cubierta.jpg

Akal / Pensamiento crítico / 70

Natalia Fernández Díaz-Cabal

Perséfone se encuentra a la Manada

El trasluz de la violación

logoakalnuevo.jpg 

 

 

La mitología cuenta que Perséfone, hija de Zeus y Deméter, joven de belleza sin par, fue brutalmente raptada y violada por Hades. Con el estupro, el señor del inframundo consumaba su unión y su matrimonio con ella. La violación sexual forma parte de la cultura de Occidente desde tiempos inmemoriales, tanto en su vertiente más excepcional (en tiempos de conflicto convulso) como en la cotidianidad más ordinaria del día a día.

Sin embargo, de un tiempo a este parte, numerosos casos nos han obligado a asomarnos a la violencia sexual más como parte de un consumo mediático que de un análisis riguroso y ponderado. Hablar de violación a tenor de estos casos parece haberse convertido en buque insignia de muchos debates, así como de manifestaciones más o menos feministas. No hemos, pues, analizado la violación como debiéramos, con datos y con perspectiva histórica y cultural. Este libro pretende romper el marco de análisis del fenómeno de la violación, ofrecer una propuesta que supere los climas de opinión –y a los opinólogos en su conjunto– a través de una mirada facetada y transversal.

Natalia Fernández Díaz-Cabal, doctora en Lingüística y en Filosofía de la Ciencia, es profesora en la Universidad Autónoma de Barcelona y en CEA-University of New Haven. Colaboradora en varios medios internacionales y nacionales, y ha impartido cursos y conferencias en España, Portugal, Holanda, Inglaterra, China, Italia, México, Paraguay, Argentina, República Checa, Macedonia, Canadá, Francia, Grecia y Turquía. Es autora de La violencia sexual y su representación en la prensa (2003), Cuando el feminismo dijo sí al poder (2013) y Polifemo y la mujer barbuda. Crónica (des)enfadada de un cáncer atípico. Acaba de incursionar como autora de teatro, con la reciente publicación de (Im)pacientes en la Asociación de Directores de Escena de España.

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Natalia Fernández Díaz-Cabral, 2019

© Ediciones Akal, S. A., 2019

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4778-0

¿Quién hace negocio con nuestro miedo?

(George Orwell)

La violación de un cuerpo es la violación del entendimiento racional

(Ross Harrison, 1986)

Mi patria está muerta

La han sepultado

En el fuego.

Vivo en mi matria

La palabra.

(Rosa Ausländer)

Upon this sleeping child, –man’s violence,

Not man’s seduction, made me what I am,

As lost as. I told him I should be lost.

When mothers fail us, can we help ourselves? (…)

And violence is now turned privilege,

As cream turns cheese, if buried long enough.

(Elizabeth Barrett Browning, Aurora Leigh)

How little strong men, with their logic, sophistry, and hypothetical examples, appreciate the violence they inflict on the tender sensibilities of a woman’s heart, in trying to subjugate her to their will! The love of protecting too often degenerates into downright tyranny. Fortunately all these sombre pictures of a possible future were thrown into the background by the tender missives every post brought me, in which the brilliant word-painting of one of the most eloquent pens of this generation made the future for us both, as bright and beautiful as Spring with her verdure and blossoms of promise.

(Elizabeth Cady Stanton, «Eighty years and more», 1790)

Te entregaré, si fuera necesario,

las inflexiones de mis ideales,

pero yo soy mía.

Te otorgaré, incluso, mi agonía,

el último estertor de mis sentidos,

pero yo soy mía (…).

(Ivana Alochis, Warmi, 2018)

Algo más que un prefacio…

Empecé a interesarme por la violencia contra las mujeres (enfatizo «contra las mujeres»: para entrar en el debate de la «violencia de género» ya habrá tiempo) hace casi treinta años. Visto en perspectiva, parece mucho –y lo es: sobrepasa largamente los cuatro lustros del tango de Gardel–, pero, en realidad, en el cuadrante de la violencia sexual no son tantos. La sensibilidad social y los discursos públicos pueden haberse desplazado en un sentido de mayor comprensión y empatía hacia las víctimas, y sin embargo, en todos ellos pervive un trasfondo, especialmente ideológico y conceptual, que no invita a ser precisamente optimistas.

En realidad, mi interés por este tema tiene fecha concreta de arranque, y coincide con la primera noticia de acoso sexual en el lugar de trabajo, en 1989. Una polémica sentencia de un juez, que decretaba que un jefe no pudo reprimir sus instintos frente a una empleada menor de edad (claro que en esos años la minoría de edad no significaba gran cosa en un contexto social en que no se protegía al menor) porque ella vestía minifalda. Digo polémica porque lo fue y no por ánimo de adjetivar acciones –un ejercicio que dejo a los opinadores sociales, que son legión–. Por primera vez se encendía un debate que cuestionaba una sentencia en la que quedaban más palmarias las creencias y convicciones del juez en materia moral y sexual que el afán de impartir justicia. Pero la polémica tampoco fue más allá de un tímido clamor social: el agresor quedó como una víctima de las artimañas de una mujer joven y a la chica le esperó el oprobio ya que, en el pleistoceno televisivo de entonces el reality show y otros formatos de explotación de la víscera aún no habían entrado en nuestras vidas, y salir en la prensa en la sección de sucesos no era la mejor carta de presentación para asegurarse un futuro.

Cuando señalo que hay un antes y un después de ese caso no estoy afirmando que se trate de la primera historia de acoso sexual recogida en la prensa. Solo se trata de la primera que genera un debate que actúa como un aldabonazo. Si queremos irnos un poco más allá en el tiempo, nos encontraremos algún amago de campañas contra el acoso sexual en el lugar de trabajo, y que datan del año 1983. Y un año antes, y sobre todo en la prensa canaria, se hizo famoso un caso… ¡en que la acosadora era una mujer jefa a un empleado! La inversión del estereotipo convierte ese relato en pasto mediático. Señalo algunos elementos interesantes; en especial que se enfatice la versión del abogado de la víctima, arguyendo los daños psicológicos y el estrés que le generaba la situación. En los pocos casos consignados en que la víctima es una mujer se habla del «hombre que intenta conquistar» y la mujer que reacciona denunciando los hechos. Por lo tanto el patrón era claro: el acosador era un conquistador. Y la conquista siempre fue timbre de gloria.

Debo aclarar que en esos años no existía la categoría jurídica de «violencia de género»[1] y que todo crimen machista perpetrado en el hogar se solía calificar de «crimen pasional», lo que conseguía, de un plumazo, tres objetivos: el primero y básico, invertir la situación, de tal modo que el agresor quedaba retratado como víctima (aunque solo lo fuera de su propio arrebato); segundo, dejar meridianamente claro que existen sentimientos y pasiones tan intensos que quedan fuera del marco de la razón y que, por tanto, sirven como elementos exculpatorios, atenuantes, cuando no directamente justificativos; tercero, abundar en la extendida creencia de que en la intrincada relación de dos personas se va tejiendo una especie de derecho de propiedad que, situado en unos parámetros más allá del bien y del mal, mantiene (y se atiene a) su propia idea de lo que es justo y lo que no, y lo que se debe o no castigar, de qué modo y en qué dosis. Una ley «a medida» de cada varón para aplicar en la estricta intimidad. Y lo privado, en aquel entonces, se respetaba con tanto escrúpulo que las tropelías que pudieran desarrollarse en las entrañas del hábitat familiar no admitían ser objeto de discusión y mucho menos de injerencia.

Tampoco existía un discurso social y público que separase netamente la violación, y otras agresiones sexuales, de lo que es el campo de la sexualidad en sí. Tradicional e históricamente, como veremos, la agresión sexual ha estado ampliamente definida dentro del marco factual de la sexualidad. Esto ha dado lugar a numerosos debates y análisis que tienen como punto central discernir los límites entre lo que es sexualidad y lo que es violencia. O lo que es igual: la frontera entre las relaciones humanas y las políticas de dominación. Una fórmula, con sus variables, de la que los medios de comunicación echaron mano cuando había un caso de violación, era la de separar la violación del resto de la violencia perpetrada (si la hubiera habido): «la víctima no presentaba signos de violencia ni de haber sido violada», lo que establece dos categorías claras, la de la violencia con sus marcas, y la de la violación, con sus huellas a veces tan intangibles, tan invisibles.

Por descontado que este ensayo parte de una tesis clara: la violación es un acto de violencia y debe desmarcarse de lo genital, de la misma manera que el estatus económico de alguien a quien se le ha robado su propiedad no debería servir de instrumento para matizar la gravedad del delito o cuestionar su existencia.

La violación es uno de esos delitos en que, su sola potencialidad, condiciona a un gran número de víctimas también potenciales. Hay una sombra de amenaza que limita la libertad personal, una presencia silenciosa que acaba significando sometimiento o renuncia. A veces hay que leer a las clásicas del feminismo como Susan Brownmiller porque, en lo esencial, no han perdido vigencia. Y esto es así porque la observación que, por ejemplo, Brownmiller cita en su ya clásico ensayo Against our will en que habla de la naturaleza «violable» de la mujer, no ha variado: las mujeres son, somos, orgánicamente violables. Y los hombres, biológicamente violadores. En tanto las leyes de la naturaleza no cambien (y de momento la naturaleza, en su empuje esencial, se está mostrando mucho más tozuda que la cultura, en su esfuerzo civilizatorio) este hecho fundamental tampoco cambiará. Por supuesto que hablamos de una realidad general y generalizada, de categorías genéricas, y espero que así se entienda.

Pero lo cierto es que, en 1989, la situación era como sigue: la prensa hablaba de crímenes pasionales (cuando hablaba), el acoso sexual en el lugar de trabajo no estaba tipificado (o al menos no hasta el punto de calar en el argumentario social) y la violación –su relato– siempre dejaba entrever más su carácter sexual que su naturaleza violenta. No era un panorama halagüeño, desde luego, pero me parecía lo suficientemente alentador, desde el punto de vista de la investigación comprometida (no concibo otra), como para indagar en los vericuetos ideológicos que han permitido que ciertos estereotipos tengan la consistencia de una antigua pirámide, que todo lo resiste: sobre todo las pruebas del tiempo. Huelga aclarar que el trabajo, que acabaría siendo una tesis doctoral, debía ser necesariamente prospectivo: no había mucho pasado del que tirar, puesto que solo a partir de la década de los 80 del siglo XX empezaron a proliferar ciertas noticias cuyo tema estuviera relacionado con la violencia contra las mujeres. Antes eran apena una nota, un rasguño, un accidente, por no decir una obviedad. Y los medios de comunicación (al menos los de antaño) no estaban para explicarnos las obviedades. Tampoco abundaban –en nuestro país, claro está– trabajos en este ámbito, con las honrosas excepciones de las pioneras: Juana Gallego, Concha Fagoaga, Concepción Fernández Villanueva o Amparo Moreno, entre otras, que espero que no se tomen la fragilidad de mi memoria como una afrenta.

En el mundo anglosajón nos llevaban cierta ventaja, y ya en 1978 Gaye Tuchman publicaba Making news, un clásico de lectura obligada para entender cómo se construye ese artículo cultural de consumo, que son las noticias, y el lugar que ocupan en ellas las mujeres, casi siempre como objetos de la narración. Ese mismo año vería la luz Hearth and home: images of women in the mass media, editado al alimón por la propia Tuchman junto a Benét y Kaplan, y donde ya queda patente el «no lugar» de las mujeres en las noticias. Ese trío de autores, precisamente, son de los primeros que se atreven a penetrar esa maraña del mensaje informativo, cuando todavía la publicidad no se había entremezclado tanto con los contenidos, y el discernimiento tenía que superar pruebas menos exigentes.

Pero no son los únicos: a principios de los 80, vendrían los trabajos del ya fallecido Keith Soothill (al que debo una entrañable estancia en su casa de Lancaster, donde me alojó mientras yo rebuscaba en sus montañas de papeles todo lo que él había generado a propósito del tema de la violencia sexual y su representación en la prensa), que se ha dedicado a ese tema, en su calidad de sociólogo, hasta prácticamente su retiro e incluso más allá. Su compañera de facultad, Susan Wise, junto con Liz Stanley, publicaron justamente en 1987 una primera aproximación al tema del acoso sexual en el lugar de trabajo, Georgie Porgie. Sexual harassment in everyday life, donde acuñan esa expresión que me causó tanto regocijo por su punzante ironía: el «Romeo de oficina». Recuerdo esa etapa con agradecimiento y una cierta nostalgia: los investigadores estaban abiertos a hablar con los que seguíamos sus pasos y cooperaban en tu trabajo con entusiasmo y compromiso, algo que el mundo competitivo y burocratizado universitario está barriendo y convirtiendo en reliquia –soy consciente de la digresión, pero no me disculparé por ella.

El paso del tiempo me ha traído nuevos nutrientes bibliográficos, que no existían en el momento en que yo leí mi tesis doctoral, pero que ahora, al revisitar este tema con ojos renovados (e infinitamente más cansados) y, como quiera que sea, dispuesta a ir mucho más allá que lo sugerido y maquinado en los medios, tengo que agradecer que hayan entrado en mi vocación investigadora las figuras de Georges Vigarello, con su imprescindible Historia de la violación –una mirada que abarca varios siglos– y los trabajos de la rotunda y lúcida Rita Segato. A ella le debo una reflexión capital: «La víctima es expropiada del control sobre su espacio-cuerpo. Es por eso que podría decirse que la violación es el acto alegórico por excelencia de la definición schmittiana de la soberanía: control legislador sobre un territorio y sobre el cuerpo del otro como anexo a ese territorio». En realidad, como sostiene Byung-Chul Han, «la violencia roba a sus víctimas toda posibilidad de actuación. El espacio de actuación se reduce a cero. La violencia es destructora del espacio»[2]. ¿Acaso cabe alguna duda? Y a Vigarello le debo haber puesto el dedo en la llaga de un aspecto que en este libro resultará fundamental: «Una historia de la violación ilustra así el nacimiento imperceptible de una imagen del sujeto y de su intimidad. Muestra la dificultad antigua para asumir la autonomía de la persona, la necesidad de apoyarse en indicios materiales para identificarla mejor». La idea del cuerpo como espacio dentro de otro espacio, y la colisión que se produce entre las respectivas connotaciones que genera tanto el espacio corporal como aquel en el que se desplaza, se mueve y respira, va a ser un tema que volveremos sobre sus costuras para comprenderlo en toda su amplitud; un cuerpo que atraviesa un espacio público se puede interpretar como interferencia, como prolongación de ese espacio, como invitación a su uso o como uno de los objetos allí dispuestos para regocijo visual y táctil de los otros. Y, por otro lado, la reflexión sobre el consentimiento, y los límites y condicionantes que nuestro armazón social les impone, también será objeto de una reflexión profunda. Si creamos la inevitable aleación de «cuerpo» y «consentimiento» llegaremos a una de las claves esenciales, ya que sobre ese eje todavía se dirime la condena o la salvación de una víctima de violencia sexual.

Todos los trabajos señalados más arriba (con la excepción de Vigarello y Segato, que son más recientes), además de ser pioneros en sentido estricto, son portadores de un enorme mérito al anticiparse en algunos años a la tipificación del delito de acoso sexual –es en 1992 cuando el Parlamento Europeo toma cartas por primera vez en el asunto proponiendo una ley de protección de las víctimas de acoso.

Explicar algunos entresijos del proceso recorrido entonces me permite colocar los andamios de lo que será este ensayo, abrevando en las aguas de su protohistoria. Y también señalar los puntos en los que me encontré algunos escollos. Por ejemplo, cuando requerí algunos materiales de consulta al Instituto de la Mujer se me respondió que los archivos estaban para «exclusivo uso de la ministra» (sic). Sorprendentemente yo, que trabajaba en Holanda en aquellos años, me encontraba con muy poco apoyo de mi propio país. Que no se me malinterprete: cuando digo «apoyo» no estoy queriendo indicar recibir financiación de cualquier índole, sino simplemente disponer de acceso a materiales que pudieran ayudarme en una investigación que, como ya dije, era de carácter obligadamente prospectivo. En general hubo poca receptividad, excepto cuando leí la tesis doctoral –dedicada de lleno a la violencia sexual y sus imágenes mediáticas–, en que los medios ya detectaban el apetecible olor de un tema que daba mucho de sí, lo que me supuso una turné por varias emisoras y tribunas de lo más diverso.

Todavía no he superado el estupor que me produjo que alguien que representaba a una institución me dijera que yo perdía el tiempo al analizar la imagen de las agresiones en los medios, porque no había nada que decir, partiendo de la base de que los medios narran la realidad. Me pareció que quedaba fuera de lugar instruir a alguien en la diferencia entre la realidad y su interpretación, entre verdad y verosimilitud. Eso, y encontrarme años más tarde participando en los debates de los que surgiría el primer vademécum sobre el tratamiento informativo de la violencia de género en los telediarios de RTVE, constituyen unos hitos en la historia personal de mi asombro. En ese caso, que fue en el año 2002, porque, en plena efervescencia de la llamada «ley de violencia de género», donde solo se consideraba víctimas a las que sufrían violencia doméstica, con resultado de muerte o no, se «olvidaron» de incluir (vaya verbo, ahora que vivimos la gloriosa etapa de lo inclusivo y políticamente correcto…) la violación y, de manera general, las agresiones sexuales. Cuando lo planteé en uno de los debates, se me objetó unánimemente que ese tema no tenía trascendencia social y no constituía una lacra como los malos tratos. Avalaban mi comentario miles de denuncias al año y unas hiperbólicas estadísticas, pero se consideró irrelevante porque el ritmo de los tiempos lo marcaban otros hitos: la frontera, se decretó, se situaba en la historia de Ana Orantes, como si el feminismo dominante tuviera necesidad de establecer una cosmogonía clara. Pero no. Antes que Ana Orantes estuvo Mercedes Colado, funcionaria de prisiones, y cuyo cadáver acribillado a balazos en un parque conquense fue motivo de portada de alguna revista de opinión, en riguroso blanco y negro, como para mitigar el charco de sangre que se adivinaba a sus pies. El pixelado compasivo no existía y no podía acudir a poner eufemismos a nuestra mirada. Sucedió unos meses antes de que Ana Orantes paseara su dolor por los platós.

Y mucho antes, mediáticamente hablando, estuvieron las niñas de Alcásser y el sufrimiento de los familiares transformado en alimento proteínico para los incipientes programas que viven y han vivido de dejar la intimidad en carne viva. Con Ana Orantes lo que viene, gracias al poder de persuasión de los medios, es el hartazgo y la necesidad de canalizarlo, generando el embrión de la ley de la violencia de género –que, al principio, fue dando tropezones hasta acabar de perfilarse: recuerdo casos en que no estaba claro si la expareja debía entrar en ese cuadro de los malos tratos domésticos o si el hecho de que una agresión se produjera en el portal de casa desvirtuaba esa idea de «violencia en el hogar»–. Hasta que todo quedó perfectamente delimitado: la expareja también entraba en la tipificación del delito y el escenario no podía restringirse a las cuatro paredes del domicilio conyugal. Pero –ay, la obsesión– dejar fuera a las víctimas de violación, entonces tema menor (insisto en que me refiero a comienzos de la década del 2000), pasaría factura, y ahí tenemos el caso de Diana Quer, donde hay violencia, hay premeditación… y no se considera violencia «de género» porque esas víctimas que no tenían relación afectiva, pasada o presente, con su victimario, quedaban a la sombra del reconocimiento y la sensibilidad sociales.

Pero me estoy yendo mucho más allá de lo que pretende ser una introducción. Porque, en el fondo, lo podría resumir muy fácilmente: si he estado investigando la violencia sexual en los medios de comunicación en los años 90 y comienzos del 2000 y dejé de hacerlo al no ser motivo noticial de referencia, acontecimientos como los de La Manada y otros casos sumamente mediáticos de violación grupal o individual, a menores y adultas, nos obliga a volver la vista atrás –al trabajo hecho– a la par que hacia delante –para matizar lo que entonces quedaba fuera del foco de interés o incluso de mi propia previsión–. No se trata tanto de una subsanación como de proponer miradas. En todo caso, considero que arrojar miradas supone, asimismo, explorar otros discursos que no se limitan solamente a lo mediático. En el fondo no será más que un pretexto para volver a hurgar en el lenguaje y en la interminable inercia de sus connotaciones, y así entender lo que somos en lo que fuimos.

[1] De hecho, en mi libro La violencia sexual y su representación en la prensa, el antecesor de este texto, utilizo indistintamente «violencia de género» y «violencia contra las mujeres», y por descontado en ambas incluyo el delito sexual.

[2] Byung-Chul Han, Topología de la violencia, Barcelona, Herder, 2016.