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EL MANANTIAL
DEL BOSQUE DE
LAS FLORES
DE MELOCOTÓN

En los tiempos de Tai Yüan había un pescador que vivía en Wuling. Un día, al subir río arriba con su barca, se en­contró, sin saber si había navegado mucho o poco, en un bosque cuyas dos orillas aparecían cubiertas de flores de melocotón, y de una profundidad de cientos de pasos. No se veían otros árboles, solo un hermoso césped de hierba fresca y olorosa, sembrado de pétalos de flores de melocotón. El pescador se extrañó mucho, y continuó remontando el río para averiguar dónde terminaba el bosque. Mas en la linde del bosque había un monte en el que, además de nacer el río, se abría un estrecho pasadizo, rodeado de un halo de luz.

Apenas cabía, pero entró, y tras pocos pasos se ensanchó el camino y todo se volvió luminoso. Ante sus ojos surgió un vasto y extenso paisaje. Entre buenos campos y hermosos planos de aguas poco profundas se levantaban bonitas chozas e incluso algunas casas.

Numerosos caminos llevaban a todas partes, crecían múltiples tipos de bambú y muchas moreras. Los perros y los gallos se contestaban de un pueblo a otro. Hombres y mujeres, igual que en nuestro país, sembraban los campos. Todos estaban serenos y contentos de cumplir con su trabajo, tanto los niños como los ancianos.

Se extrañaron al ver a nuestro pescador y empezaron a interrogarlo. Al oír lo que contaba, lo invitaron a sus casas, le ofrecieron vino y mataron pollos para la comida. Todo el pueblo se enteró de su llegada, y todos se acercaron con sus preguntas.

Ellos contaron a su vez que en los tiempos revueltos de Tsin Shi Huang, sus antepasados abandonaron sus hogares y se establecieron en ese lugar con sus mujeres e hijos, y que desde entonces nadie de ellos había salido, de manera que no sabían nada de las gentes de fuera. «¿Quién reina ahora?», preguntaron, pero no conocían la dinastía de los Han, y aún menos la de los We ni la de los Tsin. Sin embargo, el pescador les explicó todo lo que sabía, y ellos lo escucharon con gran interés. Así pasó muchos días, convidado y colmado de vino y de manjares. Cuando se despidió, le pidieron que no comentara nada a la gente de fuera.

El pescador subió a su barca y volvió, fijándose con todo detalle en los alrededores. En la capital del distrito lo relató todo minuciosamente al gobernador, y Este mandó ­mensajeros para que encontraran el lugar descrito. Pero se perdieron por el camino y no lo encontraron...

Dicen que Liu Tsi Ki, el sabio del Sur, emprendió una vez la búsqueda con mucho ánimo. Pero antes de tener éxi­to, se puso enfermo y murió. Desde entonces nadie ha pre­guntado por el camino.

Título original: TAO TE KING

Traducido del alemán por Marie Wohlfeil y Manuel P. Esteban

Publicado en España con autorización de Eugen Diedrichs Verlag

Diseño de portada: Editorial Sirio, S.A.

© de la edición original

1978 Eugen Diedrichs Verlag GmbH & Co. Köln

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81673 München

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PRÓLOGO

Emprender hoy una traducción de Lao Tsé es un proyecto que, a juicio de todo sinólogo profesional, requiere una jus­tificación expresa. En los últimos cien años, ninguna obra china ha suscitado tanta actividad por parte del gremio de los traductores como el Tao Te King. El carácter enigmático y difícil del texto da tanto que pensar y meditar... El hecho de que sea una obra cuya comprensión no es frecuente ni siquiera entre los eruditos chinos suele infundir ánimo al traductor principiante, que se siente autorizado para malinterpretarlo a su vez. El derecho a la interpretación individual suele llegar aún más lejos. En la literatura alemana, según parece, circula más de una versión libre de la obra del Viejo Sabio que no se basa en el estudio del texto chino, sino en una comprensión intuitiva de su profundo significado filosó­fico, que otros traductores menos inspirados dejan escapar. En estos casos, la afinidad espiritual suele ir tan lejos que, extrañamente, los pensamientos del viejo chino muestran una sorprendente conformidad con tales versiones.

Frente a esta profusión de traducciones, es justificado preguntarse por qué añadir otra más. Son dos las razones que nos animaron a editar esta nueva versión. La primera está relacionada con el objetivo de todo nuestro proyecto. Este pequeño libro, que tanta influencia tuvo, no puede fal­tar entre los documentos existentes sobre religión y filosofía de China, incluso si, como es el caso, no se edita más que lo esencial. Conviene destacar, además, que el hecho de situarlo en su contexto natural nos permite aclarar y rectifi­car algunos datos que no se comprenderían o que resultarían desconcertantes si se consideran aisladamente. La segunda razón es que, a mi juicio, y precisamente por la existencia de tantas versiones modernas de su obra, habría que devol­ver la palabra al viejo chino.

La literatura referida a Lao Tsé no es escasa: al estudiarla me di cuenta de que lo que de nuevo se dice sobre él no guarda ninguna relación con la amplitud de la producción. Todo lo contrario, se puede constatar que ciertas afirmacio­nes caminan de un libro a otro, ya para ser admitidas, ya para ser rechazadas. A la vista de esta situación, no parecía indicado basarse en los libros europeos existentes, sinteti­zándolos en otra obra más. Juzgábamos más importante aportar alguna contribución procedente de la literatura china. Por ello, tanto para la traducción como para las aclaracio­nes, recurrimos constantemente a fuentes chinas. No nos ol­vidamos de la literatura europea, pero la consideramos solo en segundo lugar. Creo que no se ha desatendido ninguno de los problemas importantes que suscita la controversia sobre el Tao Te King. A veces, incluso el hecho de silen­ciarlos es una manera de tomarlos en consideración, sobre todo donde falta el espacio para entrar en detalles y justifi­car nuestra propia opinión. Como diariamente se hacen nue­vos descubrimientos acerca de Lao Tsé, hubiera sido tenta­dor presentar alguna novedad por nuestra cuenta. Pero, por el contrario, no pocos datos de la presente contribución al Tao Te King podrán pareceros anticuados a algunos de vosotros. Asimismo, varias cuestiones que uno quisiera ver resueltas tuvieron que permanecer en la sombra. Así es la vida. No se puede contentar a todo el mundo. Finalmente, cabe decir que ocuparme de esta obrita china me ha proporcio­nado muchas bellas horas de plácida contemplación, y si a los lectores les ocurre lo mismo, este nuevo intento habrá cumplido su objetivo.

También quiero dar las gracias al doctor en derecho Ha­rald Gutherz, profesor de la nueva universidad germano-chi­na en Tsing-Tao, que enriqueció esta edición redactando el cuento que acompaña a las notas explicativas del final del libro, y al profesor Friedrich Boie de Thom, que tuvo la ama­bilidad de corregir las pruebas.

Richard Wilhelm, Tsing-Tao,

1 de diciembre de 1910

PRÓLOGO A LA
NUEVA EDICIÓN
(1978)

El Tao Te King, por su brevedad epigramática, es un libro de sabiduría casi tan inagotable como el TAO, el SENTIDO, del que trata. La fuerte y directa impresión que ejerce sobre nosotros hasta hoy día, casi tres mil años después de su creación, se debe al hecho de que Lao Tsé traduce sus cog­niciones en imágenes elementales, por no decir arquetípicas.

No obstante, el conocimiento detallado de trasfondo cul­tural en que surgió y sobre el cual influyó esta obra nos proporciona una comprensión más profunda del texto. El significado de TAO para la cultura china y su posible signi­ficado para nosotros es el contenido de un comentario sobre Las enseñanzas de Lao Tsé que Richard Wilhelm publicó por primera vez en 1925. Añadimos este comentario a la nueva edición por considerarlo un importante complemento de la edición ­anterior.

INTRODUCCIÓN

Personalidad del autor

Los hechos históricamente comprobados acerca del autor de la presente colección de aforismos ocupan un espacio muy restringido. Tan poco se sabe que la crítica, que en el terreno de la sinología se encuentra aún en los primeros gra­dos de penetración, muchas veces ni siquiera reparó en él, asignándole tanto a su persona como a su obra un lugar en el terreno de la mitología. El mismo autor, por su manera de ser, poco hubiera protestado contra ello. Nunca dio impor­tancia al hecho de ser famoso, supo guardarse del mundo mientras vivía, y después de morir. «Se esforzó por ocultarse y por permanecer desconocido», dijo de él el historiador chino Se Ma Ts’ien (163-85 a. de C.). A este historiador le de­bemos los pocos datos esenciales con que tenemos que conformarnos. El nombre de Lao Tsé, por el cual lo conocemos en Europa, no es un nombre propio, sino un apodo cuya tra­ducción más acertada sería «el Viejo».1 Su apellido era Li, un patronímico muy frecuente en China; su nombre, Erl (Oreja), y su nombre de erudito, Be Yang (Conde Sol). Después de su muerte recibió el nombre de Tan, o mejor dicho, Lao Tan (literalmente, Viejo Orejudo; en sentido figurado, Viejo Maestro). Probablemente era oriundo de la actual provincia de Honan, la más meridional de las provincias llamadas del Norte, y debía de tener unos cincuenta años más que Confucio, de manera que su nacimiento habría acontecido hacia el fi­nal del siglo VII a. de C. En el curso de su vida ocupó el cargo de archivero en la corte imperial, que en aquella época esta­ba en Loyang (en la actual provincia de Honan). Se dice que fue entonces cuando Confucio, durante su estancia en la corte imperial, se encontró con él. La literatura china comenta a menudo el encuentro de los dos héroes.

Aparte de la mencionada obra histórica, se hallan alusiones directas o indirectas a este encuentro en la obra Li Ki –pro­veniente de la escuela confuciana–, en los Coloquios de la escuela con­fuciana (Kia Yü) –por cierto bastante tardíos– y en la litera­tura taoísta ya desde épocas relativamente tempranas. En todo caso, este encuentro era ya tan familiar a la conciencia popular en tiempos de la dinastía Han (dos siglos a. de C.) que hallamos una representación figurada en las célebres escul­turas sepulcrales del Shantung Occidental (cerca de Kia Siang); en ellas se ve a Confucio entregando a Lao Tsé un ­faisán en agradecimiento por su visita. Sobre las conversa­ciones celebradas en aquella ocasión existen múltiples rela­tos. Todos concuerdan en una serie de hechos: en el juicio bastante despectivo que Lao Tsé emite sobre los héroes del pasado, que eran los modelos venerados por Confucio, y en su intento de convencerle del sin sentido de sus aspiraciones culturales, mientras que Confucio, ante sus discípulos, habla con gran consideración sobre la profundidad inconcebible del sabio, comparándolo al dragón que alcanza las nubes. En conjunto se puede reconstruir aproximadamente la sus­tancia de la mencionada conversación tomando como base las afirmaciones del Tao Te King, y los relatos sobre el encuentro de Confucio con unos «sabios misteriosos» de las Conversaciones, libro XVIII. Está claro que nada se puede averiguar ya de cierto sobre el contenido literal de aquel diálogo. Es difícil determinar si hay que relegar toda la en­trevista al terreno de la fábula, como lo hace Chavannes en su traducción de Se Ma Ts’ien (Les Mémoires historiques de Se-Ma Tsien, tomo V, París, 1905, p. 300). Da que pen­sar el hecho de que nada concreto se halle sobre este tema en las Conversaciones, donde se relatan varias entrevistas del mismo género.2

Lao Tsé se retiró, según parece, cuando la situación polí­tica empeoró hasta tal punto que no hubo esperanza de res­tablecer el orden. Al llegar al paso fronterizo de la montaña de Han Gu, montado en un buey negro, según cuenta la tra­dición, el guardia de la frontera, Yin Hsi, le pidió que le legara algo escrito. Correspondiendo a este deseo habría transcrito el Tao Te King, compuesto de más de 5000 ideogramas chinos, dejándoselo al guardia antes de dirigirse al oeste sin que nadie supiera a dónde exactamente. Se com­prende que con este relato haya enlazado una leyenda según la cual Lao Tsé habría llegado a la India, donde entró en contacto con Buda. En los posteriores desacuerdos entre ambas religiones, cada una afirmaba que el fundador de la otra había sido discípulo del instaurador de la suya. En rea­lidad, el puerto de Han Gu está situado al oeste del antiguo estado de Chou, es decir, todavía en la China central. Todo contacto personal entre Lao Tsé y Buda se excluye, por lo tanto, completamente. Los límites geográficos aplicados al cuadro histórico son posteriores.

Pero eso no fue todo. Precisamente porque la vida del «Viejo» ofrecía tan poco margen para la investigación, la leyenda pudo expandirse libremente. La personalidad del misterioso «Viejo» creció incesantemente hasta cobrar unas proporciones gigantescas, y acabó por fundirse en un ser cósmico que habría aparecido en la Tierra en las más diver­sas épocas. El absurdo jugueteo que se ha llevado a cabo en torno al nombre de Lao Tsé (que también puede traducirse por «viejo niño») no merece ser mencionado en este contexto.

La escasez y vaguedad de las informaciones sobre la vida de Lao Tsé no nos permiten obtener muchas aclaraciones sobre su obra. Lo biográfico, al igual que todo lo histórico, se disuelve, para el místico, en una vana apariencia. No obstante, es una personalidad original e inimitable la que se dirige a nosotros por medio de los aforismos, la mejor prue­ba, en nuestra opinión, de su autenticidad histórica. Pero estas cosas hay que sentirlas, no se pueden discutir. Finalmente, el problema no reviste especial importancia. El Tao Te King existe, independientemente de quién lo haya escrito.

La obra

En la literatura china se habla mucho más de la obra que de la biografía de su autor. Las Conversaciones de Confucio (libro XIV, 36) mencionan y critican al menos uno de los aforismos contenidos en ella. Ciertamente, no se puede ex­cluir que aquel aforismo provenga de fuentes más antiguas a las que se podría acceder sin recurrir a la obra de Lao Tsé. Pero no es Este el único testimonio que poseemos. En primer lu­gar, hay que buscar citas en la literatura taoísta. Y, desde luego, allí no faltan. Podemos constatar que la mayoría de los 81 capítulos que componen el Tao Te King son objeto de cita para los autores taoístas más importantes del periodo precristiano; ya en el Lie Tsé (editado en el siglo IV a. de C.) hallamos 16 capítulos. Chuang Chou (conocido bajo el nombre de Chuang Tsé), el más brillante de los escritores taoístas, que vivió en el siglo IV, basó generalmente todas sus disertaciones sobre las enseñanzas del Tao Te King, hasta tal punto que su obra sería inconcebible sin él. Han Fei Tsé, que murió en el año 230 a.C., bajo Tsin Shi Huang Ti, da en sus libros 6 y 7 unas explicaciones a veces muy detalladas de un total de 22 capítulos. Finalmente, Huai Nan Tsé, contemporáneo de Se Ma Ts’ien (muerto en el año 120), comenta en su libro 12 unos 41 párrafos, siguiendo el orden del Tao Te King, y citando ejemplos históricos. En total, tenemos así testimonios sobre, al menos, unas tres cuartas partes de los capítulos. He aquí unas circunstancias muy favorables para una obra tan breve como es el Tao Te King. Estas pruebas además hablan en contra de la tesis de que el Tao Te King fuera una falsificación budista de alguna época posterior, a no ser que uno lo atribuya a la gran fábri­ca de Se Ma Ts’ien & Cia. que el señor Allen tuvo el honor de descubrir.

En la dinastía Han, varios emperadores se vuelcan en el estudio del Tao Te King, en particular Han Wen Ti (197-157 a. de C.), cuya manera de gobernar sencilla y pacífica se caracteriza como un fruto directo de las enseñanzas del Viejo Sabio. Su hijo Han King Ti (156-140) da finalmente al libro la denominación de Tao Te King (es decir, «el libro clásico del sentido y de la vida»), denominación que ha conservado en China desde entonces.

Han Wen Ti debió de recibir el libro de Ho Shang Gung (el «Señor de las orillas del río»), quien también parece haber escrito un comentario. Sobre la personalidad de aquel hombre cuyo nombre verdadero se desconoce hay poca cla­ridad. Algunos autores chinos (aunque de épocas posterio­res) pusieron en duda su existencia. Pero a partir de enton­ces, los comentarios se hacen más frecuentes. Tan solo en el catálogo de la dinastía Han se indican tres. El más antiguo de los comentarios fidedignos todavía existentes es el de Wang Pi, un joven de talentos maravillosos que murió a los 24 años, en el 249 d. de C. A partir de ahí abundan los comen­tarios de toda índole. Incluso el fundador de la actual dinastía manchú hizo editar bajo su nombre un comentario muy célebre. Nos llevaría demasiado lejos hacer aquí una enume­ración detallada. Tampoco es necesario demostrar que una obra como el Tao Te King ha sufrido bastante en las tormentas del pasado y que el texto, por consiguiente, ya no se encuentra en perfecto estado. Las explicaciones dadas para cada capítulo tratarán este tema con mayor precisión. La agrupación en capítulos no es la original; lo único que parece ser muy antiguo es la división en dos partes principales, la del «SENTIDO» (Tao) y la de la «VIDA» (Te), palabras iniciales de cada una de las partes. Se las unió bajo la deno­minación de «Tao Te King». La ­repartición que hemos con­servado, en 37 y 44 capítulos respectivamente, y los títulos no siempre muy acertados que hemos suprimido en la pre­sente edición se remontan supuestamente a Ho Shang Gung.

Las xilografías más antiguas datan de la época de la di­nastía Sung.

Situación histórica

La luz de la antigüedad china proviene de estos dos fo­cos: Confucio y Lao Tsé. Para poder apreciar su influencia hace falta representarse las circunstancias históricas en las que vivieron. En el caso de Confucio son evidentes ensegui­da. Él vive en la realidad. Por eso se sitúa de lleno en las relaciones históricas. Las Conversaciones, por ejemplo, contienen multitud de menciones y juicios sobre personali­dades históricas y contemporáneas. Su obra sería incompren­sible si se dejaran de lado todas esas relaciones históricas. Ésta es precisamente la razón por la que ha permanecido hasta hoy día como un extraño en la vida intelectual europea, la de que posee contextos históricos distintos, y explica también por qué influyó de tan extraordinaria manera en la vida intelectual china a lo largo de los siglos. En lo que atañe a Lao Tsé, las circunstancias parecen presentarse de forma diferente. No menciona ni un solo nombre histórico en todo su librito. No tiene ningún interés en actuar en el tiempo. Por esta razón, para una China centrada en su histo­ria, se pierde en lejanías nebulosas, donde nadie es capaz de seguirlo. Y es precisamente por esta razón por lo que ejerce una influencia tan grande en Europa, a pesar de la distancia que lo separa de nosotros en el espacio y en el tiempo.

El comentario japonés de Dazai Shuntai describe muy bien los principios de ambos. Primero da una corta orienta­ción sobre las circunstancias de la época y continúa dicien­do que Confucio equiparaba al pueblo con unos niños que por imprudencia se han acercado demasiado al fuego o al agua, unos niños a los que hay que salvar a toda costa. Aunque se daba cuenta de lo difícil que sería salvarlos, la obli­gación moral de hacerlo le perseguía. Así, intentó por todos los medios imaginables que se aplicaran al trono las ense­ñanzas de los santos del pasado, en las que veía un remedio. Ésta fue la causa que le hizo errar sin tregua durante la mejor parte de su vida para encontrar un príncipe dispuesto a aplicar tales enseñanzas. No fue la necesidad de vana agi­tación ni el afán de gloria lo que le incitó a realizar esta empresa desesperada, sino el inexorable deber de ayudar, sabiéndose en posesión de los medios para conseguirlo. Y cuando finalmente todo resultó inútil porque la situación estaba muy desordenada y las circunstancias no le proporcio­naron ninguna clase de ayuda, Confucio renunció resignado. Pero no olvidó por ello sus obligaciones y creó, en el círcu­lo de sus discípulos y con su actividad literaria, una tradi­ción que al menos conservara para la posteridad los ali­neamientos del antiguo buen orden social, una tradición que legara al futuro las semillas de sus doctrinas, para que exis­tiera un punto de apoyo en el momento de reordenar el mundo, una vez que las circunstancias se hubiesen vuelto favorables. Lao Tsé, por el contrario, habría reconocido que la enfermedad que padecía el imperio no era de aquellas que se curaban con medicinas, por muy buenas que fueran éstas, porque el cuerpo del pueblo se hallaba en un estado que no era de vida ni de muerte. Por cierto, malas condiciones habían reinado también en épocas anteriores, pero entonces el mal se «encarnaba», por decirlo así, en la persona de al­gún tirano y la población, enrabiada, se unía para reaccionar con fuerza, promoviendo a un noble innovador y estable­ciendo, gracias a una acción enérgica, un orden nuevo y mejor en lugar del antiguo.

Muy distinta era la situación al final de la dinastía de los Chou. Ya no existían grandes vicios ni grandes virtudes. El pueblo gemía bajo la opresión de sus superiores, pero ya no tenía la fuerza necesaria para realizar un enérgico acto de voluntad. Los defectos no eran defectos y los méritos no eran méritos. Una profunda hipocresía había roído todas las relaciones, de manera que por fuera se proclamaban el amor al prójimo, la justicia y la moral, como altos ideales, y por dentro la envidia y la codicia lo envenenaban todo.

En estas circunstancias, cualquier intento de arreglo debía de aumentar el desorden. Este tipo de enfermedad no se puede subsanar con remedios externos. Más vale dejar que el cuer­po repose, para que se restablezca gracias a las fuerzas cura­tivas innatas. Este sería, siempre según el comentarista japo­nés, el sentido del testamento hecho por Lao Tsé en las 5000 palabras del Tao Te King.

Lo que acabamos de resumir explica suficientemente por qué Lao Tsé, harto de la historia, no cita ni un solo ejemplo histórico en su obra. Rousseau proclamó la misma verdad, aunque con otro ritmo y poniendo un acento distinto, en su Retorno a la naturaleza, a mediados del siglo XVIII.

No obstante, sería una equivocación aislar a Lao Tsé del contexto de la vida intelectual de China, ya que se encuentra ligado a ella por múltiples hilos. Es cierto que lo histórico como tal no entra en su perspectiva. Pero eso no significa que no haya conocido la antigüedad china: su cargo en los archivos imperiales le brindó la ocasión. Además, en la proclamación de sus enseñanzas se sirvió sin reparo de antiguas fórmulas de sabiduría. Su libro está lleno de citas explícitas o, quizás más a menudo, tácitas. El hecho de que Lie Tsé atribuya el capítulo VI del Tao Te King al Emperador Amari­llo, un mítico soberano de la prehistoria, demuestra que muchas cosas del Tao Te King se encuentran también en otras tradiciones. Asimismo, Tu Tao Kien (según S. Julien) hace proceder todos los pasajes que empiezan por: «Así pues, el Sabio» de un libro igualmente atribuido a aquel emperador, el libro (San) Fen (Wu) Tien. Será difícil, si no imposible, perseguir todos los rastros de este tipo de refe­rencias. Por lo demás, no tiene ninguna importancia, porque todas las partes de la obra exhiben el mismo espíritu carac­terístico, de manera que todo su contenido se ha convertido en propiedad del autor, sea cual fuera su origen. Nos basta con saber que Lao Tsé representa, al igual que Confucio, la continuación de una vieja corriente espiritual china; esto se desprende incluso de los textos de la escuela confuciana. Los conceptos de Tao que traducimos por «SENTIDO», y de Te, que traducimos por «VIDA», ocupan una posición cardi­nal también en los escritos confucianos. Solo que allí apare­cen bajo otra luz. Y a menudo es posible observar una críti­ca directa y recíproca tanto en el Tao Te King como en los escritos confucianos. De este modo, el comienzo del Tao Te King constituye también una crítica de la noción del Tao, concebida exclusivamente desde un punto de vista histórico como la «Vía de los reyes antiguos», interpretación corriente entre los adeptos de Confucio. Ya se ha mencionado anteriormente el pasaje de las Conversaciones de Confucio que trata de la noción de Te tal como Lao Tsé la concibe.

En otros puntos reina un perfecto acuerdo entre ambas tendencias, como por ejemplo en cuanto se refiere a la gran apreciación del «No actuar» como principio de gobierno. Una oposición implacable se entabla en cuanto se trata de la estimación del Li (costumbre, reglas de conducta social), de capital importancia para Confucio, mientras que Lao Tsé no ve en ello más que un fenómeno degenerativo. Esto concuerda por un lado con el punto de vista escéptico que Lao Tsé adopta frente a toda clase de cultura. Por otro lado parece que Lao Tsé se remonta además a valoraciones más antiguas que Confucio, quien en todos estos puntos se identifica conscientemente con los fundadores de la dinastía Chou (ver Fong Shen Yen, I). Todo esto nos indica que Lao Tsé está en contacto espiritual con la antigüedad china al menos tanto como Confucio, el cual parece haber modificado bas­tante la materia tradicional, adaptándola a sus convicciones. El hecho de que aquellos textos rectificados, el Libro de los Documen­tos (Shu King) y particularmente el Libro de las Mutacio­nes (I King) conserven un carácter tan «taoísta» es la mejor confirmación de nuestro modo de ver.

No obstante, en medio de la corriente vital de su tiempo, una época en la cual la gente estaba muy orgullosa de haber llegado tan lejos, Lao Tsé se sentía solo a veces. Pero ésta es una suerte que comparte con otros pensadores indepen­dientes de todos los tiempos. Tampoco parece haberle costado mucho conciliarse con este destino.

Lao Tsé no fundó ninguna escuela, al contrario de lo que hizo Confucio. No sentía ni el deseo ni la necesidad de hacerlo. Porque no tenía la intención de difundir una doctri­na. Vislumbró para sí las grandes conexiones universales, y vertió dificultosamente lo visto en palabras, abandonando a otros espíritus afines de épocas posteriores la tarea de seguir independientemente sus indicaciones, y contemplar por sí mismos el conjunto del mundo, las verdades que había descubierto. Y lo consiguió. En todos los tiempos han existido pensadores que levantaron la vista por encima de los fenó­menos pasajeros de la vida humana, hacia el sentido eterno del proceso cósmico, cuya grandeza desafía toda conceptua­lización; en él encontraron la paz y el alivio que resultan de la capacidad de restarle importancia a la así llamada seriedad de la vida, una seriedad que carece de valor esencial intrínseco. Pero son unas pocas personas aisladas; por su misma naturaleza, esta manera de interpretar la vida no se puede cultivar en masa.

Tampoco todos poseen la «doctrina pura». Cada uno de ellos saca sus conclusiones personales de acuerdo con los condicionamientos de su manera de ser, empezando por Lie Yü Kou (Lie Tsé) y Chuang Chou (Chuang Tsé), ya mencionados, pasando por el «epicúreo» Yang Chou y el «filántropo» Mo Ti (Me Tsé), los dos chivos expiatorios del confucionista ortodoxo Mong Ko (Mencio), y terminando por el sociólogo Han Fei (Han Fei Tsé, contemporáneo de Tsin Shi Huang Ti) y el «romántico coronado» de Huai Nan, Liu An (llamado habitualmente Huai Nan Tsé).

En épocas posteriores hubo incluso varios discípulos fieles de Confucio que, impulsados por los golpes del infortu­nio, volvieron a reflexionar sobre el sentido de la vida, abandonaron todo el lujo y la pena del mundo, y se retiraron a un tranquilo rincón en la montaña o a orillas del mar, buscando en las líneas del Tao Te King una explicación para sus vivencias. Un ejemplo entre miles será suficiente. Cerca de Tsing-Tao se encuentra una montaña llamada Lao Shan, que la literatura china elogia como la Isla de los Santos. En ella, románticos barrancos cobijan monasterios recónditos, disimulados entre bosques de bambú y envueltos en una vegetación casi subtropical, desde los cuales la vista abarca la amplitud del mar azul. En aquella soledad montañosa, más de un alto cargo fracasado en las intrigas de la corte imperial encontró la paz interior mediante la contemplación de la naturaleza pura y la interpretación de los aforismos del Tao Te King.

Existe una descripción de los famosos pasajes de Lao Shan, difundida únicamente en estos monasterios en forma de copias, de las que nos procuramos un ejemplar. Data de aque­llos tiempos salvajes en que la decadente dinastía Ming fue suplantada por la casa del soberano actual. Un censor impe­rial aprovechó el involuntario ocio de su edad avanzada para confeccionar estas descripciones. Casi cada renglón exhala la influencia del «Viejo». Nada más empezar, los propósitos de la introducción reflejan su característico espíritu: «Todo ser recibe su verdadero valor por el hecho de poder brillar con luz propia gracias a su contacto con las profundidades del fondo cósmico. Pero el gran arte no conoce el adorno, la gran VIDASENTIDO