión dual (criollo-español) y lineal (la lucha entre los dos grupos). Chust advierte que es debido a la renovación profunda de los estudios que “queda aún largo camino” para contar con una visión coherente del proceso histórico. El libro destaca la trascendencia de 1808 y a partir de este reconocimiento, Manuel Chust propone una cronología: 1808-1810 y 1810-1815, donde el primer periodo estuvo marcado por la fidelidad y el segundo por la quiebra de la soberanía monárquica como efecto de la insurgencia. Sin embargo, afirma que las características del componente popular de la insurgencia misma, en la perspectiva planteada por Van Young, desmienten la tesis “modernizante” de que la política se hizo autónoma. Existieron frentes antimodernos populares, criollos y españoles, y un frente más avanzado que jugó la carta del autonomismo dentro de la experiencia gaditana. Lo relevante es que, a pesar de todo, la representación otorgada por Cádiz ofreció un recurso trascendente a los grupos criollos más avanzados. Es importante el hecho, recordado por Chust, de que Morelos se percató de la necesidad de tener una constitución. Ahora bien, el punto débil de los estudios, que justamente remarca el comentarista, es la escasa atención prestada al periodo 1815-1820; es decir, al periodo de la restauración fernandina que no se logró como el caso de la Restauración europea después del Congreso de Viena. En la Nueva España las necesidades bélicas cambiaron aún más profundamente el perfil social y político de las fuerzas armadas, lo que generó nuevos desafíos a la gobernabilidad colonial. La última fase fue la que empezó en 1820 con el trienio liberal en España y que permitió a los representantes novohispanos utilizar al máximo la representación parlamentaria en las Cortes para empujar el nuevo proceso político que llevaría al Plan de Iguala. Madrid tuvo un papel importante, como lo muestra el trabajo de Ivana Fresquet. Los comentarios terminan con una reflexión muy argumentada sobre la relación entre el constitucionalismo gaditano y la solución monárquica de la Independencia. El imperio de Iturbide, tan controvertido en la historiografía, aparece como la conclusión más natural de la última etapa del tránsito de la autonomía a la independencia.

Se agradece tanto a los ensayistas como al comentarista por el esfuerzo de síntesis y el compromiso intelectual que invirtieron en la elaboración de este libro.