Abreviaturas

ARM Acción Revolucionaria Mexicana/Camisas Doradas
CGOCM Confederación General de Obreros y Campesinos de México
CGT Confederación General de Trabajadores
CNDP Comité Nacional de Defensa Proletaria
CNTE Confederación Nacional de Trabajadores de la Educación
CROM Confederación Regional Obrera Mexicana
CSUM Confederación Sindical Unitaria de México
CTM Confederación de Trabajadores de México
FROC Federación Regional de Obreros y Campesinos
FUPDM Frente Único pro Derechos de la Mujer
LEAR Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios
LIP Lucha Intelectual Proletaria
PCM Partido Comunista Mexicano
PNR Partido Nacional Revolucionario
PRM Partido de la Revolución Mexicana
SEP Secretaría de Educación Pública
SME Sindicato Mexicano de Electricistas
SOTPE Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores
TGP Taller de Gráfica Popular
UNETE Unión Nacional de Encauzadores Técnicos de la Enseñanza

Agradecimientos

Este libro acerca de colectivos de artistas y trabajadores fue en gran medida un esfuerzo compartido. Los artistas Arturo García Bustos y Rina Lazo, quienes en la década de 1940 fueron protegidos y colegas de muchos de los artistas que se estudian en este libro, me abrieron las puertas por primera vez en calidad de caseros cuando, en 1990, comencé a escribir un libro anterior. Ellos y su hija, Rina García Lazo, me han brindado desde entonces años de inspiración y hospitalidad. Herzonia Yáñez y Graciela Schmilchuk me han brindado amistad, apoyo logístico y alojamiento en sus respectivas casas desde mis primeros viajes a México.

También me siento en casa en cuatro instituciones mexicanas. Como becario Fulbright estuve vinculado al Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas (Cenidiap), del Instituto Nacional de Bellas Artes, durante el verano de 2012, y tuve acceso a sus valiosas colecciones documentales. Estoy agradecido con las investigadoras Guillermina Guadarrama y Laura González Matute por su generosa ayuda. Jacqueline Romero Yescas fue una guía invaluable del archivo de Leopoldo Méndez. Nancy Arévalo y Carmen Rivera, del Centro de Estudios del Movimiento Obrero y Socialista, compartieron conmigo los tesoros de los archivos del PCM. El personal del Centro de Estudios Filosóficos, Políticos y Sociales Vicente Lombardo Toledano, en particular Javier Arias Velázquez y Josep Sanmartín, se esforzó para facilitarme el acceso a su colección sin igual de publicaciones periódicas, así como para proporcionarme ayuda en otros rubros. Pasé muchas horas en el SME, a unos pasos del mural colectivo Retrato de la burguesía, de 1940. Fernando Amezcua Castillo, Gerardo Avelar Flores y sus compañeros compartieron conmigo documentos, revelaciones y comidas, en medio de su lucha aún vigente por mantener uno de los sindicatos más antiguos de México de cara a la abusiva liquidación de la compañía pública de electricidad que los empleaba.

Numerosas personas me facilitaron con generosidad el acceso a documentos, imágenes y permisos: Pablo Méndez, Henoc de Santiago, Aldo Sánchez y Evelio Álvarez del Museo del Estanquillo; Enrique Gutiérrez de la Cruz y el personal del archivo de la Universidad Obrera; María O’Higgins y María Maricela Pérez García de la Fundación Pablo y María O’Higgins; Gerardo Traeger de la Fundación Santos Balmori; Jorge Ramón Alva de la Canal; Graciela Castro Arenal; los coleccionistas Daniel Mercurio López Casillas, Michael Ricker y Peter Schneider; la doctora Marina Garone Gravier de la Hemeroteca Nacional, y John Charlot y Bronwen Solyom de la Jean Charlot Collection de la Universidad de Hawái en Manoa.

En el otoño de 2011 me beneficié del generoso apoyo de la Hoover Institution en la Universidad de Stanford, y del acceso a sus amplias colecciones sobre el comunismo mexicano. Durante mi estancia ahí, Stephen Haber me planteó retos tanto en el plano intelectual como en los senderos para ciclistas. Barry Carr me ha apoyado en cada uno de mis proyectos de investigación desde que nos conocimos hace muchos años. El ya fallecido David Craven modeló la relación del arte con la revolución en su obra, alentó este proyecto y me invitó a publicar un primer ensayo. Estoy agradecido con Jay Oles por su investigación similar a la mía y por dos conversaciones provechosas. Tatiana Flores, Jennifer Jolly y Leonard Folgarait escribieron justo los libros y artículos que yo necesitaba leer y respondieron a mis preguntas, grandes y pequeñas, por correo electrónico.

Mis colegas en las numerosas reuniones del Rocky Mountain Council for Latin American Studies me dieron retroalimentación para cada una de las etapas anuales de mi investigación. Los estudiantes del posgrado en historia de la Universidad de California en Berkeley me dieron también una excelente retroalimentación para los primeros capítulos. Asimismo, estoy muy agradecido con los dos lectores de University of Texas Press: Mary Kay Vaughan me planteó preguntas difíciles y me ayudó a reflexionar sobre las respuestas; John Mraz me hizo grandes sugerencias, seguidas de múltiples referencias, contactos y segundas lecturas. Diego Armus, Deborah Caplow, Barry Carr, Margaret Chowning, Joseph Collins, Chris Fulton, Janet Marcavage, Susie Porter, Peter Schneider, Linda Williams y Eddie Wright-Rios leyeron todo o partes de un borrador casi definitivo e hicieron comentarios invaluables. Estoy en deuda con Susie Porter y Eddie Wright-Rios en particular, ya que cada uno por su cuenta me ayudó a pensar a fondo distintas cuestiones. Hago un agradecimiento especial a Peter Schneider, por compartir su conocimiento enciclopédico de la tradición del grabado en México, su atención a los detalles visuales y gramaticales, así como los grabados de su colección. Joseph Collins aplicó hábilmente su machete en mis enunciados enredados y llenos de jerga académica y de ese modo hizo que este libro fuera más legible.

Quizá no haya un mejor lugar para concebir e incubar un proyecto interdisciplinario que un pequeño colegio de artes liberales como el de Puget Sound. Mis colegas en el Departamento de Historia y Estudios Latinoamericanos respaldaron mis vaivenes en el aula y en mi investigación. Doug Sackman, un cruzador de fronteras como yo, alentó esta investigación durante varias discusiones. Linda Williams compartió conmigo los métodos de la historia del arte en un curso que impartimos juntos y Janet Marcavage me enseñó los rudimentos del grabado en una clase práctica. Don Share hizo posible este libro calificando y coordinando más de lo que le correspondía de nuestro seminario de viaje a Cuba. Kyle Cramer me ayudó a organizar cientos de imágenes clic tras clic. Estoy agradecido con Puget Sound por los dos años sabáticos con que inicié y concluí este proyecto y por su generoso apoyo con los permisos para las imágenes. Cerca de casa, Deborah Caplow (uw-Bothell) y Mike Honey (uw-Tacoma) han sido mis camaradas en el arte y la política.

En University of Texas Press agradezco a Theresa May su interés en este proyecto desde el inicio; al editor Kerry Webb y la editora asistente Angélica López por su asesoría y su paciencia, y a Victoria Davis, Jon Howard y Ellen McKie, de los equipos editorial y de producción, por haber pastoreado este libro hacia su publicación.

Por ayudarme a imaginar una edición en español que pudiera llegar a un público mexicano más amplio, agradezco a Fernando Amezcua Castillo, del Sindicato Mexicano de Electricistas; a Carlos Guevara, del Cenidiap, y en particular a Tomás Granados Salinas, de la editorial Grano de Sal. Especial reconocimiento merece Alfredo Gurza, investigador del Cenidiap, por traducir mis palabras e ideas con tanto cuidado y conocimiento del tema.

Por último y por encima de todo, doy gracias a mi familia. Estos agradecimientos se parecen a algunas de las imágenes en este libro, con el trabajo en primer plano y la esfera doméstica en los márgenes. Pero estoy muy consciente de las poderosas mujeres que hay en el mundo y en mi familia. Hace mucho que Marena y Soroa dejaron de preguntar a su padre, siempre ahí pero siempre ausente, cuándo iba a terminar. Ahora espero que me inviten a acompañarlas a cimbrar el mundo. Marisela Fleites-Lear y yo formamos nuestro propio colectivo de trabajadores intelectuales y (una) artista. Ella ayudó a tocar varias de las puertas que condujeron a este libro e hizo comentarios a cada una de las páginas. Me inspira todos los días mientras, danzando, cruza nuevos umbrales.

1. Saturnino Herrán, José Guadalupe Posada y la clase obrera en vísperas de la Revolución

Si los personajes plasmados en los cuadros de Saturnino Herrán y en los grabados en relieve de José Guadalupe Posada pudieran hablar, quizá compartirían sus experiencias tal como las imagino unas líneas más abajo. Mis relatos de dos hermanas de la clase obrera reflejan las singulares visiones de dos artistas que fueron casi los únicos que representaron al proletariado en vísperas de la Revolución de 1910:

María llevaba gustosa el almuerzo a Juan a su lugar de trabajo. Gustosa porque su Juan, a Dios gracias, tenía un empleo seguro por el tiempo que durara la construcción del Teatro Nacional; porque así ella podía cuidar a sus dos hijos sin tener que coser ajeno en su diminuto cuarto de vecindad; y porque el almuerzo incluía carne que había sobrado del domingo y que ella había comprado con dinero que otros esposos se habrían gastado en pulque. Mientras Juan comía distraídamente entre docenas de trabajadores semidesnudos, María daba el pecho a su hijo más pequeño, mirando hacia abajo con recato en tanto vigilaba los pasos errantes del mayorcito. Juanito podría lastimarse al gatear entre los albañiles, pero este sitio de construcción era su futuro. Crecería para ser un carpintero hábil como su padre, o mejor todavía, un cantero como el que estaba tallando la elegante columna a la que el niño se estaba acercando peligrosamente. María se sentía feliz de ser una pequeña parte de una nación de casi cien años de edad que era capaz de construir semejante palacio con los fuertes brazos de su esposo; una nación donde su hijo seguramente crecería para construir cosas aún más grandes que las hechas por su padre. María también se alegraba de no compartir la amargura de su hermana Guadalupe, quien dejaba que sus hijos anduvieran por todos lados mientras cosía ajeno y que rara vez tenía algo más que frijoles y tortillas para mandarle a su Jesús. Su esposo era explotado —crucificado diariamente, insistía él— por los españoles dueños de la fábrica textil donde trabajaba, donde los dos trabajaban hasta que se conocieron y Lupe quedó embarazada. “Que le corten su libra de carne de una vez”, se quejaba Lupe en las reuniones familiares. “Cuéntale a tu gran presidente, con sus palacios de relumbrón, de la fábrica donde mi Jesús trabaja a cambio de una limosna y un vaso de pulque”, le decía a Juan. Pero cuando Jesús comenzaba a hablar de huelgas o de votar por el acaudalado candidato presidencial, “el loco Pancho Madero”, nadie se enojaba tanto como Lupe.

Este capítulo examina las representaciones de clase y de género hechas por el pintor Saturnino Herrán y el grabador José Guadalupe Posada, quienes fueron pioneros de la representación moderna del trabajador en los últimos años previos a la Revolución, desarrollando diversos medios, estilos e ideologías que habrían de proyectarse mucho más allá de sus muertes prematuras en la década de la lucha armada.

El mundo de Herrán era el de las élites de la Academia de San Carlos y de los elegantes salones de pintura, mientras que el de Posada era el de la clase baja, de talleres artesanos y toscos grabados en relieve para la prensa popular. Sus visiones del trabajo divergían más allá de sus diferencias en formación, medios y estilos. Herrán plasmaba el agotamiento físico del trabajo, la transformación por los trabajadores del entorno urbano y su papel tradicional como proveedores del sustento de sus familias. Proyectaba poses clásicas y cuerpos europeos erotizados sobre los trabajadores mexicanos y celebraba su naciente condición de ciudadanos, evitando abordar las contradicciones sociales inherentes a su labor. En contraste, Posada produjo cientos de grabados que articulan una conciencia de clase proletaria mediante el recurso de “mexicanizar” a los trabajadores como proletarios con raíces rurales, víctimas de los abusos de los patrones y los extranjeros, aunque rechazaba las huelgas y condenaba a los opositores revolucionarios del dictador Porfirio Díaz. Juntos ocuparon e imaginaron diferentes esferas del arte y del trabajo, de las culturas de élite y proletaria, en una época en que estos mundos apenas comenzaban a cobrar conciencia recíproca. Los estilos y las visiones de estos dos artistas habrían de servir como modelos distintivos durante décadas.

HERRÁN Y LA CIUDAD MEXICANA MODERNA

Saturnino Herrán nació en el seno de una próspera familia de clase media en Aguascalientes, en 1887, justo cuando esa ciudad del centro de México vivía un crecimiento sin precedentes por ser sede de la fundidora de cobre Guggenheim y de los mayores talleres ferroviarios del país. Es posible que ese entorno industrial haya cautivado su imaginación desde pequeño. Cuando se mudó a la ciudad de México, en 1903, para estudiar en la Academia de San Carlos, tuvo entre sus maestros al catalán Antonio Fabrés, célebre por sus técnicas de dibujo realista, y Gerardo Murillo, quien conminaba a los alumnos a pintar obras de arte nacionalista y monumental.1 Para Herrán, la ciudad y su fuerza laboral se volvieron temas evidentes, de mayor urgencia incluso a raíz de una serie de huelgas y de proyectos monumentales para rehacer la ciudad de cara a la celebración del centenario de la Independencia, en 1910. Sus primeras pinturas evocan la vida cotidiana y el esfuerzo del trabajo en una sociedad urbana en proceso de transformación.

Esta transformación plantea la cuestión de cuál era la realidad urbana que enfrentaban los trabajadores y que artistas como Herrán procuraban representar. El proyecto económico liberal basado en las exportaciones, impulsado por el caudillo Porfirio Díaz, cambió de manera radical la propiedad de la tierra y las relaciones laborales durante su gobierno (1876-1910), un periodo conocido como el porfiriato. Las transformaciones en el campo son fundamentales para entender la Revolución y el papel predominante de los campesinos en la configuración de esas luchas. Pero el “progreso porfirista” transformó también a las clases trabajadoras urbanas y sus entornos, creando grupos considerables de obreros en el sector exportador, como fueron los mineros de Cananea y los petroleros de Tampico, así como en las industrias internas, como los acereros de Monterrey, los obreros textiles de Orizaba y los ferrocarrileros en puntos de confluencia del transporte como Aguascalientes. La ciudad de México tuvo un papel particularmente destacado por el número y la diversidad de sus trabajadores, su nivel de organización y de participación política, y su proximidad física al eje central de transportes, mercados y burocracia. Muchas de las razones que dieron una ubicación central a la capital del país en la organización de los trabajadores, la volvieron también la fuente principal de formación y empleo para los artistas, incluso aquellos criados en vibrantes comunidades artísticas de provincia como Guadalajara y Aguascalientes.

Un repaso de la clase trabajadora en la ciudad de México en 1910, y de las vidas de varios obreros que alcanzaron diversos grados de prominencia en el movimiento laboral durante la Revolución, nos ayudará a montar la escena para examinar las visiones de Herrán y Posada, así como las emergentes formas de organización de la clase obrera.

A pesar de la presencia de élites nuevas y tradicionales, y del aumento significativo de profesionistas, burócratas y comerciantes de clase media, en vísperas de la Revolución la capital era una ciudad de trabajadores.2 Pero la orientación de gran parte de la economía urbana hacia un grupo privilegiado de consumidores moldeó de manera determinante a la clase obrera. El trabajo seguía enfocado en la producción de bienes de consumo, el comercio y los servicios. Acicateados por la introducción de la electricidad en la década de 1890, diversos comerciantes emigrados de Francia y España instalaron grandes fábricas textiles en la ciudad de México y los alrededores del Distrito Federal, contribuyendo al surgimiento de un pequeño pero significativo proletariado fabril: en 1910, más de 10 mil obreros trabajaban en las 22 fábricas textiles y cigarreras en la ciudad, y la tercera parte eran mujeres.

Esther Torres, por ejemplo, llegó en 1910, a los 13 años de edad, a la ciudad de México procedente de su natal Guanajuato, para alcanzar a su hermana menor y a su madre, que había enviudado hacía poco. ¿Por qué se mudaron a México? Según su madre, los únicos hombres casaderos en Guanajuato eran mineros y muleros, y ahora que había fallecido su esposo y ella tenía que mantener a la familia el único trabajo disponible para ella o sus hijas era el de sirvienta, con un sueldo de 1.50 pesos al mes. En cuanto bajó del tren, la madre de Esther le preguntó a una desconocida en la tortillería dónde podía conseguir trabajo. Al día siguiente, la sobrina de la tortillera la llevó a conocer a “la maestra” de La Cigarrera Mexicana, quien de inmediato la contrató. Meses después, cuando Esther se reunió con su mamá en la capital, tanto ella como su hermana también fueron contratadas. Fue el primero de sus muchos empleos similares.3

En 1910, casi la mitad de la población de la ciudad de México había nacido fuera de ella. Migrantes del campo se mudaban a la capital y muchos campesinos vivían en las afueras; además, un número considerable de migrantes llegaban procedentes de los estados más urbanizados del centro del país. Diversos trabajadores cualificados, de oficios tradicionales o nuevos y con rasgos propios, eran tan numerosos como los obreros fabriles. El crecimiento de la economía urbana degradó muchos oficios artesanales, como los de zapatero y tejedor, en tanto que otros sobrevivieron o crecieron, como los de impresor, plomero y mecánico. La introducción de infraestructura moderna, por ejemplo la electricidad y los tranvías eléctricos, generó nuevas ocupaciones cualificadas o semicualificadas. Ferrocarriles, plantas eléctricas y tranvías exigían mecánicos, conductores y electricistas, gente capaz de operar y dar mantenimiento a esa costosa maquinaria.

Al reunir en torno suyo un gran número de trabajadores cualificados, de perfil artesanal, estas nuevas industrias facilitaron un alto grado de conciencia entre los obreros. Además, el control de estas industrias por capitales y administradores extranjeros inyectó a los trabajadores un feroz nacionalismo.4 Los obreros en estas industrias a menudo se organizaban a nivel de fábrica y por grado de destreza. Adquirieron gran importancia estratégica después de 1911, cuando nuevas organizaciones y huelgas paralizaron con frecuencia la ciudad.

Algunos de estos obreros cualificados tuvieron un papel destacado en organizaciones proletarias a partir de 1910. Jacinto Huitrón, por ejemplo, nació en una vecindad del centro de la ciudad en 1885; sus padres habían migrado de pueblos de Hidalgo y el Estado de México. Su padre, un zapatero, falleció cuando Jacinto tenía siete años; su madre puso una pequeña miscelánea en el norte de la capital para sobrevivir. Concluida la primaria, Jacinto fue aprendiz de herrero, ganando un peso a la semana, y tomó clases durante cuatro años en la escuela de oficios de la calle de San Lorenzo. Después de 1900, obtuvo trabajo construyendo carruajes y más tarde en calidad de mecánico, herrero y electricista. En 1910 lo despidieron de los talleres ferroviarios; luego de una breve estancia en Puebla, regresó a la capital para trabajar como mecánico y plomero en varias de las grandes fábricas instaladas. En Puebla había conocido a Rosendo Salazar, un cajista local que poco después comenzó a trabajar en varias imprentas de la ciudad de México y a escribir poesía para la prensa obrera.5

Mientras que Huitrón y Salazar nacieron en el seno de la clase artesanal urbana, Luis Morones personifica la movilidad social y geográfica de muchos líderes sindicales. Sus padres emigraron del campo jalisciense para trabajar en una fábrica textil en Tlalpan, en las afueras de la ciudad de México, donde en 1890 nació Morones. De joven trabajó como impresor, antes de ingresar como electricista a la Compañía de Luz y Fuerza. Morones colaboró en la fundación del Sindicato Mexicano de Electricistas en 1914 y llegó a convertirse en el líder obrero más prominente en la década de 1920.6

A pesar de tener un número considerable de obreros fabriles y artesanos cualificados, la inmensa mayoría de la población de la capital realizaba trabajos no cualificados en los sectores de la manufactura y los servicios. El tipo de crecimiento ocurrido en la ciudad de México perpetuó e incluso amplió la necesidad de fuerza laboral no cualificada y eventual. Los trabajadores de la construcción eran 8 por ciento de la fuerza laboral registrada en 1910, con niveles de destreza que variaban desde los peones de obra hasta los bien remunerados plomeros. Los informes del periodo dan cuenta de miles de trabajadores pagados por día, los peones, que eran empleados por periodos cortos en la construcción.7 Los trabajadores de servicio doméstico aumentaron 52 por ciento en los 15 años anteriores a 1910, y en ese año representaban la mayor categoría ocupacional en la ciudad (28 por ciento de la fuerza laboral). Las mujeres constituían más de la tercera parte de la fuerza laboral asalariada, pero más de 40 por ciento se desempeñaba como sirvientas domésticas. A excepción de algunas ocupaciones de clase media en crecimiento, en la docencia y en las oficinas privadas y de gobierno, la mayoría de las alternativas al servicio doméstico para las mujeres eran el empleo como tenderas o dependientas de comercio, en la industria del vestido y en las fábricas. Para hombres, mujeres y niños, el trabajo como sirvientes en el comercio, en talleres informales, hoteles y restaurantes, como barrenderos o en las categorías genéricas del empleo por día, representaba casi la totalidad del mercado laboral urbano. La organización de estos trabajadores era aún más difícil por la extrema inestabilidad e informalidad del empleo.

Esta dicotomía iba más allá del lugar de trabajo, hasta incluir aspectos sociales y culturales. Era más probable que los trabajadores no cualificados fueran de origen rural y tuvieran la piel más oscura, en tanto que los cualificados solían ser de cuna urbana y a menudo eran de tez más blanca, como Morones y Salazar. Asimismo, era mucho más común que los trabajadores cualificados estuvieran alfabetizados e incluso tuvieran conocimiento de las ideas liberales o aun radicales de Europa.8 Jacinto Huitrón, por ejemplo, terminó la primaria e ingresó a la Escuela Obrera, donde leyó a los clásicos de la historia y la cultura de México. Inspirado por el pensamiento liberal y anarquista, dio a sus hijos los nombres de Anarcos, Acracia, Autónomo, Libertad y Emancipación.9 En contraste, Esther Torres había concluido apenas el tercer grado en su natal Guanajuato antes de ingresar al mercado laboral, y aun así esa educación mínima la diferenciaba de muchos otros trabajadores no cualificados.10

Los trabajadores no cualificados —los varones en particular— eran más proclives a beber y a observar el “San Lunes”. A pesar del ambiente mucho más secular de la ciudad, las creencias religiosas y la veneración de la virgen de Guadalupe seguían siendo importantes, en especial para las mujeres.11 Los trabajadores cualificados, más que los no cualificados, preservaban arraigadas tradiciones de organización social —básicamente sociedades de ayuda mutua— y de participación política que se remontaban al siglo XIX.12 Huitrón se adhirió en 1909 a la Unión de Mecánicos Mexicanos, cuando trabajaba para los ferrocarriles. Salazar ayudó a fundar la mutualista Unión Tipográfica Mexicana en Puebla ese mismo año. Ambos participaron en el vibrante movimiento antirreeleccionista inspirado por el candidato presidencial Francisco I. Madero, en Puebla y después en la ciudad de México, en los primeros años de la Revolución, antes de colaborar en la fundación de la anarquista Casa del Obrero Mundial. En el caso de Esther Torres, como en el de muchos trabajadores no cualificados, la sindicalización y la participación política llegaron después, con la Revolución y con la ayuda de trabajadores cualificados y educados como Huitrón.13

Dada la naturaleza cambiante de la ciudad de México y su clase trabajadora, las inquietudes de los jóvenes artistas de la Academia de San Carlos y las incitaciones nacionalistas de maestros como Gerardo Murillo, no es de sorprender que Herrán y algunos otros se volcaran hacia la clase obrera como un tema digno del arte. A lo largo de gran parte del siglo XIX, los artistas y más tarde los fotógrafos limitaron su representación de las clases plebeyas en general y del trabajo en particular a inventarios costumbristas de curiosidades exportables: “tipos” nacionales nostálgicos (el pulquero que vende el néctar fermentado del maguey, el aguador y otros vendedores callejeros) o símbolos de decadencia y degeneración entre grupos específicos (el delincuente indígena o urbano), requeridos de regeneración y control social.14 El trabajo como identidad o actividad resulta secundario en esas representaciones. El arte académico, de igual modo, favorecía cuadros históricos y alegóricos con figuraciones clásicas, o paisajes rurales y urbanos que delimitaban en forma estrecha la identidad nacional. En el caso del paisaje urbano, se centraba en los monumentales espacios coloniales y los símbolos nacionales de la capital, ocultando casi siempre la infraestructura moderna.15

A fines del porfiriato, el trabajador fue incorporado poco a poco al discurso ideológico del Estado como fuente de la prosperidad nacional, y también tocó a las puertas de la Academia de San Carlos. El catalán Fabrés, que urgía a sus alumnos de dibujo a plasmar escenas callejeras, llegó incluso a elegir a un humilde albañil como modelo de estudio para su clase de dibujo al natural. Varios dibujos de Herrán, Rivera y Roberto Montenegro, presentados en una exposición de 1910 por el centenario de la Independencia, dan cuenta de una reconfiguración de los modelos clásicos por parte de maestros y alumnos, con albañiles y cargadores en poses más informales y con sus atuendos cotidianos.16

Este empujoncito oficial y pedagógico dio fruto en 1908 en el primer cuadro público de Herrán. Dada la ubicuidad de los trabajadores de la construcción en el espacio público de la capital, no es asombroso que el cuadro los represente. Dos de ellos están sin camisa, empleando todo el cuerpo para mover una enorme piedra, en tanto que otro está sentado, comiendo su almuerzo con una mano y tocando con la otra la cabeza de su hijo, que toma leche del pecho desnudo de su esposa. Titulado Labor, ganó un premio escolar y fue adquirido por la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes. Al año siguiente, Herrán pintó Molino de vidrio, a partir de sus visitas a la célebre fábrica de vidrio soplado en Texcoco (figura 1.1). Despojada de toda alegoría de la familia y de toda individualidad, esta lóbrega pintura se centra en el trabajo bestial de la figura central, un peón rural con el rostro oculto que con gran esfuerzo hace girar la enorme piedra de un molino. La ropa y la tecnología son atemporales —esto podría ser fácilmente una escena rural, colonial, sin tecnología moderna—, como lo es también el trabajo extenuante y la sugerida explotación del trabajador sin preparación ni rostro. En el periódico opositor El Ahuizote, un crítico elogió Labor por no glorificar el trabajo de forma vulgar: “El pintor, quien ha visto cuán miserablemente distribuido está el esfuerzo productivo de la riqueza, no ensalza que un desgraciado se agote empujando una piedra que ha de servir para levantar el palacio fastuoso del prócer.” Sin embargo, también cuestiona el recato crítico de Herrán: “No quiere comentar, y se limita a exponer.”17

Su tratamiento más ambicioso del trabajo comenzó en 1910 como un encargo para la Escuela de Artes y Oficios, cuya primera versión se mostró en la Exposición de Pintores Mexicanos en el Centenario. Pintó un gran díptico (láminas 1 y 2) titulado Alegoría de la construcción y Alegoría del trabajo. Ahí rompe con el uso tradicional del díptico en la pintura histórica y anticipa la escala y las funciones didácticas y narrativas de los murales. La forma humana trazada con gran meticulosidad y los colores luminosos sugieren la influencia europeizante de sus dos maestros —Fabrés en dibujo y Germán Gedovius en pintura—, así como los temas urbanos de los enormes paneles del inglés Frank Brangwyn.18

En el plano central, aparecen los cuerpos musculosos de unos trabajadores que realizan las pesadas labores de la construcción: cargan piedras, vigas y cemento, y blanden sus herramientas, aunque la intensidad del esfuerzo físico y la fatiga es menos evidente que en Labor y Molino de vidrio. A pesar de sus variados grados de desnudez y de la naturaleza manual del trabajo de muchos, la ropa urbana y los rasgos europeos sugieren un trabajador idealizado, moderno y urbano, más que el peón lumpenizado de raíces indígenas que en realidad realizaba mucho del trabajo en las construcciones citadinas. Para el historiador Víctor Manuel Macías González, Herrán crea en esta obra un nuevo modelo de masculinidad, caracterizado por las facciones mestizas y el atuendo occidentalizado, en específico el overol, que los identifica como miembros del proletariado internacional: “Peligro —dice la alegoría—, un nuevo México en construcción”, escribe Macías González; uno en el que la virilidad “ya no reside en hacendados, toreros, charros, ni en la identidad criolla o europea”. La masculinidad está estrechamente relacionada con la ciudadanía, un tema reforzado por las poses y las referencias clásicas, como son la columna y la vasija.19

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FIGURA 1.1. Saturnino Herrán, Molino de vidrio, 1909.

Reproducción autorizada por el INBA, 2015. Colección Instituto Cultural de Aguascalientes. Fotografía de Ricardo Vega Muñoz.

El título doble insiste en la importancia de los trabajadores en la construcción de la nación: el México nuevo es la ciudad que se levanta en el horizonte. El plano superior izquierdo está dominado por los andamios del alto edificio, ciertamente urbano y probablemente público. La columna que ancla el centro de la mitad izquierda sugiere la construcción pública más prominente de la época, la del ornamentado y neoclásico Teatro Nacional, interrumpida por la Revolución y concluida como Palacio de Bellas Artes en la década de 1930. El plano superior derecho abre una escena urbana de talleres y fábricas, esfuminada en la bruma amarillenta. No hay nada en este paisaje urbano que insinúe la posterior fascinación de Herrán por las iglesias y la arquitectura coloniales; de hecho, no hay casi nada en el plano central de trabajadores o en el fondo urbano que dé un sello particularmente mexicano a esta escena, más allá de los rasgos sin duda mestizos de los propios trabajadores.

La limitada referencia a la identidad nacional se remedia hasta cierto punto con las esquinas del primer plano. A la derecha, la alegoría del trabajo se extiende hasta la familia. Un hombre hace una pausa para almorzar con su esposa y sus dos hijos, aunque su cuerpo vestido está prácticamente oculto y su interacción con la familia por cuyo sustento trabaja es limitada. La esposa está totalmente absorta con el bebé en su pecho y el niño que la toma del brazo, cuyo cuerpo desnudo reproduce los torsos desnudos del centro de la pintura, sugiriendo un ciclo por medio del cual el trabajo, la masculinidad y la naciente ciudadanía del padre son reproducidos en el hijo a través de la madre. Juntos construyen el edificio público y la nación.

El rebozo de la mujer, seña distintiva de raíces mexicanas y mestizas, deja a la vista su hombro izquierdo y es reflejo de la figura correspondiente en el primer plano a la izquierda, con el pecho desnudo excepto por el tirante del overol que también cuelga de su hombro izquierdo. La mirada descendente del hombre sigue un trazo diagonal a lo largo de su brazo, con el cual sostiene la vasija de barro que está pintando, tal vez como Herrán mismo, con el pincel en la mano derecha. Con este alfarero, junto con la figura a su derecha que esculpe la columna, Herrán venera las habilidades artesanales aprendidas en la Escuela de Artes y Oficios. Anticipa también la fascinación posterior de los artistas por las artesanías vinculadas a las culturas indígenas y mestizas.20

La proyección romántica que hace Herrán de esas masculinidades basadas en la clase y la raza está determinada en parte por su formación académica, revelada en la figuración de poses clásicas, cuerpos semidesnudos y piel más clara, en contraste con los proletarios presumiblemente mestizos. En la versión final, de 1911, incluida aquí, los tonos de piel son más claros y los rasgos más notoriamente europeos; hay además una sensibilidad erótica en el trazo de los torsos varoniles bien proporcionados y musculosos. La hipermasculinidad y el erotismo de sus trabajadores se asemejan a la representación contemporánea del trabajo en Estados Unidos y Europa.21 En contraste, la mujer en el extremo derecho, a pesar de su hombro descubierto, está confinada y deserotizada por su maternidad avasallante. Que Herrán romantice a estos trabajadores podría sugerir una ansiedad clasemediera respecto de su marginalidad y explotación. La crítica que hace Gerardo Murillo de otro cuadro de Herrán tendría cabida aquí también: “la forma real de los seres y las cosas ha desaparecido ante el alarde técnico”.22 Desde luego que tal ostentación era tanto ideológica como técnica.

Los cuadros de Herrán eran extraordinarios para su época porque se enfocaban en el extenuante despliegue físico del trabajo, en la transformación que hacían los trabajadores del mundo que los rodeaba y en su papel tradicional como proveedores del sustento para sus familias. Hay una declaración implícita de identidad de clase que los distingue de los campesinos y que puede ser vista como un desafío a las masculinidades de élite tradicionales. Al mismo tiempo, como lo insinúa el crítico de El Ahuizote y lo desarrolla Víctor Muñoz, Herrán representa “un concepto de trabajo cercano al acto de transformación del mundo, pero lejos de sus contradicciones sociales”.23 En vísperas de la Revolución, la alegorización romántica del trabajo no resulta sorprendente dado que se trataba de un encargo oficial, un recordatorio de que el principal mecenas de las bellas artes era precisamente el gobierno.

Si bien los cuadros de Herrán no hacen referencia directa a la organización de los trabajadores, son compatibles con la ideología dominante de las organizaciones mutualistas que brindaban un importante medio de sociabilidad a los trabajadores y aún eran un vehículo clave para sus aspiraciones. A pesar de que las asociaciones de ayuda mutua albergaban a veces a anarquistas y socialistas que propugnaban luchar contra los patrones y el Estado, el idioma “mutualista”, alentado por funcionarios y patrones, pregonaba el trabajo duro y la recta conducta moral, celebraba el papel de los trabajadores en la construcción de la nación, invocaba un patriotismo ligado a la obediencia debida a las autoridades y alababa la unidad no sólo entre los trabajadores sino también entre éstos y sus patrones.

Herrán no era un caso aislado en su interés precoz por el trabajo y los trabajadores, ni en su estilo y contenido idealizados. Un reseñista de la exposición del centenario describió a un trabajador en un cuadro de Mauricio Garduño como un “signo y símbolo de trabajo, hombre de poderosos músculos, sanos, alimentados por sangre abundante y generosa”.24 En el mismo año, Francisco Romano Guillemín, un condiscípulo de Herrán, expuso un tríptico (figura 1.2) titulado Industria nacional. Su decisión de valerse de esa forma, que solía emplearse para alegorías religiosas e históricas, reformula también la pintura académica y anticipa los murales posrevolucionarios.

A diferencia de Herrán, la elección de Romano Guillemín de un ambiente fabril atestigua el crecimiento de la producción industrial en el siglo XIX y la inalterada importancia de las mujeres en ella. Enmarcados dentro de una fábrica textil, cada panel muestra diferentes etapas de la producción de rebozos. Los hombres controlan e interactúan con las máquinas tejedoras, aunque las mujeres dominan visualmente la pintura, sugiriendo la división del trabajo con determinaciones de género típicas de las fábricas de textiles, así como la importancia de la sociabilidad femenina en tales entornos. Por último, la mujer al centro porta con orgullo el mismo rebozo que los trabajadores de la fábrica están produciendo. Que mujeres jóvenes aparezcan en uno de los primeros cuadros mexicanos del interior de una fábrica es notable por sí mismo, habida cuenta de los discursos de la época en torno a los peligros de la vida fabril para las mujeres y de la tendencia en el arte posterior a equiparar el trabajo de manera exclusiva con los varones.25 Al mismo tiempo, la obra sugiere la mezcla de lo moderno y lo tradicional en la médula de la identidad porfiriana oficial: una fábrica moderna que produce una seña de identidad tradicional de la mujer mexicana. El tríptico celebra el progreso industrial de la nación más que criticar las condiciones de trabajo y se asemeja a las litografías y fotografías promocionales de las fábricas modernas que aparecían en la prensa local y en impresos publicitarios.26

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FIGURA 1.2. Francisco Romano Guillemín, Industria nacional, 1910, El Universal Ilustrado, 6 de marzo de 1910.

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FIGURA 1.3. Francisco Romano Guillemín, Mártir eterno, 1910. Acción Mundial, 12 de febrero de 1916. Fotografía del autor.

En un cuadro pintado un poco más tarde, Romano Guillemín aborda en un estilo realista, dramático y festivo, el potencial de un conflicto proletario de manera mucho más directa que cualquier otro pintor antes de la Revolución. En la exposición del centenario presentó Mártir eterno (figura 1.3), que fue descrito por un crítico contemporáneo como “una obra social, de protesta: ante una manifestación hostil y violenta, la policía hizo fuego, cayeron a tierra varios hombres, huyeron los culpables y sólo queda una mujer con el huérfano en brazos y dos infelices prisioneros.” Si bien muestra un sentimiento de empatía, el cuadro también insinúa las consecuencias que una huelga, “hostil y violenta”, tiene para todos, a excepción tal vez de los agitadores “culpables”. El mártir eterno es tanto la madre viuda como el niño huérfano o el trabajador muerto o encarcelado. Ambos cuadros están desaparecidos; es posible que por lo menos uno de ellos haya sido obsequiado a Francisco I. Madero, quien realizó una vigorosa campaña electoral por la presidencia entre los obreros textiles en 1910.27

En la misma exposición, Arnulfo Domínguez Bello presentó una escultura realizada en 1906 en París, Aprés la gréve, descrita por el periodista Gómez Robelo como una “figura palpitante de un trabajador en la desesperación sorda de la miseria que sigue al desorden”. El mensaje sobre los resultados contraproducentes de las huelgas resultaba evidente en ese momento, pero también lo era la violencia de las autoridades. Cualquier espectador contemporáneo habría establecido asociaciones indirectas con la represión masiva con la que el régimen de Díaz puso fin a las huelgas textil y minera en Río Blanco y Cananea, en 1906 y 1907. También fue parte de la exposición un modelo en yeso realizado por el escultor Carlos Zaldívar, para un monumento al ingeniero Jesús García, quien se sacrificó en 1907 conduciendo fuera del pueblo de Nacozari un tren en llamas cargado de dinamita; un símbolo apropiado del sacrificio que se esperaba de los trabajadores en nombre de su comunidad y su nación.28

POSADA Y LA PRENSA SATÍRICA DIRIGIDA A LOS TRABAJADORES

Si la representación artística de los trabajadores por parte de los artistas de clase media alrededor de 1910 —formados en la Academia de San Carlos y subvencionados por el gobierno mediante adquisiciones, becas y empleos— se limitaba a una visión positivista en general del progreso porfiriano, las clases trabajadoras urbanas no carecían de periódicos, arte y artistas propios, capaces de criticar radicalmente ese progreso.

Cambios en la naturaleza y la concentración de la producción, salarios a la baja, largas jornadas de trabajo, desempleo y abuso frecuente condujeron a muchos trabajadores a ver el sistema industrial como un cúmulo de injusticias en el que su progreso no correspondía a sus expectativas, ni a sus contribuciones al desarrollo nacional. Muchos trabajadores comenzaron a identificar sus propios intereses de clase como diferentes de los intereses de las otras clases industriales, sujetos además a las manipulaciones de funcionarios públicos.

Un gran número de trabajadores cualificados y fabriles comenzó a avanzar más allá de los objetivos y la ideología del mutualismo, para criticar la estructura de la industria moderna e incluso preconizar y organizar huelgas. Después de 1905, grupos de trabajadores dieron su cauteloso apoyo a los esfuerzos del Partido Liberal Mexicano, exiliado y cada vez más influido por el anarquismo, incorporando parte de su vocabulario, de sus demandas y de sus acciones, aunque no así su llamado a la rebelión armada.29

Surgieron críticas en varios periódicos para obreros, en la prensa de la década de 1870 inspirada en el anarquismo y en publicaciones vinculadas a asociaciones independientes de ayuda mutua, todas ellas muy serias y sombrías en su devoción por las doctrinas liberales respecto de los aspectos redentores del trabajo, a la vez que divergentes en sus actitudes hacia los patrones y los funcionarios de gobierno. Pero el vocabulario visual más rico y el retrato más influyente de la clase trabajadora en la década anterior a la Revolución provinieron de la prensa satírica barata para trabajadores.

Esta prensa surgió como forma específica en la ciudad de México hacia 1890, a raíz de la industrialización metropolitana. Se distinguía de los periódicos de las élites con su enfoque en el arte europeo y su opinión desdeñosa de las clases populares. Se distinguía también de la prensa opositora, en particular del célebre El Hijo del Ahuizote, con sus caricaturas de las élites políticas y sus referencias ocasionales a un pueblo genérico (el populus latino), y de Regeneración, el periódico de los hermanos Flores Magón que prestaba una atención sin precedentes a las luchas obreras, pero tenía poco espacio para la sátira o en general para publicar imágenes.30

En esta prensa barata, dirigida a un público semiletrado, las imágenes eran tan importantes como el texto: grabados o dibujos solían cubrir la primera plana, acompañados de un poema, un diálogo o una noticia alusiva. El artista más prolífico de esta prensa fue José Guadalupe Posada. Se sabe relativamente poco de él, más allá de lo que revelan sus copiosos grabados y las dos fotografías que de él se tienen. Nació en 1852, en Aguascalientes, como Herrán, pero en el seno de una familia mucho más modesta. Fue hijo de un panadero, logró estudiar por poco tiempo en la Academia Municipal de Dibujo, antes de ingresar como aprendiz en una imprenta y trabajar en varias revistas ilustradas en Aguascalientes y León, dirigidas a una clase media educada. Su primera encarnación fue como un acerbo y creativo caricaturista político en la década de 1870, una época de oro para la caricatura y para una prensa relativamente libre que reflejaba las rivalidades de las diversas facciones políticas.

En la década de 1880, cuando Díaz impuso el orden político y cierto grado de censura a la prensa, Posada desarrolló un estilo más realista y costumbrista, desempeñándose como una suerte de reportero gráfico con particular interés en los placeres, el espectáculo y el consumo de la clase alta urbana. Entre 1888 y 1890, trabajó en la ciudad de México para la revista de entretenimiento de élite La Patria Ilustrada, de Irineo Paz.31 En ambos periodos, su medio principal fue la litografía típica de la prensa ilustrada. Su participación en la revista y el almanaque de Paz sugiere cierto grado de renombre y de actividad en el mundo de las letras, que parece desmentir la idea de su descubrimiento por artistas de clase media en la década de 1920. Paz escribió una nota en la que predecía que Posada llegaría a ser el más destacado caricaturista e ilustrador de México; acertó, excepto por el tipo de publicación en que Posada dejaría su huella mayor. Fausto Ramírez especula que Posada y su editor Paz quizá se separaron por el “toque popular” de algunas de las litografías más vulgares de Posada.32

En la última década del siglo XIX, el crecimiento de un sector de trabajadores educados o semiletrados con cierto ingreso disponible y aspiraciones de consumo creó un mercado en expansión para una nueva prensa popular, barata y dirigida a las clases trabajadoras. Posada trasladó casi todo su trabajo de las revistas de élite a la nueva prensa popular, instalando su propio taller y colaborando en forma estrecha con, entre otros, el principal editor de hojas sueltas: Antonio Vanegas Arroyo. Posada se adaptó pronto a los requerimientos técnicos y de tiempo de la prensa para trabajadores, aprendiendo del artista Manuel Manilla un estilo más simple, deliberadamente tosco, más vigoroso y popular. Desarrolló una tecnología innovadora y sofisticada para aproximarse a la apariencia artesanal del grabado en madera pero que requería de mucho menos tiempo.33

Antonio Rodríguez señala el fenómeno de un “maestro que, poseyendo todo lo necesario para ser un artista ‘culto’, ‘académico’, aceptado por las élites dominantes, ‘baja’ a estratos ‘inferiores’ para volverse artista del pueblo”. Básicamente, Posada se volvió parte de la numerosa clase artesanal de la ciudad, un pequeño comerciante sujeto a la intensa competencia de los grandes talleres litográficos. En una fotografía de 1900, Posada aparece en el umbral de su taller de grabado y litografía en la actual calle de Moneda, a la sombra del Palacio Nacional y a una calle de la Academia de San Carlos y de la tienda de su principal editor, Vanegas Arroyo. De tez oscura y robusto, viste el traje de un artesano respetable. A juzgar por las mudanzas de su taller y su hogar a direcciones cada vez más marginales, y por su entierro en 1913 en una tumba para indigentes, las finanzas de Posada parecen haber ido en declive, tal vez agravadas por su afición al alcohol,34 un declive social que, vaya ironía, coincide con la muy hábil y deliberada “primitivización” de su estilo visual para cautivar a un público diferente, de clase baja.

Las hojas sueltas, impresas en una o ambas caras con una imagen dominante arriba de un poema, una balada o una noticia, eran un género aparte en tema y audiencia respecto de la prensa dirigida a los trabajadores. En las centenas de hojas sueltas que Posada produjo para Vanegas Arroyo creó un vasto retrato social del pueblo mexicano —desde borrachos, criminales y toreros hasta catrines, indios y autoridades—, inigualado por ningún otro artista antes de la década de 1920. Muchos de sus personajes pertenecen al pueblo, pero rara vez representan a la clase trabajadora en términos de función social o de inserción en el proceso productivo. Es palmaria la empatía de Posada por las preocupaciones de las clases bajas, su sátira de los políticos corruptos y las élites decadentes, y su denuncia de los abusos de estos últimos y de su cultura europea de imitación.35