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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

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© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La dama y el misterio, n.º 252 - 8.5.19

Título original: The Masterful Mr. Montague

Publicado originalmente por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Traductor: Ana Peralta de Andrés

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con persona, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta: Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-813-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

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Prólogo

 

 

 

 

 

Octubre de 1837,

Londres

 

—Me estoy muriendo y quiero hacer las cosas bien —Agatha, lady Halstead, apretó los labios con un gesto de determinación.

Violet Matcham, enderezándose tras haberle ahuecado las almohadas, posó una mano tranquilizadora sobre la frágil mano de su señora, que reposaba sobre el cubrecama.

—Tiene una salud perfecta y lo sabe. El médico lo dijo la semana pasada.

Era media mañana y había abierto las cortinas, permitiendo que la delicada luz del sol otoñal inundara el enorme dormitorio. Era una luz tenue, amable con la piel apergaminada y moteada de lady Halstead, con las hebras plateadas de su pelo ralo y con el velo que estaba apagando unos ojos otrora de un azul brillante.

—¡Y qué sabrá él! ¿Eh? —lady Halstead le dirigió una mirada malhumorada y astuta a Violet—. Los jóvenes creen que lo saben todo. Pero soy muy vieja, querida Violet, y siento el frío de la muerte en mis huesos.

Se recostó contra los almohadones y alzó la mirada hacia el techo antes de continuar.

—Es algo que he oído contar a mucha gente. Yo pensaba que era pura imaginación, pero ahora entiendo a qué se referían, porque yo también lo siento.

Sin mover la cabeza, miró a Violet, giró la mano y se la apretó con debilidad durante un instante fugaz.

—La mayoría de mis amigos han muerto y hace ya casi una década que sir Hugo, Dios bendiga su alma, falleció. Ya estoy preparada para reunirme con él, pero antes debo hacer lo que me pidió.

Aceptando que no iba a servir de nada intentar animar a lady Halstead, que, por otra parte, parecía tan serena, compuesta y racional como siempre, Violet preguntó:

—¿Qué le pidió sir Hugo?

Violet había comenzado a trabajar como acompañante de su señora poco después de la muerte de sir Hugo, por lo tanto, jamás había conocido a aquel caballero, parangón de todas las virtudes, por lo que contaban. Pero había oído hablar tanto de él a lady Halstead que tenía la sensación de haberle conocido. Al menos, lo suficientemente bien como para poder formular aquella pregunta sin miedo a recibir una respuesta sin sentido. Y así se demostró.

—Mi apreciado sir Hugo me hizo prometer que, antes de llegar al final de mis días, me aseguraría de poner todos mis asuntos, tantos los personales como aquellos relacionados con nuestra herencia, en orden. Él se tomaba muy en serio ese tipo de cosas.

Y, pensó Violet, ella atesoraba su recuerdo, por eso le parecía tan importante hacer cumplir sus deseos. Su anterior señora, lady Ogilvie, también adoraba a su marido, ya fallecido.

Lady Halstead alzó la cabeza, se irguió en la cama y añadió con voz más fuerte:

—Así que, a pesar de mi actual estado de salud, sé que se acerca el momento y deseo asegurarme de que todo lo relacionado con mi testamento y con la herencia esté correctamente.

Sir Hugo había amasado su fortuna en la India y había sido nombrado caballero por los servicios prestados a la Corona en el subcontinente. Aquella era la razón de que los Halstead habitaran aquel nebuloso estrato social de la alta burguesía y fueran, como solía decirse, bastante adinerados.

La casa de Lowndes Street así lo reflejaba; estaba en una zona muy respetable de un barrio pudiente. Hasta el dormitorio de lady Halstead, con aquella cama enorme y moderna, las cortinas de damasco, la tapicería y la colcha a juego y los muebles bien lustrados y de gran calidad, atestiguaba la categoría de la familia.

Aunque no conocía los detalles de la herencia de los Halstead, Violet tenía entendido que, tras la muerte de sir Hugo, todas sus pertenencias habían pasado a lady Halstead para que hiciera uso de ellas en vida; tras la muerte de lady Halstead, se dividirían de acuerdo con las provisiones del testamento de sir Hugo, que había decidido repartirlas en iguales proporciones entre sus cuatro hijos. De ahí que tanto su petición como el deseo de la señora Halstead tuvieran perfecto sentido.

Violet asintió.

—Muy bien, ¿qué quiere que haga?

Aunque todavía tenía la mente lúcida y era una mujer de una inteligencia asombrosa, lady Halstead era cada vez más frágil y pasaba gran parte de sus días encamada. Subir y bajar escaleras representaba un gran esfuerzo para ella que solo realizaba cuando lo juzgaba necesario. Violet era la encargada de llevar la casa de Lowndes Street, situada al sur de Lowndes Square. Como la casa solo la habitaban lady Halstead, Tilly, su criada, y la cocinera, no representaba un trabajo gravoso, sobre todo porque las cuatro se llevaban muy bien. Los años que Violet había pasado junto a lady Halstead habían sido tranquilos y sin complicaciones. Una existencia cómoda y amable, si bien un tanto aburrida.

Lady Halstead volvió a reclinarse en la cama y suspiró.

—Es una lástima que Runcorn muriera el año pasado, así que supongo que deberemos recurrir a su hijo —un ceño ensombreció el rostro de lady Halstead—. Pero todavía debo decidir si ese joven está en condiciones de ocuparse de mis asuntos.

El fallecido Arthur Runcorn se había ocupado de los asuntos legales de los Halstead durante muchos años. Violet solo había coincidido con su hijo, el señor Andrew Runcorn, en una ocasión, cuando este había ido a visitar a la señora Halstead para que le firmara un documento. Aunque debía de tener algunos años menos de los treinta y cuatro de Violet, esta se había formado una opinión favorable sobre el señor Runcorn. Le había parecido honesto, sincero y deseoso de complacer a su señora. Pero ella no era quién para juzgar si era o no capaz de manejar sus finanzas. Se acercó a la cómoda en la que guardaban la escribanía de lady Halstead, se inclinó y abrió el último cajón.

—¿Cuándo le gustaría verle?

—Mañana —cuando Violet se enderezó con la escribanía en las manos, lady Halstead asintió con gesto decidido—. Escríbele una nota y pídele que venga a verme mañana por la mañana. Debería traer una lista de todas las propiedades e inversiones que conforman la herencia. Dile que quiero revisarlo todo.

Violet llevó la escribanía a una mesita que había ante una butaca al otro lado de la cama. Después de colocar el papel, la tinta y la pluma, miró a su señora.

—¿Quiere dictarme?

Lady Halstead hizo un gesto con la mano, rechazando aquel ofrecimiento.

—No —curvó los labios en una sonrisa—. Tú sabes escribir mejor que yo.

Violet le devolvió la sonrisa, mojó la plumilla en la tinta y se puso a la tarea.

 

 

Lady Halstead llevaba cinco minutos frunciendo el ceño.

En el salón del piso de abajo, sentada en una butaca al lado de su señora, Violet se preguntaba qué problema habría en el informe que había elaborado Andrew Runcorn sobre el patrimonio de lady Halstead.

Aquel joven abogado había respondido de inmediato con una breve nota a la convocatoria que Violet había despachado el día anterior. Al día siguiente, se había presentado puntualmente a las once en punto de la mañana, tal y como se le había pedido. Era un hombre de complexión mediana, con el rostro redondo y aniñado, el pelo castaño y unos enormes ojos castaños que no había perdido ni un ápice de la entusiasta sinceridad que Violet recordaba del año anterior y, por lo menos a ella, el recitado de los detalles del patrimonio de lady Halstead le había parecido fiable, además de claro y conciso.

Violet pensaba que había hecho un gran trabajo y, en un principio, lady Halstead parecía estar de acuerdo y asentía mostrando su aprobación. Pero, después, su señora había pedido que le explicara la situación de sus finanzas, el estado de varios depósitos en diferentes fondos y de la cuenta que tenía en Grimshaws Bank.

Erguida en su butaca preferida y con el ceño fruncido, lady Halstead levantó una hoja de las cinco que tenía extendidas sobre el chal con el que cubría su regazo.

—El balance de mis cuentas no es correcto.

El joven Runcorn pareció sorprendido.

—¿Ah, no? —lady Halstead le tendió la hoja, él la tomó, la revisó rápidamente y, tras dirigirle a Violet una mirada de soslayo un tanto tímida, dijo—: Ha sido confirmado por el banco, mi señora.

Lady Halstead profundizó su ceño.

—Me importa muy poco que cualquier empleado haya podido decir lo contrario —le hizo un gesto con la mano—. Vuelva al banco y pídales que lo comprueben como es debido.

Al detectar el tono quejumbroso en la voz de la dama, que indicaba que estaba verdaderamente afectada por lo ocurrido, Violet alargó la mano y la posó sobre la de su señora, que jugueteaba nerviosa con el chal.

—¿Todo lo demás está como esperaba?

—Sí, sí —detuvo la mano bajo la de Violet, frunció el ceño ligeramente y se inclinó para decirle a Runcorn—: Ha sido usted muy preciso. No encuentro defecto alguno en ningún otro aspecto, pero el balance del banco no es correcto.

—¿Podría quizá volver a comprobarlo con el banco? —sugirió Violet, captando la mirada del abogado.

Runcorn comprendió el mensaje. Teniendo cuenta el volumen del patrimonio de aquella familia, comprobar un extracto bancario era un problema menor.

—Sí, por supuesto. No hay ningún problema —alargó la mano hacia su cartera y guardó el documento—. Ahora mismo iré al banco.

Era la respuesta ideal. Lady Halstead se tranquilizó y asintió gentilmente.

—Gracias, joven.

Con la ayuda de Violet, Runcorn reunió toda la documentación que había llevado y se despidió con la debida corrección.

Violet, compadeciéndose de él, le acompañó a la puerta.

 

 

Para su sorpresa, cuando regresó tras haber visto marchar a Runcorn, lady Halstead parecía haberse olvidado del banco. Violet tuvo la impresión de que estaba convencida de que, en cuanto el joven cuestionara la información del banco, recibiría un extracto revisado acorde a lo que ella esperaba.

De ahí que, cuando Runcorn regresó a las tres en punto del día siguiente con la noticia de que el banco insistía en que el primer balance era correcto, para Violet fuera una sorpresa.

Lady Halstead, que había bajado a almorzar, estaba de nuevo sentada en su butaca preferida del cuarto de estar. Al oír la noticia en boca de Runcorn, su expresión fue extrañamente circunspecta.

—Pues me parece… de lo más interesante.

Runcorn se precipitó a añadir:

—Mi señora, le aseguro que… nosotros, me refiero a nuestra firma, Runcorn & Son, no hemos tocado la cuenta. El banco se lo confirmará. Aparte de solicitar los estadillos de vez en cuando, como nos corresponde al ser sus representantes, jamás hemos sacado un solo penique, se lo juro…

—¡Jovencito! —lady Halstead se dirigió a él con la autoridad de una madre. El pánico de Runcorn la había hecho salir de su ensimismamiento—. Tranquilícese y tome asiento. No tengo la menor sospecha sobre su honestidad. No he pensado ni por un momento que Runcorn & Son me haya robado. Ese no es el problema, señor.

Runcorn se sentó en el borde de la butaca parpadeando.

—¿Ah, no?

—Por supuesto que no. El problema con ese balance bancario es que hay demasiado dinero, una cantidad significativamente superior, no es que haya menos. Alguien ha ingresado ese dinero en la cuenta, entiendo que por alguna razón, pero no tengo la menor idea de quién puede haber sido.

—¡Ah! —más que mostrar su desconcierto, el rostro de Runcorn se iluminó de alivio—. Se tratará de una inversión hecha hace mucho tiempo que ha obtenido dividendos recientemente. Es algo que sucede con cierta frecuencia. Sir Hugo puede haber comprado participaciones veinte años atrás y es ahora cuando está reportando beneficios —tomó su maletín, se levantó e inclinó la cabeza con su juvenil rostro irradiando su entusiasta franqueza—. Puedo asegurarle que revisaré la cuenta, identificaré ese pago inesperado e investigaré su origen.

—Um —lady Halstead frunció el ceño otra vez—. Es posible que haya habido algún error, que algún empleado del banco se haya equivocado de cuenta.

Runcorn inclinó la cabeza.

—Sí, es posible, pero, teniendo en cuenta el enorme abanico de inversiones de sir Hugo, sospecho que la primera posibilidad es la más acertada. Aun así, analizaré la cuenta, haré las indagaciones precisas y le informaré en cuanto haya identificado la fuente de esos ingresos inesperados.

La expresión de lady Halstead sugería que no estaba tan convencida como Runcorn de que fuera a ser capaz de averiguarlo, pero inclinó la cabeza con un gesto elegante y le despidió con un «buenos días».

Aquella noche, cuando Violet fue a ver a su señora antes de retirarse a dormir, la encontró extrañamente irritable. Desde la visita de Runcorn, estaba cada vez más inquieta.

Alisó el cubrecama sobre la delgada silueta de lady Halstead y susurró:

—¿Todavía está preocupada por ese dinero que ha aparecido en la cuenta? Estoy segura de que el señor Runcorn llegará al fondo de la cuestión.

Inclinándose hacia delante para permitir que Violet pudiera arreglarle el almohadón, lady Halstead soltó una exclamación de desprecio.

—Yo no tengo tanta confianza —después suspiró—. No, eso no es justo. La verdad es que confío en Runcorn & Son, probablemente, hasta confíe más que el propio señor Runcorn. Y precisamente por eso no soy capaz de entender cómo es posible que esos pagos procedan de una inversión que les ha pasado desapercibida.

Se reclinó contra los almohadones ahuecados y miró a Violet a los ojos.

—Es posible que no lo sepa todo sobre finanzas, pero sé que ese tipo de inversiones están acompañadas de multitud de documentos: certificados, notificaciones, extractos bancarios…. Si una inversión ha comenzado a dar beneficios, Runcorn y sus empleados lo sabrían. Se habrían dado cuenta y me habrían dado algún consejo. En el caso de que hubiéramos cambiado de representante, podría habérsele pasado por alto, pero Runcorn & Son han sido nuestros asesores desde que regresamos a Inglaterra, y eso fue hace casi treinta años. Hugo jamás se habría olvidado de pedirle consejo sobre una inversión a Runcorn, de modo que… —lady Halstead extendió las manos—, ¿de dónde puede proceder ese dinero?

—Yo me atrevería a decir que el señor Runcorn nos informará dentro de muy pocos días. Ya nos preocuparemos entonces de lo que haya encontrado. No necesitamos inquietarnos por adelantado.

Lady Halstead esbozó una mueca.

—Sin lugar a dudas, el fallecido señor Runcorn era un hombre sabio. Pero lo del dinero no es lo único extraño.

Al advertir cierta tristeza en los ojos de lady Halstead, Violet comprendió que había algo más que contribuía a la ansiedad de su señora.

—¿Qué otra cosa ha ocurrido?

La señora Halstead la miró como si se estuviera debatiendo entre revelarle o no algo que, era obvio, estaba deseando compartir. Después, apretó los labios e inclinó la cabeza hacia la cómoda.

—Tráeme la escribanía.

Violet obedeció. Cuando dejó la caja de cedro con la tapa inclinada a su lado, lady Halstead la abrió, rebuscó en su interior durante unos segundos y sacó la mano para sacar un papel doblado y cubierto de una apretada caligrafía.

—Esto llegó hace una semana. Todavía no sé qué hacer con ello.

Se interrumpió con la mirada fija en la carta que agarraba con sus dedos nudosos.

Pasó cerca de medio minuto hasta que Violet la urgió con amabilidad.

—Cuéntemelo. Si le parece preocupante, a lo mejor se me ocurre qué hacer al respecto.

Lady Halstead parpadeó, miró a Violet a los ojos y después sonrió.

—Por eso lo he mencionado. Sé que siempre estás dispuesta a hacer cuanto está en tu mano para mejorar las cosas —miró la carta, la guardó en la caja y cerró la tapa—. Es de la esposa del vicario que vive cerca de The Laurels, nuestra casa de campo. Aunque no he vuelto al pueblo desde que sir Hugo falleció y la casa ha estado cerrada durante todos estos años, intercambiamos cartas de vez en cuando. Me escribió para hablarme de los nuevos ocupantes de la casa que son, al parecer, muy reservados, y para preguntarme a quién le hemos alquilado la propiedad, o si la hemos vendido —lady Halstead miró a Violet a los ojos—. No he vendido la propiedad, y tampoco la he alquilado. Por lo que yo sé, la casa continúa cerrada. De modo que, ¿quién está viviendo allí y para qué está utilizando mi casa?

Violet le sostuvo a lady Halstead su ansiosa mirada. No tenía ninguna respuesta tranquilizadora para la pregunta de su señora.

Peor aún, no tenía ninguna manera fácil de encontrarla.

Al final, levantó la escribanía y la volvió a guardar en el último cajón de la cómoda. Se enderezó, se acercó de nuevo a la cama, alisó las sábanas y alargó la mano hacia la lámpara de la mesilla de noche. Antes de apagar la luz, miró a lady Halstead a los ojos.

—Déjeme pensar en ello y mañana por la mañana hablaremos sobre lo que vamos a hacer.

Lady Halstead apretó los labios, pero asintió. Cuando Violet giró la llave y la luz se apagó, cerró los ojos.

Satisfecha, Violet abandonó sigilosa la habitación. Haciendo todo tipo de conjeturas mientras le daba vueltas al misterio de la herencia de los Halstead, recorrió el pasillo a paso lento hasta llegar a su propia cama.

 

 

—He tomado una decisión.

Lady Halstead hizo el anuncio en el instante en el que Violet, acompañada por Tilly, la criada, cruzó la puerta del dormitorio a la mañana siguiente.

Violet corrió a abrir las cortinas, ayudó después a lady Halstead a sentarse y le ahuecó la almohada.

—Puede contármela mientras desayuna —le dijo sonriendo.

Cuando Tilly avanzó y dejó la bandeja en el regazo de lady Halstead, esta última hizo un gesto para que se retirara.

—No, eso te impediría desayunar y voy a requerir de tu ayuda para hacer lo que quiero. Y… —agarró un ejemplar de The Times que Tilly había planchado, enrollado y dejado al lado de la bandeja— quiero hacer algunas averiguaciones primero.

Tranquilizada por el entusiasmo que iluminaba su rostro, Violet accedió.

—Muy bien. Regresaré en cuanto haya desayunado.

—Um —lady Halstead estaba ya ocupada, leyendo el periódico.

Violet se retiró, cerró la puerta y siguió a Tilly al piso de abajo.

Tilly se apartó de las escaleras y miró a Violet.

—Parece que vuelve a estar bien, no como durante estos últimos días.

Violet asintió.

—Y, por lo que dice, cree haber encontrado la manera de encontrar la respuesta a las preguntas que la inquietaban últimamente.

—Qué alegría. No me gusta verla preocupada.

—No, desde luego.

Sonriendo, Violet siguió a Tilly a la cocina. Tilly y la cocinera, a la que llamaban Cook, vivían tan entregadas a lady Halstead como la propia Violet. La anciana dama era el eje alrededor del que giraba la casa y siempre había sido una señora amable capaz de generar afecto, lealtad y respeto con su manera de ser.

Media hora después, una vez terminado el desayuno, Violet y Tilly regresaron al dormitorio. Lady Halstead parecía muy segura de sí misma, pero necesitó de la ayuda de Violet y Tilly para levantarse, lavarse y vestirse. Después, le pidió a Tilly que hiciera la cama, todo ello sin decir una sola palabra acerca de su nueva estrategia.

Pero, cuando Tilly salió con la bandeja del desayuno, se sentó sobre la colcha con un chal encima de las piernas y sonrió a Violet.

—La verdad es que me encuentro mucho mejor ahora que he decidido lo que vamos a hacer.

Violet se sentó en la butaca que había al lado de la cama musitando su apoyo y rezó para que lo que quiera que hubiera decidido fuera algo razonable. Porque, en el caso de que su señora optara por una opción menos sensata, no tendría a nadie a quien acudir en busca de ayuda. Aunque tenía cuatro hijos, lady Halstead no se dejaba influir por ninguno de ellos, a pesar de que estos lo intentaran de vez en cuando. Violet, que conocía a sus hijos desde hacía tanto tiempo como a lady Halstead, consideraba justificada la postura de su señora.

—Entonces —la animó Violet—, dígame qué quiere que haga.

—He decidido —dijo lady Halstead— que, aunque no considero que el señor Runcorn y sus socios tengan culpa alguna de lo ocurrido, lo cierto es que es un hombre sin experiencia. Y es evidente que todo este asunto de los ingresos que han aparecido en mi cuenta bancaria, sobre todo en el caso de que tengan alguna relación con la gente que está viviendo en nuestra casa de campo, podría tener implicaciones complejas que el joven Runcorn quizá no sea capaz de comprender, dada su inexperiencia. Necesito estar segura de lo que está pasando, necesito llegar al fondo de este asunto, y dudo de que pueda llegar a confiar nunca hasta ese punto en las conclusiones del joven Runcorn. De modo que —lady Halstead alzó la barbilla— propongo acudir al mejor asesor financiero de Londres para consultarle sobre este asunto —lady Halstead se interrumpió, después miró a Violet—. ¿Qué te parece?

Violet parpadeó, después, fijó de nuevo la mirada en el rostro de Halstead.

—Creo que… es una idea excelente.

Violet también albergaba alguna duda, no sobre la experiencia de Runcorn, sino sobre su capacidad para calmar a lady Halstead. Con independencia de lo que pudiera encontrar, no iba a conseguir tranquilizar a lady Halstead. Violet asintió.

—No encuentro ninguna razón por la que no deba buscar a una persona con más experiencia para consultar este asunto. Si dejamos claro que su papel como asesor deberá limitarse a resolver ese extraño asunto, no creo que el señor Runcorn se moleste… Parece la clase de persona que recibiría con agrado el consejo de alguien con más experiencia que él.

Lady Halstead estaba asintiendo.

—Desde luego, es una cuestión que también he considerado. Me gusta ese joven y no quiero hacerle enfadar —alzó la barbilla—. Pero quiero tener cierta seguridad. De otro modo, no tendré la certeza de haber cumplido la promesa que le hice a mi querido Hugo.

Violet la comprendía.

—Muy bien. ¿Y quién es ese asesor más experimentado al que desea contratar?

—Esa cuestión —confesó lady Halstead— me tuvo parada durante algún tiempo, yo no sé nada sobre ese tipo de asesores. Hasta que —alargó la mano y tomó el periódico que había dejado en la mesilla— recordé que hay una columna en la sección financiera de The Times cuyo responsable anima a los lectores a plantearle preguntas relacionadas con el manejo de sus finanzas —desdobló el periódico y señaló una columna—. ¿La ves? Es esta.

Violet tomó el periódico y leyó la columna. No era larga. El columnista había elegido tres preguntas y había contestado con un largo párrafo a cada una de ellas.

—Entonces, ¿piensa escribir a The Times pidiendo consejo?

—Bueno, esa es una forma de hablar —cuando Violet alzó la mirada, lady Halstead contestó—: Lo que se me ha ocurrido es escribir al columnista para preguntar quién es, en su erudita opinión, el asesor financiero más experimentado y digno de confianza de Londres.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Una semana después

 

Heathcote Montague estaba sentado en el escritorio del que consideraba su refugio, la oficina que tenía a un tiro de piedra del Bank of England durante la triste tarde de octubre que iba cerrándose tras la ventana cuando oyó una discusión fuera del despacho. Concentrado como estaba en los libros de contabilidad de la empresa de uno de sus clientes de la nobleza, ignoró la discusión y continuó trabajando con los números.

Los números, sobre todo aquellos que representaban sumas de dinero, tenían un atractivo hipnótico para él. Además de proporcionarle el sustento, eran también su pasión.

Y la habían sido durante años.

Quizá durante demasiado tiempo.

Y, sin lugar a dudas, con excesiva exclusividad.

Ignorando la irritante vocecilla interior que, a medida que habían ido pasando los meses, las semanas, había ido creciendo, pasando de ser un vago suspiro a convertirse en un persistente y desquiciante lamento, se centró en las ordenadas columnas de números que cubrían la hoja de arriba abajo y se obligó a concentrarse.

La algarabía de la oficina remitió. Oyó después que se abría la puerta de la calle y se cerraba. Sin lugar a dudas, el visitante había sido otro potencial cliente atraído por aquel desdichado artículo en The Times. El editor había contestado a la sucinta nota que le había enviado con absoluta perplejidad. ¿Cómo era posible que no le complaciera el ser considerado el asesor financiero más experimentado y digno de confianza de Londres?

Él se había reprimido para no responder con acidez que ni él ni su firma necesitaban, y mucho menos apreciaban, ninguna clase de referencias públicas. Y era la simple verdad; él y su pequeño equipo estaban trabajando al límite. Los agentes con tanta experiencia y destreza como él eran escasos, pero la razón por la que su labor era tenida en alta estima era, precisamente, que se negaba a contratar a nadie que no fueran tan meticuloso con el negocio y, sobre todo, con el dinero de sus clientes, como él. No tenía la menor intención de arriesgar el prestigio de su firma contratando a hombres menos capaces o no tan entregados y dignos de confianza.

Había heredado una sólida cartera de clientes de su padre veinte años atrás. En la época de su padre, la firma había funcionado, principalmente, como asesoría, ayudando a los clientes a gestionar los ingresos que les proporcionaban sus propiedades. Él había sido más ambicioso y había contemplado intereses más amplios. Bajo su dirección, la firma se había expandido hasta el punto de dedicarse a manejar el capital de sus clientes. Se dedicaba a proteger su dinero y a invertirlo para aumentar sus ganancias.

Su forma de dirigir el negocio había atraído la atención de algunos nobles, sobre todo de aquellos con una mentalidad más abierta, que no se limitaban a sentarse a ver cómo iban estancándose sus activos, sino que compartían la convicción personal de Montague de que era preferible mover el dinero.

El temprano éxito de Montague había hecho prosperar la firma. Su nombre se había convertido en sinónimo de habilidad y eficacia en el manejo de las inversiones.

Pero hasta el éxito podía llegar a convertirse en algo aburrido o, por lo menos, no tan emocionante o gratificante una vez se había conseguido.

La paz había regresado a la oficina. Oyó a su oficinista más antiguo, Slocum, hacer un seco comentario a Phillip Foster, su asistente más joven. Los otros, Thomas Slater, el empleado más reciente, y Reginald Roberts, el botones, contestaron con una breve risa. Regresó después la calma habitual, rota solamente por el susurro de las hojas, el paso de las páginas, el suave cierre de un archivador o el silencioso deslizamiento del mismo al volver a la estantería.

Montague se concentró en las cifras que tenía ante él, cifras relacionadas con la cría de ovejas del duque de Wolverstone, un negocio que Montague había supervisado desde el inicio hasta aquel momento en el que había alcanzado el éxito internacional. Los resultados, si bien ya no eran tan emocionantes como podían haberlo sido en un primer momento, continuaban siendo gratificantes. Comparó y analizó, evaluó y valoró, pero no encontró nada que le impulsara a tomar una decisión.

Cuando estaba llegando al final del libro de contabilidad, el sonido procedente del espacioso despacho en el que sus empleados estaban llevando a cabo su trabajo cambió. La jornada laboral estaba llegando a su fin.

Registró en la distancia el ruido de los cajones al cerrarse, de las sillas arrastradas y el intercambio de conversaciones amigables mientras sus empleados comentaban lo que les aguardaba al regresar a casa, las pequeñas alegrías con las que estaban deseando encontrarse. Frederick Gibbons, el asistente de mayor experiencia, y su esposa acababan de tener un hijo, un tercero a añadir a los dos que tenían. Los hijos de Slocum eran ya adolescentes y Thomas Slater y su esposa no tardarían en anunciar la llegada de su primer vástago. Hasta Phillip Foster regresaría a casa de su hermana, con su alegre descendencia. Reginald, por su parte, formaba parte de una bulliciosa familia, era el mediano de siete hermanos.

Todo el mundo tenía a alguien esperándole. Alguien que le sonreiría y le recibiría con un beso en las mejillas cuando cruzara la puerta.

Todo el mundo, excepto él.

Aquel pensamiento, claro y duro como el cristal, le arrancó de su complacencia. Por un instante, se concentró en lo solitario de su vida, en aquella sensación de soledad, de vivir sin estar vinculado a nadie en el mundo, que había ido sedimentando dentro de él cada vez con más firmeza.

Se oyeron despedidas en la oficina, aunque ninguna dirigida a él; sus empleados sabían que era mejor no interrumpirle cuando estaba trabajando. La puerta de la calle se abrió y se cerró, la mayor parte de los hombres se marcharon. Slocum sería el último; aparecería en cualquier momento en el despacho para informarle de que la jornada de trabajo había terminado y todo estaba en orden.

Oyó que se abría la puerta de la calle.

—Perdone, señora —dijo Slocum—, pero la oficina está cerrada.

La puerta se cerró.

—Sí, soy consciente de que llego a última, pero esperaba que el señor Montague pudiera dedicarme unos minutos.

—Lo lamento, señora, pero el señor Montague no acepta clientes nuevos. Deberían habérselo dicho en The Times. Le habrían ahorrado la molestia a todo el mundo.

—Lo comprendo, pero no vengo con intención de convertirme en su cliente —la voz de la mujer era clara, la dicción precisa, los tonos bien modulados, educados—. Tengo una propuesta para el señor Montague, quiero consultarle sobre un asunto financiero un tanto enigmático.

—¡Ah! —Slocum se mostraba inseguro, como si no supiera qué hacer.

Una vez despertada su curiosidad, Montague cerró el libro de contabilidad de Wolverstone y se levantó. Aunque, al parecer, Slocum no había reparado todavía en que aquello era una rareza, puesto que no era habitual que fuera una mujer la que, por lo menos al inicio, buscara un asesor financiero, Montague no podía recordar que ninguna le hubiera abordado directamente, por lo menos, en asuntos relacionados con los negocios.

Abrió la puerta de su despacho y salió a la oficina.

Slocum se volvió al oírle.

—Señor, esta señora…

—Sí, lo he oído.

Clavó la mirada en la mujer que permanecía con la cabeza alta y la espalda erguida delante de Slocum y, aunque sabía que él había pronunciado aquellas palabras, tuvo la sensación de que llegaban desde muy lejos.

Más alta que la media, ni demasiado delgada ni con un busto excesivo, sino perfectamente proporcionada, la dama le miró con una franqueza que le cautivó al instante y capturó su atención sin el menor esfuerzo. Bajo las delicadas ondas de su oscuro pelo y de unas cejas castañas finas y arqueadas, unos ojos de un delicado azul claro le sostuvieron la mirada.

Cuando se acercó, cruzando la habitación impulsado por una fuerza mucho más poderosa que la mera educación, aquellos ojos se abrieron más, pero la barbilla se alzó y los labios rosa pálido se entreabrieron mientras preguntaba:

—¿Señor Montague?

Montague se detuvo ante ella e inclinó la cabeza.

—¿Señorita…?

Ella le tendió la mano.

—Soy la señorita Matcham y he venido a hablar con usted en nombre de mi señora, lady Halstead.

Montague cerró la mano alrededor de la suya, envolviendo aquellos dedos largos y delgados durante, por desgracia, un breve y estrictamente profesional apretón de manos.

—Ya entiendo —la soltó, retrocedió un paso y señaló la puerta de su despacho—. Quizá podría tomar asiento y explicarme de qué manera puedo ayudar a lady Halstead.

Violet inclinó la cabeza con sutil elegancia.

—Gracias.

Pasó por delante de él y una fragancia a rosas y violetas invadió sus sentidos. Montague miró a Slocum.

—Slocum, no se preocupe, puede irse a casa. Cerraré yo la oficina.

—Gracias, señor —Slocum bajó la voz—. No es nuestro tipo de cliente habitual, me pregunto qué querrá.

Montague contestó en voz baja y con creciente anticipación.

—Puede estar seguro de que lo averiguaré.

Con un gesto de despedida, Slocum tomó su abrigo y se marchó. Mientras seguía a la señorita Matcham, que se había detenido en el umbral de su despacho, Montague oyó cerrarse la puerta de la calle.

Le indicó a la señorita Matcham que entrara y la siguió. Le pasó por la cabeza alguna duda sobre lo inapropiado de reunirse a solas con una joven dama, pero, tras dirigirle una fugaz mirada a su visitante, se limitó a dejar la puerta abierta. No era tan joven como en un principio había pensado. Aunque no era ningún experto en damas, calculó que la señorita Matcham andaría por los treinta y tantos.

Llevaba un vestido de calle de lana fina en un tono violeta pálido. El sombrero de fieltro que adornaba su cabeza era muy elegante, pero, pensó Montague, no estaba a la última moda. Y el retículo que llevaba era más práctico que decorativo.

Se detuvo delante de su escritorio y le miró. Él rodeó la mesa y señaló una de las mullidas sillas que había frente a él.

—Por favor, siéntese.

Cuando se sentó, sus movimientos al colocarse las faldas, resaltaron la elegancia natural en la que Montague ya había reparado antes. Él también tomó asiento, dejó a un lado el libro de contabilidad de Wolverstone, colocó los antebrazos sobre el escritorio, entrelazó las manos y clavó la mirada en aquel fascinante rostro.

—Y ahora dígame, ¿cómo cree que podría ayudarla, o, mejor dicho, ayudar a lady Halstead?

Violet vaciló, pero lady Halstead y ella habían urdido un plan para acceder al señor Heathcote Montague y por fin estaba con él… Se oyó decir a sí misma:

—Por favor, disculpe mi vacilación, señor, pero no es usted como esperaba.

Montague arqueó las cejas, unas cejas cuidadas de color castaño sobre unos ojos abiertos como platos que, en opinión de Violet, le habrían hecho parecer un hombre digno de confianza aunque no lo fuera, con un gesto de sorpresa.

Aquella imagen la hizo sonreír. Dudaba de que a aquel hombre le sorprendieran con mucha frecuencia.

—El asesor financiero más fiable y experto de Londres… Imaginaba que tendría que tratar con un anciano y malhumorado caballero con los dedos manchados de tinta y unas cejas blancas y pobladas que me fulminaría con la mirada por encima del borde de sus gafas.

Montague parpadeó y alzó lentamente los párpados, volviendo a revelar sus ojos castaños dorados. Tenía el pelo castaño, de un tono algo más claro que el de Violet, y unos ojos más cercanos al castaño que al verde. Pero eran su rostro y su presencia física los que la habían impactado con fuerza. Cuando volvió a deslizar la mirada por su frente, por sus mejillas y su mandíbula cuadrada, él cambió de postura. La descubrió mirándole, alzó la mano derecha y abrió los dedos.

Había tinta en ellos, no de color muy intenso, pero sí discernible sobre los callos de los dedos índice y corazón.

Mientras se fijaba en ellos, Montague alargó la mano y tomó unas lentes de montura dorada.

—También tengo esto —se las tendió—. Si le sirve de ayuda, puedo ponérmelas. Sin embargo, lo de fulminarla con la mirada podría resultarme más difícil.

Violet le miró a los ojos, vio la sonrisa que se ocultaba en ellos y se echó a reír.

Él se sumó a su risa y su sonrisa se hizo manifiesta. Su rostro se transformó con un gesto que le hizo parecer más joven que los cuarenta y tantos que ella imaginaba debía de tener.

Era un hombre sólido, sensato, fiable… todo en él, sus facciones, la forma de su cabeza, su complexión y su actitud, subrayaban esa cualidad. Los elogios que le dedicaban en The Times y le definían como el asesor financiero más experimentado y digno de confianza de Londres no resultaban difíciles de creer.

—Le pido que me disculpe —dejó que su risa se desvaneciera, pero sus labios permanecieron obstinadamente curvados. Se irguió en la silla, sorprendida al darse cuenta de hasta qué punto se había relajado—. A pesar de mi inapropiada ligereza, lo cierto es que vengo aquí para hablarle en nombre de lady Halstead.

—¿Y cuál es su relación con esa dama?

—Soy su dama de compañía.

—¿Lleva mucho tiempo con ella?

—Unos ocho años.

—¿Y qué puedo hacer por su señora?

Violet dedicó unos segundos a reorganizar sus pensamientos.

—Lady Halstead ya tiene un asesor, el señor Runcorn. Fue al padre de este al que contrataron los Halstead hace años y su hijo ha ocupado el lugar de su padre poco tiempo atrás. Debo decir que lady Halstead no tiene nada que objetar sobre el trabajo del señor Runcorn. Sin embargo, ha surgido una determinada situación en sus cuentas bancarias y considera que el señor Runcorn carece de la experiencia necesaria para resolverla. Por lo menos, no a su entera satisfacción — clavó la mirada en los ojos de Montague—. Debería mencionar que lady Halstead es una mujer viuda. Su marido, sir Hugo, falleció diez años atrás y ella ya es anciana. El problema con la cuenta bancaria salió a la luz porque, con el fin de mantener la promesa que le hizo a sir Hugo, decidió que había llegado la hora de asegurarse de que sus asuntos financieros y aquellos relacionados con la herencia estaban en orden.

Montague asintió.

—Ya entiendo. ¿Y qué cree que puedo hacer yo?

—A Lady Halstead le gustaría que pudiera investigar a qué se deben las cosas tan desconcertantes que están ocurriendo en su cuenta bancaria. Necesita una explicación, una explicación de cuya veracidad pueda estar segura. Lo que quiere, en esencia, es una segunda opinión, una consulta sobre este asunto, nada más —le miró a los ojos y añadió con calma—: Por mi parte, yo vengo a pedirle que me ayude a tranquilizar a una gentil anciana en sus últimos días.

Montague le devolvió la mirada con firmeza. Al cabo de unos segundos, curvó la comisura de los labios.

—Señorita Matcham, tiene una gran capacidad de convicción.

—Estoy dispuesta a hacer cuanto pueda por mis señoras, señor.

Para Montague, la entrega era un rasgo digno de elogio.

—¿Qué puede contarme sobre las… irregularidades que afectan a esa cuenta bancaria?

—Dejaré que sea lady Halstead la que lo aclare —como si hubiera sentido la pregunta que se estaba abriendo paso en la mente de Montague, añadió—: Sin embargo, he visto lo suficiente como para asegurar que, sí, que está ocurriendo algo extraño. Aun así, no he estudiado la documentación que el señor Runcorn aportó, de modo que no puedo tener una opinión definitiva.

Ojalá todos sus clientes fueran tan cautos, pensó Montague.

—Muy bien —desvió la mirada de los hermosos ojos de la señorita Matcham, se acercó la agenda y la consultó—. Por lo que veo, podría dedicarle media hora a lady Halstead mañana por la mañana —miró hacia el frente—. ¿Cuál es la mejor hora para visitarla?

La señorita Matcham sonrió. No fue una sonrisa deslumbrante, sino un gesto delicado, amable, que, de alguna manera, consiguió atravesar sus normalmente impenetrables defensas profesionales y, literalmente, caldeó su corazón. Parpadeó a toda velocidad, se obligó a recuperar la serenidad y respondió:

—El mejor momento sería a media mañana, ¿a las once podría ser? La dirección es Lowndes Street número cuatro, justo al sur de Lowndes Square.

Sujetando la pluma con firmeza, Montague fijó la mirada en su libro de citas y anotó la dirección.

—Excelente.

Alzó la mirada y se levantó mientras la señorita Matcham se levantaba también.

—Gracias, señor Montague —le tendió la mano mirándole a los ojos—. Estoy deseándole verle mañana.

Montague le estrechó la mano y tuvo que obligarse a soltarla.

—Lo mismo digo, señorita Matcham —señaló la puerta—. Hasta mañana.

Después de observar a la señorita Matcham salir y bajar las escaleras que conducían a la planta baja, cerró la puerta y permaneció inmóvil mientras iba recordando la entrevista y deteniéndose en diferentes aspectos de la misma.

Hasta que se liberó de aquel prolongado hechizo y, asombrado, regresó a su escritorio.

 

 

Su entusiasmo, aquella buena disposición que le condujo a Lowndes Street a las once de la mañana del día siguiente, era debido, intentaba decirse a sí mismo, a la sensación de que el destino estaba ofreciéndole algo nuevo, una irregularidad financiera fuera de la norma, una prometedora perspectiva que seguro emocionaba a su hastiado interior. No tenía nada que ver con ningún tipo de atracción relacionado con la adorable señorita Matcham.

Ella abrió la puerta en cuanto llamó y Montague se olvidó al instante de cualquier intento de autoengaño. Habría jurado que su corazón se aceleró literalmente al verla. Ella sonrió.

—Buenos días, señor Montague. Pase.

Recordándose que debía respirar, dio un paso adelante y ella retrocedió. Montague se adentró en un estrecho vestíbulo. Una rápida mirada le mostró unos cuadros decentes, muebles de buena calidad, un suelo de madera brillante y las paredes pintadas. Todo limpio y ordenado. Aquella imagen confirmaba que, tal y como había sospechado en cuanto le habían dado la dirección, lady Halstead no tenía problemas económicos. Podía no estar a la altura de la mayoría de sus clientes, pero tenía activos que merecía la pena proteger. No iba a ser una pérdida de tiempo investigar para ella.

La señorita Matcham cerró la puerta y se reunió con él. Le señaló la habitación que tenía a la derecha.

—Lady Halstead le está esperando en el salón.

Él inclinó la cabeza e hizo un gesto para pedirle que le precediera, aprovechando el momento para preguntarse de nuevo por el efecto que aquella mujer tenía sobre él. No terminaba de comprenderlo. Era una mujer con un físico encantador, podría, de hecho, estar contemplándola durante horas, pero la suya no era una belleza arrebatadora. Aquel día iba vestida con un vestido azul pálido que marcaba sus curvas de una forma perturbadora o, al menos, a él se lo parecía. El hecho de que estuvieran en el interior de la casa se traducía en que no llevaba sombrero, de modo que tenía el peinado al descubierto, lo que le permitió apreciar la tupida exuberancia de su pelo. Confinaba sus rizos en un moño en la parte de atrás de la cabeza y una onda cruzaba su frente, suavizando su ceño y enfatizando un cutis cremoso y rosado sin mácula alguna.

La siguió y obligó a su mirada a separarse de ella para analizar la situación. Una muy anciana dama de pelo ralo y plateado y facciones refinadas permanecía sentada en una butaca de respaldo recto, con los antebrazos apoyados en los reposabrazos tapizados. En uno de los laterales de la butaca reposaba un bastón de ébano con empuñadura de plata.

La señorita Matcham avanzó hacia ella.

—Este es el señor Montague, señora —miró a Montague—. Lady Halstead.