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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Sharon Kendrick

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un jefe seductor, n.º 1191 - agosto 2019

Título original: Seduced by the Boss

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-410-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EMPEZÓ con una carta.

Megan la sujetó con ambas manos y la miró con atención. Una carta de amor, pensó.

El sobre era rosa y la caligrafía estaba muy cuidada. Habían usado una pluma buena con una tinta igualmente buena.

Giró el sobre y sonrió. Era asombroso: ¡pensar que su jefe, tan frío y exigente siempre, pudiera ser el destinatario de otra carta así!

Megan llevaba casi tres meses trabajando para Dan McKnight. Todavía tenía que pellizcarse para creérselo. Las oficinas de Softshare siempre bullían de actividad, la plantilla era joven y el sueldo más que generoso.

Sabía que no era fácil encontrar trabajos de ese calibre en el sector informático y no ignoraba lo afortunada que era.

Softshare pertenecía a un emporio estadounidense y tenía por objetivo dominar el mercado del software. Era una empresa dinámica e innovadora con un noventa por ciento de hombres y un diez por ciento de mujeres.

Lo que, en teoría, debería ser el sueño de cualquier chica soltera. El único problema era que casi todos los hombres eran prácticamente idénticos. Y no resultaban nada excitantes.

Solo uno se apartaba del rebaño… Dan McKnight precisamente. El jefe de Megan, lejos de amoldarse a estereotipos, rompía en mil pedazos cualquier molde.

Mientras que la mayoría llevaba el pelo largo y descuidado, Dan visitaba la peluquería con frecuencia y, de alguna manera, se las arreglaba para que su cabello no estuviera nunca demasiado largo ni demasiado corto.

Casi todos llevaban vaqueros y camisetas, y a veces hasta se quitaban los zapatos cuando estaban en sus puestos de trabajo. Pero Dan no. Con su pelo engominado y sus impecables trajes grises, él siempre parecía fresco y reluciente, como si acabara de salir de las páginas de una revista sobre moda.

¡Lástima que no lo encontrara atractivo!

Megan dejó la carta y frunció el ceño al ver que la puerta del despacho se abría de golpe. Se puso recta en el asiento nada más ver a Dan, cuya envergadura hacía que los trajes le sentaran de maravilla. Siempre llevaba trajes grises, a juego con sus ojos y en contraste con aquel cabello negro y recién cortado.

Solo su boca contrastaba con la serenidad y el control de aquel hombre. Era demasiado carnosa, demasiado latina y demasiado sensual para pertenecer a Dan McKnight.

–Bueno, ¿cómo es?

La compañera de piso siempre le hacía la misma pregunta y Megan siempre tenía dificultad en contestar. Porque Dan miraba a la gente de un modo tan distante y analítico que era complicado adivinar sus pensamientos.

Sabía que estaba soltero y que vivía en un lujoso barrio residencial de Londres, así como que tenía una de las mentes más privilegiadas de la industria informática. Pero eso era todo cuanto había logrado sacar en claro, aparte de atributos tan evidentes como su inmensa riqueza, inteligencia y apostura. Y su mal genio.

–Buenos días, Dan –lo saludó con educación.

Este se hallaba embebido en sus pensamientos, de modo que las palabras de Megan lo desconcentraron. La miró como si tratase de recordar quién era y luego esbozó una tenue sonrisa de satisfacción al tiempo que cerraba la puerta del despacho.

Su nueva ayudante parecía estar adaptándose bien, pensó. Era trabajadora, entusiasta, agradable a la vista… aunque no de una belleza convencional. Sonrió de nuevo y concluyó que no se trataba de una mujer vanidosa.

Ese mismo día, por ejemplo, llevaba unos pantalones beis y un jersey color crema que no hacían nada por realzar la palidez de su piel. A Dan le gustaba que sus ayudantes fuesen eficientes y poco… decorativas, así que Megan cumplía sus deseos a la perfección.

–Buenos días, Megan –le devolvió el saludo mientras soltaba el maletín.

–¿Qué tal la obra de anoche? –le preguntó ella.

Dan frunció el ceño. ¿Le había contado que iba a ir al teatro?

–Fue… digna.

–Seguro que el director se sentiría halagadísimo si oyera una crítica tan deslumbrante –Megan sonrió–. Yo la vi hace una semana y me pareció genial.

–¿De veras? Curiosa coincidencia –le lanzó una mirada gélida, a juego con el tono desinteresado de su voz, y suspiró. Si algo podía echarle en cara a Megan Phillips era su irreprimible necesidad de charlar. Hablaba de lo que fuese. Todo el tiempo. Quería conocer sus gustos musicales, qué periódicos leía o su opinión sobre la situación económica.

Y en algunas ocasiones, sorprendentemente, se descubría discutiendo sobre esos temas con ella.

–Será mejor que nos pongamos a trabajar –dijo Dan–. Si ya hemos terminado de revisar la cartelera, por supuesto.

Lo que Megan interpretó como una indicación de que debía cerrar la boca. El problema era que le costaba callarse, ya que provenía de una familia numerosa y dicharachera.

–¿Preparo un poco de café? –ofreció.

–Para mí no hace falta –Dan la censuró con la mirada–. Acabo de desayunar.

–Ah, de acuerdo –Megan agarró el sobre rosa–. Mira lo que ha llegado en el correo de esta mañana.

–¿Qué es? –preguntó él con aire distraído mientras colgaba la chaqueta.

–Una carta.

–¡Sí, eso ya lo veo!

–«Otra» –enfatizó Megan.

–Pues deshazte de ella, ¿quieres?

–¿No vas a leerla?

–¿Qué has dicho? –replicó Dan, irritado.

–Bueno… es que me he fijado en que has recibido otros sobres parecidos…

–¿Y?

–Y ni siquiera te has parado a leerlos –insistió Megan.

–No –Dan negó con la cabeza–. No es que no me haya parado a leerlos. Eso suena a que he sido perezoso o descuidado. He decidido no leerlos.

–¿Puedo preguntar por qué? –inquirió ella, intrigada.

–¡No, no puedes preguntar por qué! –contestó Dan, impacientado–. Te pago para que me ayudes… ¡no para que me interrogues! Así que haz el favor de refrescarme la memoria y dime qué tengo en la agenda esta mañana, ¿quieres, Megan?

–Está bien, está bien. Tienes dos mensajes de Japón en el buzón de voz. Ah, y una llamada de la República Checa. Alguien del gobierno necesita hablar contigo y espera que le devuelvas la llamada cuando puedas.

–Bien, sin problema –Dan fue hasta la ventana y miró hacia el aparcamiento, donde una docena de coches, incluido el suyo, brillaban bajo el sol matutino–. ¿Qué más?

–Tienes una reunión con Sam Tenbury para discutir la posibilidad de que Softshare promocione un torneo de tenis. Comeréis juntos…

–¿Dónde?

Megan esbozó una sonrisa cómplice. Había buscado el mejor restaurante de la zona y estaba segura de que ni siquiera Dan McKnight pondría pega alguna a su elección.

–He reservado mesa en ese restaurante a la orilla del río…

–Cámbialo.

–Pero…

–Cámbialo –repitió él–. Estoy demasiado ocupado para perder el tiempo con unos cocineros que esperan que aplauda hasta el modo en que sujetan la bandeja de la comida.

Megan frunció el ceño. Había salido con un cocinero mientras estudiaba Secretariado y sabía las horas que estos dedicaban para presentar con esmero cualquier plato.

–Solo hacen su trabajo, Dan…

–Lo sé –Dan sonrió–. Pero no quiero que interfiera con el mío. Y es el tipo de restaurante al que los hombres van con sus queridas…

Megan alzó la vista. Era una palabra muy anticuada para que la usara un hombre como Dan.

–¿Y eso cómo lo sabes?, ¿hay algún cartel en la puerta?

–Es evidente que no has estado allí.

–Te aseguro que ahora no lo reconocería… ¡aunque hubiera estado! ¿Qué tiene de malo?

–Tiene que está mal iluminado, ponen música rancia, la comida es mediocre y el precio es elevado en relación a la calidad. No quiero revisar un menú del grosor de una enciclopedia ni que me llenen la copa de vino cada dos por tres para acabar emborrachándome. No tengo pensada ninguna seducción romántica…

–¡Menos mal!, ¡Sam Tenbury se sentirá aliviado! –bromeó Megan.

–Solo quiero comer y hablar de negocios –insistió él.

–De acuerdo –Megan lo miró a los ojos–. Pues no conozco ningún otro restaurante por la zona. ¿Alguna sugerencia?

–¿Por qué no comemos aquí? –Dan enchufó su ordenador portátil–. La comida del bar es buena… y no hay riesgo de que el alcohol nuble el juicio, pues la bebida más fuerte que sirven es cerveza.

Pobre Sam Tenbury, pensó Megan. Si pensaba que iba a tener una comida por todo lo alto, se iba a llevar una gran desilusión.

–Está bien –accedió Megan–. Anularé la reserva. Espero que Sam no hubiese pensado en algo más lujoso.

–¿Por qué iba a pensarlo? Ya deberías saber cómo funciona esta empresa, Megan. ¿Cuánto llevas aquí?, ¿un mes?

–Casi tres –lo corrigió ella, la cual se preguntó si Dan había entrenado aquella capacidad de hacer que una mujer se sintiera invisible.

–¿Y qué has aprendido hasta ahora? –le preguntó él tras tomar asiento y estirar las piernas.

¡Se sintió como una colegiala a la que el profesor le preguntaba la tabla de multiplicar!

–Que el ahorro es el secreto de la prosperidad –contestó Megan–. Que los directores de Softshare no viajan en primera. Que vuestros despachos no son palacios.

–¿Y por qué no? –le preguntó Dan con suavidad.

–Porque destináis todos los beneficios a aseguraros vuestro puesto por delante de la competencia –respondió ella obedientemente.

–Muy bien, Megan –dijo Dan mientras miraba al monitor del ordenador.

–¿Soy la mejor de la clase? –preguntó Megan en voz alta.

Pero Dan no le prestó atención. Estaba mirando las cifras que aparecían en el monitor con una fascinación que la mayoría de los hombres reservaban para las mujeres guapas.

El despacho era grande y espacioso, amueblado de acuerdo con los consejos de un diseñador. Había dos mesas, una frente a otra, lo cual no agradaba a Megan mucho. Tener aquellos ojos grises delante no la relajaba precisamente. Y no podía pintarse las uñas ni hablar con una amiga por teléfono teniendo al jefe al lado todo el tiempo.

En una esquina del despacho había un sofá y dos sillas cómodas, con una mesa baja entre medias. Todas las semanas ponían flores nuevas. Para respetar el orden imperante, Megan mantenía su mesa bien organizada. Se había leído el manual de la empresa sobre cómo reducir el estrés, aunque no estaba segura de que estuviese sirviéndole de ayuda.

Trabajaron sin parar hasta que a Megan le empezaron a sonar las tripas. Cuando Dan se concentraba, parecía olvidarse de cosas tan mundanas como la comida o la bebida.

–¿Te apetece un té? –le ofreció ella, esperanzada.

–No… mejor un café solo.

–Tanta cafeína te afectará a los nervios, Dan…

–Sí, a ti también se te da bien eso. Sin necesidad de café ni nada –replicó con sarcasmo mientras revisaba el correo electrónico.

Megan salió a prepararle un café bien cargado. Luego regresó, colocó la taza en su mesa y se comió una manzana mientras Dan hablaba con alguien de Tokio y fruncía el ceño cada vez que ella hincaba el diente en la fruta.

Luego atendió otra llamada. A mediodía avisaron en recepción de que Sam Tenbury lo estaba esperando abajo. Dan estiró los brazos por encima de la cabeza y bostezó.

Megan se sorprendió preguntándose a quién habría llevado consigo al teatro y hasta qué hora habrían prolongado la noche. También se preguntó si la afortunada sería la misma mujer que había escrito aquella carta que seguía sin abrir en la bandeja del jefe.

–Bueno, Megan, ya sabes dónde estoy. Te veo en una hora –le prometió este justo antes de marcharse.

La habitación pareció quedarse vacía. Megan se puso a organizar una reunión para el mes siguiente, que había de congregar a todos los empleados de Softshare.

Cuando estaba pensando en comerse el sándwich que siempre se preparaba en casa antes de ir en moto a trabajar, el teléfono sonó.

–Buenos días, oficina de Dan McKnight, le habla Megan. ¿En qué puedo ayudarlo?

Hubo una pausa. Luego se oyó la voz de una mujer:

–¿Está ahí, por favor? –preguntó en un tono fingidamente desenfadado, como si hubiera estado ensayándolo varios minutos–. Dan, quiero decir…