GuíaBurros Las 8 Disciplinas del Dragón



Sobre el autor

Borja Pascual es presidente de la Asociación Nacional de Nuevas Empresas, Roamers, Emprendedores y Autónomos, aNerea.


Es fundador y CEO de GRUPORUM, grupo de empresas dedicadas a ofrecer servicios profesionales.


Dirige Mundo Emprende, el portal de comunicación referencia para pymes y autónomos y dirige y presenta desde hace varios años el programa de radio del mismo nombre. Colabora habitualmente en diferentes medios de comunicación.


Informático de profesión, pero siempre más interesado en la gestión de proyectos, en la comunicación y el marketing, en el desarrollo de nuevos canales, en la gestión de objetivos y en el desarrollo de nuevas ideas y modelos de negocio.


Es autor de Ahorra o Nunca, como ahorrar y sacar el máximo partido a tus ahorros, de Empresario o Emperdedor, 10 errores que nunca debe cometer en su negocio, GuíaBurros Autónomos y GuíaBurros El Arte de la Prudencia, todos de la editorial EDITATUM y de Cómo montar un negocio online de la editorial ALMUZARA.

Agradecimientos

A mi padre, que tantas veces me ha enseñado a pescar.

Si después de leer este ebook, lo ha considerado como útil e interesante, le agradeceríamos que hiciera sobre él una reseña honesta en Amazon y nos enviara un e-mail a opiniones@guia-burros.com para poder, desde la editorial, enviarle como regalo otro ebook de nuestra colección.




Cuando el manual me descubre

Empieza la aventura

Era el verano de 1989 cuando mi vida estaba preparándose para una gran aventura, que con el tiempo se convertiría en uno de esos puntos de inflexión que cambian para siempre la manera que tenemos de estar en el mundo.

A finales de agosto debía volar a Estados Unidos para estudiar allí segundo de BUP, un curso completo. Tenía entonces solo catorce años aunque ya llevaba dos viajando a Inglaterra en verano, y es que mi primer viaje solo al extranjero fue con once años.

Este empeño de mis padres por que aprendiera inglés me trajo tres cosas importantes: la primera, por supuesto, poder hablar, leer y escribir en inglés sin ningún problema, pero además ––y sería la segunda––, me dio la oportunidad de expandir mi mundo y mi cabeza, ya con tan pocos años. También me permitió darme cuenta de la existencia de otras realidades, de lo grande que es el mundo y de lo pequeños que son los problemas.

Y sobre la tercera cosa importante que me dieron mis padres con tanto esfuerzo, económico y sentimental, me consta que a mi madre se le caía el alma a los pies solo de pensar que iba a estar un año fuera a tantos kilómetros. Es sobre lo que trata esta obra; en resumen, de cómo un libro, un método y unas enseñanzas me cambiaron la vida.

Los días de agosto pasaban y no recibíamos la ansiada llamada que nos dijera: «Ya tienes familia de acogida para tu año en Estados Unidos». Esta llamada supondría saber dónde, en qué estado, en que ciudad, que tipo de familia, etc… Un montón de información que me permitiría ir haciéndome una idea de cómo iban a ser los próximos meses alejado de mi familia, conociendo una cultura diferente y conviviendo con gente completamente desconocida para mí.

A diez días de la salida prevista seguíamos sin noticias y empezamos a ponernos nerviosos. El curso ya estaba contratado y pagado, pero continuábamos esperando. Otro compañero de clase que se había apuntado conmigo ya tenía familia y destino, y estaba preparando el viaje mientras nosotros todavía vivíamos en la angustia de no saber si se iba a producir.

Recuerdo días de nervios, con continuas llamadas a la empresa que lo organizaba y al director del colegio por el que habíamos llegado a esta empresa para organizar un viaje tan importante.

Parece que había problemas; muchas otras familias estaban en la misma situación, la empresa encargada en Estados Unidos de buscar las familias de acogida tenía problemas para conseguirlas. Más tarde sabríamos que, además, estaban a punto de quebrar.

Mi madre no desistió ni un minuto; insistió e insistió, y a solo dos día de la salida nos asignaron una familia y nos confirmaron el viaje. He de decir que, según supimos después, otros muchos niños se quedaron en tierra y no llegaron a vivir esta experiencia, al menos durante ese año.

Y así es como comienza esta aventura, que me llevaría a miles de kilómetros de mi casa para descubrir, entre otras cosas, una cultura y una manera de afrontar la vida totalmente desconocida para mí en ese momento.

La vida siempre te sorprende

Con solo dos días para preparar el viaje poco pudimos hacer. Sabíamos que el destino era Altoona, en Pensilvania, en casa de una familia con tres hijos, dos niñas y un niño de seis, cinco y tres años. Y la verdad, poca cosa más pudimos averiguar.

Después llegó el viaje de Madrid a Nueva York con el resto de niños del programa, dos días de estancia en Nueva York, y de allí, un vuelo a Pittsburg para finalizar en una especie de avioneta hasta Altoona.

Al llegar, esperándome en el aeropuerto, mi familia americana, pero con algún detalle que no habíamos contemplado: no era la típica familia americana que uno se puede imaginar, de esas que salen en las películas…

Ella era de origen italiano, joven y guapa; él, claramente de origen asiático, mayor, bajo y gordo, con cara amable, aupando a su hijo pequeño al que la extraña mezcla de razas lo hacía realmente adorable. Las dos niñas me miraban sin entender muy bien que hacían allí, en el aeropuerto, esperando a alguien que no conocían, y que iba a vivir en su casa los próximos 330 días…

Para mí, sorpresa mayúscula. Eran pocos los orientales que había visto en mi vida; en España todavía no habían llegado de manera masiva y eran algo muy exótico.

Eran ellos, no había duda. Sostenían un cartel donde ponía mi nombre, esa era la familia con la que pasaría el próximo año de mi vida. Pero las sorpresas no terminaron aquí. De hecho, ya nunca terminarían.

Poco a poco me fui acercando. Roberto, que así se hacía llamar mi padre de acogida, dio un paso al frente, y en un perfecto castellano me dio la bienvenida. Lo primero que pensé es lo poco que esto le iba a gustar a mis padres: hablaban castellano.

Sin embargo este detalle sería fundamental durante las primeras semanas, en las que llamaba a casa a cobro revertido y no podía hablar claramente con mi madre, que me preguntaba sobre la familia, el lugar, la casa, y recibía contestaciones escuetas sin mucha información adicional ya que tenía miedo de que me pudieran escuchar y entender.

Fue en la primera carta, que envié al día siguiente de llegar, donde les contaba todo lo sucedido y lo peculiar de mi familia, una situación que con el tiempo ha dado mucho de sí, muchas bromas y recuerdos de esas primeras semanas sin poder hablar claro.

¿Y por qué se llamaba Roberto Smith si era claramente de origen oriental? ¿Por qué hablaba español? Pues todo tenía una explicación: había viajado de China a Nicaragua para un trabajo diplomático, adoptando el nombre de Roberto a causa de que su nombre chino era muy complicado de pronunciar. Diez años después de su llegada a Nicaragua y justo antes de la llegada del régimen revolucionario en 1979, aprovechó un viaje comercial a Estados Unidos para quedarse en el país y comenzar su nueva vida.

Como pude ir descubriendo con el tiempo, Roberto Smith era todo un personaje. Como anécdota, deciros que fui elegido para ir a su familia solo porque mi cumpleaños, el 11 de septiembre, coincidía con el suyo, y supo ver en este dato cierta conexión entre nosotros.

Más tarde descubrí que prácticamente fui allí gracias a un favor, algo que le pidieron a Roberto a la desesperada para poder mandar un niño más, el último que consiguió familia antes de que la empresa americana tuviera que cerrar.

El primer mes

El primer mes pasó rápido; entre llegar, ir conociendo a toda la familia ––la familia de ella, claro, pues él no tenía a nadie en Estados Unidos–– y comenzar el instituto, los días fueron pasando. Eso sí, con dolor de cabeza por estar siempre concentrado para entender a todos y coger el ritmo de la vida diaria.

Ese mes lo pasé prácticamente solo con Felisa ––que así se llamaba la madre–– y con los niños: Elisha, Geny y el pequeño Roberto. Fueron días intensos de continuos descubrimientos y donde no eché de menos a mi padre de acogida, que por su trabajo estaba largas temporadas de viaje.

Probé la vida americana, la típica casa de tres plantas y sótano con jardín, el coche familiar que parecía un tanque, desproporcionadamente grande en comparación con lo que veíamos en España, los malls o centros comerciales, los restaurantes de comida rápida e incluso una visita a la bolera; vamos, todo lo que uno podía esperar de una familia americana.

El instituto también estuvo lleno de tópicos. El segundo día ya estaba jugando al soccer, como llaman ellos a nuestro fútbol, y de ser uno más en España pasé a ser el mejor del estado. Un modelo de formación con elección de asignaturas en el nivel que tuvieras y muchos amigos nuevos acercándose al estudiante exótico.

Claramente, este fue mi mes de inmersión en la cultura americana, dentro de una familia americana cien por cien típica, salvando al jefe de familia que, como decía, apareció solo un par de días en ese mes que me llevó de un tópico a otro.

Poco a poco fui descubriendo mi independencia, empecé a quedar con compañeros del instituto para jugar al fútbol, también tuve mi primera fiesta de la cerveza en un bosque cercano y ––cómo no––, un viaje en coche conducido por un compañero que acababa de cumplir los dieciséis años; vamos, toda una aventura para mí.

Recuerdo que por la noche caía exhausto; tenía mucha actividad y concentración para no perderme una conversación o un detalle que me introdujera en una nueva costumbre o manera de vivir de ese país que me tenía fascinado.

Y así, sin darme cuenta, pasó un mes y ya estaba integrado en lo que creía iba a ser mi vida diaria durante el próximo año, ya había conseguido entrar en una cuasi rutina que me permitía relajarme un poco.

El segundo mes

Octubre comenzó con mi primera fiesta en una casa, igualita que en las películas: miles de coches aparcados en la entrada, bloqueándose unos a los otros, y la casa familiar llena de jóvenes bebiendo cerveza.

Chad, un joven americano de origen alemán, que se había convertido ya en mi mejor amigo allí, me invitó a esta fiesta de un amigo suyo, exalumno del instituto y jugador de soccer que ahora estudiaba en la universidad con beca deportiva. Eran los tan típicos estudiantes universitarios americanos.

La gran sorpresa de esa fiesta me la llevé al ver salir de la ducha a mi amigo con una compañera del instituto, ambos con no más de dieciséis años, y que por lo que parecía ya con esa edad mantenían relaciones sexuales con toda normalidad, algo que para mí, aunque conocía los mitos americanos, era totalmente impensable.

Así, poco a poco, fui pasando por todos los mitos americanos. Si hubiera sido al revés, yo un americano viviendo en España, habría conocido un torero…

Y como no, llegó Halloween, con la decoración de la casa, el tour del trick or treat con los niños disfrazados por el barrio pidiendo caramelos y dulces, los amigos, y un monovolumen lleno de huevos para tirar en diferentes casas que después supe correspondían a profesores del instituto; vamos, el pack turístico completo.

Lo pasé genial durante estos dos primeros meses. El inglés ya no era problema, e incluso me descubría pensando en este idioma y teniendo que pararme a traducir cuando hablaba con mis padres por teléfono.

Roberto pasó también pocos días de octubre en Altoona. Sus compromisos laborales le mantenían ocupado en diferentes ciudades americanas, pero la verdad es que no sabía bien a que se dedicaba «oficialmente». Cuando hicimos las presentaciones me dijo que era un coach, algo que para mí solo tenía sentido en el ámbito del deporte, pero en realidad pensé poco en ello. Para mi familia en España él era entrenador, la traducción que en ese momento yo les hice, y poca cosa más.

Lo que sí sabía ya es que era una persona respetada en la comunidad: tenía fotos en el salón de autoridades locales, empresas y empresarios, alguna foto también en fiestas elegantes con Felicia, una mujer alta y muy atractiva que, vestida con traje de noche, llamaba la atención, y más aún cuando al lado, pero muy por debajo de ella, aparecía Roberto, un hombre pequeño, redondito y sin ningún gusto para vestir.

Y sí ––lo confieso––, desde el primer momento pensé que no entendía qué hacía aquella mujer tan alta, guapa y elegante con un hombre como aquel, con una diferencia de edad tan grande, de otra raza y con una cultura totalmente diferente. 

Pero ––¡las cosas que te enseña la vida!–– con el tiempo pude llegar a entenderlo; Roberto era mucho más de lo que su cuerpo y su aspecto dejaban ver a simple vista.

El tercer mes

Ya estábamos entrando en noviembre, un mes importante para los americanos, ya que es el mes del Thanksgiving, una fiesta que para algunos es más importante que la mismísima Navidad.

Sin embargo, para mí fue trascendental por otra razón: algo tan simple como el descubrimiento del sótano de la casa, también muy típico, con escaleras empinadas desde una puertecita en la cocina.

Y es que un día que salí con los amigos hasta tarde, al volver a casa y buscar algo de comer en la cocina, vi luz que salía del sótano, una estancia de la casa a la que nunca había bajado y que realmente no había llamado mi atención. En ese mismo momento lo tuve claro: tenía que organizar una expedición de reconocimiento; no en vano el resto de la casa ya me la conocía de arriba abajo.

Y así, un par de días después se dio la circunstancia; estaba solo en casa y tenía tiempo para echar un vistazo. Debo reconocer que las películas de miedo han hecho mucho daño a los sótanos de las casas americanas. Solo el hecho de abrir la puerta y encender la luz ya daba mucho miedo.

Fui bajando las escaleras, y lejos de encontrar un sótano oscuro, a medio hacer y lleno de polvo, que es lo que me esperaba, empecé a darme cuenta que entraba en un lugar que nada tenía que ver con el resto de la casa.

La decoración china era evidente, minimalista; pude ver algún diploma en chino, un mural con un gran árbol, banderolas con letras chinas, una pared llena de libros, todo en una gran sala con un tatami.

Cuando me quise dar cuenta ya habían pasado los treinta minutos que podía dedicar a esta expedición, debía salir al entrenamiento de soccer y ya sonaba la bocina del coche de Chad que pasaba siempre a recogerme. Salí a toda prisa cerrando la puerta tras de mí.

No pensé mucho más en lo que encontré allí abajo el resto de la semana, pero cuando llegó el fin de semana Roberto se acercó a mí cuando estábamos desayunando y me pregunto: «¿Te gustó lo que encontraste en el sótano?». Yo me quedé sorprendido. ¿Cómo sabía que había bajado? ¿Tal vez toqué o moví algo de sitio?