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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Stella Bagwell

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Herida por el amor, n.º 1804- agosto 2019

Título original: The Best Catch in Texas

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-395-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LE HAS podido echar un vistazo al trasero del doctor Garroway? Ay, ¡cómo me gustaría verlo con un par de pantalones vaqueros!

–¿Pantalones vaqueros? Pues a mí me gustaría verlo sin los vaqueros… sin nada… excepto esa sonrisa tan maravillosa que tiene…

Los solapados comentarios de las dos enfermeras se transformaron en risitas en voz baja justo cuando Nicolette Saddler se acercó al mostrador. Sobre éste, se apilaban un buen montón de expedientes médicos a la espera de que se repartieran a los médicos correspondientes.

–Señoritas, ¿creen que una de las dos podría encontrar el tiempo necesario para buscarme el expediente del señor Stanfield? –les preguntó.

Las dos enfermeras, varios años más jóvenes que la doctora, que tenía ya treinta y ocho, la miraron boquiabiertas y con la sorpresa reflejada en el rostro. Evidentemente, ninguna de las dos se había percatado de su presencia mientras intercambiaban opiniones sobre el nuevo cardiólogo.

–¡Oh! –exclamó avergonzada una de ellas mientras se dirigía hacia los expedientes y comenzaba a buscar el que la recién llegada le había pedido–. Claro, doctora Saddler. Espere un momento. Aquí lo tiene.

Técnicamente hablando, Nicolette no era médico, sino asistente médico. No obstante, muchos de sus colegas y de sus pacientes la llamaban doctora simplemente porque era más fácil.

La segunda enfermera esbozó una tímida sonrisa.

–Mmm, simplemente estábamos hablando sobre el nuevo cardiólogo. Toda la clínica anda muy alborotada por su culpa.

Con lo de «toda la clínica» se refería a todas las mujeres de la clínica. Nicolette hizo lo imposible por contener un suspiro. Desde el momento en que había entrado en la clínica aquella mañana, no había escuchado más que alabanzas y comentarios de adoración sobre el nuevo cardiólogo, que había ocupado la vacante que había dejado el doctor Gray Walter tras su jubilación. Sin embargo, en lo que se refería a Nicolette, ningún hombre podría ocupar el puesto del viejo galeno, que había trabajado incansablemente para asegurarse de que todos y cada uno de sus pacientes disfrutaban de la mejor atención médica. Mientras otros médicos se divertían en las pistas de golf o se marchaban a pescar a la costa, el doctor Walter permanecía en la clínica, entregándose a sus pacientes. Nicolette no esperaba que el nuevo tuviera la misma dedicación. Después de todo, sólo tenía veintinueve años y no se hablaba de él más que para comentar su atractivo físico.

–Sí, ya lo he oído –dijo Nicolette sin mucho entusiasmo. Aquél era su primer día de trabajo en Coastal Health después de las dos semanas de permiso que se había tomado para cuidar a su madre enferma. Aunque no había esperado encontrar una fiesta de bienvenida para celebrar su regreso, le habría gustado que, al menos una persona, le expresara alegría por su vuelta al trabajo. Por el contrario, el doctor Garroway parecía haber puesto la clínica patas arriba.

La joven enfermera frunció el ceño y la miró como si no la entendiera.

–No parece usted muy emocionada. ¿Es que aún no lo conoce?

–Por supuesto que no estoy emocionada –respondió Nicolette–. Y aún no lo conozco. Tengo cosas mucho más importantes que hacer, como ocuparme de mis pacientes.

Tomó el expediente que la otra enfermera tenía en la mano y se marchó. Mientras avanzaba por el pasillo que llevaba a su despacho, prácticamente sintió los ojos de las dos enfermeras sobre su espalda, como si ella fuera una especie de vieja amargada. Tal vez tenían razón. No recordaba la última vez que se había sentido ligeramente emocionada sobre un miembro del sexo opuesto. Desde que se separó de su esposo, ni siquiera había mirado a un hombre dos veces. Ya había tenido bastante de hombres guapos en su vida y no le interesaba repetir la experiencia.

Diez minutos más tarde, Nicolette estaba sentada en su despacho, repasando los resultados de una serie de análisis antes de recibir a su primer paciente cuando la enfermera que trabajaba con ella en su consulta entró en el despacho.

–Hay una persona en la sala de espera que desea verla, doctora –dijo.

Nicolette frunció el ceño y miró a Jacki, una joven pelirroja y con una efervescente sonrisa que le duraba todo el día incluso cuando a los demás ya les había derrotado la fatiga. Durante los últimos tres años, Jacki había estado trabajando junto a Nicolette. Se había convertido en una amiga y, afortunadamente, Nicolette podía hablar con ella como tal.

–Debería haber una sala de espera llena de pacientes –replicó secamente.

–Y las hay, además de una persona en concreto. Le he dicho que vendría a ver si tenías un minuto.

Nicolette frunció el ceño.

–¿Se trata de un hombre?

Jacki asintió y entró en la consulta. Entonces, se inclinó sobre Nicolette y susurró:

–El nuevo cardiólogo. Creo que todas las mujeres que hay en la sala de espera están fingiendo tener problemas de corazón.

Nicolette murmuró una maldición, arrojó el bolígrafo que tenía en la mano sobre la mesa y apartó su sillón.

–¿Y por qué no le has dicho a ese hombre que estoy ocupada? ¡Te aseguro que no le habrías estado mintiendo!

Jacki no se mostró en absoluto afectada por las palabras de Nicolette. Se limitó a levantar las palmas de las manos.

–Porque se limitaría a regresar más tarde. Además, sólo se está mostrando sociable, algo que tú normalmente tratas de ser.

Nicolette apretó los labios y se levantó de la butaca de cuero negro. Jacki tenía razón. Salir a conocer al médico recién llegado al grupo era lo que debía hacer. Nadie le había dicho que tenía que caer rendida a los pies de aquel hombre como parecían haber hecho el resto de las mujeres de la clínica.

–Muy bien. Saldré a conocer al doctor Garroway –dijo mientras pasaba al lado de la enfermera–. Y después me pondré a trabajar.

Sin detenerse para ver si Jacki la seguía, Nicolette salió del despacho y avanzó por un estrecho pasillo. Cuando abrió las puertas de la sala de espera, vio la espalda de un hombre muy alto que se encontraba en el centro de un grupo de pacientes femeninas. ¡Las pacientes de Nicolette!

–Oh, hola, doctora Saddler. ¿Puedo pasar ya?

La pregunta la había realizado una anciana con artritis crónica, de la que Nicolette se ocupaba habitualmente.

–Hola, señora Gaines. La veré dentro de unos minutos. Ahora voy a…

En aquel momento, el doctor Garroway se dio la vuelta. Durante un instante, ella tuvo que hacer un profundo esfuerzo para no quedarse boquiabierta.

Por lo que había escuchado a lo largo de la mañana, había esperado ver un hombre joven y mono, tal vez incluso guapo. En lo único en lo que había acertado era en lo de joven. El resto de su persona sólo podía describirse como deslumbrante. Nicolette se sentía como si alguien le hubiera dado un golpe en el diafragma. Casi no podía respirar.

Cuando vio que él se dirigía hacia ella, consiguió recuperar la compostura y, de algún modo, logró ofrecerle la mano a su nuevo colega.

–Hola, soy Nicolette Saddler, médico asistente –dijo–. Usted debe de ser el doctor Garroway.

Un par de finos labios se desplegaron para esbozar una amplia y pícara sonrisa.

–Para usted, doctora, sólo Ridge.

La voz encajaba a la perfección con aquel rostro. Duro, varonil y demasiado sexy como para ser de curso legal. Ridge Garroway distaba mucho de ser el guaperas que había esperado. Tenía unos rasgos esculpidos y enjutos que llevaban a pensar que había estado en alguna que otra pelea a lo largo de su vida. Su cabello rubio oscuro era liso, con unos reflejos naturales de color miel, y lo suficientemente largo como para que se pudiera considerarlo algo desaliñado. Aunque él había hecho el esfuerzo de peinárselo para apartárselo del rostro, le caían unos mechones por la frente que le daban un aspecto de niño travieso. Unos ojos cálidos, de color marrón caramelo la observaban bajo un par de espesas cejas. El brillo que vio en aquellos ojos puso a Nicolette inmediatamente en estado de alerta.

Se aclaró la garganta y miró a su alrededor. Un auditorio de pacientes estaba completamente pendiente de sus palabras.

–¿Le importaría que habláramos en el pasillo? –sugirió ella.

–Por supuesto que no. Detrás de usted. Nicolette respiró profundamente y se dirigió de nuevo hacia la puerta con el cardiólogo pisándole los talones. Cuando estuvieron por fin en el pasillo, ella se dio la vuelta con la esperanza de que no se le notara en el rostro la agitación que sentía.

–Siento… le pido disculpas por la curiosidad de los pacientes –dijo ella–. Sólo quería darle la bienvenida a la clínica.

Él movió los labios con un gesto de diversión mientras recorría el rostro de Nicolette con la mirada. Ella sintió cómo un calor poco habitual en ella le cubría las mejillas.

–No tiene por qué disculparse por los pacientes –dijo él–. Me gusta la gente. Los curiosos y todos los demás. Y, aunque se lo agradezco mucho, no he venido para que me dé la bienvenida a la clínica. Tenía muchas ganas de conocerla.

Nicolette levantó las cejas y miró al otro médico con cautela. ¿Por qué un médico como él podría estar interesado en conocer a una vulgar asistente médico como ella?

–¿De verdad? No puedo imaginarme por qué.

Él lanzó una carcajada, que se deslizó sobre la piel de Nicolette como si fuera una brisa cálida y juguetona. Se contuvo para no suspirar.

–No sea tan modesta, doctora. Según me han dicho, es usted la médico más popular de toda la clínica y puede que incluso de toda la ciudad. Quería ver con mis propios ojos cómo era esa supermujer.

Algo avergonzada por aquellos halagos, Nicolette apartó la mirada. Al final del pasillo, Jacki estaba en un pequeño mostrador que contenía una pequeña sala en la que se guardaban los medicamentos. Aunque la enfermera parecía estar ocupada, Nicolette sospechaba que se mantenía ojo avizor con la esperaba de captar alguna frase de la conversación de los dos médicos.

–Evidentemente, alguien le ha estado tomando el pelo, doctor Garroway. Ni siquiera soy médico. Soy tan sólo una asistente médico. En cuanto a eso de ser tan popular, creo que exagera.

Él chascó la lengua con desaprobación.

–Ya estamos otra vez. Modesta de nuevo. Acabo de estar en su sala de espera. Está completamente llena. ¿Qué indica eso?

Que Nicolette estaba ocupada y nada más. Eso era lo que le habría gustado decirle, pero se tragó las palabras. Resultaría algo incómodo que empezara con mal pie con aquel hombre, en especial cuando los dos iban a trabajar en el mismo edificio. Sin embargo, estaba recibiendo toda clase de sensaciones de él y ninguna de ellas tenía que ver con el ejercicio de su profesión.

Trató de mantener la voz tranquila y dijo:

–Me indica que hay muchas personas enfermas por aquí.

Cuando volvió a mirarlo, se sobresaltó de nuevo al ver que él la estaba observando atentamente, como si ella fuera una flor que él tuviera grandes deseos de arrancar.

Nicolette respiró profundamente y se dijo que se equivocaba. Aquel joven médico no se le estaba insinuando con la mirada. Simplemente estaba siendo él mismo, comportándose como el seductor que era con todas las mujeres. Los días que había pasado cuidando de su madre la habían dejado agotada y por eso no era capaz de pensar con claridad.

–Me han dicho que usted trabajaba para el doctor Walters –dijo él.

Dios, ¡qué alto era! Aunque Nicolette medía un metro setenta y seis aproximadamente, le cabría fácilmente debajo de la barbilla. No es que ella fuera a acercarse tanto, pero tenía que admitir que aquel esbelto cuerpo era una pura belleza, con sus anchos hombros, estrecha cintura y piernas largas y musculadas.

–Es cierto. El doctor Walters era maravilloso. Lo echo mucho de menos.

«Y me gustaría que estuviera aquí en vez de usted». A Ridge le pareció que era casi como si lo hubiera dicho en voz alta, pero no se dejó intimidar. Aquella mujer no lo conocía personalmente, pero iba a asegurarse de que, tarde o temprano, lo conociera y tal vez entonces terminaría diciendo que él también era maravilloso. No entendía por qué era tan importante para él que ella cambiara de opinión sobre su persona, en especial cuando él tampoco la conocía personalmente. Sin embargo, todos sus colegas hablaban de la médico asistente Saddler con gran admiración. Él valoraba el respeto de aquella mujer.

–Estoy seguro de que lo echa mucho de menos –dijo él–, pero el doctor Walters tiene la jubilación bien merecida y yo le he asegurado que voy a cuidar a sus pacientes lo mejor que pueda. Él confía en mí. ¿Y usted?

Nicolette lo miró de un modo que dejaba muy claro lo rara que consideraba aquella pregunta.

–¿Confiar en usted? –repitió con escepticismo.

–Así es. En que yo sea un buen médico completamente entregado a sus pacientes.

Ella bajó la mirada al suelo. Ridge aprovechó para observarla más atentamente. Desde el momento en que la vio en la sala de espera, había deseado mirarla fijamente. Aquella mujer no era lo que había esperado. En vez de llevar zapatos de tacón grueso, gafas y un severo recogido de cabello, presumía de tacones de aguja, unos limpios ojos grises y una larga melena castaña que le llegaba libremente hasta la mitad de la espalda. Le costaría adivinar su edad, pero ese detalle no importaba. Era la mujer más hermosa y sexy que había visto en toda su vida.

–Oh –dijo ella–. Bueno, estoy segura de que usted conoce bien su profesión. De otro modo, no estaría aquí.

Aquélla no era la respuesta que Ridge esperaba escuchar. Le dio la sensación de que ella ya se había formado una opinión sobre él. Una opinión que no resultaba en absoluto halagadora.

–Me han dicho que, a partir de ahora, usted va a trabajar para el doctor Kelsey.

–Así es.

Ella ciertamente no le estaba ayudando con la conversación.

–¿Por qué?

–¿Cómo dice?

Él se encogió de hombros.

–Simplemente me estaba preguntando por qué ha elegido trabajar para él. Dado que usted trabajaba para el doctor Walters antes de que él se jubilara, lo lógico habría sido que siguiera trabajando para mí. ¿Acaso le aburren las patologías de corazón?

Aquella pregunta la pilló completamente desprevenida. Le costó encontrar las palabras adecuadas para responder. Se aclaró la garganta y dijo:

–El doctor Kelsey es médico de familia. Él trata pacientes con gran variedad de problemas y yo atiendo a los que él no puede ver. En cuanto a lo de trabajar con usted, tengo que decir que no le conozco. Además, nadie me había dicho que usted quería tener un asistente.

–Quise tenerlo en el momento en que oí hablar de usted –dijo él, sonriendo.

Cuando ella se cruzó los brazos por debajo de los senos, Ridge no pudo evitar fijarse cómo la almidonada tela de la bata blanca se le moldeaba sobre ellos. Incluso con la bata, se veía perfectamente que era una mujer de hermosas curvas.

Le miró la mano izquierda y se sorprendió mucho al ver que no tenía alianza de boda. Con su aspecto físico, cualquiera habría pensado que un hombre se la habría quedado hacía ya mucho tiempo. De todos modos, podía ser que ella fuera una de esas mujeres que se centraban sólo en su carrera y que no deseara tener la responsabilidad extra de estar casada. En cualquier caso, pensaba averiguarlo todo sobre ella.

–Eso es… muy amable de su parte, doctor Garroway, pero…

–Me gustaría mucho que me llamara Ridge –le interrumpió él–. Después de todo, creo que nos vamos a encontrar con bastante frecuencia.

«No si puedo evitarlo», se prometió Nicolette. El encanto de aquel hombre era tan letal como una flecha ardiendo y Nicolette no estaba dispuesta a dejar que él apuntara hacia ella.

–Bien, Ridge, aunque no creo que vayamos a encontrarnos mucho, porque estoy segura de que los dos vamos a estar muy ocupados –dijo, mirando con intencionalidad el reloj–. Al menos yo lo estoy en estos minutos. Espero que me perdone, pero tengo muchos pacientes esperando.

Lo miró esperando que su expresión se hubiera hecho más neutra, pero, si había cambiado, había sido para profundizar aún más la sonrisa y para conseguir que le brillaran aún más los ojos.

–Por supuesto –dijo él afectuosamente–. Yo también tengo trabajo esperándome. Pero nosotros los médicos debemos tomarnos tiempo para nosotros mismos. Si no lo hiciéramos, necesitaríamos que otra persona se ocupara de nosotros.

Para indignación de Nicolette, le guiñó un ojo y, entonces, se dio la vuelta para marcharse. Antes de desaparecer detrás de una puerta, miró por encima del hombro y dijo:

–Encantado de conocerte, Nicolette.

 

 

Aquella noche, mientras Nicolette conducía a Sandbur Ranch, su hogar, no pudo dejar de pensar en el doctor Garroway. De hecho, se sentía furiosa consigo misma porque no había podido dejar de pensar en él todo el día. No era propio de ella dejar que la distrajera nada o nadie y tenía que admitir que no era mejor que las enfermeras que no habían dejado de hablar sobre él durante todo el día.

No se podía decir que Ridge Garroway la hubiera cautivado. No. Más bien la había irritado profundamente con su arrogante sonrisa y aquellos ojos castaños que parecían observarlo todo. ¡La había mirado como si quisiera comerla! ¡Y aquel guiño de ojos! Era el gesto menos profesional que había visto en toda su vida. Muy sexy, sí, pero totalmente fuera de lugar. Además, tan sólo hacía unos minutos que la conocía…

«Olvídalo, Nicolette. Olvídalo», se dijo mientras aparcaba el coche y recogía su trabajo del asiento del pasajero. No iba a trabajar con él. Como le había dicho a él, dudaba mucho que sus senderos fueran a cruzarse muy a menudo, por lo que no tendría que enfrentarse a su descaro diariamente.

En aquellos momentos, estaba lista para relajarse en casa. El rancho tenía una casa principal en la que Nicolette vivía con su madre y Lex, su hermano pequeño. Construida en el estilo tradicional de las haciendas, era enorme, como la otra vivienda que había en el rancho y que ocupaban sus primos Matt y Cord Sánchez.

El rancho Sandbur no era una simple finca pequeña cerca de Victoria, Texas. Se extendía a lo largo de kilómetros a la redonda. Había habido una época en la que las familias Saddler y Sánchez habían sido lo suficientemente numerosas como para necesitar aquellas espaciosas casas, pero eso ya había cambiado. La hermana pequeña de Nicolette, Mercedes, estaba sirviendo en aquellos momentos en las Fuerzas Aéreas. Lucita, su prima pequeña, se dedicaba a la enseñanza en Corpus Christi. Paul Saddler, el padre de Nicolette, había muerto diez años atrás y hacía casi seis que la tía Elizabeth murió por complicaciones de su diabetes. Incluso Nicolette se había marchado del rancho durante los nueve años que estuvo casada con Bill. Sin embargo, aquél era otro hombre y otra etapa de su vida sobre los que ella prefería no pensar.

Mientras se acercaba al porche, vio que dos antorchas de bambú iluminaban tenuemente a alguien que estaba sentado sobre una mecedora de mimbre. Cuando se acercó, vio que se trataba de Geraldine, su madre. Tenía apoyados los pies sobre una mesa del mismo material. En la mano, un vaso de cristal.

Nicolette lanzó un suspiro de agotamiento.

–Buenas noches, Nicci. Hoy llegas muy tarde.

–Hola, madre –dijo, tras darle un beso a su progenitora en la mejilla–. ¿Qué estás haciendo aquí fuera a estas horas de la noche? Te dije que…

–No empieces, Nicci –le interrumpió Geraldine–. Llevo tanto tiempo metida en esa casa que me estoy empezando a sentir como una gallina clueca.

–Mejor estar en casa que en la habitación de un hospital –le recordó Nicolette–. Por cierto, ¿qué estás bebiendo?

–Cocinera me ha preparado una margarita muy suave. Créeme si te digo que en este vaso no hay suficiente tequila ni para emborrachar a un pájaro, conque mucho menos a tu madre. Por lo tanto, deja de preocuparte.

Nicolette suspiró y se sentó en una silla cerca de la de su madre.

–Supongo que resulto algo mandona, ¿verdad?, pero yo sólo quiero que vuelvas a ser la de siempre.

Durante dos semanas, Geraldine había estado muy enferma con un caso muy agudo de bronquitis veraniega. A sus sesenta y tres años, la madre de Nicolette aún tenía un aspecto muy joven y era una mujer muy fuerte y saludable. Desgraciadamente, aquel verano había sido extremadamente seco y polvoriento. Como Lex y Matteo habían estado muy ocupados, ella se había encargado de supervisar los trabajos de recogidas de las alpacas de paja en la pradera sur. La nube de polvo y de partículas de paja no le había hecho bien alguno a sus pulmones. Lo único que había impedido que ingresara en el hospital habían sido los diligentes cuidados de Nicolette.

–Lo comprendo, cielo. Tienes todo el derecho a regañarme. Por mí, perdiste dos semanas de trabajo. ¿Cómo voy a poder pagarte esto?

Nicolette se echó a reír. El dinero no era un problema ni para ella ni para ninguno de los miembros de su familia. Tras llevar casi un siglo criando una de las mejores ganaderías del negocio, el rancho los había convertido en personas muy ricas. Nicolette trabajaba en la Medicina porque siempre había sentido un profundo deseo de ayudar a la gente, pero no lo necesitaba para ganarse la vida.

–No volviéndote a acercar a los campos de heno.

Geraldine levantó su copa y se la ofreció a su hija.

–Toma un sorbo. Creo que lo necesitas.

Nicolette lanzó un gruñido. Su madre no tenía que decirle que tenía un aspecto muy cansado. Se había visto en el espejo del aseo de la clínica antes de marcharse. Tenía el cabello alborotado y unas profundas ojeras en el rostro. Si el doctor Ridge Garroway la viera en aquellos instantes, seguramente no le dedicaría ni una sola de sus resplandecientes sonrisas. Insistió en silencio en que aquello no importaba. No quería ni una sonrisa ni nada de lo que él pudiera ofrecerle. No estaba buscando una relación sentimental.

–Pues sí que necesito una copa –admitió Nicolette–. Ha sido un día, muy, muy largo. Parecía que a todo el mundo le dolía algo. El doctor Kelsey no podía con todos sus pacientes y me mandó algunos a mi consulta.

Geraldine tomó el teléfono móvil que tenía encima de la mesa de café y marcó un número.

–Pobrecilla… en ese caso, ponte cómoda mientras yo llamo a Cocinera.

Nicolette hizo lo que su madre le había sugerido. Acababa de ponerse cómoda cuando Cocinera apareció en el porche con una pequeña jarra de margarita helada y un vaso con el borde recubierto de sal.