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José Bernardo Carrasco ha publicado en NARCEA:

Cómo personalizar la educación. Una solución de futuro

Motivar para educar. Ideas para educadores, docentes y familias

© NARCEA, S.A. DE EDICIONES, 2019
Paseo Imperial, 53-55. 28005 Madrid. España

www.narceaediciones.es

Imagen de cubierta: IngImage

ISBN papel: 978-84-277-2551-5
ISBN ePdf: 978-84-277-2552-2
ISBN ePub: 978-84-277-2553-9

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Índice

PRÓLOGO. Benigno Blanco Rodríguez

PARA SITUAR EL LIBRO

I. LOS TIEMPOS QUE CORREN

1. Algo está pasando

Los síntomas

Las causas

Las consencuencias

Los medios: la manipulación y el error

2. Un resultado concreto: el generismo

Del feminismo de equidad al generismo. Postulados fundamentales

Cómo queda la persona

Cómo queda la familia

Cómo queda la religión

Cómo queda la educación

II. APUNTANDO SOLUCIONES

3. Punto de partida: conocernos como personas

Atrévete a conocerte

La persona humana es “más” que su naturaleza

Condición sexuada de la persona

Configuración de la persona

Estructura de la persona humana: ¿quién soy?

Dimensiones funcionales de la persona: ¿qué y cómo soy?

Unidad de la persona en su identidad

Persona, matrimonio, familia

4. La educación necesaria

Lo que cambia y lo que permanece en la educación

Educar es ayudar a encontrar la verdad

Educar es ayudar a madurar

Actuaciones educativas para la madurez de la persona

Educar es ayudar a ser libres

Educar es ayudar a conformar el propio carácter

Educar es ayudar a descubrir el tesoro de la vida

Educar es ayudar a conformar la propia identidad

Educar es ayudar a conseguir la propia excelencia personal

Educar, en fin, es ayudar a ser razonablemente felices

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Prólogo

El arte del prólogo no es fácil, pues se supone que se trata de un texto que debe animar o ayudar a la lectura de la obra prologada y, sin embargo, quien lo lee ya ha manifestado un claro interés por el libro y –habitualmente– lo ha comprado ya; es decir, ya tiene la voluntad de leerlo. Por eso cuando José Bernardo Carrasco me pidió que escribiese unas líneas a modo de prólogo a su obra Educar sin manipular me creó un problema intelectual que se despejó al leer la obra de este experto que ha dedicado toda su vida a esta actividad maravillosa que es la educación.

Ahora, leído el libro, ya sé qué debo decir en este prólogo: que el autor consigue algo muy importante para el lector, generar esperanza en que hoy se puede educar como siempre ayudando a nuestros jóvenes a construir personalidades fuertes si el educador tiene ideas claras sobre en qué consiste ser una buena persona y está al tanto de las ideas fuerza (o si se quiere las ideologías) a que el educando se va a enfrentar en su vida por ser hijo de estos tiempos.

Educar es ayudar al niño o al joven a aclararse sobre en qué consiste ser un buen ser humano, incentivar en él el deseo de serlo y dotarle de los recursos intelectuales y morales que le ayuden a actualizar y concretar ese fin a lo largo de su vida. Educar en los tiempos que corren ayuda sin duda a afrontar esa tarea con ideas claras tanto sobre la tarea de educar en sí misma como sobre el ambiente intelectual en que hoy se educa, ambiente que determinará a la vez el clima en que el educando habrá de ir construyendo su personalidad.

El libro, por su estructura y contenidos, se ocupa tanto de la persona del educando como del ecosistema intelectual con la que este interactúa, proporcionando así una visión panorámica de la tarea de educar hoy, amplia, polifacética y muy realista. En la primera parte del libro se examina con notable rigor lo que está pasando hoy: cuales son las ideologías que mueven el mundo y los medios por los que estas se infiltran en nuestras mentes. Todo educador debe conocer este ecosistema ideológico actual pues es factor que incide a diario en el educando (hijo, alumno, etc.) dado que en la actualidad las ideologías ya no están solo en los anaqueles de las bibliotecas o en los parlamentos, sino que fluyen en nuestro entorno vital a través de la red, la moda, la televisión y el móvil, sin que sea posible inmunizarse frente a su contagio. Por ello, conocerlas, identificarlas y –en su caso– blindarse frente a su influjo es imprescindible para forjar personas con criterio capaces de una libertad responsable y sonriente.

Relevante me parece el esfuerzo del autor por dar a conocer a sus lectores lo que denomina “generismo” y yo suelo llamar “ideología de género”, materia a la que se dedica la segunda parte de este libro y cuya consideración crítica influye a fondo en el análisis de la educación que se hace en la parte final de la obra dedicada al análisis de “la educación necesaria” en “los tiempos que corren”. Esta ideología es el gran error antropológico de nuestra época con profundas consecuencias en la autopercepción como persona de quien se deja dominar por sus postulados pues, quien se equivoca sobre su sexualidad –y el generismo es una gran equivocación al respecto–, yerra sobre su propia personalidad, ya que en el ser humano no se puede distinguir entre persona y sexualidad.

Los humanos no nos limitamos a tener sexo o a practicarlo, sino que lo somos (en masculino o en femenino) desde que éramos un cigoto de una célula hasta el final de nuestra vida. Yo soy en masculino las 24 horas del día de todos los días de mi vida como mi mujer es en femenino las 24 horas de todos sus días, porque no podemos ser otra cosa. Este carácter binario de la naturaleza humana que para cada ser humano se traduce en ser varón o mujer, es precisamente lo que la ideología de género niega; y esta ideología hoy está presente en nuestras leyes, en el sistema educativo, en la moda, en el lenguaje, en la música, en la publicidad, en la red y en todos lados. Por ello, hoy educar exige tener en cuenta esta ideología y su eventual influencia en el educando. La obra de José Bernardo lo tiene muy presente y este rasgo la hace profundamente actual y adecuada para estos tiempos que corren.

La descripción de la tarea educativa que ocupa las últimas dos partes del libro está preñada de esperanza en la persona y, por tanto, en la eficacia de la educación cuando se afronta desde presupuestos antropológicos realistas. Me resulta muy sugerente el análisis –de fuerte impronta aristotélica– del autor sobre la educación como “ayudar a ser razonablemente felices” pues de eso se trata al final: educar es mirar con admiración y cariño la inmensa capacidad de bien y felicidad que anida en potencia en el joven, y ayudarle a actualizar ese potencial. A enfrascarse con alegría y esperanza firme en esa tarea ayuda el libro de José Bernardo.

BENIGNO BLANCO1

Para situar el libro

La historia de la humanidad es la historia del “tira y afloja”. En determinadas épocas –como la actual– el ser humano tira de sí mismo a base de exacerbar la creencia de su superioridad todopoderosa e independiente. Pero estando en estas, comprueba que, en realidad, puede muy poco por las grandes limitaciones que experimenta en su vivir: es el afloja. La reacción a esta autovivencia de debilidad, lejos de ser realista para el progreso personal, complica más las cosas al emplear un mecanismo de defensa de autoengaño–vuelve a ser el tira–, que consiste en “echar balones fuera” y culpar de sus flaquezas a la familia, a la educación, a la sociedad, a la religión e, incluso, a la propia naturaleza humana, como “sistemas opresivos” que es necesario cambiar o destruir para conseguir la omnipotencia y la felicidad humanas.

Pero vuelve el afloja. Los resultados que consigue son aún peores que los de antes: más insatisfacción, más miseria moral, más angustia vital, más neurosis, más suicidios, más violencia…: más infelicidad.

Decía la gran Santa de Ávila que “humildad es andar en verdad”, lo que equivale a decir que toda verdad nace de la humildad. Cabe preguntarse, pues: ¿cuál es la gran verdad del hombre? Sencillamente, que tiene una naturaleza herida, lo que quiere decir que no está ni muerta, ni sana; o sea, que tiene muchas posibilidades y muchas limitaciones, y que hay que saber gestionar ambas: esto es ser realista. Hay que empezar por aceptar que el hombre no se ha dado el ser a sí mismo, sino que lo ha recibido, razón por la que debe ser agradecido con los autores de su vida. Y después, aceptar que necesita ayuda –que no es mendigar nada, sino sentar las bases para conseguir su propia valía–, y aquí entra en juego la educación.

Efectivamente, si hay algo poderoso en el ser humano es poder ser educado; pero no de cualquier forma, sino conforme a la única que conviene a la persona, a su realidad, a lo que es verdaderamente: su humildad. En este sentido podría afirmarse que educar es andar en verdad, es aflorar y pulir lo que de verdad es y tiene la persona, es ir acrecentando las innumerables posibilidades que encierra su realidad, consciente de que todo lo ha recibido para administrarlo, que en esto consiste el autogobierno.

Es frecuente creer que la humildad consiste en tener pocos recursos económicos, ser apocado, tímido, débil de carácter, timorato… Nada más lejos de la verdad. El humilde se conoce con realismo, tal y como es, con sus puntos fuertes y débiles, sus valías y sus poquedades; tiene una idea cabal de sí mismo, conforme a su realidad personal; no presume de lo que tiene de positivo ni se desmorona por lo que tiene de negativo; actúa con naturalidad, sin teatralidad; no presume y sí agradece todo lo que le ha sido otorgado; no se atribuye a sí mismo ningún mérito, pero valora positivamente lo que hace bien; no se hunde al no tener nada propio, ya que se sabe arropado por quien le ha dado todo, incluida la vida. Por todo esto, y por mucho más, el humilde es veraz y realista en el más amplio y profundo sentido de estos términos.

Verdad, realidad, humildad, educación: ¿no hablamos, pues, de lo mismo? ¿No confluye todo en la persona?

I

LOS TIEMPOS QUE CORREN

1

Algo está pasando

LOS SÍNTOMAS

Resulta incuestionable el avance científico y tecnológico conseguido a partir de la segunda mitad del siglo xx. Este avance no se relega solo al campo educativo ni a las técnicas de la información y comunicación, sino a todos los campos del saber y del hacer humanos. La medicina, la agricultura, la física, la educación, las exploraciones espaciales, y un larguísimo etcétera lo corroboran sin la menor duda. Hoy la vida es mucho más cómoda para un elevado número de personas, y se han ahorrado dolores inconmensurables a la carne de los hombres. Parece que las gentes habrían de estar más satisfechas que nunca consigo mismas y con la sociedad en la que les ha tocado vivir. Esto nos debería llevar a pensar que el hombre de hoy es mucho más feliz que el de hace 50 o 100 años.

Sin embargo, justamente acontece lo contrario. Se tiene la impresión de que, a medida que es mayor el progreso, también es mayor el descontento. A mayor bienestar, más insatisfacción, más frustración. La humanidad –dice Marañón2–, está angustiada, como en las grandes épocas de su inquietud colectiva. Los hombres siguen su afán de cada día, en apariencia con el mismo entusiasmo, debajo de las mismas banderas, al son de los mismos himnos. Pero en las miradas furtivas con que unos a otros se observan, al avanzar, se lee el mismo juicio unánime: ”no es esto, no; no es esto”. Hechos llamativos como la delincuencia, la inseguridad, la miseria, la ignorancia, la violencia doméstica y en las aulas, el fracaso escolar, la drogadicción, la desorientación indefensa ante tantas solicitudes contradictorias como al hombre se le ofrecen, la ceguera ante el sentido de la vida, la falta de criterio propio que responda a una adecuada escala de valores, la incapacidad para la vida familiar, el miedo ante la vida, etc., son manifestaciones de la silenciosa frustración personal que se rumia cuando el hombre insatisfecho se encuentra consigo mismo.

LAS CAUSAS

La tesis que sostiene Marañón resulta muy interesante y, en nuestra opinión, acertada en muchos aspectos3. En síntesis, afirma que vivimos en una época crítica, de las que merecen un cambio en el rumbo de la humanidad, no porque sea peor que las que nos han precedido (todo lo contrario: acabamos de ver que el bienestar material es muchísimo mayor y mejor hoy).

No son desdichas ni hallazgos extraordinarios los que imprimen nuevas direcciones a la humanidad, sino las grandes aspiraciones ideales del alma colectiva. Hay un momento de anhelo universal de las muchedumbres que, a veces, toma la forma de una verdadera angustia, que siempre precede a las grandes conmociones sociales y es expresión de una crisis del alma popular. Es ella, el alma, la que mueve realmente la Historia, humanamente hablando.

Ha habido tres momentos en los que encontramos estas crisis, y que han sido hitos fundamentales en la evolución de la humanidad. El primero ocurre en los años que preceden al nacimiento de Cristo. La historia de los últimos años de la Roma precristiana manifiesta la angustia de aquellas gentes que habían perdido la fe en sus dioses y no sabían dónde estaba la nueva verdad; que habían perdido las normas del bien y del mal; que perciben un vacío interior que no saben cómo llenar. El segundo tiene lugar en los años que preceden al descubrimiento de América (finales de la Edad Media). Ocurre el mismo fenómeno, la misma angustia universal, el mismo necesitar algo que no se sabe dónde está y cómo se llama.

El tercero comienza en el siglo xx y va creciendo, cada vez con más fuerza, en la actualidad. También hoy la humanidad está angustiada ante un porvenir muy incierto por los cambios vertiginosos, la magnitud de los medios de destrucción que el propio hombre construye, la inseguridad de que el hombre pueda controlar su propio futuro; angustia, en suma, como ocurre en todas las angustias verdaderas, sin saber por qué. Y de la misma manera que el individuo angustiado está propenso a suicidarse, de la misma forma la humanidad angustiada propende a extinguirse como especie, que es su forma de suicidarse: resulta muy preocupante comprobar la vertiginosa disminución de la natalidad en los países llamados desarrollados.

Este malestar sólo puede ser vencido por motivos de categoría superior. Pero lo que hoy ocurre –como en las otras dos crisis anteriores– es la falta de fe en los ideales. A la persona le faltan alas heroicas para volar. Y aunque se siguen nombrando y difundiendo los ideales que hasta ahora han funcionado, ya no tienen peso en las almas porque se han quedado vacíos o se han manipulado.

LAS CONSECUENCIAS

Ideologías que mueven al mundo

Relativismo

El relativismo es una teoría según la cual no existe la verdad objetiva, es decir, toda verdad es relativa, pues depende de la forma en que cada persona la perciba según sus criterios, modelos sociales, tradiciones, etc. Por tanto, todo, sin excepción, es opinable, ya que depende del punto de vista de cada cual. Y dado que la verdad se obtiene siempre de la realidad, para el relativismo la realidad es una construcción humana y social, de modo que toda observación remite inevitablemente a las cualidades del observador y a las distintas interacciones comprometidas.

El relativismo defiende que no hay base para sostener la existencia de una verdad idéntica para todos, inmutable y eterna, de modo que sólo podemos tratar con el mundo de la experiencia como la única realidad efectivamente accesible. Verdadero o falso son atribuciones relativas. Los seres humanos deben encontrar los medios para generar realidades compartidas, dentro de un marco de estabilidad suficientemente amplio como para garantizar el equilibrio entre lo social y lo individual. La tarea es buscar colectivamente la mejor solución, aunque no sea posible alcanzar la verdadera, pues todas son relativas. Así se crean acuerdos y se postulan valores que, sin ser definitivos, mantienen un alto significado dentro de las condiciones en que se han creado.

Maturana lo indica con toda claridad cuando concluye que el observador se encuentra a sí mismo como fuente de toda realidad. Los hechos no tienen peso propio. Las conductas, los fenómenos y los objetos, no poseen de suyo un valor o un sentido. No hay una relación forzosa, obligada o natural, entre los hechos y la significación que adoptan en un contexto particular. Son los hombres, los grupos o las sociedades los que otorgan o niegan sentido a los hechos. La realidad de un edificio, de un paisaje o de una reunión social no está en ellos, sino en la manera de ser percibidos por cada ser humano. En resumen, no existen en sí mismos.

Para el relativismo todos tenemos razón en lo que pensamos, aunque no pensemos lo mismo. En consecuencia, todo lo que me apetece lo hago, pues esa apetencia es un valor para mí, aunque muchas de esas acciones vayan en contra de mi naturaleza y no me den la felicidad que, en última instancia, es lo que mi ser me pide. Es el hedonismo, la búsqueda del placer a cualquier precio, convertido en un dios al que me esclavizo4.

Relacionado directamente con el relativismo nos encontramos hoy con la palabra “posverdad” que, de acuerdo con Javier Marías5, puede llamarse contrarrealidad –puesto que la verdad tiene que ver con el conocimiento de la realidad–, y su significado, según la definición del diccionario Oxford, “denota circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. Estamos en la era de la posverdad, dominada por el arte de la mentira.

Efectivamente, hoy se está evidenciando este imperio de la posverdad, es decir, de las circunstancias en las que los hechos y datos objetivos han tenido mucho menos influencia en la conformación de la opinión pública y en el comportamiento de los ciudadanos que los llamados a la emoción, los discursos que apelan a los prejuicios y temores y el despertar de las creencias subjetivas y casi mitológicas de las personas. De esta manera, la contrarrealidad se impone y modifica el rumbo de la realidad. Como afirma Marías, se trata de un fenómeno en el que se niega conscientemente la realidad y se cree en mentiras a pesar de que se sabe de antemano que lo son.

El fenómeno de la posverdad o contrarrealidad está relacionado directamente con lo que Edgar Morin llama “self-deception” o “autoengaño” en el que caemos los seres humanos con mucha frecuencia debido a que muchas veces somos poseídos por las ideas que poseemos –como en el caso de las ideologías y doctrinas políticas y religiosas que ciegan a mucha gente– o en otros casos porque en la dialógica mythos-logos que compone de manera estructural el pensamiento humano, el mythos se impone y nubla el logos por completo. Son muchas las consecuencias que se derivan del relativismo. Citamos sólo tres.

Confusión moral. La ausencia de un criterio objetivo para la evaluación de los dilemas morales ha dado lugar a la absoluta confusión sobre lo que es correcto o no, sobre lo que es bueno o malo. La relatividad moral nos ha dejado sin un norte adecuado con el cual orientar nuestra conducta. Es quizá en las nuevas generaciones donde más claramente se observa esto. Los llamados males de la juventud no son otra cosa que el resultado inevitable de una moral que es incapaz de marcar la diferencia entre lo correcto y lo incorrecto. Cabe destacar, en este sentido, la imposibilidad ética del relativismo. En una sociedad basada en el principio de la relatividad moral seremos incapaces de emitir ningún tipo de juicio o valoración, ni siquiera sobre prácticas intolerables. También es patente la imposibilidad social del relativismo desde el punto de vista de la organización social, el relativismo ético y moral lleva al caos y a la anarquía. Cada persona o grupo basaría su comportamiento en aquello que ha evaluado como correcto, aun cuando no lo sea para los demás.
Alguien podría decir que, en este caso, lo que se establecería como bueno sería consensuado por toda la comunidad. Muy bien: ¿y qué haríamos con el que infringiera nuestro particular código de conducta o de pensamiento? ¿En base a qué? ¿No podría esta persona rechazar el código de una mayoría en base a sus particulares criterios? ¿Y qué sucedería cuando sociedades vecinas no coincidiesen en su escala de valores y, de hecho, se contradijesen?
Además, esto nos lleva a otra dificultad. Aceptando el criterio relativista, seremos incapaces de explicar el progreso moral de la civilización. ¿Son igualmente desarrolladas, en comparación con la nuestra, las culturas que practican la ablación del clítoris, o la venta de hijos como esclavos, o el enterramiento de la mujer cuando su esposo muere? Si aceptamos el criterio relativista no podríamos decir que la abolición de la esclavitud representó un paso hacia adelante en la humanidad.

Confusión religiosa. Si la verdad es relativa, “todas las religiones llevan a Dios” del mismo modo que en la antigüedad “todos los caminos llevaban a Roma.” En este punto la frase clave es “pluralismo religioso.” Este no significa simplemente la sana y pacífica convivencia de los diferentes credos, cosa sabia y correcta, sino que se le confunde con la aceptación de todas las religiones como igualmente buenas y verdaderas. Los distintivos de las religiones se difuminan en un continuo igualmente aceptable, aun cuando se contradigan entre sí.
El pluralismo religioso, instrumento de convivencia, se ha transformado en un raro ecumenismo interconfesional donde todo cabe y todo es bueno. La llamada tolerancia en aras de un pluralismo religioso presupone la existencia del valor absoluto de la tolerancia: “la tolerancia es buena.” ¿En base a qué, si todo es relativo? No sólo eso, sino que también se asume la existencia de una verdad absoluta, porque ¿qué falta hace la tolerancia si yo considero igualmente ciertas (o falsas) mis creencias en comparación con las de mis vecinos? La palabra “tolerancia” lleva implícita la idea de que la “persona tolerante” lo es para con personas a las que considera equivocadas. Si no fuera así, ¿en qué consiste la tolerancia?

Vacío existencial. Despojados de norte para nuestras brújulas morales y de fundamento para nuestros pies espirituales, el hombre moderno está preso en una angustia existencial muy grave6. La ausencia de metas y objetivos incluye lógicamente la carencia de ideales. Quien no tiene ideales acaba por perder el sentido de búsqueda de la felicidad7, acaba en la satisfacción de los bienes más inmediatos, en la búsqueda del placer en satisfacciones sensibles, en un hedonismo cada vez más obsesivo y frenético, pudiendo caer en vicios como el alcoholismo, la droga, la pornografía, el sexo desenfrenado, la depresión y, como etapa final, la muerte. Se trata de una pendiente resbaladiza con situaciones cada vez más difíciles de rescatar hacia una vida saludable; se tiene una crisis de la identidad personal8.

Materialismo

Aunque el materialismo constituye una corriente filosófica de enorme trascendencia (uno de cuyos principales protagonistas fue Karl Marx, creador del marxismo que, después, devino en el comunismo), aquí nos referimos al hecho de colocar los bienes materiales como los únicos que merecen la pena, o de negar la existencia de todo lo que no sea material (por ejemplo, Dios). Tiene aquí encaje la frase atribuida a Ramón y Cajal cuando afirmaba que nunca había visto el alma en el interior de ninguna persona de las muchas a las que había operado.

La visión materialista de la vida origina, pues, una actitud hedonista y un rechazo frontal a toda religión ya que, como dijo Marx: “Una vez destruida la verdad del más allá, construyamos la verdad del más acá”. Al negar el mate-rialismo la existencia de Dios y promover sólo los bienes materiales y el placer, origina en la persona una inseguridad que sólo los valores trascendentes y la fe pueden evitar. Efectivamente, el materialismo afecta a la espiritualidad de las sociedades, ya que coloca los bienes materiales sobre los valores fundamentales. Las metas materialistas promueven el egoísmo y el sentido de la acumulación como equivalente a la felicidad y al éxito. Además, elimina cualquier responsabilidad personal, porque defiende la idea de que el pensamiento está determinado biológicamente y por el medio ambiente, eliminando la propia libertad humana.

Hedonismo

Consiste en considerar al placer como la razón de ser o la norma última de la vida. Defiende que el único bien es el placer y el único mal el dolor. En consecuencia, la felicidad humana se consigue sólo con el placer. El hedonismo, pues, considera que el placer es el único y supremo bien, por lo que fomenta cualquier tipo de capricho erótico a fin de abolir los tabús seculares contra las inhibiciones y los complejos. Todo debe ser tolerado y practicado en el terreno sexual, que debe mantenerse siempre en la esfera de la diversión; se debe evitar el compromiso… y si lo hay, se mata.

La exaltación del placer estimado y cultivado por sí mismo como supremo valor humano choca frontalmente con la dignidad de la persona al ponerla al mismo nivel que los animales. Otra forma de degradación es el abuso de bebidas y drogas. Tales excesos aparecen como síntomas de una insatisfacción profunda entre ciertos sectores del mundo contemporáneo, y denuncian el error de la concepción hedonista que inspira algunos medios influyentes de la civilización moderna. En efecto, los recursos, cada vez más eficaces, de difusión de ideas e imágenes, son muchas veces marcados por un ideal de placer que tocan las fronteras del hedonismo. Por otro lado, amplios intereses financieros estimulan una publicidad de inspiración y de estilo nítidamente sensuales.

Neomarxismo

O’Leary indica que Frederick Engels fue quien sentó las bases de la unión entre el marxismo y el feminismo. Para ello cita el libro El Origen de la Familia, la Propiedad y el Estado, escrito por el pensador alemán en 1884 en el que señala: “El primer antagonismo de clases de la historia coincide con el desarrollo del antagonismo entre el hombre y la mujer unidos en matrimonio monógamo, y la primera opresión de una clase por otra, con la del sexo femenino por el masculino”9.

Efectivamente, el feminismo radical hunde sus raíces ideológicas en el marxismo. Para Marx “toda la historia es una lucha de clases, de opresor contra oprimido, en una batalla que solo se resolverá cuando los oprimidos se percaten de su situación, se alcen en revolución e impongan una dictadura de los oprimidos. La sociedad será totalmente reconstruida y emergerá la sociedad sin clases, libre de conflictos, que asegurará la paz y prosperidad utópicas para todos”10.

Los marxistas clásicos –sigue diciendo O’Leary– creían que el sistema de clases desaparecería una vez que se eliminara la propiedad privada, se facilitara el divorcio, se aceptara la ilegitimidad, se forzara la entrada de la mujer al mercado laboral, se colocara a los niños en institutos de cuidado diario y se eliminara la religión.

En consecuencia, la meta definitiva de la revolución feminista debe ser –a diferencia del primer movimiento feminista– no simplemente acabar con el privilegio masculino, sino con la distinción de sexos misma: las diferencias geni-tales entre los seres humanos ya no importarían culturalmente”11.

Siguiendo este orden de ideas, concluiríamos que, así como el marxismo entendía la historia como una lucha de clases, la ideología de género pretende leer la historia como la opresión del hombre contra la mujer. De allí que las feministas de género que aceptan las tesis antes expuestas, concluyan que la única forma de llegar a una verdadera igualdad entre hombres y mujeres es que desaparezca la misma distinción; esto supone una negación de la misma naturaleza: “La tarea actual es destruir el orden natural. Nosotros no estamos ahí más que para canalizar y dirigir el odio”12.

Características importantes que definen esta época

Negación de la verdad objetiva

Hoy “no se lleva” conocer la verdad porque así lo impone el relativismo. Por eso, lo que “se lleva” son análisis fragmentarios, opiniones, juicios provisionales. “No hay verdades ni interpretaciones de conjunto, solo hay fragmentos de vida sin fundamentación racional alguna, un pensamiento débil que no apuesta por nada. Vagamos por ’sendas perdidas’ (…), y nada tiene un sentido definitivo porque no se puede llegar a verdades para todos. De ahí también el miedo y el rechazo cómodo de todo compromiso con verdades o valores definitivos”13.

Igual que en las dos crisis anteriores, hoy las personas se ven presas de una angustia generalizada porque han perdido los valores en los que se basaban los ideales de sus padres, no saben dónde está la verdad, más aún, dudan de que esta exista, han perdido las normas del bien y del mal, perciben un vacío interior que no saben cómo llenar y sienten la necesidad de algo que no se sabe dónde está ni cómo se llama. Entonces reaccionan a ese malestar interior que sienten con dos fenómenos típicos: el ansia de los goces sensuales y la desvalorización de la muerte: los hombres gozan frenéticamente, y se matan unos a otros por razones fútiles.

Efectivamente, para zafarse de la angustia se recurre, como mecanismo de defensa, al hedonismo sin freno en todos los campos que, en vez de procurar la felicidad, aumenta la inseguridad porque la naturaleza humana no tolera que sea atropellada. El alcohol, las drogas, el generismo, son otros tantos intentos de procurarse la felicidad de forma anómala y artificial.

Hoy priva, en todos los niveles, la disarmonía, la falta de belleza. La pintura, la escultura, la literatura, las artes en general, manifiestan mayoritariamente la realidad de un alma rota, desequilibrada, absurda, desnortada.

Así reza el fragmento de un poema recientemente escrito:

Soy la coneja de lo abstracto
cansada de parir
entes salobres de tristeza.

El hombre inseguro trata de vencer su angustia a base de recrecer su débil “yo”. Necesita como nunca amar y sentirse amado, ser tenido en cuenta, convencerse de que es importante a sus propios ojos y a los de los demás. Para ello recurre a estrategias que tienden a llamar la atención de su existencia, que gritan a los que le rodean: ”aquí estoy, soy yo”: modos de vestir, de configurar su porte y su manifestación externa, de adornar el cuerpo, de utilizar atuendos de todo tipo que no pasan inadvertidos… Se trata de hacer ver su “yo” a los demás, de decir que existe, que no pasen de él…, que le quieran.

La pérdida de los ideales se traduce en la pérdida del sentido de la vida, de los valores objetivos. El egocentrismo antes expuesto desemboca en un subjetivismo total, en una negación de lo objetivo, porque sólo me interesa mi “yo”, y la objetividad no forma parte de él porque es subjetivo; “la objetividad no es mía, se escapa a mi propiedad; por tanto, solo me interesan mi verdad, mis valores” –dice–: es el relativismo en estado puro. Se trata de ensalzar mi “yo” hasta endiosarlo, para lo cual tengo que quitar a Dios de mí y ponerme yo en su lugar.

Pero todo esto, lejos de mejorar la situación, la va empeorando, porque la persona, busca la verdad, la belleza y el bien objetivos por naturaleza, y su desprecio le acarrea más inseguridad e infelicidad. Y como el egocentrismo es contrario a la virtud de la humildad en ese afán de “ser alguien”, se llega incluso a cambiar la auténtica identidad personal, que empieza por identificarse con sus “ídolos” (cantantes, actores de cine, etc.) y termina por sustituir la identidad biológica y psicológica a base de cambiar el sexo.

Si nos preguntamos, pues, por qué el hombre de hoy es menos feliz que el de antaño, la respuesta sería: porque las ideologías que hoy impregnan el mundo (relativismo, hedonismo materialismo) no satisfacen la aspiración universal a la felicidad, ya que atentan contra la propia naturaleza humana. El relativismo es, quizá, la base de todas. Por eso, aunque el progreso material ha resultado excelente para la humanidad, la mentalidad que ha originado la sociedad de consumo se torna peligrosa al propugnar el ideal de la disminución del esfuerzo y el aumento de comodidad con que hay que hacer las cosas.

Dominio de la afectividad

Junto a lo expuesto, conviene tener claro que la identidad personal exige la integración armónica de los factores y dimensiones constituyentes de la persona. La palabra clave está, pues, en la “armonía” de esa integración, de forma que cada factor y cada dimensión ocupe el lugar que debe ocupar e influya en los demás de la forma en que debe hacerlo. Pero esta armonía está hoy bastante deteriorada.

De entre las dimensiones de la persona, hoy en día se han atrofiado mucho el pensamiento y la voluntad, mientras que la afectividad ha alcanzado una especie de papel principal. Actualmente prevalece lo afectivo sobre lo racional; las emociones sobre la inteligencia; los sentimientos sobre la voluntad. Hoy nos conducimos por lo que “sentimos” más que por lo que “entendemos” como bueno, por lo que nos “apetece” más que por lo que debemos hacer: hoy no amamos, sino que sentimos atracción o rechazo por los demás, nos “caen” bien” o “mal” sin lógica que lo justifique. Es decir, se piensa poco, y se educa poco la voluntad; y la gente se deja llevar en gran parte por los sentimientos: “me gusta o no me gusta”, “me apetece o no me apetece”; los jóvenes dicen con facilidad: “¡no me agobies!”.