ILSE LA HECHICERA




V.1: mayo, 2019


Título original: Ilse Witch

© Terry Brooks, 2000

© de la traducción, Cristina Riera Carro, 2019

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2019

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: Irina Alexandrovna / Shutterstock

Corrección: Virginia Buedo


Traducción publicada bajo acuerdo con Ballantine Books, sello de The Random House Publishing Group, una división de Random House, Inc.


Publicado por Oz Editorial

C/ Aragó, nº 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@ozeditorial.com

www.ozeditorial.com


ISBN: 978-84-17525-39-2

IBIC: FM

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.


ILSE LA HECHICERA


Terry Brooks

LIBRO IX LAS CRÓNICAS DE SHANNARA


Traducción de Cristina Riera

Colección Oz Nébula


1



Para Carol y Don McQuinn,

por haber redefinido el concepto de la palabra amigos en más sentidos de los que soy capaz de contar




Sobre el autor

2

Terry Brooks es un célebre y prolífico autor de literatura fantástica, con más de veinticinco best sellers en las listas de más vendidos del New York Times. Solo las novelas de la serie Shannara cuentan con más de treinta volúmenes, aunque también ha escrito otras sagas, como las de Landover o de Word & Void. También ha realizado adaptaciones del cine de las películas Star Wars Episodio I: La Amenaza Fantasma y Hook. Ilse la Hechicera es el primer título de la trilogía El viaje de Jerle Shannara.

Ilse la hechicera


Embárcate en una aventura que cambiará el destino de las Cuatro Tierras


Hace treinta años, el príncipe elfo Kael Elessedil partió con un grupo en busca de un tesoro mágico capaz de cambiar el devenir de las razas. Pero ninguno regresó jamás. Hasta ahora.

Cuando uno de los miembros de esa expedición reaparece con un misterioso mapa, Walker Boh, el último de los druidas y descendiente de Shannara, será el único capaz de descifrarlo y emprenderá una nueva aventura para hacerse con el tesoro.

Pero alguien más conoce el secreto que esconde el mapa: una joven hechicera con un terrible poder que hará todo lo posible por desbaratar los planes del druida.





La saga de fantasía épica que ha vendido 27 millones de ejemplares



«No sé cuántos libros de Terry Brooks he leído (y releído) en mi vida. Su obra fue importantísima en mi juventud.»

Patrick Rothfuss


«Un gran narrador, Terry Brooks crea epopeyas ricas llenas de misterio, magia y personajes memorables.»

Christopher Paolini


«Confirma el lugar de Terry Brooks a la cabeza del mundo de la fantasía.»

Philip Pullman


«Un viaje de fantasía maravilloso.»

Frank Herbert


«Shannara fue uno de mis mundos favoritos de la literatura cuando era joven.»

Karen Russell


«Si Tolkien es el abuelo de la fantasía moderna, Terry Brooks es su tío favorito.»

Peter V. Brett

CONTENIDOS

Página de créditos

Sinopsis de Ilse la hechicera

Dedicatoria


Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32


Sobre el autor

32


Cuando se inició el ataque contra Walker, Bek se encontraba junto a Ryer Ord Star, tan cerca de esta que oyó cómo la vidente inspiraba bruscamente cuando el primer filamento de fuego hendió el aire directo hacia el druida. La joven se tambaleó mientras profería un lamento agudo y acto seguido salió disparada hacia el interior del laberinto. El muchacho, perplejo por lo inesperado de su reacción, se quedó petrificado donde estaba, y fue uno de los tres elfos cazadores quien corrió tras ella. Los otros dos agarraron a Bek de los brazos y lo apartaron del campo de batalla mientras el chico se retorcía para zafarse. Walker se había tirado al suelo y contraatacaba lanzando proyectiles de fuego con los dedos, con los que calcinaba las paredes y las particiones que disparaban los hilos de fuego. A ambos lados del muchacho, miembros de los destacamentos laterales cargaron contra el laberinto para acudir al auxilio del druida, con las espadas desenvainadas, cada cual pronunciando su respectivo grito de guerra.

Entonces, los filamentos de fuego también brotaron de las paredes entre las que avanzaban los miembros del destacamento, les sajaron el cuerpo desprotegido y los cercenaron. Horrorizado, Bek presenció cómo un elfo se descomponía en un entramado de hilos: descuartizaron su cuerpo y las partes y la sangre salieron despedidas en todas direcciones. Los gritos retumbaron en la niebla, se mezclaron con el humo y el hedor acre de la carne quemada. Cuando los filamentos, hebras de muerte carmesí, comenzaron a perseguirlos, los rescatadores en potencia del druida se echaron al suelo de metal del laberinto y se arrastraron rápidamente hasta parapetarse tras las paredes que tenían más cerca. Bek vio que una de las hebras cortaba a Ryer Ord Star, que salió despedida contra una pared y cayó desplomada. El elfo que iba tras ella terminó descuartizado a cinco metros de distancia.

Walker se había vuelto a levantar y les gritó algo, pero las palabras se ahogaron entre tanto alboroto. Sin aguardar su respuesta, el druida siguió adelante, una figura espectral entre la penumbra, con el brazo estirado ante él como si fuera un escudo; lo iba dirigiendo a izquierda y derecha para contraatacar a los hilos de fuego con magia druida mientras se abría camino para llegar al obelisco.

Bek exhaló de golpe cuando una ola de desesperación lo embargó y se volvió hacia los elfos que lo agarraban de los brazos. Se sorprendió al descubrir que uno de ellos era la rastreadora Tamis.

—¡Tenemos que ir a ayudarle! —le espetó, frustrado, mientras retomaba su lucha por liberarse.

—Nos ha dicho que nos quedemos aquí, Bek —replicó ella, con calma, mientras barría la niebla con la mirada—. Es un suicido meterse ahí.

Un chirrido de metal contra metal a su izquierda les llamó la atención. De los edificios planos ante los que habían pasado para llegar hasta ahí surgían sigilosamente unas figuras que recordaban a arañas. Eran seres achaparrados, de patas torcidas, que se expandieron por la zona que había a espaldas de lo que quedaba del destacamento lateral comandado por Quentin y Panax.

—Escaladores —susurró Tamis.

Bek se quedó congelado. Un hombre normal y corriente no tenía ninguna oportunidad de vencer a un escalador. Incluso Quentin, que disponía de la magia de la espada, se vería en apuros para detener a tantos. Un laberinto interminable, filamentos de fuego y ahora bestias de metal: la visión terrorífica de Ryer Ord Star se había hecho realidad.

—Nos vamos —anunció Tamis, y tiró de él en la misma dirección por la que habían venido.

—¡Espera! —Bek la detuvo dando un tirón con el brazo. Hizo una señal hacia al laberinto. Ryer Ord Star trataba de levantarse, se había puesto de rodillas. Bek dirigió una mirada de súplica a Tamis—. ¡No podemos dejarla ahí! ¡Tenemos que tratar de ayudarla!

A lomos de una brisa repentina, un sabor y hedor acres y el humo llegaron hasta ellos, y una niebla llena de cenizas les acarició el rostro. La rastreadora lo miró de hito en hito un instante, luego le soltó el brazo y lo dejó agarrado por su compañero.

—Esperadme aquí.

Entró corriendo en el laberinto sin vacilar; los hilos de fuego la persiguieron, trataron de cortarle el camino y quemaron el suelo de metal mientras iban tras ella. En dos ocasiones recorrió un largo trecho deslizándose, estirada, para evitar los filamentos de fuego que hendían el aire por encima de su cabeza, y en una ocasión apenas había abandonado el extremo de una pared cuando el fuego abrasó su superficie pulida. Más adelante, Ryer Ord Star estaba a cuatro patas, con la cabeza gacha, la melena plateada le colgaba como una cortina sobre el rostro. Tenía un brazo que le sangraba y el líquido le empapaba la tela raída de la túnica.

A la derecha de Bek, habían surgido más escaladores de la penumbra y se dirigían hacia el grupo de Ard Patrinell.

Tamis llegó hasta Ryer Ord Star tras dar un salto enorme que las apartó a ambas de mala manera de la trayectoria de un hilo de fuego. La rastreadora ayudó a la vidente a ponerse de pie y encabezó el regreso a través del laberinto, corriendo agachada, a veces tras las paredes; otras, campo a través mientras los filamentos de fuego cortaban el aire a su alrededor.

«No lo van a conseguir —pensó Bek—. ¡Están demasiado lejos! ¡El fuego está por todas partes!».

Buscó a Walker con la mirada, pero el druida había desaparecido. El muchacho no había visto qué le había ocurrido, adónde había ido o si había conseguido llegar hasta el obelisco. El centro del laberinto estaba envuelto en una niebla densa y lo recorrían siluetas cubiertas de humo y estallidos repentinos de fuego escarlata. A su izquierda, Quentin había presentado batalla: el fuego azul de la espada de Leah llameaba con fiereza y el sonido de su grito de guerra se alzó entre la bruma. A su derecha, los escaladores invadían el laberinto tras la estela de Ard Patrinell, Ahren Elessedil y los elfos cazadores que quedaban.

«¡Una trampa! ¡Una trampa! ¡Todo ha sido una trampa!». El muchacho tenía un nudo de ira y frustración en la garganta, en la cabeza se le agolpaban mil ocurrencias sobre oportunidades perdidas y malas decisiones.

Tamis surgió de sopetón del humo y del entramado de fuego rojo y letal. Tras ella, apareció Ryer Ord Star.

—¡Vamos, vamos, vamos! —les gritó la rastreadora a Bek y a su compañero, y juntos rehicieron el camino entre las ruinas.

«¡Quentin!», gritó Bek en el silencio de su mente mientras dirigía la mirada hacia atrás sin poder hacer nada.

Habían recorrido menos de una treintena de metros cuando un par de escaladores les cortaron el paso. Parecía que las bestias de metal estuvieran esperando a cualquiera que consiguiera llegar hasta allí. Emergieron de la parte posterior de uno de los edificios bajos; sus patas de metal rascaban y chirriaban mientras se movían para obstaculizarles el camino. Tamis y su compañero se adelantaron al instante para defender al muchacho y la vidente. Los escaladores los atacaron enseguida: avanzaron tan deprisa que se abalanzaron sobre los elfos cazadores antes de que pudieran protegerse. Tamis esquivó a su atacante, pero el otro elfo corrió peor suerte. El escalador lo derribó, lo inmovilizó contra el suelo con las pinzas mientras el elfo se debatía, inútilmente, y la bestia le arrancó la cabeza.

Bek fue testigo de lo que ocurría como si de un sueño se tratara: veía con claridad cada movimiento del elfo y del escalador y le parecían eternos, como si a ambos los lastrara y los encadenara el tiempo. Se agachó con los brazos alrededor de Ryer Ord Star en actitud protectora mientras su mente le gritaba que hiciera algo, lo que fuera, que ayudara, porque necesitaban ayuda y no había nadie más. Petrificado por el horror y la indecisión, contempló cómo el brillo de la luz titilaba en las puntas de las pinzas cuando estas descendieron, observó los movimientos desesperados de los brazos y piernas del elfo mientras este trataba en vano de liberarse y cómo la sangre salía a chorros del cuello cercenado.

Algo en su interior se fracturó justo en ese momento y, olvidándose de todo excepto del impulso ahora irresistible de reaccionar ante lo que había presenciado, Bek se puso a gritar. Se rompió una presa y manaron una rabia, una desesperación y una frustración que ya no era capaz de contener. Todos estos sentimientos lo embargaron y le hicieron liberar su magia en un torrente; le confirieron vigor y poder a la magia, le brindaron la fuerza del hierro y la afilaron hasta que poseyó el corte de un cuchillo. La magia brotó de él a toda velocidad y asoló a los escaladores como si estuvieran hechos de papel, los hizo trizas al instante y los redujo a escombros.

Bek se había puesto de pie. La cabeza le rodaba en una miasma de invencibilidad, lo había olvidado todo excepto la euforia que lo embargaba cuando el poder de la magia lo inundaba. Apareció otro escalador ante él y lo destrozó con la misma decisión implacable: su voz lo agarró, lo levantó y lo hizo pedazos. Las piezas salieron volando por el aire. El muchacho, con el poder de su voz, las esparció en el viento como hojas y soltó un grito de triunfo.

Entonces algo le tiró de la pierna y lo devolvió a la realidad desde el borde de la locura en la que se había permitido sumirse. Se quedó en silencio, el eco de su voz todavía le retumbaba en los oídos y las imágenes le pasaban por la cabeza a toda prisa, como si tuvieran vida propia. Ryer Ord Star, en el suelo, se agarraba a él con los dedos tensos como garras y los ojos inyectados en sangre, clavados en los suyos con horror e incredulidad.

—¡No, Bek, no! —gritaba una vez y otra, como si llevara haciéndolo mucho rato, como si hubiese tratado de llegar hasta él desde el otro lado de muros de piedra y él no la hubiese oído.

El muchacho bajó la vista hacia el rostro contraído de la joven sin comprender, preguntándose a qué se debía el sufrimiento y la desesperación que reflejaba. ¿Acaso no los había salvado? Había dado con otro uso de su magia, uno que ni siquiera había sospechado que tuviera. Poseía un poder que trascendía incluso el de la espada de Leah, quizá incluso el del mismísimo Walker. ¿Qué había de malo en lo que había hecho? ¿Qué había provocado que estuviera tan angustiada?

Tamis llegó junto a él, agarró a la vidente y la ayudó a levantarse. El joven rostro de la primera era adusto y estaba cubierto de sangre.

—¡Corre y no mires atrás! —le ordenó a Bek mientras le tiraba a Ryer Ord Star a los brazos.

Con todo, el muchacho miró. No pudo evitarlo. Y lo que vio parecía sacado de una pesadilla. El laberinto estaba vivo, plagado de escaladores y filamentos de fuego carmesí. La visión de Ryer Ord Star se los había tragado a todos. Le escocieron los ojos de las lágrimas. Ningún humano sobreviviría ahí. Los gritos atravesaban la penumbra y las explosiones cortaban el aire con destellos infames de luz. ¿Qué había sido de Ard Patrinell y de Ahren y de Panax? ¿Y qué le había ocurrido a Quentin? Recordó la promesa que se habían hecho, compañeros de armas: cuidar el uno del otro. Diantres, ¿qué había sido de esta promesa?

—¡Que corras he dicho! —le gritó Tamis al oído.

Entonces Bek la obedeció, cargó contra la penumbra con Ryer Ord Star colgada de un brazo mientras ella intentaba seguirle el ritmo. Esta se había hundido de nuevo en sus lamentos, emitía un llanto agudo y suave de desesperación, y era lo más cerca que el muchacho iba a estar de hacer que se callara. En una ocasión, la miró mientras se planteaba pedirle que parara. La joven corría con los ojos cerrados, la cabeza medio vuelta y una expresión de tal angustia cincelada en el rostro que decidió dejarla en paz.

Fragmentos de magia brillante le centellearon en los ojos, espectros del legado que había descubierto y aceptado, susurros de un poder desatado. Quizá era un legado demasiado grande. Demasiado poderoso. Las ansias de más lo invadieron, una urgencia inconfundible de volver a experimentar las sensaciones que la magia comportaba. Soltó un grito ahogado ante la intensidad de esa necesidad y respiró entrecortadamente, con el rostro ruborizado y el cuerpo muriéndose de ganas de cantar.

Mientras huía, no dejaba de pensar que debía cantar más. Mucho más, antes de llegar a estar satisfecho.

Al cabo de unos minutos, habían dejado atrás el caos del laberinto; el griterío y los destellos de fuego se amortiguaban mientras ellos desaparecían en la penumbra y la niebla.


***


Corrieron durante mucho rato, deshicieron el camino a través de las ruinas y se adentraron en el bosque que se extendía al otro lado antes de que Tamis los hiciera detenerse en una arboleda de madera noble sumida en las sombras. Rodeados por la humedad y la niebla, se agacharon envueltos en el silencio de los árboles mientras los latidos del corazón les retumbaban en el oído. Bek se inclinó hacia adelante, boqueando, con las manos en las rodillas. A su lado, Ryer Ord Star seguía llorando con suavidad, con los ojos clavados en el vacío, como si viera algo que estaba más allá del lugar en el que se había congregado el trío.

—Hace mucho frío y está muy oscuro, estoy atada con bandas de metal, el vacío me rodea —murmuró la joven, perdida en una lucha interior, sin ser consciente de nada ni nadie a su alrededor—. Hay algo aquí y me está observando…

—Ryer Ord Star —susurró el muchacho con brusquedad mientras se inclinaba hacia ella.

—Ahí, donde las sombras más densas envuelven la oscuridad, justo detrás de…

—¿Me oyes? —le espetó.

La vidente se sacudió como si la hubieran golpeado, lanzó las manos hacia adelante y agarró el aire.

—¡Walker! ¡Espérame!

Entonces, se quedó inmóvil. La invadió una calma extraña, un manto de serenidad. Se apoyó sobre los talones, arrodillada en la oscuridad, las manos metidas entre la ropa y el cuerpo erguido. Tenía los ojos clavados en el vacío.

—¿Qué le pasa? —preguntó Tamis, y se arrodilló junto a Bek.

Este sacudió la cabeza.

—No lo sé.

El muchacho le pasó una mano por delante de los ojos. La vidente no parpadeó ni mostró ningún tipo de reconocimiento. Bek susurró su nombre, le acarició el rostro y luego la zarandeó con brusquedad. Ella siguió sin reaccionar.

La rastreadora y el muchacho se miraron el uno al otro, no podían hacer nada. Tamis suspiró.

—No conozco una cura para esto. ¿Y tú, Bek? Pareces una caja de sorpresas. ¿Tienes alguna que pueda lidiar con esto?

Este sacudió la cabeza.

—No, lo dudo mucho.

La elfa se pasó la mano por el cabello negro y corto y lo observó con unos ojos grises.

—Bueno, tampoco lo descartes tan rápido. Lo que ha ocurrido allí atrás con los escaladores sugiere que eres más que un grumete cualquiera. —Hizo una pausa—. Posees algún tipo de magia, ¿verdad?

El muchacho asintió, receloso. ¿Qué sentido tenía esconderlo ahora?

—Justo estoy descubriéndola yo mismo. En Mefítico, yo fui quien encontró la llave. Era la primera vez que la usaba. Pero no sabía que era capaz de hacer esto. —Señaló las ruinas con un gesto, los escaladores que había destruido—. Quizá Walker sí que lo sabía, pero se lo guardó. Creo que Walker sabe muchas cosas sobre mí que guarda en secreto.

Tamis se apoyó en los talones y sacudió la cabeza.

—Druidas. —Clavó la vista en los árboles—. Me pregunto si todavía estará vivo.

—Me pregunto si cualquiera de ellos lo estará. —Se le rompió la voz y tragó saliva con esfuerzo debido a los sentimientos que lo atenazaban.

La rastreadora se puso en pie poco a poco.

—Solo hay un modo de descubrirlo. Se está haciendo de noche. Me muevo con más agilidad cuando se ha desvanecido la luz. Pero, si lo hago, deberás quedarte aquí con ella. —Señaló a Ryer Ord Star con la cabeza—. ¿Crees que podrás?

Él asintió.

—Pero preferiría irme contigo.

Tamis se encogió de hombros.

—Tras ver lo que les has hecho a esos escaladores, yo también lo preferiría. Pero no creo que podamos dejarla sola en este estado.

—No —coincidió él.

—Regresaré tan pronto como pueda. —Se estiró y señaló hacia la izquierda—. Bordearé los árboles y me adentraré en las ruinas desde otra dirección. Vosotros esperad aquí. Si alguien ha escapado, lo más probable es que vuelvan por el mismo camino que nosotros, y desde aquí deberías verlos. Pero asegúrate de quién es antes de mostrarte.

Lo estudió un momento y luego se inclinó todavía más.

—No tengas miedo de usar esta magia recién descubierta si corréis peligro, ¿de acuerdo?

—No lo tendré.

Le ofreció una sonrisa leve y se escurrió entre los árboles.


***


Se hizo de noche enseguida tras la partida de la elfa, los últimos rayos de luz cedieron el paso a las sombras hasta que la noche invadió el bosque. Las nubes y la niebla ocultaban el cielo y se puso a llover de nuevo. Bek colocó a Ryer Ord Star bajo la copa de un nogal negro centenario, a resguardo del tiempo. Ella se dejó mover y se acomodó sin mostrar ninguna señal de reconocimiento, tan perdida en sí misma que el muchacho podría no haber estado allí perfectamente, tal era la diferencia que suponía su presencia. Sin embargo, sí que suponía una diferencia, se dijo Bek. Sin él, la vidente quedaba a la merced de lo que fuera que la encontrara. No podía protegerse, ni siquiera huir. Estaba completamente indefensa.

Bek se preguntó por qué la joven se había prestado a quedar tan vulnerable, qué había sucedido para que decidiera que sumirse en ese estado era necesario. Bek estaba convencido de que era un acto consciente. Tenía algo que ver con Walker, porque todo lo que hacía ella estaba relacionado con el druida. ¿Estaba unida a él ahora, igual que Bek lo había estado esos segundos en Rocaquebrada? Pero, en ese caso, la duración era muchísimo mayor. La vidente no había hablado ni reaccionado a nada desde hacía varias horas.

El muchacho la estudió un rato y luego perdió el interés. Cambió el foco de su atención y se centró en el camino, con la esperanza de divisar a alguien de la compañía que emergía entre la oscuridad. Se dijo a sí mismo que no podían estar todos muertos. No todos. No Quentin. No si disponía de la espada de Leah para protegerse. La amargura lo embargó y exhaló bruscamente. ¿A quién pretendía engañar? Había visto los hilos de fuego y los escaladores el tiempo suficiente para saber que se necesitaría un ejército de elfos cazadores para escapar de esas ruinas. Ni siquiera la magia de un druida bastaría.

Se recostó en el nogal y notó que la superficie plana de la espada de Shannara se le clavaba en la espalda. Había olvidado que la llevaba. En el tumulto por escapar de los hilos de fuego y los escaladores, ni siquiera se había planteado usarla como un arma, aunque ¿qué tipo de arma habría sido? No parecía que su magia hubiera sido de mucha utilidad. La verdad. ¿Qué podía hacer la verdad contra el fuego y el metal? Como arma para luchar habría servido de algo, pero no contra lo que se habían encontrado en las ruinas. Sacudió la cabeza. Era la magia más poderosa del mundo, según lo que le había dicho Walker, y él no era capaz de darle una utilidad. La magia de la canción era un arma mucho mejor y de lejos. Si tan solo descubriera las cosas que era capaz de hacer y entonces la dominara un poco más…

No terminó el pensamiento, lo embargaban dudas y recelos que no sabía definir. Era peligroso que usara la canción, una certeza imprecisa pero inconfundible. La magia era demasiado poderosa, demasiado inestable. No se fiaba de ella. Era extremadamente seductora y Bek percibía algo engañoso en su atractivo. Cualquier cosa que creara tal euforia y fuera tan adictiva tenía consecuencias. Y todavía no estaba seguro de comprender cuáles eran estas consecuencias.

Empezaba a hacer frío y se le ocurrió que ojalá tuviera aún la capa, pero la había perdido mientras corrían hacia ahí. Miró a Ryer Ord Star, después se le acercó para arrebujarla en los ropajes de la joven. La vidente estaba temblando y no era consciente de ello, de modo que el muchacho la estrechó y la atrajo hacia sí para darle calor con el cuerpo. ¿Qué iban a hacer si Tamis no encontraba a nadie vivo? ¿Y si la rastreadora tampoco conseguía volver? Bek cerró los ojos para ahuyentar sus dudas y temores. Era inútil darle demasiadas vueltas. No podía hacer nada para cambiar las cosas. Lo único que podía hacer era adaptarse lo mejor posible a la situación, por funesta que fuera.

Debió de quedarse dormido, exhausto como estaba por lo que había acontecido ese día, porque lo siguiente que recordaba era haberse despertado tras oír el ruido de alguien que se acercaba. Con todo, no había sido tanto el ruido lo que lo había despertado como percibir la proximidad de otra persona. Sacó la cabeza del hueco que había entre el hombro y el cuello de Ryer Ord Star y parpadeó. Nada se movía, pero había algo, aún demasiado lejos para discernirlo; pero se encaminaba directo hacia ellos.

Y no había salido de las ruinas, sino que venía de la dirección en la que habían dejado la aeronave.

Bek se incorporó, se apartó con cuidado de la vidente y se levantó, aguzando el oído. El silencio reinaba en la noche, salvo por el golpeteo suave de la llovizna sobre las copas de los árboles. Bek se llevó la mano a la espada de Shannara, pero después la apartó. Se lo pensó mejor, se hizo a un lado y se adentró en las sombras. Percibía la presencia de la otra persona como si fuera un aura de calor o de luz. La notaba como lo hacía con la piel de su propio cuerpo.

Una figura encapuchada se materializó ante él, apareció de golpe, como un espectro. La figura era menuda y delgada y no tenía un físico imponente. El muchacho era incapaz de identificarla a partir de su aspecto. Se le acercó sin detenerse, cubierta con la capa y la capucha, un misterio que esperaba ser descubierto. Bek la contempló fascinado, incapaz de decidir qué hacer.

La figura levantó un brazo que señaló a Ryer Ord Star.

—Cuéntame qué ha ocurrido —le exigió una voz dulce pero autoritaria, una voz femenina—. ¿Por qué estás aquí? Te ordené que…

En ese momento, vio a Bek. Debió de sobresaltarla, porque se quedó rígida y bajó el brazo de golpe. Algo en su porte había cambiado y al muchacho le pareció que su presencia la había desconcertado.

—¿Quién eres? —le preguntó.

Su voz no rezumaba ni un ápice de simpatía, no quedaba rastro de la suavidad que había mostrado hacía tan solo unos segundos. Había cambiado en un abrir y cerrar de ojos, y Bek no creía que él ahora afrontara unas mejores circunstancias. Sin embargo, también percibió algo familiar en la voz de la mujer, algo que los vinculaba con tanta fuerza que era incapaz de ignorarlo. La miró de hito en hito, atenazado por el reconocimiento.

—¿Quién eres? —le repitió.

Él sí sabía quién era ella, y la certeza de eso dejó al muchacho sin aliento. El paso de los años se esfumó, desapareció como desaparece la lluvia de la piel cuando uno se seca, y un caleidoscopio de recuerdos lo embargó. La mayor parte los había olvidado hasta que el uso de la espada de Shannara se los había devuelto. Eran recuerdos de ella, que lo sostenía en brazos mientras corría entre el fuego y el humo, entre gritos y chillidos. Eran recuerdos de ella, que lo metía en la oscuridad, en un espacio cerrado, en un lugar donde estaría escondido de la muerte que los acechaba. Eran recuerdos de ella, cuando era una niña, hacía mucho tiempo, en un sitio y un momento que Bek apenas evocaba.

—Grianne —respondió y pronunció el nombre de ella en voz alta por vez primera desde que era un niño—. Soy yo, Grianne. Soy tu hermano.

1


Hunter Predd estaba patrullando las aguas del Confín Azul al norte de la isla de Mesca Ro, un puesto de avanzada de los jinetes de Ala Desplegada situado en el extremo occidental de las aguas territoriales élficas, cuando vio a un hombre encima de una percha. El hombre estaba tendido sobre la madera como si fuese una muñeca de trapo, con la cabeza recostada sobre la percha de modo que el rostro apenas sobresalía del agua y con un brazo sin fuerza alrededor de la estrecha madera que lo mantenía a flote para evitar resbalar y caerse. Tenía la piel quemada y en carne viva debido a la acción del sol, el viento y la meteorología, y la ropa estaba hecha jirones. Estaba tan quieto que era imposible saber si vivía o no. Había sido el balanceo peculiar de su cuerpo entre el manso vaivén de las olas lo que, de hecho, había llamado la atención de Hunter Predd.

Obsidiano ya se inclinaba con suavidad en dirección al náufrago; no necesitaba el contacto de las manos y rodillas de su jinete para saber qué debía hacer. Gracias a su vista, más aguda que la del elfo, había avistado al hombre en el agua antes que Hunter y ya había modificado el rumbo para efectuar un rescate. Esta era, en gran medida, la labor para la que lo habían entrenado: localizar y rescatar a aquellos cuyas embarcaciones habían zozobrado en alta mar. El roc era capaz de diferenciar un hombre de un trozo de madera o de un pez a mil millas náuticas de distancia.

Planeó en círculos despacio, con sus grandes alas abiertas de par en par, mientras descendía hacia la superficie. Sacó al hombre del agua con un movimiento delicado pero firme. Las garras gigantescas se cerraron con seguridad y ternura alrededor de ese cuerpo inerte y el roc recuperó altura. Infinito y raso, ese cielo de finales de primavera se extendía como una bóveda celeste y brillante gracias a la luz del sol que templaba el aire y arrancaba destellos de plata de las olas. Hunter Predd guio su montura de nuevo hacia la tierra más cercana que había: un pequeño atolón situado a unas pocas millas de Mesca Ro. Allí podría ver qué podía hacer en caso de que aún hubiera esperanza.

Llegaron a la islita en menos de media hora. Hunter Predd estableció que Obsidiano mantuviera un vuelo bajo y constante durante todo el trayecto. El roc, negro como la tinta y en la flor de la vida, era el tercero que tenía como jinete alado y podía decirse que, de los tres, era el mejor. Además de ser un ave grande y fuerte, Obsidiano poseía un instinto excelente y había aprendido a anticiparse a lo que Hunter quería que hiciera antes de que el jinete alado tuviera que indicárselo. Llevaban cinco años juntos; un lustro no era mucho tiempo para un jinete alado y su montura, pero sí el suficiente para que, en este caso, operaran como si estuvieran unidos a nivel mental y corporal.

Descendieron en el lado de sotavento del atolón y, con un batir de alas lento, Obsidiano depositó la carga en una franja de arena de la playa y después se posó en unas rocas que quedaban cerca. Hunter Predd descabalgó de un salto y se apresuró a acercarse a la figura inmóvil. El hombre no reaccionó cuando el jinete alado lo colocó bocarriba y empezó a verificar si seguía vivo. Le encontró el pulso: su corazón todavía latía. Respiraba muy despacio y de un modo superficial. Por otro lado, cuando Hunter Predd observó su rostro, se dio cuenta de que le habían arrancado los ojos y cortado la lengua.

Era un elfo, se fijó el jinete alado. Pero no era miembro del Ala Desplegada: lo delataba la ausencia de las típicas cicatrices que les dejaban los arreos en las muñecas y manos. Hunter examinó su cuerpo minuciosamente por si había algún hueso roto, pero no halló ninguno. Al parecer, los únicos daños físicos patentes eran los que le habían infligido en el rostro. Además, presentaba síntomas de congelación y de desnutrición. Hunter vertió un poco de agua fresca del odre sobre los labios del hombre y dejó que el hilillo le bajara por la garganta. Los labios del hombre se movieron un poco.

Hunter contempló las opciones que tenía y optó por llevar al hombre a la ciudad portuaria de Fronda Águila, el asentamiento más cercano donde podría encontrar un elfo sanador que pudiera proporcionarle los cuidados que necesitaba. También hubiese podido llevar al hombre a Mesca Ro, pero la isla solo era un puesto de avanzada. Otro jinete alado y él eran sus únicos habitantes. Allí no iba a encontrar ayuda sanitaria. Si quería salvar la vida de ese hombre, debía arriesgarse a transportarlo hacia el este, hasta el continente.

El jinete alado regó la piel del hombre con agua fresca y le aplicó un bálsamo curativo que evitaría que continuara quemándose. Hunter no cargaba con ropa de más, de modo que el hombre debería seguir con los harapos que vestía. Trató de volverle a dar un poco de agua fresca y, esta vez, la boca del hombre la recibió con avidez y soltó un gemido suave. Por un momento, los párpados vacíos trataron de abrirse y farfulló algo ininteligible.

De forma automática y debido al entrenamiento recibido, el jinete alado registró al hombre y le quitó los únicos dos objetos que encontró. Hunter Predd, sorprendido y perplejo a partes iguales, los observó con atención uno por uno y las arrugas de sus labios se acentuaron.

Como no quería retrasar la partida ni un solo minuto más, Hunter levantó al hombre y, con la ayuda de Obsidiano, lo colocó sobre el lomo ancho del ave y lo sujetó sobre una albarda almohadillada con correas. Tras una comprobación final, Hunter se encaramó a su montura y Obsidiano alzó el vuelo.

Volaron hacia el este, directos hacia la penumbra que se cernía sobre la tierra, durante tres horas. El sol se estaba poniendo cuando divisaron Fronda Águila. La población de la ciudad marítima estaba constituida por una mezcla de razas en la que predominaba la elfa, y los habitantes estaban acostumbrados a las idas y venidas de los jinetes alados y sus rocs. Hunter Predd guio a Obsidiano hacia una altiplanicie donde había un claro bien señalado para aterrizar y el gran roc descendió con suavidad en medio de los árboles. Entre los curiosos que se habían congregado en un momento, eligió a un mensajero que mandó con presteza hasta la ciudad, y pronto apareció el elfo sanador con un puñado de camilleros.

—¿Qué le ha ocurrido? —le preguntó el sanador a Hunter Predd al descubrir las cuencas vacías y la boca destrozada del hombre.

Hunter sacudió la cabeza.

—Lo encontré en este estado.

—¿Lleva algo que lo identifique? ¿Quién es?

—No lo sé —mintió el jinete alado.

Aguardó a que el facultativo y sus ayudantes hubiesen alzado al hombre y lo hubiesen empezado a transportar hacia la casa del sanador, donde lo colocarían en una de las estancias de la enfermería que había en el centro de curación, y luego mandó a Obsidiano que se posara a cierta altura en la lejanía. Después siguió al gentío. Lo que había descubierto no lo podía compartir con el sanador ni con ningún habitante de Fronda Águila. Lo que había descubierto solo se lo podía contar a un hombre.

Se sentó en el porche de la casa del sanador y se puso a fumar de la pipa, con el arco y el cuchillo de caza a mano mientras esperaba a que el curandero volviera a salir. El sol ya se había puesto y la última luz del día se reflejaba sobre las aguas de la bahía con un moteado escarlata y dorado. Hunter Predd era menudo y flaco para ser un jinete alado, pero era tan fuerte como un cordel de nudos. No era joven, pero tampoco era viejo, sino que se hallaba entre ambos extremos y estaba satisfecho del momento de la vida en el que se encontraba. La tez del rostro morena debido al sol y enrojecida por culpa del azote del viento y los ojos grises bajo una gruesa mata de pelo castaño le hacían parecer lo que era: un elfo que había vivido toda su vida al aire libre.

En un momento determinado mientras esperaba, Hunter sacó el brazalete y lo sostuvo en alto para verlo mejor con la luz y asegurarse así de que no se había equivocado al identificar el emblema grabado. El mapa, en cambio, lo dejó en el bolsillo.

Uno de los ayudantes del sanador le trajo un plato de comida que devoró en silencio. Cuando hubo terminado, el ayudante reapareció para llevarse el plato, todo sin mediar palabra. El sanador, sin embargo, todavía no había salido.

Ya era tarde cuando lo hizo al fin, con aspecto demacrado y turbado, y se sentó junto a Hunter. Hacía un tiempo que se conocían: el sanador había llegado a la ciudad portuaria tan solo un año después de que Hunter hubiera regresado de las guerras fronterizas y se hubiera establecido en la costa para ofrecer sus servicios como jinete alado en esa zona. Habían aunado esfuerzos en más de un rescate y, aunque habían vivido experiencias muy distintas y sus vocaciones eran muy diferentes, tenían opiniones similares en cuanto a la estupidez del desarrollo mundial. Aquí, en un reducto de la extensa civilización denominada las Cuatro Tierras, ambos habían descubierto que podían huir un poco de esa locura.

—¿Cómo está? —le preguntó Hunter Predd.

El sanador suspiró.

—No demasiado bien. Puede que viva. Si es que a eso se le puede llamar vivir. Ha perdido los ojos y la lengua. Se los arrancaron a la fuerza. La hipotermia y la malnutrición han minado sus fuerzas con tanta gravedad que puede que nunca llegue a recuperarse del todo. Se ha despertado varias veces y ha tratado de comunicarse, pero no ha sido capaz.

—Tal vez, con el tiempo…

—No es cuestión de tiempo —lo interrumpió el sanador, quien atrajo la mirada del otro y se la sostuvo—. Es incapaz de hablar o de escribir. No solo se trata del daño infligido en la lengua o de la falta de fuerzas. Es una cuestión de la mente. La ha perdido. Sea lo que sea lo que ha sufrido, le ha producido un daño irreparable. Dudo que sepa dónde está o quién es.

Hunter Predd desvió los ojos hacia la oscuridad.

—¿Ni siquiera su nombre?

—Ni siquiera eso. Dudo que recuerde algo de lo que le ha ocurrido.

El jinete alado se quedó unos segundos en silencio, pensando.

—¿Te lo podrás quedar aquí un tiempo? Mientras lo cuidas, lo vigilas… Quiero investigar este tema en profundidad.

El sanador asintió.

—¿Por dónde vas a empezar?

—Arborlon, tal vez.

El suave chirrido de una bota contra el suelo le hizo volverse de golpe. Un ayudante se acercaba con un té caliente y comida para el sanador. Este le dedicó un asentimiento sin decir nada y el otro desapareció de nuevo. Hunter Predd se quedó de pie y se encaminó hacia el umbral para asegurarse de que estaban solos de nuevo; luego se volvió a sentar junto al sanador.

—Vigila a este pobre hombre de cerca, Dorne. Que no reciba visitas. Absolutamente de nadie, hasta que recibas noticias mías.

El sanador dio un sorbo al té.

—Sabes algo sobre él que no me has contado, ¿verdad?

—Tengo algunas sospechas, que es diferente. Pero necesito tiempo para confirmarlas. ¿Me lo puedes conceder?

El sanador se encogió de hombros.

—Puedo intentarlo. También dependerá del hombre, ya veremos si está aquí cuando regreses… Está muy débil. Deberías darte prisa.

Hunter Predd asintió.

—La misma prisa con la que es capaz de volar Obsidiano —replicó en voz baja.

Tras él, en la negrura cercana de la puerta abierta, una sombra se despegó de una pared y se alejó en silencio.


***


El ayudante que les había servido la cena al jinete alado y al sanador esperó hasta pasada la medianoche, cuando la mayoría de los habitantes de Fronda Águila estaban durmiendo, para salir de sus aposentos de la ciudad y adentrarse en el bosque circundante sin ser visto. Se movía con rapidez, aprovechando la negrura; conocía el camino porque lo había recorrido cientos de veces. Era un hombre menudo y arrugado que se había pasado la vida entera en la localidad, y rara vez alguien se fijaba en él. Vivía solo y tenía pocos amigos. Había servido en la casa del sanador durante más de treinta años, un ayudante callado que nunca se quejaba, a quien le faltaba imaginación pero con quien se podía contar. Unas cualidades perfectas para realizar su trabajo como auxiliar, pero que le iban aún mejor como espía.

Llegó a las jaulas que tenía escondidas en el corral a oscuras que había detrás de la vieja cabaña donde había nacido. Cuando su padre y su madre murieron, le legaron la propiedad por ser el primogénito varón. Era una herencia pobre y nunca había llegado a aceptar que eso era todo a lo que tenía derecho. Cuando se le había ofrecido la oportunidad, la había aceptado con ansiedad e impaciencia. Oír unas cuantas palabras por aquí, otras por allí; reconocer un rostro o un nombre a partir de las historias que se contaban en las tabernas y las cervecerías, retazos de información que los rescatados del océano dejaban caer cuando los llevaban al centro para que los curaran, etcétera. Todo esto poseía un valor para la gente interesada.

Sobre todo para una persona en particular, de eso no le cabía duda.

El ayudante sabía lo que se esperaba de él. Se lo había dejado bien claro desde el principio. Ella era su Ama, ante quien tendría que responder si sobrepasaba los límites de la obediencia que ella le había trazado. Quienquiera que cruzara el umbral del sanador y cualquier cosa que dijera, importara o no, ella debía saberlo. Le había dicho que la decisión de llamarla siempre le atañería solo a él. Por supuesto, también debía estar preparado para rendir cuentas de la llamada. No obstante, era mejor ser atrevido que llegar tarde. Para ella, perder una oportunidad era mucho menos aceptable que perder el tiempo.

El ayudante se había equivocado unas cuantas veces, pero ella no se había enfadado ni se lo había reprochado. Ya se esperaba que el hombre cometiera algunos errores. En general, este sabía qué valía la pena contar y qué no. Debía ser paciente y perseverar.

Había desarrollado estas dos cualidades y le habían sido de utilidad. Esta vez estaba seguro: había descubierto algo de importancia.

Abrió la puerta de la jaula y sacó una de las aves extrañas que ella le había dado. Tenían un aspecto siniestro: los ojos penetrantes y los picos afilados, las alas con forma de flecha y el cuerpo delgado. Se ponían a observarlo desde el momento en que aparecía en su campo de visión, cuando sacaba alguna de las jaulas o les ataba un mensaje a la pata, como estaba haciendo ahora. Lo examinaron como si estuvieran evaluando su eficiencia para un informe que iban a entregar más tarde. Al hombre no le gustaba cómo lo vigilaban y rara vez echaba la vista atrás.

Cuando hubo colocado el mensaje, lanzó el pájaro al aire y este se alzó hacia la oscuridad y desapareció. Estas aves solo volaban por la noche. A veces, regresaban y le traían mensajes del Ama. Otras, tan solo reaparecían y esperaban que las metiera en la jaula de nuevo. Él nunca se preguntó de dónde venían. Intuía que era mejor aceptar sencillamente la utilidad que tenían.

Contempló el cielo nocturno. Había hecho lo que había podido. Ahora no quedaba nada más por hacer salvo esperar. Ella le diría cuál era el siguiente paso. Siempre lo hacía.

Cerró las puertas del corral para que las jaulas quedaran escondidas otra vez y, con sigilo, deshizo el camino por el que había venido.


***


Dos días más tarde, Allardon Elessedil acababa de salir de una larga sesión con el Consejo Supremo de los elfos que se había centrado en la renovación de los acuerdos comerciales con las ciudades de Callahorn, y que también había versado sobre la guerra, que parecía interminable, en la que participaban como aliados de los enanos contra la Federación, cuando le informaron de que un jinete alado aguardaba para hablar con él. Ya era tarde y el rey estaba cansado, pero el jinete alado había volado directamente hasta Arborlon desde Fronda Águila, la ciudad portuaria meridional, un trayecto de dos días, y se había negado a entregar el mensaje a cualquier otra persona que no fuera el rey. El asistente que había notificado a Allardon la presencia del jinete alado le había transmitido con bastante claridad la determinación del otro a no cambiar de opinión al respecto.

El rey elfo asintió y siguió a su auxiliar hasta el lugar donde esperaba el jinete alado. El acuerdo que tenía con el Ala Desplegada exigía que el monarca accediera a cualquier petición de privacidad por su parte en lo que a transmisión de mensajes se refería. De conformidad con el contrato que se había redactado en la primera etapa del reinado de Wren Elessedil, los jinetes alados habían servido al pueblo elfo como exploradores y mensajeros a lo largo de la costa del Confín Azul durante más de ciento treinta años. A cambio de sus servicios, se los obsequiaba con bienes materiales y monedas. Era un acuerdo que se había demostrado útil en más de una ocasión para los reyes y reinas de los elfos. Si el jinete alado que aguardaba había pedido hablar con Allardon en persona, entonces debía de tener una buena razón para elevar tal petición y el rey no iba a ignorarla.

Acompañado de los guardias reales Perin y Wye, que lo flanqueaban con actitud protectora, el monarca siguió a su asistente tras abandonar el Consejo Supremo a través los jardines en dirección al Palacio Real, morada de la familia Elessedil. Allardon Elessedil era el rey desde hacía más de veinte años, desde que su madre, la reina Aine, había fallecido. Tenía una altura y una constitución media, todavía estaba en forma y era esbelto a pesar de los años que tenía; poseía una mente aguda y un cuerpo fuerte. Solo el cabello canoso y las arrugas que le surcaban el rostro delataban su edad avanzada. Era descendiente directo de la gran reina Wren Elessedil, que había rescatado a los elfos y a la capital de la isla salvaje de Morrowindl, donde la Federación y los detestables umbríos los habían desterrado. Él era su tataranieto y había desarrollado su vida comparándola siempre con la de ella.

Era difícil hacerlo en los tiempos que corrían. La guerra encarnizada contra la Federación se había sostenido durante diez años y no mostraba señales de ir a finalizar en un futuro cercano. La coalición de las Tierras del Sur, formada por fronterizos, enanos y elfos, había frenado el avance de la Federación por debajo del bosque de Duln hacía ya dos años, en los cerros del Prekkendorran. Ahora los ejércitos habían llegado a un punto muerto en una batalla que no había conseguido inclinar la balanza hacia unos o hacia otros en todo este tiempo y que continuaba sesgando vidas y consumiendo energía a un ritmo alarmante. Con todo, la guerra era necesaria, de eso no había duda. El intento de la Federación de recuperar las Tierras Fronterizas que había perdido en los tiempos de Wren Elessedil era una acción invasiva y predatoria y no podía tolerarse. No obstante, el monarca no podía evitar pensar en que su antepasada, a estas alturas, habría encontrado la manera de ponerle fin, algo que él no había conseguido.

Nada de eso estaba relacionado con la cuestión que ahora le ocupaba, se reprendió el rey. La guerra contra la Federación se desarrollaba sobre todo en la encrucijada de las Cuatro Tierras y todavía no había llegado hasta la costa. Por ahora, al menos, estaba contenida.

Entró en la sala de visitas, donde aguardaba el jinete alado, e hizo que sus acompañantes se retiraran de inmediato. Sabía que un miembro de la Guardia Real ya estaría escondido a una distancia suficiente para atacar en caso de que fuera necesario, aunque Allardon nunca había oído ningún caso en el que un jinete alado se convirtiera en asesino.

Mientras la puerta se cerraba tras la partida de su séquito, el rey le ofreció la mano al jinete.

—Siento haberte hecho esperar. Estaba en una sesión con el Consejo Supremo y mi asistente no ha querido interrumpirme. —Estrechó la mano nudosa del otro y examinó aquel rostro curtido—. Te conozco, ¿verdad? Ya me has traído algún mensaje una vez o tal vez un par de veces.

—Solo una —confirmó el otro—. Hace ya mucho tiempo. No tendríais por qué acordaros de mí. Me llamo Hunter Predd.

El rey elfo asintió; no le sonaba el nombre, pero sonrió de todos modos. Los jinetes alados no se atenían a formalidades y el rey no se molestó en intentar conservarlas:

—¿Qué quieres contarme, Hunter?

El jinete alado se metió la mano en la guerrera y sacó una cadena de metal corta y fina y un trozo de cuero. Sujetó ambos objetos mientras decía:

—Hace tres días, estaba haciendo la ronda por las aguas del norte de la isla de Mesca Ro, un puesto de avanzada del Ala Desplegada. Encontré a un hombre que se mantenía a flote sobre la percha de un navío. Su vida pendía de un hilo, tenía claros síntomas de hipotermia y deshidratación. No sé cuánto tiempo hacía que estaba allí, pero sin duda hacía unos cuantos días. Le habían arrancado los ojos y le habían cortado la lengua antes de arrojarlo al mar. Llevaba esto encima.