Tí­tu­lo ori­gi­nal: Cros­sing the Line

Edi­ción pu­bli­ca­da de acuer­do con Har­per-Co­llins Chil­dren's Books, una di­vi­sión de Har­per-Co­llins Pu­blis­hers y Wri­ters Hou­se LLC.

© Si­mo­ne El­ke­les, 2018

© Tra­duc­ción Ma­ría José Lo­sa­da y Sa­be­la Alon­so

Cu­bier­ta:

Di­se­ño: Edi­cio­nes Ver­sá­til

© Shut­ters­tock, de la fo­to­gra­fía de la cu­bier­ta

1.ª edi­ción: ju­nio 2019

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Nin­gu­na par­te de esta pu­bli­ca­ción, in­clui­do el di­se­ño de la cu­bier­ta, pue­de ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en ma­ne­ra al­gu­na ni por nin­gún me­dio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óp­ti­co, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta del edi­tor.

Para Mindy, por­que cuan­do Dios re­par­tió amis­ta­des, me tocó la lo­te­ría con ella.

UNO

Ryan


Cuan­do te ma­tan, se aca­ba el jue­go.

No hay vuel­ta atrás, no te que­dan vi­das y no pue­des vol­ver a em­pe­zar.

Es­toy sen­ta­do en la úl­ti­ma fila de la sala de es­pe­ra del ta­na­to­rio, ob­ser­van­do cómo la gen­te se acer­ca a la viu­da de Max Trie­ger para pre­sen­tar­le sus res­pe­tos. Ella se abra­za con fuer­za a sus dos hi­jas pe­que­ñas; una le pre­gun­ta llo­ran­do si su pa­dre está en la caja de ma­de­ra que tie­nen de­lan­te, y lo úni­co que la se­ño­ra Trie­ger lo­gra es asen­tir en­tre so­llo­zos. Su hijo está sen­ta­do de bra­zos cru­za­dos a unos me­tros.

Siem­pre re­cor­da­ré a Max como un duro po­li­cía fron­te­ri­zo. Al­gu­nos de los ni­ños me­xi­ca­nos de nues­tra es­cue­la no con­fia­ban en él, te­mían que em­pe­za­ra a hus­mear y a ha­cer de­ma­sia­das pre­gun­tas so­bre sus pa­dres o so­bre la for­ma en la que en­tra­ron en el país. Pero su ob­je­ti­vo no era olis­quear en la vida de cual­quie­ra que hu­bie­ra cru­za­do la fron­te­ra ile­gal­men­te, su mi­sión era ha­cer des­apa­re­cer el trá­fi­co de dro­gas para que la si­guien­te ge­ne­ra­ción no tu­vie­ra que car­gar con aque­llo.

Se su­po­nía que Max Trie­ger tra­ba­ja­ba en una ope­ra­ción se­cre­ta en co­la­bo­ra­ción con las au­to­ri­da­des me­xi­ca­nas y la DEA[1] para aca­bar con Las Ca­la­ve­ras, el cár­tel que ope­ra­ba en­tre Mé­xi­co y los Es­ta­dos Uni­dos, y, por ello, le dis­pa­ra­ron en la cara. Na­die sabe quién lo hizo y, aun­que lo su­pie­ran, el lema en nues­tro pue­blo fron­te­ri­zo de Te­xas es: «A los so­plo­nes les dan pun­tos». O algo peor.

Me que­do mi­ran­do el ataúd y me pre­gun­to si Max pen­só en al­gún mo­men­to que po­dría mo­rir y de­jar so­los a su mu­jer y a sus hi­jos, y si así fue­se, ¿ha­bría par­ti­ci­pa­do en aque­llas ope­ra­cio­nes se­cre­tas en las que es­ta­ba in­vo­lu­cra­do?

Pro­ba­ble­men­te sí.

—Ryan, sién­ta­te con no­so­tros —me dice mi ma­dre, ha­cién­do­me una seña des­de la pri­me­ra fila, y yo pien­so en cuán­to al­cohol ha­brá be­bi­do an­tes de ve­nir.

Nie­go con la ca­be­za con la es­pe­ran­za de que deje de es­tar pen­dien­te de mí mien­tras tra­to de mez­clar­me con la mul­ti­tud. De he­cho, miro ha­cia aba­jo para in­ten­tar no te­ner con­tac­to vi­sual con ella ni con na­die. Es un tru­co que apren­dí hace mu­cho tiem­po para es­ca­par de al­gu­nas si­tua­cio­nes, que a ve­ces fun­cio­na y a ve­ces no. Y esta es una de esas oca­sio­nes en las que no sir­ve de nada, por­que des­pués de unos mi­nu­tos, sien­to que al­guien me gol­pea en el hom­bro.

—Oye, per­de­dor. Tu ma­dre quie­re que te sien­tes de­lan­te con no­so­tros —dice el ca­pu­llo de mi her­ma­nas­tro PJ, con aque­lla voz es­tri­den­te que po­dría ha­cer es­ta­llar un cris­tal.

No le res­pon­do, le lan­zo una mi­ra­da pe­ne­tran­te a modo de ad­ver­ten­cia para que me deje en paz.

—Haz lo que quie­ras —aña­de con tono en­tre­cor­ta­do—. De to­das for­mas, yo no que­ría que te sen­ta­ras con no­so­tros.

Todo el mun­do sabe que no so­mos her­ma­nos de ver­dad. No es nin­gún se­cre­to que soy el hi­jas­tro pro­ble­má­ti­co del que­ri­dí­si­mo she­riff de Lo­ve­land, y nada de lo que haga va a cam­biar eso.

PJ se acer­ca a su pa­dre, que está de guar­dia fren­te al ataúd, y le su­su­rra algo. No hace fal­ta ser un ge­nio para dar­se cuen­ta de que se está chi­van­do, lo cual es bas­tan­te pa­té­ti­co te­nien­do en cuen­ta que está a pun­to de cum­plir die­ci­sie­te años. Mi pa­dras­tro, Paul, tam­bién co­no­ci­do como she­riff Black­burn, me mira con cara de asco mien­tras PJ me son­ríe de for­ma triun­fal.

De­ci­do ig­no­rar­los y bajo de nue­vo la ca­be­za para re­zar por Max Trie­ger, que en reali­dad es lo úni­co que he ve­ni­do a ha­cer aquí.

Hace me­ses, Max me en­con­tró sen­ta­do en un ban­co del par­que con una na­va­ja en la mano. Era ya de no­che, no ha­bía na­die más al­re­de­dor y yo mi­ra­ba fi­ja­men­te el filo bri­llan­te como si fue­ra mi sal­va­ción. Cuan­do Max se me acer­có, no me in­te­rro­gó ni me pi­dió que le en­tre­ga­ra el cu­chi­llo —fue como si su­pie­ra lo que es­ta­ba pen­san­do ha­cer—, se sen­tó en el ban­co a mi lado y allí es­tu­vi­mos lar­go rato en si­len­cio.

—¿Y si la cosa me­jo­ra —me dijo des­pués con esa voz tran­qui­la y se­re­na que lo ca­rac­te­ri­za­ba—, y no tie­nes la opor­tu­ni­dad de vi­vir­lo por­que te dis­te por ven­ci­do?

—¿Y si no me­jo­ra? —le pre­gun­té mien­tras mi­ra­ba la hoja del cu­chi­llo.

Se en­co­gió de hom­bros.

—La teo­ría de la pro­ba­bi­li­dad dice que lo hará, y yo sé un par de co­sas so­bre eso. ¿Por qué no me de­jas un rato esa na­va­ja, Ryan? Se­ría una pena que te cor­ta­ras de for­ma ac­ci­den­tal mien­tras es­pe­ras a que las co­sas me­jo­ren. —Me ten­dió la mano, y le di el cu­chi­llo—. Si al­gu­na vez me ne­ce­si­tas, no du­des en lla­mar­me. A mí o a mi com­pa­ñe­ro, Lan­ce Matt­hews. Pa­re­ce duro de pe­lar, pero es un buen tipo. —Me dio una tar­je­ta con los nú­me­ros de te­lé­fono de los dos.

Aun­que yo sa­bía que nun­ca los lla­ma­ría, la guar­dé en mi bi­lle­te­ra como si fue­ra un sal­va­vi­das para el mo­men­to en el que per­die­ra la cor­du­ra.

Ese día, Max Trie­ger me sal­vó la vida. Max sí era un hé­roe, no como mi pa­dras­tro.

Miro al ma­ri­do de mi ma­dre, ves­ti­do con el uni­for­me azul os­cu­ro de she­riff de Lo­ve­land, con su bri­llan­te es­tre­lla do­ra­da y la cha­pa con su nom­bre: «Paul M. Black­burn. she­riff». Le en­can­ta ese uni­for­me de po­liés­ter, pero no por lo que re­pre­sen­ta, sino por­que es un ego­cén­tri­co.

Paul está sa­lu­dan­do a las vi­si­tas en la en­tra­da. Las va­ca­cio­nes de ve­rano aca­ban de em­pe­zar y aquí, en el sur de Te­xas, hace un ca­lor in­fer­nal. Me pre­gun­to si le ven las go­tas de su­dor en la cara; pro­ba­ble­men­te no. Al­gu­nos lo mi­ran como si fue­ra a pro­te­ger al pue­blo de todo daño, aun­que lo cier­to es que a él le im­por­ta una mier­da cual­quie­ra que no sea él mis­mo. Deja que ti­pos como Max y Lan­ce ha­gan el tra­ba­jo su­cio mien­tras él se es­con­de en su gran des­pa­cho de la co­mi­sa­ría de Lo­ve­land atri­bu­yén­do­se el mé­ri­to de cada arres­to y de­ten­ción por te­mas de dro­gas, como si fue­ra la úni­ca per­so­na com­pe­ten­te. Con­si­de­ra a los agen­tes fe­de­ra­les de la pa­tru­lla fron­te­ri­za to­tal­men­te pres­cin­di­bles, aun sa­bien­do que al­gu­nos de­par­ta­men­tos de po­li­cía en las ciu­da­des de la fron­te­ra son co­no­ci­dos por sus po­li­cías co­rrup­tos a los que los cár­te­les pa­gan para que mi­ren ha­cia otro lado.

Miro a mi ma­dre, que está sen­ta­da en el se­gun­do ban­co, al lado de Allen y PJ, los dos odio­sos hi­jos del pri­mer ma­tri­mo­nio de Paul. Lle­va pues­to un ves­ti­do de en­ca­je ne­gro de al­gu­na bou­ti­que de la ciu­dad y tie­ne las ma­nos cru­za­das en el re­ga­zo. Sé que está bo­rra­cha, pero mi ma­dre es una pro­fe­sio­nal a la hora de di­si­mu­lar­lo. ¡Jo­der!, apues­to algo a que ni si­quie­ra Paul se da cuen­ta de que está bajo los efec­tos de la pri­me­ra do­sis de la ma­ña­na.

O tal vez le im­por­ta una mier­da.

En su sór­di­da men­te, te­ner una mu­jer flo­re­ro a su lado es algo que me­jo­ra su ima­gen de hé­roe. Lo mis­mo que le mo­les­ta mu­chí­si­mo te­ner que li­diar con el hijo bas­tar­do de ella, el que no se ajus­ta a la ima­gen per­fec­ta que quie­re dar.

Cuan­do el flu­jo de vi­si­tas co­mien­za a dis­mi­nuir, apa­re­ce un gru­po de chi­cas del ins­ti­tu­to de Lo­ve­land. To­das vis­ten de for­ma pa­re­ci­da, con mo­de­los su­per­cor­tos y de ti­ran­tes, y van jun­tas, como si fue­ran un re­ba­ño.

—No quie­ro sen­tar­me cer­ca de Ryan —anun­cia Mi­kay­la Ha­rris, que se con­si­de­ra a sí mis­ma lí­der del gru­po, en un tono lo su­fi­cien­te­men­te alto para que yo pue­da oír­lo.

Le hago un cor­te de man­gas.

—Ca­pu­llo… —mur­mu­ra mien­tras me mira fi­ja­men­te, y vuel­ve a sa­cu­dir la sen­sual me­le­na pe­li­rro­ja, con­du­cien­do a las de­más chi­cas al otro ex­tre­mo de la sala.

Cuan­do me vine a Lo­ve­land hace un año, des­de Chica­go, Mi­kay­la y yo nos en­ro­lla­mos en una fies­ta. Le ad­ver­tí que no an­da­ba bus­can­do no­via por­que es­ta­ba cen­tra­do en los en­tre­na­mien­tos de bo­xeo para as­cen­der de ca­te­go­ría, pero su­pon­go que ella es­pe­ra­ba que cam­bia­ra de opi­nión cuan­do em­pe­zá­ra­mos a sa­lir. Al ver que me ne­ga­ba a be­sar el sue­lo que ella pi­sa­ba, Mi­kay­la se ase­gu­ró de que to­dos su­pie­ran que yo ha­bía es­ta­do en un re­for­ma­to­rio en Chica­go cum­plien­do una pena por asal­to y robo de co­ches. No sé cómo lle­gó a en­te­rar­se, pero daba igual. Des­pués de eso, casi todo el ins­ti­tu­to em­pe­zó a evi­tar­me.

Paul, que aca­ba de aban­do­nar su pues­to, se pone de re­pen­te de­lan­te de mí. Apes­ta a co­lo­nia ba­ra­ta.

—Sién­ta­te al lado de tu ma­dre —me or­de­na en­tre dien­tes.

—¿Para qué? ¿Para que po­da­mos fin­gir que so­mos la fa­mi­lia fe­liz? —«Y una mier­da…».

—Nada de eso, lis­ti­llo —me dice, y son­ríe con los la­bios apre­ta­dos a una pa­re­ja que aca­ba de en­trar; lue­go vuel­ve a mi­rar­me—. Es para que tu ma­dre no ten­ga que an­dar res­pon­dien­do pre­gun­tas so­bre por qué su hijo ha ele­gi­do sen­tar­se con ex­tra­ños en un fu­ne­ral. Así que, aun­que solo sea por esta vez, ahó­rra­le te­ner que in­ven­tar­se ex­cu­sas por tu cul­pa. —Cuan­do miro a mi ma­dre, sien­to una pun­za­da de cul­pa. No es que ella haya sido una ma­dre su­per­ca­ri­ño­sa con­mi­go, pero pre­fie­ro no dar­le otra ex­cu­sa para em­bo­rra­char­se.

Em­pu­jo a mi pa­dras­tro para sen­tar­me jun­to a ella, y en­co­jo los hom­bros cuan­do me da pal­ma­di­tas en la es­pal­da, como si sin­tié­ra­mos al­gún tipo de afec­to el uno por el otro. Es todo un show. Oja­lá to­dos los que es­tán en el ta­na­to­rio su­pie­ran cómo en­ga­ñó a Max y des­cu­brie­ran quién es en reali­dad el ver­da­de­ro she­riff Paul Black­burn.

La con­mo­ción que se vive en la pri­me­ra fila me hace vol­ver a pen­sar en la ra­zón por la que es­toy aquí. Las hi­jas ge­me­las de Max si­guen llo­ran­do. Cuan­do la se­ño­ra Trie­ger le dice a su hijo que se sien­te más cer­ca de ella, el niño nie­ga con la ca­be­za.

—¡No quie­ro es­tar aquí! —gri­ta el niño.

Su ma­dre lo con­sue­la, pero él se ale­ja de ella y sale co­rrien­do, y con toda la ra­zón. Lo cier­to es que yo tam­po­co quie­ro es­tar aquí.

Mien­tras las vi­si­tas y el com­pa­ñe­ro de Max, Lan­ce, se apre­su­ran a con­so­lar a la afli­gi­da viu­da, yo con­si­go es­ca­quear­me.

No me lle­va mu­cho tiem­po en­con­trar al niño. Ten­drá unos once o doce años, una edad de mier­da para per­der a tu pa­dre. ¡Qué coño!, yo per­dí a mi pa­dre an­tes de na­cer y eso tam­bién fue una mier­da, aun­que la his­to­ria de mi pa­dre no tie­ne nada que ver con esta, por­que mi pa­dre se lar­gó. Des­apa­re­ció jus­to des­pués de que mi ma­dre le di­je­ra que es­ta­ba em­ba­ra­za­da. Al pa­re­cer co­gió todo el di­ne­ro que ha­bían aho­rra­do y se piró con una strip­per a la que ha­bía co­no­ci­do en un club.

Mi pa­dre era un idio­ta.

El hijo de Trie­ger aso­ma la ca­be­za por de­trás de uno de los ár­bo­les para mi­rar­me con cu­rio­si­dad.

—No me im­por­ta lo que me di­gas, no pien­so vol­ver allí.

Me en­co­jo de hom­bros y saco un ci­ga­rri­llo del pa­que­te que ten­go en el bol­si­llo.

—Mira, majo, me im­por­ta una mier­da si vuel­ves ahí o no. —En­cien­do el pi­ti­llo y me sien­to en un ban­co de píc­nic que hay cer­ca del ár­bol—. Por mí, pue­des que­dar­te aquí y es­con­der­te de­trás de ese ár­bol todo el día.

—No me es­toy es­con­dien­do —dice mien­tras sale y deja ver su cuer­po es­cuá­li­do y su cara roja e hin­cha­da de tan­to llo­rar.

Le doy una ca­la­da al pi­ti­llo y el humo me que­ma la gar­gan­ta. Lo que me hace re­cor­dar que es­toy has­ta las na­ri­ces de todo.

—Pues pa­re­ce que te es­ta­bas es­con­dien­do.

El niño se apo­ya tí­mi­da­men­te en el bor­de del ban­co.

—Eres el hijo del she­riff Black­burn, ¿no?

—Hi­jas­tro —le co­rri­jo.

Fija la mi­ra­da en el ci­ga­rri­llo.

—Eso da cán­cer.

—Igual que co­mer pe­rri­tos ca­lien­tes. ¿Al­gu­na vez has co­mi­do uno?

—Sí.

Doy una úl­ti­ma ca­la­da y apa­go el ci­ga­rri­llo con­tra el ban­co. Em­pe­cé a fu­mar más o me­nos a la edad de este niño, una no­che que mi ma­dre dejó una ca­je­ti­lla de New­ports en el mos­tra­dor de la co­ci­na y sa­lió de fies­ta. Dejé de fu­mar cuan­do em­pe­cé a bo­xear y a ha­cer ejer­ci­cio, pero de vez en cuan­do aún en­cien­do al­guno cuan­do es­toy es­tre­sa­do. Como hoy, por ejem­plo, que sin duda lo ne­ce­si­to.

—A ve­ces es di­ver­ti­do ha­cer co­sas ma­las —le digo.

—¿De ver­dad has es­ta­do en la cár­cel por ro­bar un co­che? —pre­gun­ta.

—Yo no he ro­ba­do nada, co­le­ga. Me lo lle­vé pres­ta­do.

—¿Por qué?

—¿Quie­res que te diga la ver­dad? —Asien­te con la ca­be­za.

—Para ca­brear al no­vio de mi ma­dre de en­ton­ces. —Hago un ges­to se­ña­lan­do al ve­la­to­rio—. ¿Por qué te has mar­cha­do de allí?

Se mete el dedo por el cue­llo de la ca­mi­sa blan­ca y tira como si le es­tu­vie­ra aho­gan­do.

—Es que… no quie­ro ver ese ataúd. No soy idio­ta, sé que está muer­to. No quie­ro que me lo re­cuer­den. Y no me gus­ta cómo me mi­ran to­dos aho­ra que mi pa­dre ya no está. —Le da una pa­ta­da al ban­co al tiem­po que aga­cha la ca­be­za—. ¿Al­gu­na vez has que­ri­do des­apa­re­cer?

—Mu­chí­si­mas ve­ces. La teo­ría de la pro­ba­bi­li­dad dice que una vez que to­cas fon­do, las co­sas em­pe­za­rán a me­jo­rar. Tu pa­dre me lo dijo hace tiem­po. —Miro ha­cia el apar­ca­mien­to don­de me está es­pe­ran­do mi vie­jo y des­tar­ta­la­do Mus­tang—. Huir no so­lu­cio­na nada. —Lan­zo una pie­dra y le doy a un ár­bol—. Y si te es­ca­pas, te que­da­rás solo, y, ten­go que ser sin­ce­ro, esas chi­cas de ahí den­tro, tus her­ma­nas…, te ne­ce­si­tan. Y tu ma­dre tam­bién.

—Pero yo no quie­ro que me ne­ce­si­ten. —Coge una pie­dra y me imi­ta, tra­tan­do de acer­tar al mis­mo ár­bol que yo.

—Te en­tien­do, pero a ve­ces… —Pien­so en el ataúd de Max, con la ban­de­ra de Te­xas en­ci­ma—. A ve­ces uno se tie­ne que ha­cer un hom­bre an­tes de tiem­po. Crée­me, lo sé por ex­pe­rien­cia.

El niño coge otra pie­dra, pero en vez de apun­tar al ár­bol, noto que se fija en algo que hay a mi es­pal­da. Al dar­me la vuel­ta, me en­cuen­tro a mi pa­dras­tro que se acer­ca a no­so­tros con cara de ca­breo.

«¡Oh, jo­der…!».

—Char­lie, va a em­pe­zar el fu­ne­ral —dice Paul con esa voz de pito; aun­que in­ten­ta pa­re­cer au­to­ri­ta­rio, esa voz chi­rría tan­to como ras­car una pi­za­rra con las uñas—. En­tra.

El mu­cha­cho sus­pi­ra.

—Ven­ga —le digo—. Pór­ta­te como un hom­bre.

El chi­co me da la pie­dra que te­nía en la mano an­tes de vol­ver al ve­la­to­rio.

Paul me lan­za una mi­ra­da fría.

—¿Qué le has di­cho al crío?

Lo miro fi­ja­men­te, por­que sé que odia que lo haga. Pre­fie­re que me es­con­da y me sien­ta in­ti­mi­da­do, pero eso no va a ocu­rrir.

—Poca cosa.

Per­ma­ne­ce­mos ahí de pie como pas­ma­ro­tes, pero no le da la gana lar­gar­se y de­jar­me en paz. Es de­ma­sia­do pre­de­ci­ble. Sé que en cual­quier mo­men­to em­pe­za­rá a in­sul­tar­me.

Paul se­ña­la el pa­que­te de ta­ba­co que hay so­bre la mesa del jar­dín.

—¿Qué mier­da es eso?

Saco un ci­ga­rri­llo del pa­que­te y lo en­cien­do.

—Se lo ofre­cí al chi­co, pero me dijo que no que­ría.

—Eso es ile­gal, Ryan.

Doy una ca­la­da y echo el humo.

—¿Y qué?

—Eres un per­de­dor —me dice como si yo no lo su­pie­ra. Así me lan­za la pri­me­ra pie­dra, pero la cosa no aca­ba ahí—. De­be­rías sen­tir­te afor­tu­na­do de que te deje vi­vir en mi casa en vez de en­viar­te con tu pa­dre. —Hace una mue­ca con la boca—. ¡Oh, cla­ro!, esa no es una op­ción. —Esa es la se­gun­da pie­dra.

—Agra­dez­co to­dos los días la suer­te que ten­go de que seas tan ge­ne­ro­so, Paul —le digo con iro­nía, dan­do otra ca­la­da para echar­le el humo len­ta­men­te, dis­fru­tan­do de lo mu­cho que le está mo­les­tan­do la si­tua­ción.

Mue­ve el dedo de­lan­te de mis na­ri­ces.

—No quie­ro que ha­bles con el hijo de Max. ¿Me oyes?

—No es­ta­ba ha­cien­do nada malo. Aca­ba de per­der a su pa­dre y ne­ce­si­ta­ba a al­guien con quien ha­blar.

—Pues si es así, que ha­ble con al­guien que tra­te a la gen­te con res­pe­to. —Se man­tie­ne er­gui­do como si eso le hi­cie­ra pa­re­cer in­te­li­gen­te, pero si­gue sin con­se­guir­lo—. Al­guien con ho­nor e in­te­gri­dad. —Y con esto ya ha lan­za­do las pie­dras tres, cua­tro y cin­co.

¡Jo­der, pa­re­ce que está en ra­cha!

Si no fue­ra el ma­ri­do de mi ma­dre, pro­ba­ble­men­te lo no­quea­ría. Se ali­men­ta con los in­sul­tos que lan­za, y es la per­so­na me­nos in­di­ca­da para ha­blar de ho­nor e in­te­gri­dad.

—Lo que tú di­gas, tío —res­pon­do—, pero tú no eres mi pa­dre ni tam­po­co eres de mi fa­mi­lia.

—Gra­cias a Dios, por­que si lo fue­ra, es­ta­rías sen­ta­do con tu po­bre ma­dre, ves­ti­do de tra­je y cor­ba­ta en vez de… —Se­ña­la los va­que­ros os­cu­ros y la ca­mi­se­ta ne­gra—. Eso.

Paul es más que cons­cien­te de que no ten­go di­ne­ro para com­prar­me un tra­je y tam­po­co se ha ofre­ci­do a re­ga­lar­me uno.

Ya han sido su­fi­cien­tes in­sul­tos por hoy.

—Me rin­do —le digo mien­tras apa­go el ci­ga­rri­llo con­tra el ban­co y em­pie­zo a ale­jar­me.

—Es­tás en­su­cian­do el sue­lo —dice Paul.

—Arrés­ta­me —res­pon­do acer­cán­do­me a mi co­che.

Oigo las pa­la­bras del cura al pa­sar por la ven­ta­na del ta­na­to­rio.

—Hoy de­ci­mos adiós a nues­tro que­ri­do Max Trie­ger, un hom­bre que vi­vió sin mie­do y fue un hé­roe para to­dos no­so­tros… —Esas pa­la­bras me re­cuer­dan mi lema en la vida…

Ser un hé­roe es una mier­da.

[1] Ad­mi­nis­tra­ción para el Con­trol de Dro­gas. En in­glés: Drug En­for­ce­ment Ad­mi­nis­tra­tion, DEA. (N. de la E.)

DOS

Da­li­la


Lo me­jor de es­cu­char tu mú­si­ca fa­vo­ri­ta con el vo­lu­men a tope es que hace que te ol­vi­des de todo lo que te ro­dea. Lo malo es que cual­quie­ra pue­de co­lar­se en tu ha­bi­ta­ción sin que te des cuen­ta, como por ejem­plo, al­gu­na de mis her­ma­nas pe­que­ñas. Tie­nen la mala cos­tum­bre de pen­sar que me ape­te­ce es­tar con la fa­mi­lia todo el tiem­po.

—¿Te vas a po­ner esa ropa? —Mar­ga­ri­ta gri­ta tan fuer­te que se la oye más que a At­ti­cus Pat­ton, el can­tan­te de mi gru­po punk fa­vo­ri­to, Sha­dows of Dark­ness. Mis pa­dres no en­tien­den por qué me fli­pa tan­to la mú­si­ca ame­ri­ca­na y pre­fie­ren que es­cu­che gru­pos me­xi­ca­nos y mú­si­ca es­pa­ño­la, pero mi her­mano Lu­cas y yo a ve­ces sa­lía­mos a es­con­di­das de casa y la po­nía­mos en el co­che de mi pa­dre.

Me miro los va­que­ros y la ca­mi­se­ta de ti­ran­tes.

—¿Qué tie­ne de malo lo que lle­vo pues­to?

Mar­ga­ri­ta se pone a dar vuel­tas, su fal­da azul pá­li­do on­du­la a su al­re­de­dor como un mo­lino de vien­to.

—Papá ha di­cho que te­nía­mos que po­ner­nos gua­pas, por­que los se­ño­res Cruz van a ve­nir esta no­che con su hijo Rico, y con esa ropa, pa­re­ce que vas a ir de caza con el tío Ma­nuel.

—Y tú te has ves­ti­do como para ir a una pues­ta de lar­go —le digo mien­tras me acer­co al to­ca­dor para co­ger la tia­ra de bri­llan­tes que usé en la mía, hace más de dos años.

—Toma, pue­des po­ner­te esto.

Cuan­do le co­lo­co la tia­ra en la ca­be­za, Mar­ga­ri­ta se pa­vo­nea de­lan­te del es­pe­jo como si fue­ra de la reale­za.

—¿Quie­res de­cir que pa­rez­co una prin­ce­sa?

—Cla­ro. To­dos los hom­bres de Pan­che ha­rán cola al­gún día para bai­lar con­ti­go. —Si nues­tro pa­dre no lo im­pi­de. Los pa­dres me­xi­ca­nos no son pre­ci­sa­men­te los más per­mi­si­vos, y el mío no es una ex­cep­ción. Es muy es­tric­to a la hora de de­ci­dir quién pue­de bai­lar, ha­blar o sa­lir con sus hi­jas.

Yo, más que na­die, de­be­ría sa­ber­lo. Soy la hija ma­yor de Ós­car San­do­val, uno de los abo­ga­dos más so­li­ci­ta­dos de Mé­xi­co, fa­mo­so por re­pre­sen­tar a po­de­ro­sos em­pre­sa­rios y po­lí­ti­cos. Sus clien­tes le pa­gan muy bien para que los li­bre de pro­ble­mas. So­bra de­cir que es mag­ní­fi­co en su tra­ba­jo.

Mar­ga­ri­ta se pone de­lan­te de mi es­pe­jo mo­vien­do la lar­ga y ri­za­da me­le­na e in­ten­ta pei­nar­la me­jor, como si no es­tu­vie­se ya per­fec­ta

—El hijo del se­ñor Cruz ya tie­ne die­ci­nue­ve años.

—Sí, lo sé. —Nues­tras fa­mi­lias se reúnen to­dos los años.

Cuan­do éra­mos más pe­que­ños, Rico y yo ju­gá­ba­mos jun­tos y acos­tum­brá­ba­mos a me­ter­nos en bas­tan­tes líos. Nues­tros pa­dres nos to­ma­ban el pelo di­cien­do que es­tá­ba­mos he­chos el uno para el otro, pero du­ran­te es­tos úl­ti­mos años, Rico ha es­ta­do pa­san­do bas­tan­te de mí. El año pa­sa­do pa­re­cía más in­tere­sa­do en man­dar men­sa­jes de tex­to a otras chi­cas que en ha­blar con­mi­go, así que no ten­go mu­chas ga­nas de que lle­gue esta no­che.

—¡Está muy bueno, Da­li­la! De­be­rías sa­lir con él —me in­ten­ta con­ven­cer Mar­ga­ri­ta.

—No es­toy bus­can­do un tío bueno.

—¿No se te ha ocu­rri­do que pue­des que­dar­te sola el res­to de tu vida? ¡Aggg…! —Se ríe, con esa risa tan po­ten­te que re­sue­na mu­chas ve­ces en los pa­si­llos de la Joya de San­do­val, la fin­ca don­de nací y que siem­pre con­si­de­ra­ré mi ho­gar.

Lola, que es el ama de lla­ves des­de que yo te­nía cin­co años, apa­re­ce en mi ha­bi­ta­ción. Su son­ri­sa siem­pre me ale­gra el día, en es­pe­cial cuan­do se pone a can­tar mien­tras tra­ba­ja. Sé que se in­ven­ta to­das las can­cio­nes. A ve­ces lo hace en es­pa­ñol, y a ve­ces en in­glés. Co­no­ce bien los dos idio­mas por­que na­ció en el pue­blo tu­rís­ti­co de Puer­to Va­llar­ta. Mi pa­dre es­tu­dió en la uni­ver­si­dad de Nue­va York con una beca cuan­do era jo­ven, por eso in­sis­te tan­to en que ha­ble­mos in­glés tan­to como sea po­si­ble, por si al­gún día ne­ce­si­ta­mos ser bi­lin­gües para al­gún tra­ba­jo. In­clu­so me en­vió a un ins­ti­tu­to pri­va­do en Te­xas.

—¡Hola, ni­ñas! Vues­tra ma­dre quie­re que es­téis aba­jo den­tro de cin­co mi­nu­tos. La fa­mi­lia Cruz lle­ga­rá en­se­gui­da para ce­nar —anun­cia Lola.

—¿Es­ta­rán aquí den­tro de cin­co mi­nu­tos? ¡Ay, Dios mío! Ten­go que pre­pa­rar­me. —Mar­ga­ri­ta sale dis­pa­ra­da de mi ha­bi­ta­ción, con esos ri­zos su­yos flo­tan­do en el aire con cada zan­ca­da.

—Tie­ne la ener­gía de cin­co per­so­nas jun­tas —co­men­ta Lola mien­tras re­ti­ra las sá­ba­nas de mi cama. Hace una mue­ca cuan­do em­pie­za a so­nar otra can­ción de las mías por el al­ta­voz—. Baja la mú­si­ca an­tes de que tu ma­dre em­pie­ce a pro­tes­tar. Sa­bes que no le gus­ta que la pon­gas tan alta.

—Eso es por­que no sabe lo que dice la le­tra.

Lola frun­ce el ceño.

—¿La le­tra? A mí me pa­re­ce que no dice más que ton­te­rías.

—Eres una an­ti­cua­da —suel­to—. De las que pien­san que los hom­bres tie­nen que pa­gar­nos todo y abrir­nos las puer­tas y…

—No hay nada malo en que un hom­bre mues­tre res­pe­to por una se­ño­ri­ta, Da­li­la —res­pon­de toda con­ven­ci­da—. Al­gún día me da­rás la ra­zón.

Cla­ro, mola que un tío nos abra una puer­ta, pero no voy a que­dar­me es­pe­ran­do sin en­trar, como un pas­ma­ro­te, a que lo ha­gan cuan­do pue­do abrir­la so­li­ta.

—Lola, ¿ten­go pin­ta de que­rer ir de caza? —pre­gun­to mien­tras me miro en el es­pe­jo. Me lo he re­co­gi­do en una lar­ga co­le­ta para que el pelo no me cai­ga en la cara du­ran­te la no­che. Me he pues­to un poco de rí­mel y de­li­nea­dor, pero hace tan­to ca­lor que no me atre­vo a ma­qui­llar­me más por mie­do a que se em­pie­ce a de­rre­tir y pa­rez­ca un pa­ya­so.

—Eres la hija de uno de los hom­bres más im­por­tan­tes de Mé­xi­co —dice Lola, que ha de­ja­do lo que es­ta­ba ha­cien­do al es­cu­char mi pre­gun­ta para cru­zar mi ha­bi­ta­ción y po­ner­se de­lan­te del ar­ma­rio—. Unos va­que­ros y una ca­mi­se­ta de ti­ran­tes no me pa­re­cen lo más apro­pia­do, la ver­dad.

—No quie­ro pa­re­cer una pre­su­mi­da.

—No es una cues­tión de pre­su­mir, Da­li­la, sino de dig­ni­dad. —Saca del ar­ma­rio un ves­ti­do cor­to ama­ri­llo que me com­pró mi ma­dre en Ita­lia el año pa­sa­do—. ¿Qué te pa­re­ce este?

To­da­vía tie­ne pues­ta la eti­que­ta.

—Es para una oca­sión es­pe­cial, Lola.

—Re­ci­bir al hijo del se­ñor Cruz me pa­re­ce una oca­sión es­pe­cial.

Sus­pi­ro, le qui­to el ves­ti­do de las ma­nos y arran­co la eti­que­ta.

—¿Por qué me da la sen­sa­ción de que toda mi fa­mi­lia quie­re ha­cer­me des­fi­lar como si fue­ra una atrac­ción?

Lola re­co­ge las sá­ba­nas y se acer­ca a la puer­ta, dis­pues­ta a sa­lir de la ha­bi­ta­ción.

—Quie­ren ver­te fe­liz.

—Pue­do ser fe­liz sin un chi­co en mi vida —res­pon­do.

—Por su­pues­to, se­ño­ri­ta. Pero una mu­jer enamo­ra­da se vuel­ve más dó­cil. —¿Más dó­cil? ¡Qué asco! ¡Qué asco!

No quie­ro ser dó­cil. Y no ne­ce­si­to un chi­co que me haga fe­liz. Ten­go a mi fa­mi­lia y mis es­tu­dios… y la Joya de San­do­val. Ten­go mi vida pla­nea­da, y en ella no hay tiem­po para no­vios for­ma­les. Por lo me­nos has­ta que ter­mi­ne la ca­rre­ra de Me­di­ci­na den­tro de nue­ve años.

Miro por la ven­ta­na los co­lo­res del jar­dín. Mi ma­dre lo cui­da mu­chí­si­mo, qui­so plan­tar las flo­res tí­pi­cas de Mé­xi­co y se ase­gu­ra de que es­tén bien cui­da­das para que todo esté siem­pre lleno de co­lo­res. Creo que así se acuer­da de su abue­la, que ven­día flo­res en los mer­ca­dos de So­no­ra para po­der po­ner siem­pre co­mi­da en la mesa. Está muy or­gu­llo­sa del cem­pa­sú­chil, las co­lo­ri­das ca­lén­du­las na­ran­jas que usa­mos en las ce­le­bra­cio­nes y fies­tas tra­di­cio­na­les.

Mi ma­dre siem­pre nos re­cuer­da que aho­ra so­mos unos pri­vi­le­gia­dos, que te­ne­mos una vida que mu­cha gen­te en mi país no po­dría ni ima­gi­nar.

Des­pués de po­ner­me el ves­ti­do que Lola ha ele­gi­do para mí, bajo por la es­ca­le­ra de ca­ra­col de pie­dra y paso al lado de las pie­zas de arte de ce­rá­mi­ca de co­lo­res que ja­lo­nan cada es­ca­lón. Cada de­ta­lle de la Joya de San­do­val ha sido di­se­ña­do por mis pa­dres con la idea de crear un san­tua­rio para nues­tra fa­mi­lia.

Cuan­do paso jun­to al es­tu­dio de mi pa­dre, per­ci­bo que está te­nien­do una dis­cu­sión muy aca­lo­ra­da con el se­ñor Cruz.

—Ya lo he acep­ta­do como clien­te —oigo que le dice al se­ñor Cruz en un tono fir­me—. No voy a trai­cio­nar­lo.

—Tie­nes que dar­nos la in­for­ma­ción que nos hace fal­ta, Ós­car —res­pon­de Cruz, mien­tras yo echo un vis­ta­zo por la ren­di­ja que deja la puer­ta en­tre­abier­ta—. De­mués­tra­me que eres leal a un vie­jo ami­go.

—No es una cues­tión de leal­tad —re­pli­ca mi pa­dre en­fa­da­do, cru­zán­do­se de bra­zos—. Eres como un her­mano para mí, Fran­cis­co. No vuel­vas a in­si­nuar se­me­jan­te cosa. —La ex­pre­sión de su cara en­se­gui­da se sua­vi­za cuan­do me ve en el pa­si­llo ob­ser­van­do la es­ce­na—. Por fin es­tás aquí, ca­ri­ño —dice mi pa­dre, que sale de su ofi­ci­na y nos guía al se­ñor Cruz y a mí ha­cia el pa­tio.

—¿De qué es­ta­bais ha­blan­do el se­ñor Cruz y tú? —pre­gun­to.

—De nada, Da­li­la —dice—. Co­sas abu­rri­das de ne­go­cios.

Quie­ro in­sis­tir para que me cuen­te más, pero los de­más nos es­tán es­pe­ran­do cuan­do lle­ga­mos al pa­tio.

—Cada año es­tás más gua­pa, jo­ven­ci­ta —me dice la se­ño­ra Cruz.

Los in­vi­ta­dos se sien­tan en las si­llas acol­cha­das que hay en el pa­tio abier­to mien­tras mi ma­dre les sir­ve una es­pe­cie de brandy de co­lor ám­bar. El se­ñor Cruz luce un bi­go­te es­pe­so y un tra­je gris; un pa­ñue­lo rojo se aso­ma por el bol­si­llo de su cha­que­ta. Se pue­de de­du­cir que tie­ne di­ne­ro solo con mi­rar­lo. La se­ño­ra Cruz tie­ne un as­pec­to tan ma­ra­vi­llo­so que pa­re­ce que se ha pa­sa­do el día en­te­ro en el sa­lón de be­lle­za an­tes de ve­nir a ce­nar a casa. Lle­va el pelo re­co­gi­do en un moño bajo y las len­te­jue­las del ves­ti­do bri­llan tan­to que pa­re­ce que ilu­mi­nan el pa­tio.

Su hijo, Rico, ha cam­bia­do un mon­tón des­de el año pa­sa­do. Se nota que ha es­ta­do ha­cien­do ejer­ci­cio y cui­dan­do su cuer­po. No usa ropa in­for­mal como la ma­yo­ría de los chi­cos de die­ci­nue­ve años que co­noz­co, sino un tra­je he­cho a me­di­da. Se ha cor­ta­do el pelo de tal ma­ne­ra que re­sul­ta más ca­ris­má­ti­co. Es una com­bi­na­ción pe­li­gro­sa.

Rico me sa­lu­da sin de­jar de mi­rar­me fi­ja­men­te.

—¿Te acuer­das cuan­do, de pe­que­ños, ti­ra­mos una de las ma­ce­tas de tu ma­dre ju­gan­do al es­con­di­te? —pre­gun­ta—. Te en­can­ta­ban las flo­res, pero su­pon­go que tus in­tere­ses han cam­bia­do. Mi pa­dre me ha di­cho que tie­nes pen­sa­do ir a la uni­ver­si­dad el año que vie­ne, a es­tu­diar Me­di­ci­na.

—Sí. Quie­ro ser ci­ru­ja­na car­dio­vas­cu­lar —le co­men­to.

—Vaya —dice la se­ño­ra Cruz, im­pre­sio­na­da—. Me pa­re­ce una de­ci­sión muy am­bi­cio­sa —aña­de.

Mi ma­dre la mira y le son­ríe de una for­ma cá­li­da.

—Es­ta­mos muy or­gu­llo­sos de Da­li­la.

Sé que está pen­san­do en mi her­mano ma­yor, Lu­cas. Si no hu­bie­ra sido por un so­plo en el co­ra­zón, aún es­ta­ría vivo. Aun­que ya hace tres años que mu­rió, pien­so en él to­dos los días y desea­ría que es­tu­vie­ra aquí. Sé que a ella le pasa lo mis­mo.

El se­ñor Cruz mira a mi pa­dre.

—Me­nos mal que no ten­go hi­jas. No las de­ja­ría ir a la uni­ver­si­dad ni sa­lir de casa sin guar­daes­pal­das.

—Mis her­ma­nas y yo sa­be­mos cómo cui­dar­nos so­las —res­pon­do.

—Po­déis cui­da­ros so­las por­que vi­vís en Pan­che —dice Rico con una son­ri­sa arro­gan­te—, pero Pan­che no es el mun­do real.

Ar­queo una ceja.

—¿In­si­núas que mi vida no es real?

—Solo digo que ahí fue­ra está el mun­do de ver­dad, y que tú no sa­bes ni que exis­te.

Es­toy em­pe­zan­do a ca­brear­me, pero mi ma­dre me pone una mano en la ro­di­lla para que me ca­lle.

Lola apa­re­ce en ese mo­men­to y nos dice que la cena está lis­ta, por lo que res­pi­ro ali­via­da. Es­pe­ro que el tema de con­ver­sa­ción cam­bie cuan­do em­pe­ce­mos a co­mer. Mien­tras in­ten­to se­guir a los de­más ha­cia el co­me­dor, Rico se acer­ca a mí.

—No era mi in­ten­ción in­sul­tar­te.

—No me he sen­ti­do in­sul­ta­da —le digo—, pero no me gus­ta que in­si­núen que soy dé­bil.

Rico me ofre­ce el bra­zo. Es evi­den­te que no ha cap­ta­do mi in­di­rec­ta res­pec­to a que no es­toy bus­can­do un tra­to es­pe­cial.

—Mi pa­dre me dice que hay que tra­tar a las mu­je­res como flo­res de­li­ca­das.

In­ten­to con­te­ner la risa, pero no lo con­si­go.

—En se­rio. Eso es lo más ri­dícu­lo que he oído en mi vida. No soy una flor y no ne­ce­si­to que na­die me pro­te­ja. Soy una chi­ca dura y pue­do ocu­par­me de mí mis­ma sin nin­gún pro­ble­ma.

—¿De ver­dad? —Me gui­ña un ojo—. ¿Crees que eres fuer­te?

—Por su­pues­to que sí. —Asien­to con la ca­be­za.

—Vale, mi que­ri­da se­ño­ri­ta San­do­val. ¿Por qué no me en­se­ñas cómo te de­fen­de­rías de un tipo como yo?

—¿Aquí?

—Cla­ro.

—Aquí no —aña­do. Me en­can­ta­ría de­mos­trar­le que ten­go ra­zón, pero sé que eso aver­gon­za­ría a mis pa­dres.

—En Se­vi­lla per­te­nez­co a un club de bo­xeo —dice Rico—. ¿Qué te pa­re­ce si te lle­vo allí y me de­mues­tras que no eres una frá­gil flor? Has­ta po­dría en­se­ñar­te a bo­xear. ¿Te gus­ta el bo­xeo?

—El bo­xeo es como una re­li­gión en mi casa. Me he cria­do vien­do pe­leas con mi pa­dre y Lu­cas.

Rico le­van­ta la ca­be­za y saca pe­cho.

—Yo soy casi pro­fe­sio­nal, es­toy a pun­to de su­bir de ni­vel.

En­ton­ces me que­do mi­rán­do­lo.

—¿Tú? ¿Casi un pro­fe­sio­nal? ¿No eres el chi­co que se puso a llo­rar cuan­do se cor­tó con un pa­pel ha­cien­do un avion­ci­to?

—Eso no cuen­ta. Te­nía cin­co años.

—De to­das for­mas, nun­ca po­drías con­ven­cer a mi pa­dre para que me deje ir a un gim­na­sio de bo­xeo. —La ver­dad es que me en­can­ta­ría sa­lir, aun­que fue­se con el es­tú­pi­do de Rico, que pien­sa que las mu­je­res so­mos flo­res de­li­ca­das. Ten­go in­ten­ción de de­mos­trar­le que no soy tan dé­bil como se cree.

—No te preo­cu­pes —dice Rico se­gu­ro de sí mis­mo—. Al fi­nal de la cena, tu pa­dre te de­ja­rá ve­nir. Al fin y al cabo, con­si­de­ra a mi pa­dre como un her­mano. Con­fía en mí.

Du­ran­te la cena, Rico le cuen­ta a mi pa­dre lo del gim­na­sio.

Mi pa­dre me mira se­rio y con cu­rio­si­dad

—¿Te gus­ta­ría ir a bo­xear, Da­li­la?

—Sí —con­fie­so—. Quie­ro de­mos­trar­le a Rico que no soy una flor de­li­ca­da sino una chi­ca dura que pue­de va­ler­se por sí mis­ma.

TRES

Ryan


El club de bo­xeo Lone Star de Lo­ve­land en Te­xas, me re­cuer­da al gim­na­sio en el que en­tre­na­ba en Chica­go. Los dos son lu­ga­res para bo­xea­do­res con ga­nas, que en­tre­nan con la es­pe­ran­za de lle­gar a ser pro­fe­sio­na­les al­gún día. La ma­yo­ría de los chi­cos que vie­nen aquí a dia­rio son como yo, y en­tre­na­mos lo má­xi­mo po­si­ble.

—¿Dón­de es­ta­bas, Hess? —Larry, un adic­to a los es­te­roi­des, me lla­ma des­de la re­cep­ción del club cuan­do en­tro por la puer­ta—. Nor­mal­men­te lle­gas de ma­dru­ga­da.

—Co­sas que pa­san —digo.

—Cuén­ta­me­las, tío.

Me lan­za una toa­lla blan­ca que de tan la­va­da se le está des­pe­gan­do el logo. La cojo en el aire y voy al pe­que­ño ves­tua­rio que hay al otro lado del gim­na­sio. Des­pués de la char­la que he te­ni­do con Paul esta ma­ña­na ne­ce­si­ta­ba ve­nir aquí. Es el úni­co si­tio en el que en­ca­jo, don­de ten­go el con­trol de mi des­tino. An­tes, el bo­xeo era mi vál­vu­la de es­ca­pe, pero aho­ra ya for­ma par­te de mi vida. Me da igual el su­dor o el do­lor. Cuan­do es­toy lu­chan­do, mi men­te está en paz y pue­do con­cen­trar­me sin que nada ni na­die me dis­trai­ga.

Des­pués de cam­biar­me, bus­co un saco de bo­xeo li­bre. A la ma­yo­ría de los que vie­nen aquí no les gus­ta ha­blar, algo que a mí me pa­re­ce bien. No sue­lo ha­blar a me­nos que ten­ga algo que de­cir.

—¡Mira a quién te­ne­mos aquí! Si es nues­tro de­lin­cuen­te re­si­den­te, Ryan Hess en per­so­na —dice mi ami­go Pa­blo. Él se pasa por el fo­rro esa nor­ma no es­cri­ta de no con­ver­sar en el gim­na­sio. Tra­ba­ja aquí un par de días a la se­ma­na y asis­te al ins­ti­tu­to Lo­ve­land con­mi­go—. Pen­sa­ba que es­ta­rías en el fu­ne­ral —dice.

Doy un pu­ñe­ta­zo al saco y em­pie­zo a ca­len­tar.

—Es­ta­ba.

—¿Por qué te has es­ca­pa­do tan pron­to?

—No me he es­ca­pa­do, Pa­blo —re­pli­co y dejo de bo­xear—. Es­ta­ba allí y me he pi­ra­do. Fin de la his­to­ria.

Son­ríe, uno de los dien­tes de­lan­te­ros está as­ti­lla­do, una se­ñal de que no siem­pre va a lo se­gu­ro.

—¿Sa­bes lo que ne­ce­si­tas?

—Es­toy se­gu­ro de que me lo vas a de­cir, quie­ra o no. —Pa­sa­ría de él, pero he de­ja­do los au­ri­cu­la­res en la mo­chi­la para no des­con­cen­trar­me.

—Ne­ce­si­tas pu­lir tus ha­bi­li­da­des so­cia­les.

«Lo que tú di­gas».

—Tal vez no quie­ro ser so­cia­ble. —Gol­peo el saco otra vez.

Y otra.

—Ne­ce­si­tas que al­guien te ayu­de, por­que no pue­des lu­char con­tra el mun­do tú so­li­to, Hess. No eres una isla.

¿De qué coño ha­bla? ¿Una isla?

—Has leí­do de­ma­sia­dos li­bros de au­to­ayu­da, Pa­blo. ¿Por qué no subimos al ring y en­tre­na­mos?

Se ríe y su risa re­sue­na por todo el gim­na­sio.

—No me voy a me­ter en el ring con­ti­go, Hess. Cuen­tan por ahí que la se­ma­na pa­sa­da no­queas­te a Roach —re­cuer­da—. Y a Be­ni­to la an­te­rior.

—Eso fue por­que es­ta­ban des­con­cen­tra­dos.

Pa­blo hace una mue­ca.

—Son dos de los me­jo­res bo­xea­do­res del club, ca­pu­llo. O por lo me­nos lo eran has­ta que lle­gas­te tú. Pe­leas como si lle­va­ras toda la vida dan­do pu­ñe­ta­zos.

Lo que no sabe es que de pe­que­ño era un de­bi­lu­cho. En el co­le­gio al que iba en los su­bur­bios del oes­te de Chica­go, siem­pre me pe­ga­ban. No ha­bla­ba mu­cho y com­pra­ba la ropa de se­gun­da mano en Good­will. Era un mar­gi­na­do, un niño que no en­ca­ja­ba. ¡Jo­der! Sigo sin en­ca­jar y sin ha­blar mu­cho. Pero en­se­gui­da apren­dí que no mola nada que te den una pa­li­za.

Un día, en sép­ti­mo cur­so, Wi­llie Ray­burn me es­ta­ba per­si­guien­do a la sa­li­da de cla­se, como siem­pre. El muy gi­li­po­llas me es­ta­ba dan­do el co­ña­zo, y yo es­ta­ba in­ten­tan­do pa­sar de él. En­ton­ces, me en­con­tré con un es­tu­dian­te de se­cun­da­ria que se lla­ma­ba Fé­lix. Vi­vía en la ca­ra­va­na al lado de la nues­tra. Me pre­gun­tó por qué le te­nía mie­do a Wi­llie, y yo me en­co­gí de hom­bros. Tam­bién me pre­gun­tó si que­ría apren­der a pe­lear. A lo que en se­gui­da con­tes­té que sí.

Des­de aquel día, de vez en cuan­do que­da­ba con Fé­lix en la par­ce­la que ha­bía de­trás del par­que de ca­ra­va­nas, y él me en­se­ña­ba a bo­xear. De­cía que su pa­dre era bo­xea­dor y que, si apren­día a dar un pu­ñe­ta­zo como un pro­fe­sio­nal, los ti­pos como Wi­llie Ray­burn me de­ja­rían en paz.

Me acuer­do de la pri­me­ra vez que me pe­leé con Ray­burn. ¡Fue la le­che!

Apa­re­ció en la ca­fe­te­ría del co­le­gio. Yo es­ta­ba ha­blan­do con una chi­ca muy gua­pa, que se lla­ma­ba Bian­ca. Wi­llie se acer­có y le dijo a Bian­ca que yo era un mier­da, y que mi ma­dre era una puta al­cohó­li­ca. No so­por­ta­ba que la gen­te su­pie­se que vi­vía en un par­que de ca­ra­va­nas vie­jo y su­cio, a las afue­ras de la ciu­dad. Lo cier­to era que mi ma­dre te­nía un lar­go his­to­rial lle­van­do tíos a la ca­ra­va­na, pero no era nin­gu­na puta. Ella te­nía la es­pe­ran­za de que uno de ellos se que­da­ra el tiem­po su­fi­cien­te para po­der cui­dar­la. Al fi­nal, lo úni­co que ha­cían era po­ner­le un ojo mo­ra­do e im­pul­sar­la a be­ber más.

Odia­ba mi vida, a mi pa­dre por ha­ber­se lar­ga­do, a mi ma­dre y a Wi­llie Ray­burn.

Ese día, todo lo que te­nía den­tro de mí es­ta­lló como un vol­cán. Ya no iba a se­guir sin­tien­do lás­ti­ma por mí mis­mo ni a ha­cer­me la víc­ti­ma.

An­tes de dar­le tiem­po a que me gol­pea­ra o me ti­ra­ra al sue­lo, le en­di­ñé a Wi­llie un tre­men­do gan­cho de iz­quier­da. Cayó al sue­lo y, en­se­gui­da, me puse en­ci­ma de él y le pe­gué una y otra vez mien­tras me caían las lá­gri­mas por la frus­tra­ción que sen­tía. Mis pu­ños si­guie­ron dan­do gol­pes has­ta que tres vi­gi­lan­tes del co­me­dor vi­nie­ron a se­pa­rar­nos.

No me im­por­ta­ba ha­ber­le roto la na­riz ni que me hu­bie­ran ex­pul­sa­do una se­ma­na. Cuan­do vol­ví, los otros ni­ños ni si­quie­ra me mi­ra­ban por mie­do a que les hi­cie­ra lo mis­mo que a Wi­llie. En vez de mo­les­tar­me, aque­llo me ha­cía sen­tir po­de­ro­so. Me gus­ta­ba que la gen­te no se me­tie­ra con­mi­go y que pen­sa­ran que era duro.

Aun­que se­guía sien­do un mar­gi­na­do.

El gim­na­sio se que­da en si­len­cio de re­pen­te, cuan­do Todd Pro­jansky, el due­ño, en­tra con cua­tro ti­pos que pa­re­cen ser bo­xea­do­res pro­fe­sio­na­les.

—¿Quié­nes son esos tíos que vie­nen con Pro­jansky? —le pre­gun­to a Pa­blo.

—El del me­dio es un lu­cha­dor que se lla­ma Ma­teo Ro­drí­guez —res­pon­de en voz baja—. Al pa­re­cer en­tre­na en un gim­na­sio de Mé­xi­co don­de Ca­ma­cho ayu­da a un par de tíos. Lo he vis­to pe­lear. Es bueno.

Es­pe­ra un mo­men­to. Mi ce­re­bro no con­si­gue pro­ce­sar lo que creo que aca­bo de oír.

—Re­pi­te eso. ¿El tío ese co­no­ce a Ca­ma­cho? ¿Te re­fie­res a Juan Ca­ma­cho, la le­yen­da del bo­xeo?

—El úni­co e inigua­la­ble. —Pa­blo se en­co­ge de hom­bros—. Por lo me­nos eso es lo que se dice por ahí.

¡Me cago en la le­che! Juan Ca­ma­cho es un bo­xea­dor me­xi­cano fa­mo­so en todo el mun­do, que fue cam­peón de bo­xeo en peso pe­sa­do en los años se­ten­ta. Fue una au­tén­ti­ca es­tre­lla, se hizo con el tí­tu­lo de cam­peón del mun­do en va­rios cam­peo­na­tos con­se­cu­ti­vos. Y lue­go des­apa­re­ció sin de­jar ras­tro. Ya debe de te­ner más de se­sen­ta años. Era un lu­cha­dor de la vie­ja es­cue­la que en­tre­na­ba como un ani­mal.

Cuan­do em­pe­cé a bo­xear, veía sus vi­deos e imi­ta­ba sus mo­vi­mien­tos. Ha­cía como que pe­lea­ba con­tra él, co­pia­ba sus gol­pes rá­pi­dos y la for­ma en la que se mo­vía por el cua­dri­lá­te­ro. Si el Ro­drí­guez este lo co­no­ce…

—Voy a ver si es ver­dad.

—No. —Pa­blo me aga­rra del hom­bro y no me deja avan­zar—. No te pue­des acer­car a un tío como Ro­drí­guez.

—Tal vez tú no pue­das, pero yo sí. —Cru­zo el gim­na­sio con el úni­co ob­je­ti­vo de ave­ri­guar si el ru­mor es cier­to.

Ma­teo Ro­drí­guez es mo­reno, lle­va una ca­mi­se­ta de ti­ran­tes blan­ca y pan­ta­lo­nes cor­tos, tie­ne pin­ta de es­tar lis­to para pe­lear en cual­quier mo­men­to. No es el tí­pi­co tío muscu­loso con cara de loco, y no im­po­ne de­ma­sia­do res­pe­to, pero hace mu­cho que apren­dí que no me pue­do fiar de las apa­rien­cias has­ta que vea cómo pe­lea en el ring.

Está de bra­zos cru­za­dos vien­do en­tre­nar a dos tíos, a los que ana­li­za como quien va a com­prar ga­na­do. Cuan­do me de­ten­go de­lan­te de él, le­van­ta la ca­be­za.

—He oído por ahí que co­no­ces a Juan Ca­ma­cho —pre­gun­to sin du­dar ni un se­gun­do—. ¿Es ver­dad?

No me res­pon­de y me mira con cara de cu­rio­si­dad.

—¿Quién es este grin­go? —le pre­gun­ta a Pro­jansky.

—Es Ryan Hess, un nue­vo lu­cha­dor que vie­ne de Chica­go —ex­pli­ca Pro­jansky—. Se mudó aquí el año pa­sa­do cuan­do su ma­dre se casó con el she­riff Black­burn.

Ro­drí­guez me pone mala cara.

—Mira, co­le­ga, Ca­ma­cho no fir­ma au­tó­gra­fos.

—No quie­ro un au­tó­gra­fo —le digo—. Quie­ro co­no­cer­lo y pe­dir­le que me en­tre­ne. ¿A qué club per­te­ne­ce?

—¿En­tre­nar­te? —A Ro­drí­guez le da la risa y lue­go me mira fi­ja­men­te—. Ca­ma­cho no per­te­ne­ce a nin­gún si­tio. Y te ase­gu­ro que no tie­ne tiem­po que per­der con ca­pu­llos como tú, que no sa­ben una mier­da de bo­xeo y que creen que pue­den lle­gar a al­gún lado.

El pro­ble­ma de Ro­drí­guez es que ha co­me­ti­do el error de juz­gar mi ha­bi­li­dad an­tes de ver­me en el ring.

—¿Echa­mos tres asal­tos? —lo desafío—. Si gano, me pre­sen­tas a Ca­ma­cho.

—¿Me es­tás re­tan­do?

—Sí.

En su cara se di­bu­ja una pe­que­ña son­ri­sa.

—¿Y si gano yo?

Lo miro di­rec­ta­men­te a los ojos.

—No lo ha­rás.

ringring