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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 409 - marzo 2019

 

© 2011 Anna DePalo

Seduciendo a su esposa

Título original: Improperly Wed

 

© 2009 Anne Oliver

Recuerdos de una noche

Título original: Hot Boss, Wicked Nights

 

© 2011 Rachel Robinson

La mayor fortuna

Título original: Return of the Secret Heir

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, c aracteres, l ugares, y s ituaciones

son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-983-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Seduciendo a su esposa

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Recuerdos de una noche

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

La mayor fortuna

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–Si alguno de los presentes tiene algo que objetar para que no se celebre este matrimonio legal, que hable ahora o calle para siempre.

La sonrisa de Belinda animó al obispo Newbury.

El reverendo le devolvió el gesto y abrió la boca para continuar… antes de centrarse en algo por encima del hombro de Belinda.

En ese momento también ella lo oyó. Las pisadas sonaron más cerca.

No… No podía ser.

–Yo me opongo.

Las palabras perentorias cayeron como un yunque en el corazón de Belinda.

La embargó una sensación de náuseas. Cerró los ojos.

Reconocía esa voz… su tono suave pero con ribetes burlones. La había oído un millón de veces en sueños, en sus fantasías más ilícitas… esas que la dejaban ruborizada y consternada cuando despertaba. Y cuando no había aparecido en los rincones más recónditos de su mente, había tenido la desgracia de captarla desde cierta distancia en un acontecimiento social o en alguna entrevista para la televisión.

Hubo un murmullo entre los congregados. A su lado, Tod se había quedado paralizado. El obispo Newbury se mostraba curioso.

Despacio, Belinda se volvió. Tod la imitó.

Aunque sabía lo que se iba a encontrar, abrió mucho los ojos al encontrarse con los del hombre que debería haber sido un enemigo jurado para una Wentworth como ella. Colin Granville, marqués de Easterbridge, heredero de la familia que mantenía un odio inveterado con la suya desde hacía siglos… y la persona que conocía su secreto más humillante.

Cuando cruzaron las miradas, experimentó añoranza y temor al mismo tiempo. Incluso bajo el velo pudo ver que en los ojos de él había desafío y posesión.

Incluso desde cierta distancia del altar se lo veía imponente. El rostro duro e intransigente, la mandíbula cuadrada. Sólo unas facciones armónicas y la nariz aguileña hacían que no pareciera rudo.

El pelo era del mismo marrón oscuro que recordaba, unas tonalidades más oscuro que el castaño de ella. Los ojos eran tan oscuros como insondables.

Belinda alzó el mentón y le devolvió el desafío.

Al menos agradeció que llevara un atuendo formal de traje azul marino con una corbata amarillo canario.

Aunque no recordaba haber visto a Colin, el magnate inmobiliario, vestir algo que no fuera un traje a medida que no hacía nada para ocultar su complexión atlética. Bueno, salvo por aquella única noche…

–¿Qué significa esto, Easterbridge? –demandó su tío Hugh al tiempo que se incorporaba en el primer banco.

Belinda supuso que alguien debía levantarse para defender el honor de los Wentworth, y el tío Hugh, como cabeza de la familia, era la elección adecuada.

Observó a los invitados de la alta sociedad de Nueva York y Londres. Su familia parecía atónita y consternada, pero a otros invitados se los veía fascinados por el drama que se estaba desarrollando.

Las damas de honor y los padrinos parecían incómodos, incluso su amiga, Tamara Kincaid, que jamás perdía la compostura ni la ecuanimidad.

En el otro extremo de la iglesia, su otra amiga íntima y organizadora de la boda, Pia Lumley, había palidecido.

–Easterbridge –habló Tod, irritado y alarmado–. Hoy no has sido invitado.

Colin desvió la mirada de la novia al futuro marido y sonrió.

–Invitado o no, me aventuraría a conjeturar que mi posición en la vida de Belinda me da derecho a tener voz y voto en esta ceremonia, ¿no te parece?

Belinda fue agudamente consciente de los cientos de ojos que observaban interesados el espectáculo ante el altar.

El obispo Newbury frunció el ceño, claramente perplejo, y luego carraspeó.

–Bueno, al parecer me veo obligado a recurrir a unas palabras que nunca antes había tenido que decir –hizo una pausa–. ¿En base a qué se opone a este matrimonio?

Colin la miró a los ojos.

–A que Belinda ya está casada conmigo.

Cuando las palabras reverberaron por la iglesia del tamaño de una catedral, se oyeron jadeos por doquier. A espaldas de Belinda, el reverendo comenzó a toser. A su lado, Tod se puso rígido.

Ella entrecerró los ojos. Pudo detectar burla en los de Colin, al igual que en las comisuras de sus labios.

–Me temo que debes estar equivocado –afirmó Belinda, esperando en vano poder evitar que esa escena empeorara.

Y estaba en lo cierto. Habían estado casados fugazmente, pero ya no.

No obstante, a Colin se lo veía demasiado seguro de sí mismo.

–¿Equivocado acerca de la visita que hicimos a una capilla en Las Vegas hace dos años? Por desgracia, he de discrepar.

Los invitados allí congregados emitieron un único jadeo conjunto.

Belinda sintió un nudo en el estómago. De pronto notó la cara acalorada.

Se contuvo de replicar… ¿qué podía decir que no acrecentara el daño? «¿Estoy segura de que mi matrimonio breve y secreto con el marqués de Easterbridge fue anulado?».

Se suponía que nadie debía estar al corriente de su impetuosa y precipitada fuga.

Supo que debía trasladar esa escena a un lugar donde pudiera encarar sus demonios, o, más bien, a su único y noble demonio, de un modo menos público.

–¿Arreglamos este asunto en algún sitio más íntimo?

Sin aguardar una respuesta y con toda la dignidad que pudo acopiar, recogió la falda del traje nupcial y bajó los escalones del altar, atenta a no establecer contacto visual con ninguno de los invitados al tiempo que mantenía la cabeza erguida.

El sol brillaba a través de los ventanales tintados de la iglesia. Sabía que en el exterior hacía un precioso día de junio. En el interior era otra historia.

Su boda perfecta se había visto arruinada por el hombre que la familia y la tradición dictaban que debería despreciar por encima de cualquier otro ser en el mundo. Si aquella noche en particular no había sido lo suficientemente inteligente y perspicaz como para considerarlo despreciable, en ese momento sí lo era.

Al pasar delante del marqués, éste la siguió por la parte delantera de la iglesia hacia una puerta abierta que conducía a un corredor con varias puertas. Detrás de Colin, Belinda oyó hacer lo mismo a Tod, su antiguo novio.

Al entrar en el corredor, oyó que en la iglesia se iniciaban unos murmullos más altos. Una vez que las partes implicadas habían abandonado la zona del altar, supuso que los invitados se sintieron con más libertad para manifestar sus pensamientos. También oyó al obispo Newbury afirmar que se había producido una demora inesperada.

Entró en una habitación libre que, debido a la austeridad del mobiliario, dio por hecho que se dedicaba a funciones de la iglesia.

Giró en redondo y observó al novio y a su supuesto marido seguirla. Colin cerró la puerta ante las caras curiosas que los miraban desde la zona principal de la iglesia.

Se levantó el velo y encaró a Easterbridge.

–¡Cómo has podido!

Estaba cerca. Hasta ese momento, Colin había sido la encarnación de su mayor secreto y su mayor transgresión. Había intentado evitarlo o soslayarlo, pero huir ese preciso día quedaba descartado.

–Más te vale tener una buena razón para tus actos, Easterbridge –expuso Tod con la cara tensa–. ¿Qué posible explicación puedes exponer para arruinar nuestra boda con unas mentiras tan estrafalarias?

–Un certificado matrimonial –respondió Colin impasible.

–Desconozco en qué realidad alternativa has estado viviendo, Easterbridge –espetó Tod–, pero a nadie más que a ti le hace gracia.

Colin simplemente la miró a ella con una ceja enarcada.

–Nuestro matrimonio fue anulado –soltó Belinda–. ¡Jamás existió!

Tod se mostró abatido.

–Entonces, ¿es verdad? ¿Easterbridge y tú estáis casados?

–Lo estuvimos –respondió ella–. Y sólo durante unas horas, y de ello hace años. No fue nada.

–¿Horas? –musitó Colin–. ¿Cuántas horas hay en dos años? Según mis cálculos, diecisiete mil cuatrocientas setenta y dos.

Odió la facilidad de Colin para las matemáticas. Algo que en su momento le encantó, junto con él, en las mesas de juego antes de la impetuosa fuga a Las Vegas. Y en ese momento había vuelto para hostigarla. Pero, ¿cómo podía ser verdad que llevaran casados los últimos dos años? Había firmado los papeles… todo debería haber quedado anulado.

–Se suponía que debías haber obtenido la anulación –lo acusó.

–La anulación jamás se ultimó –respondió él con calma–. Ergo, seguimos casados.

A pesar de enorgullecerse de mantener siempre la serenidad, no pudo evitar abrir los ojos como platos.

–¿Qué es eso de que no se ultimó? –exigió saber Belinda–. Sé que yo firmé los papeles para la anulación. Lo recuerdo con claridad –frunció el ceño con súbita suspicacia–. A menos que tú falsearas los documentos que firmaba.

–Nada tan dramático –la corrigió con envidiable ecuanimidad–. Una anulación es más complicada que la simple firma de un contrato. En nuestro caso, los papeles de la anulación no se archivaron adecuadamente para que los juzgara el tribunal… un último paso importante.

–¿Y de quién fue la culpa de eso? –demando ella.

Colin la miró a los ojos.

–El asunto se omitió.

–Por supuesto –espetó–. ¿Y has esperado hasta hoy para decírmelo?

–No se convirtió en algo relevante hasta hoy –se encogió de hombros.

Su sangre fría la dejó pasmada. ¿Era su modo de vengarse de ella por dejarlo en una situación comprometida?

–No me lo puedo creer –Tod alzó las manos.

Era la misma reacción que sentía Belinda.

Había decidido continuar con la anulación de su matrimonio con Colin sin solicitar consejo legal, a pesar de que sólo poseía una comprensión superficial del derecho familiar. No había querido que nadie, ni siquiera un abogado especialista, se enterara de su increíble falta de sentido común.

En ese momento lamentó dicha decisión. Era evidente que había cometido otro error de juicio.

Sintió que Colin la recorría con la mirada.

–Muy bonito. Desde luego, un cambio radical del rojo con lentejuelas que llevaste durante nuestra ceremonia.

–¿No crees que el rojo es un color idóneo cuando te casas con el diablo? –replicó.

–Por aquel entonces no te comportaste como si yo lo fuera –respondió con voz sedosa y queda–. De hecho, recuerdo…

–No era yo misma –cortó.

«Estaba loca. Eso es», pensó en un estado casi febril. ¿Acaso la locura no era una base para la anulación prácticamente en cualquier lugar del mundo?

–¿Locura? –inquirió Colin–. ¿Ya intentas establecer una defensa hermética para la bigamia?

–No he cometido bigamia.

–Sólo gracias a mi oportuna intervención.

–¿Oportuna? –qué irritante era–. Según tus cálculos, llevamos dos años casados.

–Y contando.

Se quedó incrédula ante su audacia. Pero no pudo dejar de reconocer que era más imponente que Tod, incluso físicamente. Tenían la misma altura, pero era más musculoso y formidable.

Lamentó su continua percepción de Colin como hombre. No obstante, era una situación que pretendía rectificar sin dilación hasta donde pudiera.

–¿Desde hace cuánto que sabes que seguimos casados? –demandó.

Colin se encogió de hombros.

–¿Importa si he llegado a tiempo?

«El muy miserable había querido crear una escena».

–Tendrás noticias de mi abogado –afirmó.

–Las estaré esperando.

–Obtendremos la anulación.

–Pero no hoy. Ni siquiera el estado de Nevada trabaja tan deprisa.

Tenía razón. Su boda había quedado arruinada.

Lo miró con furia impotente.

–Hay fundamentos –insistió, más para tranquilizarse ella misma–. Es evidente que debía de haber estado loca cuando me casé contigo.

–Recordarás que acordamos ausencia de consentimiento debido a embriaguez –contrarrestó él.

–¡Sí, la tuya! –espetó cada vez más irritada.

Él inclinó la cabeza.

–Por acuerdo mutuo, debido a carecer de mejor alternativa.

–El fraude debería haber bastado –respondió con los labios apretados–. Tú exageraste tu actuación ante mí aquella noche en Las Vegas, y después de lo sucedido hoy, nadie dudará de ello. Esta última demostración de trapacería Granville merecería figurar en los libros de Historia.

–¿Trapacería? –enarcó una ceja.

–Sí –insistió–. Dar la noticia de tu negligencia para presentar los papeles de la anulación justo el día de mi boda.

–No hay necesidad de ofender a mis antepasados por asociación –indicó él con calma.

–Claro que la hay –lo contradijo–. La razón de que nos encontremos en esta situación desastrosa son tus antepasados. Ellos son la razón de que… –señaló hacia la iglesia– los invitados se quedaran estupefactos con la noticia de que una Wentworth se había casado con un Granville. ¿Qué vamos a hacer?

–¿Permanecer casados? –sugirió burlonamente.

–¡Jamás! –se volvió para marcharse en el momento en que entraban el tío Hugh y el obispo Newbury.

Al pasar junto a su tío, lo oyó ordenar:

–¡Espero que tenga una buena explicación para esto, Easterbridge, aunque no soy capaz de imaginar cuál puede ser!

Al parecer el infierno se había desatado en ese lugar sagrado.

 

 

Revancha.

Una palabra sórdida.

Sin embargo, la venganza insinuaba una animosidad personal, cuando los Wentworth y los Granville llevaban generaciones de encono.

Colin pensó que tal vez sería más apropiado considerarlo una enemistad o vendetta.

Su relación con Belinda se hallaba íntimamente entrelazada con la enemistad de las dos familias. Dicha enemistad era la razón de que la pasión entre Belinda y él en Las Vegas hubiera estado imbuida por la excitación de lo prohibido. También era la causa de que Belinda lo hubiera abandonado a la mañana siguiente.

Desde entonces, había emprendido la cruzada de hacer que ella reconociera la conexión visceral que había entre ambos… a pesar del hecho de ser un Granville. Su plan para lograrlo implicaba complicadas maniobras para vencer a los Wentworth de una vez por todas y, así, poner fin a dicha enemistad.

Contempló la vista panorámica que le ofrecían los ventanales del suelo al techo de su dúplex de la decimotercera planta mientras esperaba la visita que inevitablemente iba a recibir. El Time Warner Center, en un extremo de Columbus Circle, proporcionaba tanto intimidad como lujo a los extranjeros ricos que buscaban una estación de paso en la ciudad de Nueva York.

Con las manos en los bolsillos, observó las copas de los árboles de Central Park en la distancia. Como era domingo, iba con la informalidad de una camisa. Reinaba un día hermoso y soleado, igual que lo había sido el sábado.

El día en que su esposa había estado a punto de casarse.

Estaba preciosa con su vestido de novia, aunque al enfrentarse a él no había habido nada celestial o angelical en su mirada.

Poseía una naturaleza apasionada bajo ese exterior ecuánime, algo que lo atraía a ella. Quería arrancar esa capa de suavidad y dejar la substancia de la mujer que había debajo.

Si el día anterior había servido como indicación de algo, era para demostrar que Belinda había cambiado poco en esos dos años. Tenía igual pasión… al menos en su presencia. El novio no daba la impresión de extraer de ella el mismo fuego. Al lado de Dillingham se la había visto serena y hermosa pero desapegada, con esa fachada de muñeca de porcelana… al menos hasta que él había interrumpido la ceremonia.

En el momento en que se había girado hacia él en el altar, había sentido una oleada de calor al tiempo que se le atenazaban las entrañas, sin importar que entre ambos hubiera incluso un velo.

Apretó la mandíbula. Había estado arrebatadora, igual que cuando ellos se habían casado. Pero entonces, había irradiado entusiasmo y expectación, había tenido los ojos encendidos y esos labios de pecado en una constante y deslumbrante sonrisa, nada de ese conservador y tieso desdén de los Wentworth, sólo una apabullante mezcla de pasión y sensualidad. El distanciamiento no había aparecido hasta la mañana siguiente. Pero incluso en ese momento, lo complacía ver que podía provocarle una reacción intensa.

La enemistad entre ambas familias tenía raíces profundas. Desde tiempos remotos habían sido terratenientes vecinos y, lo más importante, rivales en la campiña inglesa de Berkshire. Desde las escaramuzas por lindes territoriales hasta los alegatos de traición política y la seducción innoble de relaciones femeninas, los estallidos entre las familias habían entrado en el folclore popular.

Él, desde luego, siendo el cabeza de familia titular de los Granville, había sentido curiosidad por Belinda. Al ver su oportunidad de llegar a conocerla mejor, la había aprovechado… primero en un cóctel que un amigo había celebrado en Las Vegas y luego en un casino.

Al final de aquella noche en el Bellagio, había sabido que la deseaba como no había deseado a ninguna otra mujer. Era una belleza morena y espectacular, digna contendiente en inteligencia e ingenio. Desde luego, ese ingenio era lo que lo había dejado anonadado cuando ella le había anunciado que no podía acostarse con él sin un certificado matrimonial.

Por supuesto, había sido incapaz de resistir ese desafío y se había sentido dispuesto a correr el riesgo por disponer de una noche en la cama con Belinda.

Y ella no lo había decepcionado.

Incluso en ese momento, pasados dos años, el recuerdo le causaba un nudo en el estómago.

Y el día anterior había usado el elemento de la sorpresa para colapsar la boda de ella. Hacía poco que había descubierto que pensaba casarse y había llegado a la conclusión de que nada que no fuera un espectáculo público habría podido estropear los planes nupciales de Belinda.

Y Tod Dillingham, a quien le preocupaban la reputación y las apariencias, no sabría cómo perdonar semejante transgresión pública. Al menos con eso contaba.

Al oír el timbre, le dio la espalda a la vista.

 

 

–Colin –anunció su madre al entrar–, me ha llegado un rumor increíble. Debes negarlo de inmediato.

Él se apartó para dejarla pasar.

–Si es increíble, ¿por qué vienes en busca de una negación?

La afición de su madre por el drama nunca dejaba de asombrarlo. Por suerte, esos días la tenía a una distancia segura, ya que ella consideraba el piso que tenía en Londres como su base de operaciones. Por otro lado, había sido mala suerte que un viaje a Nueva York para visitar a unos amigos y asistir a algunas fiestas coincidiera con la fecha de la boda de Belinda.

Su madre lo miró con expresión avinagrada.

–No es el momento idóneo para que bromees.

–¿Lo hacía? –musitó mientras cerraba la puerta.

–El nombre de la familia está siendo deshonrado –dejó su bolso de Chanel y se acomodó en un sillón del salón después de darle el abrigo al ama de llaves, que se materializó mágicamente durante un momento–. Exijo respuestas.

–Por supuesto –respondió, permaneciendo de pie con los brazos cruzados.

Su madre se veía incongruente en ese entorno moderno. Estaba más acostumbrado a verla en un tradicional salón inglés, con fotos familiares viejas y descoloridas adornando una consola y un piano. Desde luego, ella estaba acostumbrada a disponer de un personal de servicio completo.

Los dos esperaron hasta que su madre enarcó las cejas.

Colin carraspeó.

–¿Cuál es el rumor exactamente?

–¡Cómo si no lo supieras! –cuando él continuó silencioso, suspiró resignada–. He oído los rumores más horribles acerca de que interrumpiste la boda de la joven Wentworth. Más aún, al parecer anunciaste que estabas casado con ella –alzó una mano–. Desde luego, hice callar a la horrible bruja que repetía ese vil rumor. Le informé de que tú nunca te habrías presentado en una boda de los Wentworth. Ergo, no es imposible que hubieras afirmado que…

–¿Quién era la propagadora de esos rumores?

Su madre calló, frunció el ceño, y luego agitó una mano con displicencia.

–Una lectora de Jane Hollings, que escribe una columna para algún periódico.

The New York Intelligencer.

–Sí, creo que es ése. Trabaja para el conde de Melton. ¿Qué ha podido llevar a Melton a ser propietario de ese pasquín?

–Tengo entendido que ese tabloide da pingües beneficios, en particular la edición online.

Su madre frunció la nariz.

–Fue la caída de la aristocracia cuando hasta un conde se metió en esos negocios.

–No, la Primera Guerra Mundial representó la caída de la aristocracia –contradijo con sarcasmo.

–Es imposible que te presentaras en una boda de los Wentworth sin ser invitado –repitió su madre.

–Por supuesto que no –su madre se relajó–. Cuando la boda de Belinda Wentworth tuvo lugar hace dos años, desde luego que estuve invitado… como su novio.

Su madre se puso rígida.

Mi posición como marqués, atribuible a siglos de apropiada endogamia –prosiguió con ironía–, me obligó a impedir que se cometiera un delito cuando estaba en mi poder hacerlo, una vez que me llegó la noticia de la intención que tenía Belinda de volver a casarse.

Su madre respiró hondo.

–¿Me estás diciendo que una Wentworth me ha sucedido como marquesa de Easterbridge?

–Es precisamente lo que estoy diciendo.

Dio la impresión de que su madre iba a sufrir un desmayo. La noticia pareció golpearla con la fuerza de un desplome bursátil. Colin ya había contado con eso.

–¿Imagino que no se cambió el apellido a Granville en la capilla de Las Vegas? –su hijo movió la cabeza y ella experimentó un escalofrío–. ¿Belinda Wentworth marquesa de Easterbridge? La mente se rebela ante dicho pensamiento.

–No te preocupes. No creo que Belinda haya empleado el título ni tenga intención de hacerlo.

Su madre se mostró exasperada.

–¿Qué diablos se apoderó de ti para que te casaras con una Wentworth?

Colin se encogió de hombros.

–Imagino que puedes encontrar la respuesta entre la multitud de razones por las que otras personas se casan –era reacio a divulgarle a su madre demasiado de su vida privada. Y jamás hablaría de pasión–. ¿Por qué os casasteis papá y tú?

Su madre apretó los labios.

Sabía que la pregunta pondría fin a la muestra abierta de su curiosidad. Sus padres se habían casado en parte porque eran iguales socialmente, respiraban el mismo aire viciado. Por lo que él sabía, no había sido un matrimonio malo hasta la muerte de su padre cinco años atrás de un infarto; más bien había sido apropiado e idóneo.

–Seguro que no pretendes seguir casado.

–No temas. No me sorprendería que Belinda estuviera consultándolo con su abogado mientras tú y yo hablamos.

De hecho, se preguntó qué diría su madre si supiera que Belinda quería una anulación inmediata.

Pero no se lo mencionaría… al menos no hasta que hubiera alcanzado su objetivo.

Pensó que necesitaba llamar a su propio abogado para averiguar cómo iban las negociaciones de su compra de la propiedad en cuestión.

Una vez concluida la operación, a Belinda no le quedaría más opción que encarar la situación sin evasivas ni intentos de huida.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Había dado todos los pasos adecuados en la vida… hasta aquella noche en Las Vegas con Colin Granville.

Arrojó un jersey a la maleta que tenía en la cama con rabia.

Había estudiado historia del arte en Oxford y luego trabajado en una serie de casas de subastas antes de ejercer su puesto presente como especialista en arte impresionista y moderno para la selecta casa de subastas Lansing’s.

Era puntual, calladamente ambiciosa y vestía con elegancia y buen gusto. Se consideraba responsable y sensata.

En el proceso, había hecho feliz a su familia. Había sido la hija obediente… si no hacía siempre lo que ellos dictaban, al menos no se rebelaba.

Jamás era tema de chismorreos… hasta el último fin de semana. Un cegador traspié la había convertido en el tema central de la columna que la señora Hollings tenía en las páginas rosas del The New York Intelligencer:

 

Iba a ser la boda social del año.

Salvo por… ¡Santo Cielo!

Por si la noticia no ha llegado aún a sus delicados oídos, queridos lectores, esta ciudad está en ebullición con la noticia de que la boda Wentworth–Dillingham se ha visto cancelada nada menos que por el marqués de Easterbridge, quien realizó la asombrosa afirmación de que su fugaz matrimonio con la adorable señorita Wentworth celebrado dos años atrás en Las Vegas, ¡de todas las posibles ciudades!, nunca había sido legalmente anulado.

 

Belinda hizo una mueca ante las palabras de la columna periodística que todavía reverberaban en su mente.

La señora Hollings sólo había disparado la primera andanada. El fiasco de la Iglesia Saint Bart’s se había convertido en una epidemia en los últimos tres días.

Ni siquiera quería pensar en la incesante reacción de su familia. En los últimos días había evitado las llamadas de su madre y del tío Hugh. Sabía que al final tendría que tratar con ellos, pero aún no estaba preparada para hacerlo.

A cambio, el día anterior se había desahogado por teléfono con sus amigas más íntimas: Tamara y Pia. Las dos habían mostrado mucha compasión por su situación y habían admitido que la boda que nunca llegó a celebrarse también les había causado problemas a ellas. Tamara confesó que había estado esquivando a uno de los padrinos, Sawyer Langsford, conde de Melton, porque las familias hacía tiempo que atesoraban la idea de que los dos terminaran por casarse. Mientras tanto, Pia había reconocido que había descubierto que uno de los invitados era James «Hawk» Carsdale, duque de Hawkshire y antiguo amante, quien tres años atrás la había abandonado sin siquiera una despedida después de una noche juntos, cuando se había presentado a sí mismo meramente como James Fielding.

Resumiendo, la boda cancelada había resultado desastrosa tanto para sus dos amigas como para ella.

Por suerte, al día siguiente dejaría su apartamento de un dormitorio en el Upper West Side para realizar un viaje de negocios a Inglaterra.

Incluso antes de la boda que no llegó a ser, Tod y ella habían decidido postergar la luna de miel para una fecha futura, más propicia con sus respectivas agendas de trabajo.

Y en ese momento le alegró tener un viaje de trabajo. No podía dejar atrás sus problemas, pero un poco de espacio y distancia del escenario del crimen la ayudarían a despejar la mente para poder trazar un plan.

La boda debería haber representado su apogeo y había terminado siendo su caída.

No obstante, una anulación o un divorcio no debería ser difícil de obtener. Después de todo, la gente lo hacía todos los días. Ella misma había creído recibir una.

Dejó de guardar la ropa y recordó cómo había observado los papeles para la anulación el día que le llegaron para firmarlos. Le habían causado un aguijonazo de dolor. Se había dicho que eran el recordatorio de la mancha en el currículo de su vida. Pero nadie necesitaba conocer su abrumador error.

Metió el jersey en la maleta y controló la súbita sensación de pánico en la boca del estómago. Se llevó una mano a la frente, como si así pudiera eliminar el dolor de cabeza.

Pero sabía que no existía ningún modo mágico de hacer que de su vida desapareciera un marqués de más de un metro ochenta de altura.

Incluso antes de aquella noche aciaga en Las Vegas, se habían encontrado de vez en cuando a lo largo de los años en acontecimientos sociales. Pero era bien consciente de la historia entre sus familias como para hablar alguna vez directamente con él. Y para empeorar las cosas, era demasiado masculino, demasiado atractivo de un modo austero, demasiado todo.

Pero entonces la habían enviado a Las Vegas con el fin de evaluar la colección privada de arte de un constructor multimillonario. Al encontrarse con Colin en la fiesta organizada por el constructor, se había sentido impulsada a conocerlo por asuntos de negocios. Para su irritación, no había esperado descubrir lo encantador que era ni lo muy atraída que se sentía por él.

Le había despertado una reacción como nadie lo había hecho jamás. Durante aquel cóctel había descubierto que ambos habían sido excelentes nadadores en el instituto, que los dos asistían a la ópera en el Lincoln Center de Nueva York y en la Royal Opera House de Londres y que ambos eran activos en las mismas galas benéficas para ayudar a los desempleados… aunque Colin había formado parte de organizaciones benéficas y ella sólo había sido una especie de soldado de infantería que aportaba su tiempo.

Sus semejanzas le habían resultado desconcertantes.

Próximo el final de su estancia en Las Vegas, se había vuelto a encontrar con Colin en el vestíbulo del Bellagio. Durante un momento se había sentido insegura sobre qué hacer, pero él había tomado la decisión por ella.

La verdad es que se había sentido en un estado de celebración después de conseguir un acuerdo con el constructor amigo de Colin para una gran subasta de arte en Lansing’s. Sabía que en parte se lo debía a él, ya que las intervenciones sutiles que había realizado en las conversaciones mantenidas por ella con el constructor en la fiesta habían sido de ayuda.

Y en un ataque de magnanimidad, había aceptado tomar una copa con Colin. Las copas habían progresado a una cena y luego a pasar un poco el rato en las mesas de juego del casino, donde las ganancias de Colin la habían impresionado.

Al final de la velada, había parecido de lo más natural subir con él en el ascensor hasta su suite de lujo.

En broma le había sugerido que no podían acostarse a menos que estuvieran casados. Había supuesto que esa declaración sería el fin de la cuestión. Sin embargo, Colin la había conmocionado al subir la apuesta y desafiarla a ir con él al ayuntamiento a solicitar una licencia matrimonial.

Dieron media vuelta y volvieron a bajar.

Esa aventura la había divertido y horrorizado al mismo tiempo, en especial cuando se pusieron a buscar una capilla. En Las Vegas no les había costado nada encontrar una.

Más adelante, desde luego, culparía de sus actos inusuales a las copas que había bebido y al loco entorno de la ciudad del juego. Y al hecho de que acababa de cumplir los treinta años y de haber perdido a otro novio hacía poco. Y a la creciente presión de su familia para que se casara bien y en breve, y al hecho de que casi todas sus nobles compañeras del Marlborough College ya estaban prometidas o casadas. Incluso había proyectado parte de la culpa sobre Colin, quien la había ayudado a cerrar el trato en el cóctel. Básicamente, todos y todo le habían parecido culpables… especialmente ella.

Por la mañana, había sonado su móvil y, con ojos cansados, había identificado la llamada de su madre. Fue como si alguien le arrojara un cubo de agua helada. Había vuelto atontada a la realidad y había quedado verdaderamente horrorizada por lo que había hecho la noche anterior. Había insistido en una anulación rápida y discreta sin que nadie llegara a saberlo jamás.

Al principio Colin se había mostrado divertido por su alarma. Pero cuando quedó claro que la angustia no era temporal, se había cerrado y distanciado de ella, ocultando a duras penas la ira que lo embargaba.

Nada más bajar la mano de la frente, la sobresaltó el sonido del teléfono móvil.

Suspiró y se dijo que era bueno dejar atrás recuerdos desdichados.

Al comprobar que se trataba de Pia, se colocó el auricular en la oreja, convirtiéndolo así en un aparato manos libres mientras continuaba haciendo la maleta y conversaba.

–¿No se supone que debes estar en Atlanta para una boda? –le preguntó Belinda sin preámbulos.

–Sí, pero tengo toda la semana antes de que el ritmo aumente para el acontecimiento principal del sábado.

Pia y ella, junto con su amiga mutua, Tamara, se habían conocido en acontecimiento benéficos junior. Las tres se habían instalado en Nueva York nada más terminar la universidad. Aunque habían elegido vivir en distintas partes de Manhattan y perseguían diferentes carreras, con Tamara dedicada al diseño de joyas mientras el sueño de Pia siempre había sido la organización de bodas, se habían hecho excelentes amigas.

Aunque Tamara era hija de un vizconde británico, Belinda no la había conocido como integrante de la aristocracia inglesa porque Tamara había crecido principalmente en los Estados Unidos, después de que su madre estadounidense se hubiera divorciado de su padre noble.

Pensó que era una pena, ya que su amiga bohemia y librepensadora habría sido una bocanada de aire fresco en su adolescencia rígida y estructurada. Pia se parecía más a ella, aunque procedía de un entorno de clase media de Pensilvania.

–No te preocupes –bromeó Belinda, adivinando el motivo de que Pia la llamara–, sigo vivita y coleando. Pretendo conseguir mi libertad del marqués aunque sea lo último que haga.

Lamentaba las repercusiones que el desastre nupcial del sábado tendría en el negocio de organizaciones de bodas de Pia. Sólo había pensado en darle un empujón a la carrera de su amiga al pedirle que lo planificara todo en vez de ser una de las damas de honor… a pesar de saber que Pia era una romántica empedernida. Por desgracia, ninguno de los planes del sábado había salido bien.

Como el día anterior había mantenido una conversación a tres con Pia y Tamara y la primera acababa de llegar a Atlanta por cuestiones de trabajo ese mismo día, percibía que en la llamada de su amiga había algo más que la oportunidad de charlar.

Como no le gustaba dar rodeos, fue directa al grano.

–Sé que no me llamarías sin una razón.

–Bueno –comenzó Pia con delicadeza–, ojalá esta conversación pudiera tener lugar más adelante, pero apremian el tema del anuncio que hay que dar, en caso de que haya que hacerlo, con respecto a las nupcias interrumpidas y luego, por supuesto, el de los regalos de boda…

–Devuélvelos todos –cortó ella.

Era optimista pero también realista. Desconocía el tiempo que haría falta para lograr que el marqués le concediera la anulación o el divorcio.

–De acuerdo –Pia sonó aliviada e insegura al mismo tiempo–. ¿Estás segura? Porque…

–Estoy segura –confirmó Belinda–. Y en cuanto a una declaración, no creo que sea necesaria emitir ninguna. Gracias en parte a la señora Hollings, creo que todo el mundo está al corriente de lo sucedido el sábado.

–¿Y qué hay entre Tod y tú? ¿Podréis… arreglar las cosas?

Al salir de la iglesia, Tod la había alcanzado, al parecer abandonando el enfrentamiento con Colin poco después que ella, y habían mantenido una conversación breve e incómoda. Al tiempo que se esforzaba en mostrar ecuanimidad, seguía atónito, irritado y avergonzado.

Belinda le había devuelto el anillo de compromiso. Le había parecido lo más decente. Después de todo, acababa de descubrir que seguía casada con otro hombre.

Suspiró.

–Tod está perplejo y enfadado, y en estas circunstancias no puedo culparlo.

La única excusa que tenía para no haberle contado aquella fuga era que ella misma apenas podía pensar en el incidente. Le resultaba demasiado doloroso.

Pia carraspeó.

–¿O sea que las cosas entre Tod y tú están…?

–En espera. Indefinida –confirmó–. Él espera que yo resuelva la situación, y entonces decidiremos el camino a seguir.

 

 

¿Qué diablos te ha pasado, Belinda? –dijo el tío Hugh saliendo de detrás del escritorio cuando su sobrina entró en la biblioteca de su casa del barrio londinense de Mayfair.

Todo su rostro era una máscara de desaprobación.

La había convocado para que se explicara. Ella, Belinda Wentworth, había hecho lo que ninguno de sus antepasados… traicionar su herencia al casarse con un Granville.

Al ir a Londres en viaje de negocios había sabido que tendría que presentarse en la casa de Mayfair. Había podido eludir conversaciones y explicaciones exhaustivas con sus parientes justo después de la boda gracias a una huida precipitada.

Miró el cuadro Gainsborough de Sir Jonas Wentworth situado sobre la repisa.

La casa de Londres llevaba generaciones en el clan de los Wentworth. Como otras muchas familias de clase alta, los Wentworth habían luchado con uñas y dientes para retener la elegante dirección de Mayfair que, al mismo tiempo, aportaba una gran dosis de distinción, aunque ya no representaba importantes generaciones nobles debido al creciente número de riqueza nueva.

Aunque no poseían títulos, descendían de una rama más joven de los duques de Pelham, y a lo largo de los años se habían casado con muchas otras familias aristócratas… con la evidente excepción de los despreciados Granville. Por ello, se consideraban tan de sangre azul como el que más.

–Has creado un buen enredo –continuó su tío mientras un criado entraba con un carrito con todo lo necesario para el té de la tarde.

Belinda se mordió el labio inferior.

–Lo sé.

–Que debe resolverse sin dilación.

–Desde luego.

Cuando el criado abandonó la estancia, Hugh le indicó que se sentara.

–Bueno, ¿qué vas a hacer para solucionar este caos? –preguntó mientras ella ocupaba el sofá y él un sillón próximo.

Por la fuerza de la costumbre, Belinda se adelantó para servir el té. Le daba algo que hacer… y la ilusión de mantener el control mientras evitaba mirar a su tío a los ojos.

–Pretendo conseguir la anulación o el divorcio, desde luego –aseveró. Pero en ese momento por su cabeza pasó la imagen de estar en una cama enorme en compañía de Colin Granville, compartiendo champán y fresas en lo alto de las luces centelleantes de Las Vegas.

Se le encendió el rostro.

–¿…una indiscreción juvenil?

Alzó la cabeza.

–¿Qué?

El tío enarcó las cejas.

–Sólo preguntaba si esta desgraciada situación tuvo lugar debido a una indiscreción juvenil.

Sabía que debía parecer culpable.

–¿Puedo aducir eso a pesar de tener treinta años en el momento en que sucedió?

El tío Hugh la contempló con expresión pensativa pero indulgente.

–No soy tan viejo como para no recordar todas las fiestas a las que uno puede entregarse cuando tiene esa edad.

–Sí –concedió Belinda, más que dispuesta a aceptar la excusa que se le ofrecía–. Debió de ser eso.

El tío recogió el té y el plato que le entregó.

–Y, sin embargo, me sorprendes, Belinda –continuó después de beber un sorbo–. Tú nunca fuiste propensa a la rebelión. Fuiste a un internado apropiado y luego a Oxford. Nadie esperaba este escenario.

Debería haber adivinado que no permitirían que se librara con tanta facilidad.

Odiaba decepcionar al tío Hugh. Había sido una figura paternal desde que su propio padre falleciera después de luchar durante un año contra el cáncer cuando ella contaba trece años. Al ser el hermano mayor de aquél, y jefe de la familia Wentworth, había adoptado de forma natural el papel paterno. Viudo desde hacía tiempo, el tío Hugh había sido incapaz de tener hijos y, desde entonces, había permanecido soltero y sin herederos directos.

Por su parte, Belinda había intentado ser una buena hija sustituta. Había crecido en las mansiones campestres del tío Hugh, donde había aprendido a nadar y a montar en bicicleta. Había sacado buenas notas, no había sido una adolescente caprichosa y había mantenido su nombre lejos de las columnas de chismorreos… hasta ese momento.

El tío Hugh suspiró y movió su cabeza cana.

–Casi tres siglos de enemistad y ahora esto. ¿Sabías que tu antepasada Emma fue seducida por un canalla Granville? Por suerte, la familia fue capaz de acallar el asunto y arreglar un matrimonio respetable para la pobre muchacha con el hijo menor de un baronet –frunció el ceño–. Por otro lado, nuestra disputa territorial del siglo XIX con los Granville se prolongó durante años. Afortunadamente, al final los tribunales pudieron reivindicarnos en el asunto del linde correcto entre nuestra propiedad y la de ellos.

Belinda ya había oído muchas veces esas historias. Abrió la boca para decir algo, cualquier cosa, que explicara que su situación con Colin era diferente.

–¡Ah! Veo que al fin te he encontrado.

Se volvió a tiempo de ver entrar a su madre en la sala. Cerró la boca con brusquedad para evitar emitir un gemido. Se dijo que de la sartén saltaba al fuego.

Su madre le entregó el bolso y el chal de chifón a una criada que se apresuró a entrar antes de retirarse con discreción. Como de costumbre, se la veía impecable, como si acabara de llegar de un almuerzo en Annabelle’s o en cualquiera de sus otros restaurantes habituales. Tenía cada cabello colocado en el sitio que le correspondía, el vestido era de una elegancia clásica y, probablemente, las joyas que llevaba eran herencias familiares.

Belinda pensó que el contraste entre su madre y ella no podía ser más pronunciado. Ella iba informal, con unos chinos y una blusa vaporosa de mangas cortas acompañados con unos diseños de bisutería accesibles creados por Tamara.

E incluso dejando a un lado los complementos, sabía que físicamente no se parecían. Su madre era una rubia frágil, mientras que ella era una morena escultural. En ese sentido, salía a la rama Wentworth de la familia.

–Madre –probó–, hablamos justo después de la boda.

La mujer la miró con los ojos muy abiertos.

–Sí, cariño, pero sólo me diste una respuesta muy vaga y elemental.

–Te dije lo que sabía.

Su madre movió una mano con displicencia.

–Sí, sí, lo sé. La aparición del marqués fue inesperada y sus afirmaciones estrafalarias. No obstante, nada encara la cuestión de cómo has podido estar casada dos años sin que nadie estuviera al corriente de semejante hecho.

–Ya te he dicho que el marqués explicó que la anulación jamás se concretó. Estoy en el proceso de confirmar esa aseveración y de rectificar el asunto.

Aún no había contratado a un abogado de divorcios, pero había llamado a un letrado de Las Vegas para solicitarle que verificara la afirmación de Colin… que todavía seguían casados.