Agradecemos al American Museum of Natural History (CL1745) la autorización para usar en la portada la fotografía que Carl Lumholtz tomó, en 1892, en la barranca de San Carlos, Chihuahua. Esa joven tarahumara está siendo pesada, pero no para ser vendida; tomándonos alguna licencia histórica, los editores quisimos aprovechar la fuerza de la imagen y el hecho de que la protagonista es una indígena americana —las favoritas de los esclavistas descritos por Reséndez— para representar el comercio inhumano que se estudia en este libro.

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La otra esclavitud

La otra esclavitud

Historia oculta del esclavismo indígena

ANDRÉS RESÉNDEZ

Traducción de Maia F. Miret y Stella Mastrangelo

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Reséndez, Andrés

La otra esclavitud. Historia oculta del esclavismo indígena / Andrés Reséndez ; trad. de Maia F. Miret, Stella Mastrangelo. – México : Grano de Sal, 2019

404 p. : ilus., fots., maps. ; 23 × 17 cm

Título original: The Other Slavery: The Uncovered Story of Indian Enslavement in America

ISBN: 978-607-98369-3-1 (Grano de Sal)

1. Esclavos – Estados Unidos de Norteamérica – Historia 2. Esclavitud – Comercio – Estados Unidos de Norteamérica – Historia 3. Indios de América del Norte – Historia I. Miret, Maia F., tr. II. Mastrangelo, Stella, tr. III. t.

LC E98.S6R47
Dewey 306.3620973 R576

Primera edición, 2019 | Primera edición en inglés, 2016 Título original: The Other Slavery: The Uncovered Story of Indian Enslavement in America | Copyright © 2016 by Andrés Reséndez Published by special arrangement with Houghton Mifflin Harcourt Publishing Company

Traducción: Maia F. Miret y Stella Mastrangelo
Diseño de portada: León Muñoz Santini y Andrea García Flores

D. R. © 2019, Libros Grano de Sal, SA de CV
Av. Casa de Moneda, edif. 12-B, int. 4, Lomas de Sotelo, 11200,
Miguel Hidalgo, Ciudad de México, México
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Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio, sin la autorización por escrito del titular de los derechos.

ISBN: 978-607-98369-3-1

Índice

Introducción

1. La debacle caribeña

El primer plan del almirante

La mayor riqueza

Los armadores

2. Buenas intenciones

Los indios de España

La lucha por la libertad

Los primeros esclavos mexicanos

Un nuevo régimen

3. El traficante y sus redes

Los esclavos de Pánuco

Las guerras chichimecas

Apogeo y ruina de un esclavista

4. La atracción de la plata

Parral

Las conexiones mineras de Nuevo México

5. La campaña española

Un imperio de esclavos

La liberación de los indios

6. La mayor insurrección contra la otra esclavitud

Unos días extraordinarios

Cómo explicar la insurrección

7. Nómadas poderosos

8. Misiones, presidios y esclavos

Colleras y epidemias

9. Contracciones y expansiones

Los comanches en México

Una historia de familia

La marea creciente de la esclavitud

10. Los estadounidenses y la otra esclavitud

  En Nuevo México

  Rancheros estadounidenses

11. Una nueva era de esclavismo indígena

12. La otra esclavitud y la otra emancipación

Epílogo

Reconocimientos

Apéndices

Notas

Créditos de ilustraciones

Para mi familia en California,
México y Finlandia

Introducción

Esclavitud. La palabra misma evoca cuerpos africanos estibados en la bodega de un barco o afanosas sirvientas de delantal blanco en el sur de Estados Unidos antes de la Guerra Civil. Los libros de texto, las biografías y las películas refuerzan continuamente la idea de que los esclavos eran africanos negros importados al Nuevo Mundo, pero, aunque seamos conscientes de que en la larga marcha de la historia también hubo pueblos distintos de los de África sometidos a ese tipo de servidumbre —una práctica que, como pueden dar fe millones de asiáticos, cientos de miles de latinoamericanos y miles de europeos, perdura hasta el día de hoy—, aún parece que somos incapaces de superar nuestra miopía histórica.1

Considérese el debate que vino tras el fin de la guerra entre México y Estados Unidos entre 1846 y 1848. Estados Unidos acababa de adquirir Texas, Nuevo México, Arizona, California, Nevada, Utah, más de la mitad de Colorado y partes de Wyoming y Kansas, y el dilema que enfrentaba el país era si debía permitirse la esclavitud en esa inmensa extensión territorial. Por esclavitud, por supuesto, los políticos de la época entendían esclavitud africana, pero el adjetivo era del todo innecesario, puesto que en Estados Unidos todos sabían perfectamente quiénes eran los esclavos. Así, para muchos de los estadounidenses del este que cruzaron el continente fue una revelación descubrir que también existían esclavos indios, cautivos en un tipo particular de servidumbre que, perpetrada por la España colonial y heredada por México, era aún más antigua en el Nuevo Mundo. Con el Tratado de Guadalupe Hidalgo al terminar la guerra, esta otra esclavitud se convirtió en parte de la vida estadounidense.2

Si bien California pasó a formar parte de la Unión como un estado de “suelo libre” (donde la esclavitud estaba prohibida), los colonos estadounidenses pronto descubrieron que la compraventa de indios era allí una práctica común. Ya en 1846 el primer comandante estadounidense de San Francisco confirmaba que “ciertas personas han mantenido y aún mantienen cautivos y a su servicio a algunos indios contra su voluntad” y le advertía al público general que “la población india no debe ser considerada como esclava”. Sus llamados cayeron en oídos sordos. La primera legislatura de California promulgó la Ley de Indios de 1850, que autorizaba el arresto de los nativos “vagabundos”, que luego podían ser “alquilados” al mejor postor. Esta ley autorizó a las personas blancas a presentarse ante un juez de paz para adquirir niños indios “como aprendices”. Según cálculos de un investigador, esta ley puede haber afectado hasta a unos 20 mil indios de California, entre ellos 4 mil niños separados a la fuerza de sus padres y empleados fundamentalmente como sirvientes domésticos y trabajadores agrícolas.3

Los estadounidenses se enteraron de esta otra esclavitud estado por estado. En Nuevo México, James S. Calhoun, el primer agente de indios del territorio, no podía ocultar su asombro ante la sofisticación del mercado de esclavos indios. “El valor de los cautivos depende de la edad, el sexo, la belleza y la utilidad”, escribió Calhoun. “Las hembras de buen ver, ‘cuyo follaje aún no se agosta y amarillea’, se cotizan entre 50 y 150 dólares cada una; los varones, en la medida en que sean útiles, la mitad de eso, nunca más.” Calhoun conoció a muchos de estos esclavos y escribió notas lastimeras sobre ellas: “Refugio Pícaros, de unos 12 años de edad, raptado de un rancho cerca de Santiago, estado de Durango, México, hace dos años por comanches, que inmediatamente lo vendieron a los apaches, y con ellos vivió y vagó […] hasta enero pasado [1850], cuando lo compró José Francisco Lucero, de Nuevo México pero radicado en el Moro”; “Teodora Martel, de 10 o 12 años de edad, que estaba al servicio de José Alvarado cerca de Saltillo, México, fue raptada hace dos años por apaches y ha permanecido la mayor parte de su tiempo en el lado oeste del Río del Norte.”4

Los estadounidenses que colonizaban el oeste hicieron más que familiarizarse con este otro tipo de servidumbre: se volvieron parte del sistema. En la década de 1840 llegaron a Utah colonizadores mormones que buscaban la tierra prometida y en su lugar se encontraron con que los indios y los mexicanos ya habían convertido la Gran Cuenca en una tierra de esclavos. El área era como un gigantesco paisaje lunar de arena blanqueada, salinas y cordilleras montañosas habitadas por bandas apenas más grandes que una familia extendida. Los primeros viajeros que llegaron al oeste no ocultaron su desprecio por estos “indios excavadores”, que carecían tanto de caballos como de armas. Los vulnerables paiutes, como se los conocía, se habían vuelto presa fácil de otros indios con cabalgaduras. Tras establecerse en el área, Brigham Young y sus seguidores se convirtieron en la ruta de escape más obvia para estos cautivos. Los mormones, que al principio se mostraron reacios a comprar esclavos, debieron sentirse motivados por los dueños de éstos, que torturaban a los niños con cuchillos o con hierros candentes para atraer la atención hacia su negocio y provocar la compasión de los posibles compradores, o que amenazaban con matar a cualquier niño que no pudieran vender. El yerno de Brigham Young, Charles Decker, debe de haber presenciado la ejecución de una niña india antes de acceder a intercambiar su arma por otro prisionero. Los mormones terminaron por ser compradores, e incluso encontraron el modo de racionalizar su participación en este mercado humano. “Compren a los niños [indios] lamanitas —les aconsejó Brigham Young a sus correligionarios en el pueblo de Parowan— y edúquenlos y enséñenles los Evangelios, y así no pasarán muchas generaciones antes de que se vuelvan personas blancas y dichosas.” Es la misma lógica que los conquistadores españoles emplearon en el siglo XVI para justificar la compra de esclavos indios.5

Los inicios de esta otra esclavitud se pierden en la noche de los tiempos. Pueblos nativos como los zapotecas, los mayas y los aztecas tomaban prisioneros para usarlos como víctimas sacrificiales; los iroqueses emprendían campañas llamadas “guerras de luto” contra grupos vecinos para vengar y reemplazar a sus muertos, y entre las élites de algunos indios del norte del Pacífico solían incluirse varones y mujeres esclavos como parte de los regalos que enviaba el novio a la familia de la novia para concretar su matrimonio. Los indígenas americanos llevaban miles de años esclavizándose unos a otros pero, con la llegada de los europeos, las prácticas de cautiverio que en un inicio estaban incorporadas a contextos culturales específicos se mercantilizaron y expandieron en formas inesperadas y terminaron por parecerse a las formas de tráfico humano que hoy nos parecen reconocibles.6

Los primeros exploradores europeos comenzaron este proceso con la captura de esclavos indígenas. El primer proyecto comercial de Colón en el Nuevo Mundo consistió en enviar de vuelta a Europa cuatro carabelas cargadas con 550 nativos, el máximo de su capacidad, para ser subastados en los mercados del Mediterráneo. Otros siguieron el ejemplo del almirante: ingleses, franceses, holandeses y portugueses se convirtieron en partícipes importantes del comercio de esclavos indígenas. Pero España, que gobernaba sobre colonias muy grandes y pobladas, fue el poder esclavista dominante. De hecho, España fue para el esclavismo indio lo que Portugal y luego Inglaterra fueron para el esclavismo africano.

Es irónico que España fuera también el primer poder imperial que discutió y reconoció formalmente la humanidad de los indios. A principios del siglo XVI, los reyes españoles prohibieron la esclavitud de los indios con excepción de casos especiales, y a partir de 1542 prohibieron por completo esta práctica. A diferencia del esclavismo africano, que continuó siendo legal y permaneció muy arraigado por los prejuicios raciales y la lucha contra el islam, la esclavización de nativos americanos era contra la ley. Y, sin embargo, esta prohibición categórica no evitó que generaciones de conquistadores y colonos muy resueltos capturaran nativos y los volvieran esclavos a escala planetaria, desde el litoral del Atlántico de Estados Unidos hasta el extremo de Sudamérica, y desde las islas Canarias hasta las Filipinas. Que esta otra esclavitud tuviera que practicarse en forma clandestina la hizo aún más artera. Es una historia de buenas intenciones que terminó torciendo el rumbo.7

Cuando empecé a investigar para este libro, me interesaba una cifra en particular: ¿cuántos esclavos indios hubo en América a partir de la llegada de Colón? Al principio pensaba que la esclavitud india había sido más o menos marginal. Aunque el tráfico de indios hubiera florecido durante las etapas tempranas del periodo colonial, seguramente habría menguado en forma drástica tan pronto como se contó con suficientes esclavos africanos y trabajadores asalariados. Al igual que muchos otros historiadores, supuse que la verdadera historia de la explotación en el Nuevo Mundo era la de los 12 millones de africanos que fueron transportados a través del Atlántico. Pero, conforme iba acumulando fuentes sobre la esclavitud india en archivos de España, México y Estados Unidos, empecé a cambiar de opinión. La esclavitud india nunca desapareció, sino que coexistió con la africana desde el siglo XVI hasta finales del XIX. Entender esto me llevó a reflexionar más seriamente sobre el tema de la visibilidad. Puesto que la esclavitud africana era legal, es fácil identificar a sus víctimas en los registros históricos: se gravaba su entrada a los puertos y aparecen en los recibos de venta, los testamentos y otros documentos. Ya que los esclavos tenían que cruzar el océano Atlántico, eran contados por el camino en forma escrupulosa, casi podríamos decir que obsesiva. El cómputo definitivo, de 12.5 millones de africanos esclavizados, es de una enorme importancia porque ha determinado de maneras fundamentales nuestra percepción de la esclavitud africana. Cada vez que leemos sobre un mercado de esclavos en Virginia, una incursión esclavista en Angola o una comunidad de cimarrones en Brasil, tenemos claro que todos estos acontecimientos formaron parte de un enorme sistema que se extendía por el mundo atlántico y abarcaba a millones de víctimas.8

La esclavitud india es diferente. Hasta hace muy poco ni siquiera teníamos un cálculo aproximado de la cantidad de indígenas en cautiverio. Puesto que la esclavitud india era básicamente ilegal, sus víctimas trabajaban literalmente en rincones sombríos y tras puertas cerradas con llave, y esto nos hace tener la impresión de que fueron menos de los que en realidad existieron. Como los esclavos indios no debían cruzar un océano, no existen listas de embarque ni registros de los puertos, y apenas pueden encontrarse vagas referencias a cacerías de esclavos. Y, sin embargo, a pesar de la naturaleza clandestina e invisible de la esclavitud india y de que resulta imposible contar con precisión a los esclavos indios, tenemos un registro documental continuo y abundante. Historiadores que trabajan en todas las regiones del Nuevo Mundo han encontrado, en cartas y documentos misceláneos, numerosos rastros del tráfico de esclavos indios en procesos judiciales, indagaciones oficiales y menciones casuales sobre las capturas y los cautivos indios. Si se analizan por separado, no parece que un par de cientos de indios por aquí y por allá sea mucho, pero, cuando consideramos el pasmoso rango geográfico de este tráfico y tomamos en cuenta su duración, las cifras se vuelven asombrosas. Si sumáramos todos los esclavos indios que fueron capturados en el Nuevo Mundo desde la llegada de Colón hasta fines del siglo XIX, su número oscilaría entre 2.5 y 5 millones de esclavos (véase el apéndice 1).9

Esta enorme cifra de esclavos indios no sólo compite en número con la tragedia de los africanos, sino que revela un resultado aún más catastrófico en términos relativos. No cabe duda de que tanto los africanos como los indios sufrieron en forma inconmensurable, pero las comparaciones generales entre las dos esclavitudes —aún incipientes y en proceso de revisión— pueden darnos un contexto útil. Durante el clímax del tráfico de esclavos trasatlántico, África occidental sufrió una merma de cerca del 20 por ciento de su población, que pasó de unos 25 millones de personas en 1700 a unos 20 millones para 1820. En este lapso se enviaron al Nuevo Mundo unos 6 millones de africanos y al menos 2 millones murieron en incursiones y en guerras provocadas por el tráfico mismo. En números absolutos, esta pérdida humana es sencillamente tremenda. Pero en términos relativos los pueblos indígenas del Nuevo Mundo experimentaron en los siglos XVI y XVII una mengua aún más catastrófica. En la cuenca del Caribe, a lo largo de la costa del golfo de México y a través de grandes franjas del norte de México y del suroeste de Estados Unidos, las poblaciones nativas se vieron reducidas en 70, 80 o hasta 90 por ciento a causa de una combinación de guerras, hambrunas, epidemias y esclavitud. La biología tiene buena parte de la culpa de este colapso, pero como veremos es imposible disociar con precisión los efectos de la esclavitud y los de las epidemias. De hecho, existió una sinergia entre ambas: las incursiones esclavistas propagaban microbios y provocaban muertes, y los esclavos fallecidos debían ser reemplazados, por lo que sus muertes propiciaban nuevas incursiones.10

Más allá del tema de las cifras, me intrigaron algunas de las características únicas de la esclavización de los indios. Por ejemplo, en agudo contraste con el comercio esclavista africano, conformado principalmente por varones adultos, la mayor parte de los esclavos indios eran mujeres y niños. Las dos esclavitudes parecen, así, imágenes especulares. Los precios de los esclavos indios en regiones tan distintas como el sur de Chile, Nuevo México y el Caribe revelan que se pagaba un sobreprecio por las mujeres y los niños respecto del costo de los hombres adultos. Como apuntó James Calhoun, el agente de indios de Nuevo México, las mujeres indias podían valer hasta 50 o 60 por ciento más que los varones. ¿Qué explica este sobreprecio tan considerable y persistente? Parte de la respuesta reside en la explotación sexual y la capacidad reproductiva de las mujeres; en este sentido, la esclavización de los indios constituye un antecedente obvio del tráfico sexual de la actualidad. Pero existían otras razones. En las sociedades nómadas indias, los hombres se especializaban en actividades menos útiles para los colonos europeos, como la caza y la pesca, mientras que los papeles tradicionales de las mujeres incluían tejer en telar, recolectar comida y criar a los niños. Algunas fuentes tempranas también indican que las mujeres se consideraban más aptas para el servicio doméstico, pues se pensaba que eran menos amenazantes en el entorno del hogar. Los amos que querían mujeres dóciles también mostraban una marcada preferencia por los niños, pues eran más maleables que los adultos, aprendían otras lenguas con más facilidad y con el tiempo hasta podían identificarse con sus captores. De hecho, uno de los rasgos más llamativos de esta forma de servidumbre es que los esclavos indios eventualmente podían convertirse en parte de la sociedad dominante. A diferencia de los que sufrían la esclavitud africana, que era una institución definida en términos jurídicos y que pasaba de generación en generación, los esclavos indios podían volverse sirvientes domésticos de menor o mayor rango y, con algo de suerte, conseguir cierta independencia e incluso un estatus más alto en el transcurso de su propia vida (véase el capítulo 2).

Otra característica fascinante del tráfico de indígenas tiene que ver con la participación de los mismos indios. Como se señaló previamente, antes del contacto europeo los indígenas americanos ya practicaban varias formas de cautiverio y esclavización, así que tras el arribo de los europeos resultó natural que se les ofrecieran cautivos a los recién llegados. Al principio, los indios ocuparon una posición subordinada en las nacientes redes esclavistas regionales; se desempeñaban como guías, informantes, intermediarios, guardias y a veces socios menores, por lo general dependientes de los mercados y las redes esclavistas de Europa. Los europeos llevaban la ventaja gracias a su avanzada tecnología bélica —en particular, los caballos y las armas de fuego—, que les permitían asediar a las sociedades indias a voluntad. Sin embargo, lo que comenzó como una empresa controlada por los europeos poco a poco pasó a manos de los propios indios americanos. Conforme éstos fueron adquiriendo caballos y armas propias, pasaron a ser proveedores independientes. Para los siglos XVIII y XIX, algunas poderosas sociedades montadas se habían hecho del control de buena parte del tráfico de esclavos. En el suroeste de Estados Unidos, los comanches y los utes se volvieron proveedores regionales de esclavos para otros indios, así como para españoles, mexicanos y estadounidenses. Los apaches, que al principio estuvieron entre las mayores víctimas de la esclavización, se transformaron en exitosos esclavistas. En la época colonial, los apaches fueron cazados y conducidos en cadenas humanas a las minas de plata de Chihuahua, pero una vez que la autoridad española se desmoronó en la década de 1810, y la economía minera quedó en ruinas durante la etapa mexicana, los apaches les dieron la espalda a sus antiguos amos y saquearon comunidades mexicanas, capturaron esclavos y los vendieron en Estados Unidos.11

La esclavitud india era tan persistente y generalizada que resultó casi imposible terminar con ella. En 1542, la corona española prohibió que, en cualquier circunstancia, los indios fueran sometidos a la esclavitud, pero el tráfico prosiguió. Más de un siglo después, en las últimas décadas del siglo XVII, los reyes españoles lanzaron por todo el imperio una campaña para liberar a todos los esclavos indios, pero esta precoz cruzada tampoco logró un objetivo que parecía cada vez más inalcanzable. A principios del siglo XIX, México prohibió todas las formas de esclavitud y les concedió la ciudadanía a los indios, y aun así hubo esclavitud india. Uno de los aspectos más esclarecedores de esta otra esclavitud es que, puesto que no tenía bases legales, nunca se abolió formalmente, como ocurrió con la esclavitud africana. Cuando terminó la Guerra Civil, el Congreso de Estados Unidos aprobó la decimotercera enmienda, que prohibió tanto la “esclavitud” como la “servidumbre involuntaria”. Aunque la inclusión de este último término abrió la posibilidad de que todos los indios en cautiverio fueran liberados, la Suprema Corte de ese país terminó por decantarse por una interpretación estricta de la decimotercera y la decimocuarta enmiendas, que se concentró en los afroamericanos y en general excluyó a los indios. Hubo que esperar a que participaran de manera directa el Congreso, el presidente Andrew Johnson, algunos de los abolicionistas más apasionados y ciertos personajes pintorescos del periodo que siguió a la Guerra Civil para ofrecerle un poco de ayuda a un pueblo que durante mucho tiempo había estado sometido a una de las peores formas de esclavitud. Y, aun así, la otra esclavitud sobrevivió hasta finales del siglo XIX y, en algunas áreas lejanas, hasta bien entrado el siglo XX. Disfrazada como peonaje por deudas, una figura que a duras penas cabía en los límites de las instituciones laborales aceptadas y que incluso se hacía pasar por trabajo legal, esta otra esclavitud es la precursora directa de las formas de esclavitud que se practican hoy en día.

Mientras más aprendía, más me convencía de que la otra esclavitud había sido un aspecto crucial de las sociedades de Norteamérica. Y, sin embargo, ésta ha sido casi totalmente suprimida de nuestra memoria histórica. En mi último conteo había más de 15 mil libros sobre la esclavitud africana, pero sólo veintitantas monografías especializadas consagradas a la esclavitud india. No hay duda de que los académicos que estudian América Latina se han ocupado con gran detalle del tema del trabajo forzado, pero su análisis suele subdividirse en varias categorías, como las encomiendas (concesiones de trabajo indígena que se otorgaban a los señores españoles que se consideraban merecedores de ello) y los repartimientos (el reclutamiento obligatorio de indios para el trabajo), que suelen distinguirse de la esclavitud propiamente dicha. Por ello, es difícil distinguir los hilos que conectan todas estas instituciones y apreciar su alcance combinado. Las consecuencias, sin embargo, son perfectamente visibles el día de hoy: siempre que en la conversación se mencionan esclavos, la gente piensa en esclavos negros. Casi nadie piensa en indios. Es como si cada grupo entrara en un cajón histórico bien definido: los africanos fueron esclavizados y los indios o bien murieron o bien fueron despojados de todo y confinados a reservaciones.

Esta simplificación extrema resulta problemática porque la esclavitud india en realidad explica mucho sobre la historia conjunta de México y Estados Unidos, y revela datos nuevos sobre acontecimientos que conocemos muy bien. Si queremos encontrar respuestas a preguntas tan distintas como por qué los indios pueblo iniciaron en 1680 una enorme rebelión y expulsaron a los españoles de Nuevo México, o por qué los comanches y los utes se volvieron dominantes en grandes áreas del oeste, o por qué el jefe apache Gerónimo odiaba tanto a los mexicanos, o por qué el artículo 11 del Tratado de Guadalupe Hidalgo les prohibía a los estadounidenses comprar “cautivo alguno, mexicano o extranjero, residente en México, apresado por los indios habitantes en territorios de cualquiera de las dos repúblicas”, o por qué California, Utah y Nuevo México legalizaron la esclavitud india, disfrazándola de servidumbre o peonaje por deudas, o por qué aparecen tantos navajos en los registros bautismales de Nuevo México posteriores a la campaña de 1863-1864 del coronel Kit Carson contra esa etnia, tenemos que hacernos a la idea de esta otra esclavitud. Quien lea sobre la historia del norte de México o del suroeste de Estados Unidos se encontrará, invariablemente, con las rebeliones indígenas motivadas por la explotación, los ataques a las comunidades indias y el trabajo forzado. Pero con tantos árboles aún es difícil ver el bosque. Sin una noción clara del sistema esclavista en su conjunto, es imposible situar prácticas tan dispersas y localizadas en su justo lugar, del mismo modo que sería extremadamente difícil entender los secuestros o las guerras intertribales en África occidental sin hacer referencia al comercio trasatlántico de esclavos. Con La otra esclavitud espero ofrecer un retrato amplio pero detallado del sistema esclavista de indios que ensombreció a Norteamérica durante cuatro siglos y que es una pieza clave, hoy perdida, de esta historia continental.

Pero antes de embarcarnos en esta exploración siento que debo hacer dos advertencias. La primera es que este libro no ofrece una historia completa de la esclavitud india en el hemisferio occidental. No sería posible concluir una tarea tan colosal —el equivalente de escribir la historia de la esclavitud africana en el Nuevo Mundo— con 20 ni con 50 libros como éste. Por el contrario, me concentro en algunas regiones que experimentaron un intenso esclavismo. Así, la historia empieza en el Caribe, sigue por el centro y el norte de México, y termina en el suroeste de Estados Unidos, con algunos vistazos ocasionales del contexto general. E incluso dentro de este limitado rango geográfico me limito a estudiar momentos para los que tenemos una evidencia particularmente abundante o en los que el tráfico de indios experimentó algún cambio significativo.

La segunda advertencia se refiere a la definición de esclavitud india. ¿Quién exactamente puede ser considerado esclavo indio? La respuesta más franca es que no puede construirse una definición simple. Si bien algunos estudiosos de la esclavitud africana han tratado de detallar las características definitorias de la “peculiar institución”, es muy difícil emprender este ejercicio al enfrentarse a las prácticas laborales extremadamente variables a las que estuvieron sujetos los indígenas americanos. Al principio, la esclavitud india era legal, de modo que las víctimas de este tráfico se encuentran señaladas con claridad como esclavos en los documentos. Pero una vez que la corona española la prohibió, los dueños recurrieron a una panoplia de arreglos laborales, términos y subterfugios —tales como encomiendas, repartimientos, redención de penas por trabajo y peonaje por deudas— para evadir la ley. Aunque es imposible acomodar dichas formas de trabajo en una definición sencilla, por lo general éstas tienen en común cuatro rasgos que las hacen análogas a la esclavitud: traslado forzoso de las víctimas de un lugar a otro, imposibilidad de abandonar el lugar de trabajo, violencia o amenaza con violencia para obligar a trabajar y un pago simbólico o inexistente. Como un virus mortífero, la esclavitud india mutó en estas cepas y se hizo extraordinariamente resistente con el pasar de los siglos.

Así pues, en este libro uso la frase “la otra esclavitud” en el doble sentido de que se concentró en indígenas americanos y no en africanos, y en que implicó un abanico de formas de cautiverio y coerción. Algunos académicos pueden objetar lo general de este uso, que pasa por alto las distinciones laborales convencionales, pero tengo tres razones para defenderlo. La primera es que, puesto que los amos y los funcionarios concibieron estos términos y prácticas novedosos con el fin de mantener el control de los indígenas americanos cuando la esclavitud formal dejó de ser posible, tiene sentido agruparlos en función de su propósito último, que era obtener el trabajo forzado de los indígenas. Las categorías laborales caleidoscópicas han evitado durante mucho tiempo que analicemos el sistema de trabajo como un todo y seamos capaces de hacer distinciones fundamentales entre el trabajo voluntario y el forzado. La segunda es que estas prácticas laborales pueden haberles resultado perfectamente distinguibles a los funcionarios y a los dueños de esclavos de la época, y aún lo son para los investigadores actuales, pero en definitiva lo fueron menos para las víctimas mismas, que vivían la realidad cotidiana del trabajo forzado con un pago mínimo o nulo, ya fuera por causa de una deuda, por presuntamente haber cometido un delito o por alguna otra circunstancia. La tercera razón es que aún hoy prevalece, en lo que con frecuencia se llama “nueva esclavitud”, un catálogo parecido de mecanismos coercitivos. En el tráfico contemporáneo de seres humanos, no hay una institución o un “modelo de negocios” único, sino varias prácticas emparentadas adaptadas a distintas regiones del mundo y a diferentes tipos de comercio, tales como el tráfico sexual o el trabajo infantil. Y aunque estas formas modernas de esclavitud no pueden definirse de manera inequívoca ni reducirse a una sola definición global, no por ello son menos reales. Lo mismo sucedió con la otra esclavitud.12

1. La debacle caribeña

La esclavitud india nos plantea un acertijo demográfico fundamental. Los primeros europeos que llegaron al Nuevo Mundo encontraron un próspero archipiélago: islas grandes y pequeñas cubiertas por una exuberante vegetación, repletas de insectos y aves, y pobladas por seres humanos. El Caribe era “como una colmena de gentes”, escribió Bartolomé de Las Casas, el más famoso de los primeros cronistas de la región, que acompañó varias expediciones de descubrimiento. “Hay otras muy grandes e infinitas islas alrededor, por todas las partes della [la Española], que todas estaban e las vimos las más pobladas e llenas de naturales gentes, indios dellas”. En efecto, Colón fue recibido por una abundante población. Los académicos actuales han propuesto cálculos poblacionales enormemente contrastantes para el Caribe, que van desde 100 mil hasta 10 millones de habitantes. Pero, aunque la población inicial esté sujeta a debate, nadie duda del catastrófico colapso que siguió. Para la década de 1550, apenas 60 años, o dos generaciones, después del contacto, los nativos que Colón describió de forma memorable como “afectuosos y sin malicia” y con “las piernas muy derechas […] y no barriga” habían dejado de existir como pueblo y muchas islas caribeñas se transformaron en sobrecogedores paraísos despoblados.1

Como sabe cualquier niño de primaria, las enfermedades epidémicas fueron una de las principales razones de esta devastación. Los europeos contagiaron a los nativos con agentes patógenos para los que los americanos tenían poca o nula resistencia y que desencadenaron epidemias de “tierras vírgenes”. En su trabajo pionero sobre el despoblamiento temprano de Estados Unidos, Alfred W. Crosby escribió que fue como “arrojar cerillos encendidos a la yesca”. El sarampión, la malaria, la fiebre amarilla, la influenza y sobre todo la viruela hicieron estragos entre la población indígena en sucesivos brotes que se propagaron por las islas. Por supuesto, algunos indios sucumbieron en batallas campales contra los invasores blancos que, después de todo, poseían armas de acero muy superiores y una movilidad incomparable gracias a sus caballos, pero los microbios fueron, por mucho, el arma más devastadora de los españoles.2

Y, sin embargo, hay una profunda disociación entre esta explicación biológica y lo que informaron los europeos del siglo XVI. Bartolomé de Las Casas, que desembarcó en el Nuevo Mundo en 1502, afirmó que “la causa porque han muerto, y destruido tantas, y tales, y tan infinito número de ánimas los Cristianos” fue su “insaciable codicia”, que los llevó a matar “a todo y a todos los que mostraban la menor señal de resistencia” y a someter a los varones “con la más dura, horrible, y áspera servidumbre en que jamás hombres, ni bestias pudieron ser puestas”. Es verdad que Las Casas era un apasionado defensor de los derechos de los indios y tenía razones de sobra para preocuparse por la brutalidad española, pero no tenemos que limitarnos a su palabra, puesto que no fue el único en hablar al respecto: los primeros cronistas, los funcionarios de la corona y los colonos sabían que la extinción de los indios había sido provocada por la guerra, la esclavización, el hambre y el exceso de trabajo, así como por las enfermedades. El rey Fernando el Católico —para nada un defensor de los indios y posiblemente el individuo mejor informado de la época— creía que en los primeros años habían muerto tantos nativos porque, a falta de bestias de carga, los españoles “habían obligado a los indios a llevar cargas excesivas hasta que los quebraron”.3

Las primeras fuentes no mencionan la viruela sino hasta 1518, 26 años después de la llegada de Colón al Caribe. No se trata de un descuido: los españoles del siglo XVI conocían muy bien los síntomas de la viruela y vivían con miedo a toda clase de enfermedades. Por ejemplo, estaban muy conscientes de que tener sexo con mujeres indias podía causar “el mal de las bubas” (sífilis), que aquejó a varios de los marineros de Colón y que se propagó por Italia y España tan pronto éstos volvieron. Ya en 1493 hubo colonos del Caribe que informaron también de una enfermedad que afectaba tanto a indios como a españoles y que se caracterizaba por fiebres altas, dolor de cuerpo y postración, signos clínicos que tal vez apunten a una fiebre porcina. La influenza suele ser benigna, aunque es capaz de mutar en formas más letales que provocan pandemias. La famosa pandemia de la “gripe española” de 1918, que hizo estragos por todo el planeta, no es más que un ejemplo. Las primeras fuentes caribeñas no describen una pandemia de influenza sino una enfermedad con síntomas parecidos y moderadamente severa. No se menciona la viruela ni ningún otro episodio claro de muertes masivas entre los nativos sino hasta 25 años después del primer viaje de Colón. Por supuesto, es imposible descartar por completo la posibilidad de que haya habido brotes graves que no fueron registrados, pero los documentos sugieren que las peores epidemias no afectaron de inmediato al Nuevo Mundo.4

De hecho, es muy lógico que la viruela llegara en forma tardía. La enfermedad era endémica en el Viejo Mundo, de modo que la gran mayoría de los europeos había estado expuesta al virus en la infancia, con uno de dos resultados: la muerte o la recuperación y la inmunidad de por vida. Así, había pocas probabilidades de que llegara por barco un pasajero infectado. E incluso, de haber sido el caso, en el siglo XVI el viaje de España al Caribe duraba cinco o seis semanas, un tiempo suficientemente largo como para que cualquier persona infectada muriera en el camino o se hiciera inmune (y dejara de ser contagiosa). Sólo hay dos formas de que el virus sobreviviera una travesía tan prolongada. Una es que una embarcación transportara tanto a una persona ya infectada como a un huésped susceptible que contrajera la enfermedad en el camino y sobreviviera el tiempo suficiente para desembarcar en el Caribe. Las posibilidades de que ocurriera algo así eran minúsculas, de alrededor de 2 por ciento según un cálculo que hizo sobre las rodillas el demógrafo Massimo Livi Bacci. La segunda posibilidad es que el virus sobreviviera en las costras que caían del cuerpo de un pasajero infectado. Puesto que la viruela ha sido erradicada de la faz de la Tierra, con excepción de algunos laboratorios, nadie sabe con certeza cuánto podría haber sobrevivido el virus fuera del cuerpo en las condiciones de una embarcación del siglo XVI. Pero, aunque el virus hubiera permanecido activo a bordo del barco español que llegó al Nuevo Mundo, tendría que haber podido introducirse en un huésped adecuado. En resumen, lejos de ser improbable, era de esperarse una llegada tardía de la viruela al Nuevo Mundo.5

Mucho antes de que se detectara viruela en el Caribe, los isleños ya se encontraban en vías de extinción. La Española, que hoy comparten Haití y República Dominicana, fue el primer hogar de los europeos en el Nuevo Mundo. Es un territorio muy grande, un poco mayor que el actual estado de Zacatecas, y en el momento del contacto estaba salpicado por 500 o 600 aldeas indias, una dispersión extrema que habría dificultado la propagación de la enfermedad. Por lo general, se trataba de pequeños asentamientos formados por unas cuantas familias extendidas, con excepción de un puñado de comunidades con más habitantes, que no llegaban a ser como las ciudades aztecas o incas pero sí aldeas de un tamaño considerable. Fray Bartolomé de Las Casas estimó la población total de La Española en “más de tres millones”, pero en vista de la capacidad de carga de la isla, de los restos arqueológicos y de los primeros conteos españoles, 200 mil o 300 mil habitantes son cifras más razonables. Para 1508, sin embargo, ese número había menguado hasta 60 mil; para 1514 era de apenas 26 mil, según un censo muy completo (y ya no sólo por conjeturas), y para 1517 la cifra se había desplomado a 11 mil. En otras palabras, un año antes de que los europeos comenzaran a informar de casos de viruela, la población india de La Española se había reducido a 5 por ciento o menos de la población de 1492. Está claro que los nativos se encontraban en el proceso de un colapso demográfico total, al que la viruela vino a dar el tiro de gracia.6

Cuando pensamos en las primeras etapas del Caribe europeo, solemos imaginarnos una mortandad masiva provocada por los microorganismos patógenos que atacaron a una población sin defensas inmunitarias. Pero, como indica el caso de La Española, este cuadro no se observó en forma directa, sino que se dedujo. Comenzó a cobrar forma hace apenas 50 o 60 años, cuando un grupo de demógrafos e historiadores calculó poblaciones muy altas para la América previa al contacto. Puesto que no había forma de contar la población india de ningún área del hemisferio en 1492, estos “sobreestimadores” —como terminaron por ser llamados— obtuvieron sus cifras aproximadas mediante métodos indirectos, como tomar los primeros censos de población de la era española y multiplicarlos por un factor de diez o más para calcular los números previos a 1492, o usar cifras poblacionales fragmentarias para una pequeña región y aplicar la misma tasa de mortandad a áreas geográficas mucho más extensas. Como es de esperarse, estas metodologías resultaron controversiales, aunque las espectaculares cifras que arrojaron circularon con amplitud. Por supuesto, dichas cantidades suscitaron preguntas sobre las causas del colosal declive posterior. ¿Era posible que los españoles, con sus espadas oxidadas y sus incómodos arcabuces, mataran a tantos indios? En el Caribe, por ejemplo, menos de 10 mil europeos tendrían que haber sido capaces de eliminar una población india mil veces mayor (si aceptamos el cálculo de 10 millones que hicieron los sobreestimadores). Hay que decir, en su favor, que en las décadas de 1960 y 1970 los sobreestimadores originales reconocieron que la merma poblacional tenía múltiples causas, que iban desde la guerra y la explotación hasta las epidemias, pero sus sucesores hicieron énfasis en las epidemias, que con el tiempo se volvieron la explicación predominante y más lógica de la catastrófica desaparición de los indios.7

Hoy está surgiendo un nuevo consenso que ajusta a la baja las cifras de los sobreestimadores. Que las poblaciones americanas previas al contacto fueran más pequeñas no hace menos dramático su desmedro, pero los números iniciales más modestos sí exigen la revisión de las posibles causas del declive. Resulta difícil imaginar que cada español asesinara a mil indios con microbios como única arma, pero es mucho más fácil pensar que cada conquistador, dueño de una tecnología superior y movido por la avaricia, sometiera a 30 indios, que terminaron por morir a causa de una combinación de guerra, explotación, hambre y exposición a nuevas enfermedades. Tal vez nunca sepamos cuántos nativos murieron exclusivamente por efectos de las enfermedades y cuántos por obra de la intervención humana, pero, si tuviera que aventurar un cálculo con base en las fuentes escritas con que contamos, diría que entre 1492 y 1550 un entramado de esclavitud, agotamiento y hambre mató más indios en el Caribe que la viruela, la influenza y la malaria. Entre estos factores humanos, la esclavitud destaca como uno de los peores asesinos.8

EL PRIMER PLAN DEL ALMIRANTE

La corona española nunca pretendió cometer un genocidio o perpetrar la esclavización sistemática de los pobladores nativos del Caribe. Estos resultados eran totalmente contrarios a la moral cristiana y los intereses económicos e imperiales españoles más elementales. Y, sin embargo, un puñado de decisiones individuales, la naturaleza humana y la geografía del archipiélago condujeron a ese dantesco escenario. La vida de Cristóbal Colón nos ofrece una puerta de entrada a esta trágica cadena de decisiones y circunstancias.

Colón era un marinero visionario, pero también un empresario, un papel que no ha concitado el mismo nivel de atención en las obras que se ocupan de él. Nació en una familia de hilanderos y comerciantes genoveses y pasó toda su vida en compañía de personas que lucraban comprando y vendiendo. Cuando concibió su extraordinario proyecto de llegar al Oriente navegando hacia el oeste, negoció pacientemente con varias cortes europeas, insistiendo siempre en que se cumplieran condiciones que con frecuencia terminaban por convertirse en razones de desacuerdo y rompimiento. En las famosas Capitulaciones de Santa Fe, el acuerdo que firmó con el rey Fernando y la reina Isabel en abril de 1492, podemos apreciar lo terco que era como negociante: aunque solicitaba títulos y honores vitalicios que luego podría legar a sus herederos y sucesores por toda la eternidad, en el corazón del contrato introdujo dos cláusulas comerciales. Colón primero requirió una décima parte “de todas y cualesquier mercaderías, siquiera sean perlas, piedras preciosas, oro o plata, especiería y otras cualesquiera cosas y mercaderías de cualquier especie, nombre y manera que sean, que se compraren, trocaren, hallaren, ganaren y hubieren dentro de los límites de dicho almirantazgo”. Es evidente que durante las negociaciones Colón aún pensaba en especias, sedas y otros productos de Oriente. Pero la forma en la que eligió describir los bienes —“todas y cualesquiera mercaderías”— tendría repercusiones importantes en sus empresas en el Nuevo Mundo. Colón también logró una segunda concesión en forma de una opción —que funcionaba de modo muy similar al de las modernas opciones accionarias— mediante la cual adquiría el derecho a invertir un octavo del costo de la dotación de todas las expediciones presentes y futuras, y a obtener a cambio una octava parte, o 12.5 por ciento, de las ganancias obtenidas por estos emprendimientos. Estas dos cláusulas supusieron que Colón —un solo individuo— tendría control de casi una cuarta parte del comercio entre Oriente y el Imperio español.9

El primer viaje de Colón al Nuevo Mundo resultó un éxito, y en la primavera de 1493 regresó, triunfal, a España. De camino a Barcelona, donde Fernando e Isabel habían instalado la corte, Colón recibió una estimulante carta de sus patrocinadores en la que se dirigían a él con todos los títulos prometidos: “Para don Cristóbal Colón, nuestro Almirante de Mar Océano, e Virrey y Gobernador de las Islas que se han descubierto en las Indias”. A su llegada, la corte en pleno y la ciudad salieron a recibirlo, “y las multitudes no cabían en las calles”. Al día siguiente, Fernando e Isabel recibieron al almirante afectuosamente pero con gran solemnidad en el Alcázar. Los reyes católicos se alzaron de sus tronos al acercarse Colón y cuando éste se arrodilló para besar las manos de sus benefactores, éstos le concedieron el mayor de los honores, reservado para un puñado de grandes hombres: lo hicieron ponerse de pie y pidieron una silla para que pudiera sentarse en su presencia. El Almirante del Mar Océano deleitó a Fernando e Isabel con relatos de su viaje y de las cosas maravillosas que había presenciado. Les regaló a sus patrocinadores unas 40 aves tropicales, con “el más brillante plumaje”, extrañas joyas hechas de oro y los seis indios que habían sobrevivido la travesía. Como observó uno de los principales biógrafos de Colón, “Nunca más volvería a conocer tanta gloria ni recibir tantos elogios o disfrutar tantos favores de sus Soberanos”. Entre celebraciones y brindis, los monarcas aprobaron una segunda expedición mucho más grande: ya no las tres pequeñas carabelas de la primera vez, sino una flota de 17 embarcaciones; no unas cuantas familias de marineros y algunos convictos de Palos y de Moguer, sino un contingente de 500 colonos de toda la península Ibérica transportado por tripulaciones navales profesionales. Es difícil imaginar el entusiasmo que se respiraba en el verano de 1493 mientras se completaban, a toda velocidad, los preparativos para ese viaje. Más allá del horizonte esperaba una gran promesa, y Colón no podía sino felicitarse a sí mismo por haber insistido en obtener términos tan favorables para el que alguna vez pareció el proyecto de un lunático y que ahora auguraba ser una realidad maravillosa y potencialmente muy lucrativa.10

La flota se dirigió primero hacia las Antillas menores y pasó por la costa sur de Puerto Rico antes de desembarcar en La Española. Colón había visitado la isla en su primer viaje y uno de sus capitanes había intercambiado bienes por oro con los indios que allí vivían. Así que la segunda vez los españoles examinaron con gran cuidado la costa norte de la isla e inquirieron a los indios por la fuente del metal. Los locales les dijeron que el oro se encontraba en la montañosa zona interior, en una región llamada Cibao, en lo que hoy es República Dominicana. Aunque se entusiasmaron por la presencia del metal dorado, los exploradores pronto descubrieron que emplear las cribas en busca del mineral en el lecho de los ríos y explotar los depósitos aluviales de Cibao exigiría mucho tiempo y trabajo.11

Los viajeros también buscaron plantas. Unos cuantos sacos de clavo, nuez moscada o azafrán alcanzarían precios exorbitantes en Europa y ayudarían a cubrir el costo de la flota. La vegetación del Caribe, exótica y variada, engañó a los exploradores a cada paso; Colón pensó haber visto ruibarbo y canela, pero en el Caribe no existía ninguno de estos preciados productos. La única especia disponible era el chile, y aunque con el tiempo el Capsicum terminaría por transformar las gastronomías de todo el mundo, desde los curris y los salteados de Sichuán hasta las páprikas húngaras, por ese entonces llamaba poco la atención y no tenía ningún valor comercial. Al final, los hallazgos de los colonos fueron insignificantes: un poco de oro, pero ni especias ni seda, ni ninguno de los otros legendarios productos de Oriente, y los costos del viaje no dejaban de multiplicarse.12

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