jul1807.jpg

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2009 Gina Wilkins

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Romance en las montañas, n.º 1807- agosto 2019

Título original: The Texan’s Tennessee Romance

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-397-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

PROBABLEMENTE era el peor encargado de mantenimiento que Natalie Lofton había visto en su vida. Guapo, sí, pero un incompetente. Mientras lo observaba manipular torpemente una tubería que goteaba bajo el fregadero de su cocina, Natalie se preguntó de dónde habrían sacado sus tíos a aquel tipo de veintitantos que se había presentado únicamente como Casey. ¿Qué les habría hecho pensar que aquel hombre estaba capacitado para ocuparse del mantenimiento del complejo turístico de bungalows del que eran copropietarios en las montañas Smoky, a las afueras de Gatlinburg, en Tennessee?

—¿Puede ayudarte con algo? —preguntó ella la tercera vez que oyó un golpe seco seguido de una maldición.

Su voz desde la puerta debió sorprenderlo, porque lo vio dar un respingo, darse otro doloroso golpe bajo el fregadero y soltar un taco a medias mascullado entre dientes.

El hombre salió frotándose la cabeza con el ceño fruncido, y Natalie no pudo evitar reparar una vez más en lo guapo que era. Tenía el pelo castaño claro, apenas un tono más oscuro que rubio, y los ojos, con un brillo casi cristalino, cambiaban entre tonos de azul y verde.

—¿Me has dicho algo? —preguntó.

Natalie se acercó a él, inclinándose para ver lo que estaba haciendo.

—Te he preguntado si puedo ayudarte en algo.

—Gracias, pero ya casi está.

—Oh —dijo ella, sin ocultar del todo su escepticismo.

Él se agachó de nuevo bajo el fregadero, y se volvió para tenderse de espaldas. A Natalie no se le pasó por alto que tenía un aspecto tan excelente de cintura para abajo como de cintura para arriba. Piernas largas, vientre plano, buen…

—¿Me das esa llave inglesa, por favor? La grande.

Natalie sacó la llave más grande de la caja de herramientas y se agachó para dársela.

—¿Ésta?

—Sí, gracias.

Lo observó mientras él ajustaba la llave al diámetro de la tubería.

—Hmm, ¿no crees que deberías…?

—¿Qué? —preguntó él subiendo el volumen de voz. Desde donde estaba apenas la oía.

A la vez que hablaba, giró con fuerza la llave, y en ese momento de la tubería salió un potente chorro de agua fría directo a la cara de Natalie. Sorprendida, Natalie se echó hacia atrás y oyó a Casey mascullar una maldición bajo una auténtica cascada de agua. Él se apartó a un lado mientras trataba frenéticamente de contener el chorro cerrando la válvula del agua. En unos segundos consiguió reducirlo a un goteo.

—¿… cortar primero el agua? —terminó ella la sugerencia con irritación.

—Lo siento muchísimo —dijo él saliendo de debajo del fregadero, mucho más mojado que Natalie, con el polo azul pegado a los bien definidos músculos del pecho.

Al verlo, Natalie se dio cuenta de que…

Bajó la cabeza y vio que ella tenía la camiseta de algodón amarilla totalmente empapada y pegada al cuerpo, así como el fino sujetador que se había puesto aquella mañana. ¡Se le transparentaba todo! Sujetando la camiseta por delante, tiró de la tela para separarla del cuerpo y no sentirse tan desnuda.

—Voy a por toallas —dijo precipitadamente.

Casey, que también se había dado cuenta, levantó los ojos hasta su cara.

—Oh, sí, gracias. Lo siento muchísimo.

Natalie asintió con la cabeza y salió de la cocina, en dirección al único dormitorio del bungalow. Antes de llevarle ninguna toalla tenía que cambiarse.

Viendo su reflejo en el espejo del vestidor, gruñó para sus adentros. Las puntas de su elegante melena rubia, cortada por encima de los hombros, goteaban sobre la camiseta empapada, y totalmente transparente sobre un sujetador igual de transparente.

Rápidamente se lo cambió por un sujetador más grueso y se puso una camiseta azul oscuro de cuello de pico. Los vaqueros no estaban muy mojados, así que se limitó a cepillarse el pelo húmedo y, con un cargamento de toallas en los brazos, volvió a la cocina.

 

 

«Bien hecho, Casey. Has empapado a una de las inquilinas. La sobrina del dueño, para más inri. Menudo currito estás hecho».

Claro que ése era el problema. Que él no era ningún currito. Tan sólo un hombre de veintiséis años en plena crisis de identidad.

—Toma —dijo ella apareciendo por la puerta y lanzándole una toalla—. Sécate mientras empiezo con el suelo.

Con la toalla, Casey se frotó el pelo empapado. Mientras lo hacía, observó a Natalie, que se arrodilló a recoger el agua sobre el suelo de tarima de roble. Se dio cuenta de que se había cambiado de ropa. Ya no llevaba la camiseta amarilla y húmeda, sensualmente pegada a las suaves curvas de los senos.

—Tendré que poner una tubería nueva, y cambiar el suelo del armario —dijo él—. La gotera que encontraste lo ha estropeado prácticamente por completo.

—El chorro que has soltado tú tampoco ha servido de mucha ayuda —murmuró ella, recogiendo las toallas húmedas para llevarlas al pequeño cuarto de la lavadora que había junto a la cocina.

«Te lo tienes merecido», se dijo Casey, pero aún con todo el comentario lo irritó. Sobre todo porque si había roto la maldita tubería había sido porque ella le había distraído, hablándole mientras él intentaba trabajar.

Como si le hubiera leído el pensamiento, ella hizo una mueca.

—Perdona —dijo apartándose un mechón húmedo de la cara—. Sé que ha sido un accidente.

—Sí, pero tienes razón. No he ayudado mucho —reconoció él, ablandado por la disculpa, por muy a regañadientes que la hubiera dado.

—¿Cuánto hace que trabajas para mi tío Mack? —preguntó ella mirando la caja de herramientas a sus pies.

—Poco más de una semana.

—Oh. ¿Y cuánto hace que trabajas en mantenimiento?

—Poco más de una semana —respondió él con un encogimiento de hombros.

—Oh.

Parecía como si quisiera seguir con el interrogatorio pero, bien por educación, bien por falta de interés, ella no siguió preguntando. Algo que a él lo alivió.

También había algunas cosas que le gustaría saber sobre ella. Aunque aquel no era el momento. Se agachó para recoger sus herramientas.

—Tengo que ir a buscar una tubería nueva para cambiar la que he roto. Quizá necesite ayuda para cambiarla. Me temo que tendrás que estar unas horas sin agua en la cocina, pero tienes en el baño.

Ella asintió.

—Mi tía Jewel me dijo que estaban arreglando este bungalow. Por eso me dejó quedarme mientras… por ahora —se corrigió rápidamente—. Puedo pasar sin el fregadero.

—Bien, bueno, entonces hasta luego —dijo él yendo hacia la puerta—. Y perdona otra vez— repitió señalando la cabeza y la melena todavía húmedas.

Después salió del bungalow antes de ponerse más en ridículo.

Lo que no sería demasiado difícil, pensó subiéndose en el todoterreno negro aparcado en el sendero. Ya había hecho bastante el ridículo con sus dotes de encargado de mantenimiento.

Dado que era la primera semana de noviembre, los colores del otoño habían empezado a desvanecerse, y las hojas estaban cayendo de los árboles. Todavía no hacía frío, pero en el aire se notaba que no tardaría en llegar. Conduciendo montaña abajo por la serpenteante carretera que seguía el curso de uno de los muchos arroyos de la zona, Casey se preguntó qué habría dicho Natalie si le hubiera contado la verdad sobre sí mismo.

Llevaba una semana haciendo algún que otro trabajo de mantenimiento en el complejo turístico, pero en realidad era socio de uno de los bufetes más importantes de Dallas. Uno de los socios más jóvenes de la empresa, en la que había entrado a los veinticuatro años nada más licenciarse en la Facultad de Derecho.

Las seis semanas de excedencia que se había tomado hacía dos semanas no habían servido precisamente para cimentar su futuro con el bufete. Nadie, excepto su prima Molly Reeves entendía la necesidad que tenía de replantearse su vida y un futuro que estaba marcado prácticamente desde su nacimiento. Molly y su marido, Kyle, socios del complejo turístico propiedad de Mack y Jewel McDooley, le habían ofrecido un lugar para retirarse y para poder reflexionar sobre su futuro.

En pago por su hospitalidad, Casey se había ofrecido a hacer las labores de mantenimiento del encargado habitual, que había tenido un accidente de tráfico y estaría de baja al menos durante otro mes. A pesar del escepticismo de Molly, Casey logró convencerles de que era capaz de ocuparse de algunas labores sencillas de mantenimiento.

Y ahora había metido la pata por primera vez delante de la sobrina del dueño, pensó con el ceño fruncido. Una mujer muy guapa, por cierto.

No sabía qué había esperado cuando Mack mencionó que la sobrina de su esposa estaba pasando unas semanas en uno de los bungalows, pero la mujer que acababa de conocer resultó toda una sorpresa. Alta y elegante, rubia y con ojos color chocolate, debía de tener un par de años más que él. Y había logrado mantener la compostura cuando él la había duchado con un inesperado chorro de agua fría. Todavía la veía de pie en la cocina, goteando y con la blusa pegada al cuerpo como una segunda piel.

Sacudió impaciente la cabeza, y se preguntó qué haría allí. Lo único que le habían dicho era que estaba tomándose un descanso entre trabajo y trabajo, aunque no sabía a qué se dedicaba ni qué esperaba encontrar en aquel remoto lugar de las montañas de Tennessee.

No conocía a Natalie Lofton ni los detalles de su situación, pero a pesar de su porte tranquilo y sereno, no había logrado ocultar por completo la tormenta que se adivinaba bajo los ojos castaños.

Ése era uno de los talentos de Casey, detectar las emociones ajenas, por mucho que los demás intentaran ocultarlas. Un talento que le había ayudado muchas veces en su profesión de abogado, y que nunca había dudado en explotar.

 

 

Casey regresó después de comer. Natalie le franqueó el paso, viendo que esta vez venía acompañado.

—Hola, Kyle —saludó Natalie al segundo hombre.

Kyle Reeves era un ex soldado del ejército estadounidense que tenía treinta y tantos años. Era socio de la empresa desde hacía cinco años. El difunto hijo de los McDooley, Tommy, el primo favorito de Natalie en su infancia, había sido el mejor amigo de Kyle, y juntos habían servido varios años en el ejército, hasta que una bomba en una carretera de Oriente Próximo terminó con la vida de Tommy y casi con la de Kyle.

Éste tardó mucho tiempo en recuperarse, tanto física como emocionalmente. Todavía caminaba con una ligera cojera y tenía algunas cicatrices visibles, que le daban un aspecto todavía más duro.

Kyle no tenía familia y Mack y Jewel lo habían aceptado como si fuera su hijo. En él habían encontrado una razón para superar su dolor y concentrarse en alguien que los necesitaba.

Kyle le devolvió el saludo con un movimiento de cabeza.

—¿Qué tal, Natalie? ¿Estás cómoda aquí? —le preguntó.

—Ya lo creo, gracias. Es un bungalow precioso.

—Lo será cuando terminemos la reforma —dijo él y miró a Casey con una media sonrisa—. Y si puedo evitar que mi primo político lo inunde todo.

—¿Primo político? —repitió Natalie sorprendida, mirando a Casey—. ¿Eres primo de Molly?

Casey asintió.

—Por parte de mi padre. Mi apellido es Walker, que era el apellido de soltera de Molly.

Oh, eso lo explicaba todo, pensó Natalie. Ahora sabía por qué le habían dado el trabajo.

Casey sonrió como si le hubiera leído el pensamiento.

—Viva el nepotismo, ¿eh? —comentó él.

Al menos, el hombre era capaz de reconocer que no le habían contratado por su habilidad y experiencia en mantenimiento.

—Molly dice que vengas algún día a cenar con nosotros —dijo Kyle a Natalie—. ¿Te viene bien el viernes?

Aunque todavía no se encontraba con muchas ganas de hacer vida social, Natalie no quería parecer una desagradecida y decidió aceptar, un poco a su pesar.

—Sí, perfecto —respondió con una sonrisa—. Iré encantada. Dale las gracias a Molly de mi parte.

Kyle asintió una vez más.

—Para ella será un placer. Desde que nació Micah apenas hemos hecho vida social. Se pasa casi todo el tiempo con los niños y con Jewel, pero le encanta hablar con alguien nuevo.

Natalie, que había estado muy ocupada con su carrera en los últimos años, apenas había ido a visitar a sus tíos. Sólo había visto a Molly dos o tres veces, pero la joven pelirroja le caía bien. La madre de los pequeños Olivia, de tres años, y Micah, de dos meses, tenía una sonrisa contagiosa y un agradable acento texano.

Dejando a los hombres trabajar en la cocina, Natalie volvió al dormitorio que estaba utilizando desde hacía cuatro días. En el bungalow también había un sofá-cama en el salón y dos cuartos de baño, uno pequeño con una ducha junto al salón, y el cuarto de baño principal con bañera. Lo que no tenía era espejo, aunque le habían asegurado que lo instalarían en cuestión de días. Entretanto, para maquillarse y peinarse utilizaba el espejo que había en el tocador del dormitorio.

Como el resto del bungalow, la decoración era de estilo rústico, con una enorme cama de hierro forjado cubierta por un edredón hecho a mano y dos mesitas de roble a ambos lados de la cama. En las paredes de madera colgaban pósters de paisajes rurales, y junto a la ventana había un pequeño escritorio, donde estaba su ordenador portátil. En la pantalla encendida, un grupo de peces de vivos colores se deslizaban por ella como en un acuario.

Ella siempre había querido un acuario de verdad, aunque su trabajo no se lo había permitido.

Ahora tenía tiempo, pensó sombríamente. Aunque lo que no tenía tan claro era si podría permitírselo cuando se le terminaran los ahorros, algo que no tardaría en llegar si el detective privado que había contratado recientemente no descubría algo pronto.

Con un ligero toque del ratón inalámbrico, el salvapantallas desapareció y apareció una lista de sus antiguos socios en el importante bufete de Nashville donde había trabajado los últimos cuatro años y medio. Era una lista muy larga, treinta y cinco socios de pleno derecho, setenta y cinco socios asociados, y quince abogados en plantilla, eso sin contar a todo el personal administrativo. Un bufete muy grande, con muchos sospechosos, de entre los que sólo podía descartar por completo a la mitad. ¿Habría descubierto algo nuevo Randy Beecham desde su informe de la semana anterior?, se preguntó.

Oyó un ruido en la cocina y una maldición que parecía la voz de Casey, seguido de una carcajada que debía ser de Kyle. Volvió un momento la cabeza, pero se concentró de nuevo en la lista de nombres en la pantalla, sin sonreír. Alguien de entre todos ellos le había tendido una trampa y culpado de filtrar información confidencial de un cliente a los medios de comunicación a cambio de dinero. Por culpa de aquella acusación, totalmente falsa, Natalie había perdido un puesto que tanto tiempo y esfuerzo le había costado alcanzar. Y hasta que demostrara su inocencia, su trabajo y su vida, estaban en el aire.

 

 

—¿Y cuándo piensas volver?

Recostándose en la tumbona de la terraza de madera del pequeño bungalow en el que se alojaba; que también estaba siendo reformado como el de Natalie, Casey miró hacia el sendero de madera delante de él e intentó dar una respuesta satisfactoria a la pregunta de su primo.

—Todavía no lo sé —dijo él con el teléfono móvil pegado a la oreja—. Quizá dentro de un par de semanas.

—Pero ya llevas allí dos semanas —protestó Aaron Walker—. ¿Qué has estado haciendo todo este tiempo?

—Kyle y Mack están aprovechando que es temporada baja para hacer reformas en dos de los bungalows y yo me ofrecí a echarles una mano.

—¿Tú estás trabajando de carpintero? —preguntó Aaron sin hacer ningún esfuerzo por ocultar su escepticismo.

—Sí. Y también de fontanero, de pintor, de todo un poco.

—¿De fontanero? —repitió Aaron—. No sé si me gustaría verlo.

Casey se alegró de que Aaron no pudiera verle la cara al recordar cómo había empapado a Natalie con un chorro de agua helada. Seguro que él y su hermano gemelo, Andrew, hubieran disfrutado de lo lindo de la escena. Por no mencionar a su primo mayor, Jason.

Quizá algún día les contaría lo ocurrido en su primer intento de fontanería, pero ahora no.

—No lo estoy haciendo tan mal. Kyle me dijo que he sido de mucha ayuda.

—Sí, vale. Ya has tenido tus vacaciones y has podido jugar con herramientas, pero ¿no te parece que ya es hora de que vuelvas? —insistió Aaron—. Todo el mundo pregunta por ti. Y este paréntesis no creo que haga ninguna gracia a los jefazos del bufete. Si no fuera por los contactos familiares, no creo que hubieran permitido una excedencia tan larga sin repercusiones.

Casey frunció el ceño al oír la mención de los contactos familiares. Era cierto que su tía paterna, Michelle D’Alessandro, era una de las clientas más acaudaladas y prestigiosas del bufete. Y que su abuelo materno era un famoso fiscal en Chicago que había estudiado y compartido habitación y correrías juveniles con uno de los socios fundadores del bufete de Dallas donde él trabajaba. Y que el padre de Casey era socio de una de las empresas de seguridad e investigación privada más respetadas de Dallas, y que su madre era la presidenta de una reconocida empresa especializada en contabilidad. Cierto que todo ello había podido ayudar a que le contrataran al principio, pero él había trabajado muy duro para justificar aquella decisión y se había ganado hasta el último dólar de sus generosos ingresos.

O al menos eso pensaba hasta que había perdido el primer caso importante que le habían asignado. No había sido una derrota más, sino una derrota dolorosa, pública y profundamente humillante. Su familia y sus amigos le habían mostrado todo su apoyo, por supuesto, asegurándole que todos los abogados perdían alguna vez, pero también hubo muchos en Dallas que disfrutaron de verlo caer de forma tan estrepitosa.

Una semana después de la pérdida del primer caso, sufrió un segundo revés profesional. Mucho más grave. El arrogante joven que Casey había defendido con éxito de una acusación anterior había matado a otra persona, y Casey continuaba considerándose en parte culpable de aquella tragedia.