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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Catherine Spencer

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amor vulnerable, n.º 1193 - agosto 2019

Título original: Passion’s Baby

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-412-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

DESPUÉS, cuando ya era demasiado tarde para volver atrás y hacer las cosas de otra manera, Jane buscó a alguien a quien culpar por la cadena de acontecimientos que la llevaron a su primer encuentro con Liam McGuire.

Su abuelo encabezaba la lista, porque fue quien le aseguró que tendría la mitad de la isla para ella sola ese año, ya que Steve pasaría el verano con su hijo casado en California.

Pero cuando descubrió que el antiguo compañero de pesca de su abuelo no se había molestado en decirle a nadie que había alquilado su casa, intentó echarle la culpa a él. Aunque, a decir verdad, Steve tenía todo el derecho a hacer lo que quisiera con su propiedad. Además, se estaba volviendo olvidadizo con los años, así que quizá no se le podía considerar responsable.

Por supuesto, quedaba Liam McGuire, seguramente el hombre más desastroso del mundo y que necesitaba que le lavaran la boca con jabón para quitarle su lenguaje grosero. ¡Su modo de maldecir haría sonrojarse a un marinero! Pero, de nuevo, para ser objetiva, tenía que admitir que, como inquilino legítimo de la casa de Steve y con un contrato firmado, el temperamental Liam McGuire no estaba obligado a vivir de acuerdo con sus normas de comportamiento social.

Bloqueada en ese punto, intentó culpar a su perro también. Si Bounder no hubiera sentido semejante pasión por atrapar con sus mandíbulas todo lo que hallaba a su paso para ofrecérselo como regalo a cualquiera que se encontrara, podría haber sido capaz de desenvolverse con un mínimo de dignidad. Por otro lado, si le hubiera enseñado mejor cuando era un cachorro, no habría adquirido esa mala costumbre.

Así que por mucho que odiara tener que admitirlo finalmente la culpa recayó donde debía: sobre sus propios hombros. Por lo que, a media mañana del primer día de lo que supuestamente iba a ser el verano de su renovación física y espiritual, se encontró acurrucada detrás de un montón de rocas en la playa, con la cara ardiendo de vergüenza y el corazón encogido por la pena.

–Debería haberme quedado en la ciudad –murmuró a Bounder que la contemplaba con comprensión y después observaba con anhelo las olas que rompían en la arena.

Pero como la serenidad que necesitaba no iba a encontrarla en las calles bulliciosas de Vancouver, había regresado al refugio de su niñez. Tras llegar a la cabaña de su abuelo bien entrada la noche, había subido por las escaleras de caracol hacia la enorme habitación cuadrada, se había acurrucado bajo el edredón de plumas de ganso de la cama de hierro, y se había quedado dormida con el sonido de las olas rompiendo en la orilla y con el olor del mar inundándole los pulmones.

Por primera vez en meses, sus sueños no la habían atormentado. Había dormido profundamente, con la seguridad de que la soledad y la paz de Bell Island curaría sus aflicciones.

Se había despertado temprano a la mañana siguiente y, sin darse cuenta de la tormenta que se avecinaba, se había acercado a la ventana de la habitación para contemplar la vista de Desolation Sound que definía la esencia de su infancia feliz. Pero en lugar de fijarse en las aguas azules oscuras ondeando en las tranquilas ensenadas con las montañas de fondo, se fijó en la delgada columna de humo que salía de la chimenea de la cabaña contigua.

Hasta ese momento podría haber conseguido evitar hacer el ridículo, si no se hubiera dado cuenta de que las contraventanas continuaban cerradas como protección frente al temporal del invierno. Pero ya era junio, el verano había llegado, lo que la hizo sospechar. ¿Por qué el inquilino elegiría vivir en la semioscuridad cuando la luz del sol podría inundar todas las habitaciones?

–Aquí hay algo sospechoso –había dicho a Bounder–. Creo que deberíamos investigar.

Había tomado esa decisión con facilidad, segura en la casa de su abuelo, pero una punzada de inquietud le había recorrido la columna al acercarse al porche de aquella casa. De repente, se había alegrado de tener con ella a su pastor belga.

La puerta principal permanecía semiabierta. Agarrando a Bounder del collar había llamado a la puerta.

–¿Hola? ¿Hay alguien ahí? –había preguntado.

Pero desde la puerta solo se vislumbraban unos troncos casi consumidos en la chimenea, una pila de platos sucios en la encimera junto al fregadero y un jersey colocado sin cuidado sobre el respaldo del sofá.

Más tranquila, había entrado en la casa para echar un vistazo. Un teléfono móvil y un montón de libros estaban esparcidos sobre la mesa. A quien vivía allí le gustaba la lectura y por supuesto establecer contacto instantáneo con el mundo exterior.

Pero aparte de un montón de ropa sobre el suelo, una maleta abierta, un saco de dormir y un par de almohadas sobre un colchón de noventa, los rayos de sol colándose por las rendijas de los tablones que tapaban las ventanas del dormitorio no ofrecían muchos datos sobre la identidad del ocupante, aparte de que no le importaba el desorden.

Tenía que ser un hombre. El jersey del salón era demasiado grande para una mujer y solo un hombre trataría su ropa con tan poco cuidado o dejaría su saco de dormir sin estirar.

–Aun así, quien sea al menos podría haber abierto las ventanas para que entrara la luz y un poco de aire fresco. Huele a cerrado como una celda.

Como respuesta, Bounder había dejado escapar un ladrido y había elevado sus orejas, una clara señal de que había escuchado a alguien acercándose a la casa. Al darse cuenta de que su preocupación había derivado en violación de la intimidad, había salido del dormitorio, deseosa de acercarse lo más posible al salón antes de que la sorprendieran husmeando. Pero el perro, agitando la cola de excitación, se soltó, atrapó una prenda de ropa y salió corriendo.

–¡Bounder, no! –suplicó en un susurro–. ¡Por favor, Bounder! ¡Deja eso! ¡Dámelo!

Le hizo el mismo caso que si hubiera hablado en chino. Usando sus enormes patas como si fueran plataformas de lanzamiento, siguió su camino sembrando el caos a su paso. Lo atrapó en el extremo del sofá del salón y acababa de rescatar la prenda cuando una sombra recortó el haz de luz que se dibujaba en el suelo desde la puerta.

Irguiéndose, se preparó para ofrecer una explicación por su presencia sin invitación. Las palabras «Me llamo Jane Ogilvie, vivo al lado y solo he venido a saludar» estuvieron a punto de salir de su boca, pero su intento de parecer solo una vecina amable dando la bienvenida a un veraneante murió antes de que pronunciara una sola sílaba.

El hombre se había colocado ante la puerta imposibilitando la huida y la fría mirada que le había dirigido habría silenciado un trueno. Pero lo que la había dejado sin palabras no había sido su justificada mirada de indignación, desde unos ojos del mismo azul verdoso del mar en invierno, ni la vergüenza por haber sido atrapada husmeando en su casa. Se quedó observando fijamente sus piernas aun a sabiendas de que no debería, pero incapaz de evitarlo.

Como la había dejado sufrir un silencio incómodo, adivinó que se trataba de una de esas personas que se crecen ante el desconcierto de los demás. Finalmente, cuando estaba a punto de morir de humillación, él habló.

–¿Qué sucede, Ricitos de Oro? ¿Nunca habías visto a un hombre en silla de ruedas? –preguntó con amargura.

Podría haber respondido que sí, si le hubiera interesado la respuesta. Pero estaba demasiado ocupado maldiciendo con una vulgaridad increíble mientras esquivaba los muebles y se movía dentro de la habitación.

Apartando una silla de madera de la cocina, rodeó la mesa a punto de pillarle la cola a Bounder.

–¡Muévete, chucho! –soltó sin detenerse a pensar siquiera que Bounder podría haberle arrancado un trozo de cara.

En lugar de eso, el perro intentó lamer una mano que nunca le habría alimentado aunque estuviera hambriento. Decidiendo que no iba a desperdiciar sensibilidad con un hombre así, adoptó una actitud más agresiva.

–¿Sabe el dueño de esta casa que está viviendo aquí? –le interrogó enrollando la prenda que aún tenía en la mano mientras lo miraba fijamente.

–¿Acaso es asunto suyo? ¿Y qué demonios cree que está haciendo con mis calzoncillos?

Creyó que había alcanzado el límite de la humillación humana, pero comprobó que estaba equivocada al darse cuenta de que estaba toqueteando ausente la ropa interior de un hombre del que no sabía ni su nombre.

Murmuró algo desviando su mirada aterrada del rostro de aquel hombre hacia las hojas rojas que decoraban la prenda.

–Oh… vaya. No me di cuenta de lo que era.

–¡Caramba! Y ahora dirá que no sabía que estaba invadiendo mi propiedad.

–No es su propiedad –replicó buscando una disculpa para cambiar de tema–. Pertenece a Steve Coffey, un buen amigo de mi abuelo al que conozco desde que tenía cinco años –explicó–. Soy Jane Ogilvie y voy a alojarme en la casa que hay al otro lado de la cala –añadió al percatarse de que no se había presentado.

–No, no se va a quedar. Soy Liam McGuire y, cuando firmé el alquiler de este lugar, Coffey me aseguró que tendría la playa para mí solo todo el verano.

–Entonces los dos tenemos una idea equivocada, porque mi abuelo me dijo lo mismo. Pero, si le preocupa que vaya a ser una molestia, puede estar tranquilo. Tengo tan pocas ganas como usted de ser amable.

–¿Por eso se lo está pasando tan bien manoseando mis calzoncillos? –preguntó señalándolos.

El rubor que le coloreó el rostro era del mismo tono que las hojas de la ropa interior.

–¡No los estoy manoseando…!

–Claro que no –replicó divertido–. El modo en que los está tocando es indecente. Lo siguiente que hará será pedirme que me los ponga.

Los soltó como si quemaran.

–¡Lo dudo mucho!

–¿Por qué? –preguntó con insolencia–. ¿Porque no es de buena educación reconocer que un hombre en silla de ruedas existe por debajo de su cintura?

–No es por eso, es porque no es mi tipo –protestó negándose a sucumbir a semejante chantaje emocional.

–¿Por qué no? ¿Por qué estoy en una silla de ruedas?

–No. Porque es arrogante, maleducado, tan atractivo como una cucaracha y además parece disfrutar viviendo en una pocilga.

–¿Debo entender entonces que no se sentirá obligada a pasarse cada mañana para asegurarse de que el desgraciado vecino no se ha caído de la cama durante la noche y se ha roto el cuello?

–Puede estar seguro de ello. Por mí como si se ahoga.

Y agarrando a Bounder del collar se había marchado de la casa de Liam McGuire sin siquiera mirar atrás. Por nada del mundo dejaría que viera lo desconcertada que estaba por su actitud y por su propio comportamiento. Solo cuando alcanzó el refugio de las rocas en el que luego se acurrucó, se permitió relajarse y sentir pena.

¿Cómo podía haber dicho todo aquello cuando ella sabía mejor que nadie la agonía y la frustración de verse confinado en una silla de ruedas? ¿Dónde había quedado la compasión que había sentido cuando Derek vivía? «Se secó con su muerte y no me quedaré atrapada en semejante telaraña de dolor nunca más. No podría soportarlo otra vez».

Cerró los ojos, como si así pudiera acallar las voces de su mente. Pero si algo había aprendido era que dar la espalda a la realidad no hacía que cambiara. Le gustara o no, el vecino era un inválido. Desconocía su gravedad, pero entendió por qué las ventanas permanecían cerradas y la ropa colgaba de los cajones.

Y supo que a pesar de que encontrara molestas sus visitas, tarde o temprano llamaría a su puerta otra vez, porque no podía ignorarlo como no podía ignorar las olas lamiendo la playa.

 

 

Se hundió en la silla de ruedas y observó sus manos empuñadas sobre el regazo. Como si no tuviera suficiente sin tener que vérselas con una vecina que jugaba a la buena samaritana.

Había percibido el modo en que lo había mirado tras decirle que se ahogara y supo lo que sucedería después. El orgullo que la había alejado de allí se evaporaría más rápido que la bruma de la mañana y sería reemplazado por un arrebato de culpa mezclada con pena. Se culparía por haber sido tan dura con aquel tipo de la silla de ruedas y se sentiría obligada a volver y a ser amable.

Lo miraría con sus grandes ojos castaños y se disculparía tartamudeando, con el brillo de las lágrimas del arrepentimiento para causar más impacto. O aún peor, probablemente cocinaría algo como ofrenda de paz, seguramente pastas integrales porque todo el mundo sabía que la falta de ejercicio solía afectar negativamente a los intestinos.

Girando la silla se encaminó hacia el porche y miró el reloj. Eran casi las diez y media. Hacía casi media hora que se había marchado y en ese momento estaría regodeándose en su remordimiento. En media hora estaría cocinando y apostaba a que reaparecería antes de las doce.

Y quizá no estaría tan mal que lo hiciera. Como se había quedado sin cabezas de pescado podría usar las pastas como cebo. Meter su dolorido trasero dentro de la lancha y conducir hasta las nasas era difícil y llevaba mucho tiempo, pero el esfuerzo merecía la pena por el placer de comer cangrejos frescos asados al vino.

La buena comida y el vino eran dos de los pocos placeres de los que disfrutaba aquellos días y, en otras circunstancias, la habría invitado a cenar con él. Si estuviera un poco más rellenita, probablemente habría intentado seducirla, porque a pesar de estar delgada como un palillo era una mujer muy bonita. Era femenina, elegante con un toque de fragilidad que hubiera hecho brotar su instinto protector.

Menos mal que estaba reducido a fantasear sobre el sexo, porque ella era de las que esperarían algo más que respeto la mañana siguiente. Cuando pudiera ponerse en pie otra vez y sirviera para algo más que engullir sedantes y sentir pena de sí mismo, recuperaría el tiempo perdido, pero si era la mitad de listo de lo que creía, no lo haría con Jane Ogilvie. Porque ella era de las que se casaban, y él estaba claro que no.

Algo moviéndose por la playa llamó su atención. Allí iba ella: una mujer con una misión, subiendo por el camino resbaladizo hacia su cabaña con una determinación inconfundible mientras su perro la seguía torpemente.

Sintió algo extraño en su rostro, como si empezara a utilizar músculos que no había usado mucho últimamente, y se percató de que era la segunda vez en menos de una hora que sonreía. Incluso se rio, pero tenía tan poca práctica que sonó como una foca con laringitis. ¡Qué diablos! Un poco de diversión le ayudaría a pasar el rato.

Se permitió continuar sonriendo, se apoyó hacia delante y esperó a que se desarrollara la segunda escena: Ricitos de Oro en una misión humanitaria, aunque con aquella melena morena, el nombre no le iba muy bien.

 

 

Durante el resto de aquel día y casi todo el siguiente, Jane hizo oídos sordos a su complejo de culpa. Según Liam McGuire la había recibido la primera vez, difícilmente iba a recibirla mejor la siguiente. Sería mejor que le diera tiempo para que se tranquilizara antes de enfrentarse a él de nuevo.

Pero no resultaba fácil mantenerse alejada y para conseguirlo se mantuvo ocupada en la casa, aunque no podía evitar mirar por la ventana del dormitorio por la noche para asegurarse de que la luz asomaba por las rendijas de las ventanas de la casa contigua. Y a la mañana siguiente comprobó la columna de humo que indicaba que estaba levantado.

–Es ridículo que viva solo –se quejó a Bounder–. De hecho, es una inconsciencia. No tiene derecho a cargar a completos desconocidos con la responsabilidad por su bienestar.

Pero aquel razonamiento pronto se esfumó y todo por culpa de aquellas malditas contraventanas y de aquella ola de calor que no se sabía de dónde venía y que no mostraba señales de marcharse. ¿Cómo podría ignorar alguien con un poco de caridad que con aquella temperatura subiendo hacia los cuarenta grados, la casa de Steve, cerrada como estaba, estaría como un horno al final del día?

Así que, el tercer día, armada con una palanca y un martillo, partió hacia allí, decidida a que ningún insulto que pudiera arrojarle Liam McGuire la haría abandonar sin haber cumplido con la tarea que se había propuesto.

Una vez más, encontró la puerta principal abierta de par en par sujeta con un tope de hierro y pudo comprobar que había intentado limpiar la cocina. Un plato, dos tazas de café, una sartén y un puñado de cubiertos colgaban limpios cerca del fregadero y había un paño extendido para secar en el porche.

Había aprendido la lección y no repitió el error de entrar cuando él no respondió a su llamada. De pie en el porche se inclinó hacia delante para golpear fuerte la puerta con el martillo.

–¿Está ahí, señor McGuire? Soy Jane Ogilvie.

Seguía sin haber respuesta ni movimiento alguno, pero la vieja hamaca de Steve se movió con la brisa cálida. Como Liam McGuire no estaba ni sordo ni muerto, debía haber salido otra vez, aunque dónde había ido dada su condición y el terreno irregular que rodeaba la casa era un misterio que no iba a resolver.

Para hacer lo que debía lo único que necesitaba era la escalera que Steve guardaba en el cobertizo, y para ser sincera, se alegraba de no tener público. La carpintería nunca había sido su fuerte. Se las arreglaría muy bien sin los comentarios sarcásticos de Liam McGuire. Habría sido testigo de sus esfuerzos para quitar los tablones de las ventanas y apilarlas bajo el porche, donde normalmente permanecían en verano.

Las cosas empezaron bien, aunque tener que mover la escalera consumió una sorprendente cantidad de energía, pero los verdaderos problemas comenzaron cuando llegó a las ventanas del dormitorio. Las demás ofrecían una plataforma estable desde la que trabajar. El suelo bajo el dormitorio descendía abruptamente y estaba cubierto de hierba y flores silvestres.

Con inseguridad evaluó la situación. Encontrar un suelo firme para la escalera fue bastante difícil, pero trepar peldaños a varios metros del suelo puso a prueba su valor al máximo. Y para empeorar las cosas, el reflejo del sol en el cristal la cegaba.

–¡Cuidado, Bounder! –exclamó agarrándose a la ventana mientras corría debajo de ella hacia la casa con más energía de lo habitual–. Como vuelques la escalera conmigo encima, tú y yo vamos a tener una pelea muy seria.

Desde algún lugar, el tono sardónico de Liam McGuire flotó como respuesta.

–Eso si vives para contarlo, Ricitos de Oro. Por si no lo has notado, tu perro acaba de incordiar a un enjambre de abejas y, a no ser que quieras que te piquen, vas a tener que quedarte donde estás hasta que anochezca, lo cual no va a suceder hasta dentro de once horas.

Dada su actitud amarga, era más que probable que estuviera mintiendo solo para provocarla. Pero el zumbido que apenas había advertido y que había atribuido al generador le daba la razón.

–¿Cuándo ha vuelto? –preguntó, arrepintiéndose repentina y profundamente de haber cedido al impulso de hacerle un favor.

–¿Y usted? No recuerdo haberla invitado, aunque sí recuerdo que aseguró que no volvería a molestarme.

El zumbido se hizo más audible y cercano y ella se estremeció, segura de que en cualquier momento sentiría las patas de las abejas sobre sus piernas desnudas.

–¿Cree que podríamos continuar con esta conversación después de que haya descubierto un modo de salir de este aprieto?

–¿Usted? No podría encontrar el modo de quitarse una espina sin ayuda. Acéptelo, cielo, es usted quien necesita ayuda esta vez, a no ser que crea que Blunder está a punto de venir a rescatarla.

–Se llama Bounder. Y si no le importa, le agradecería que intentara alejarlo del pie de la escalera. No quiero que le piquen las abejas.

–¡Bounder, ven! –ordenó con una voz calmada tras reírse de ella otra vez. Para su sorpresa, escuchó el ruido de sus pezuñas sobre el porche de madera–. ¡Siéntate! –continuó Liam McGuire y el perro obedeció.

–Es una pena que no use ese mismo encanto con las personas –no pudo evitar comentar.

–Si fuera usted, me guardaría los comentarios jocosos hasta que estuviera sobre el suelo firme. No está en situación de juzgar a nadie y menos a quien va a rescatarla.

Ella se arriesgó a mirar hacia abajo y cerró los ojos.

–¿Cómo va a bajarme con todas esas avispas alrededor?

–No voy a hacerlo. Si es eso lo que espera, se va a llevar una decepción. Lo único que puede hacer es terminar de arrancar los tablones y después abriré la ventana desde dentro para que pueda entrar en la casa.

–Creo que… que no puedo hacerlo, señor McGuire.

–Entonces espero que haya ido al baño antes de venir aquí porque estás atrapada para un buen rato –replicó abruptamente.

Era el hombre más vulgar e insensible del mundo, y olvidando tener precaución se giró para decírselo. Pero la escalera se tambaleó como para recordarle que no tardaría mucho en deslizarse por la pendiente.

–De acuerdo, lo haremos a su manera.

–Buena chica. Quédese ahí hasta que llegue al dormitorio. Después haga exactamente lo que le diga.

La silla desapareció y un rato después su voz sonó otra vez al otro lado de los tablones.

–Hoy es su día de suerte, Janie. La ventana se abre, así que solo necesita arrancar un par de tablones para abrir un hueco lo suficientemente grande para que quepa su trasero. Yo me encargaré del resto.

No tenía motivos para creerlo, al menos el último punto. No solo porque estuviera en una silla de ruedas sino porque no mostraba ninguna inclinación hacia la caballerosidad. ¿Pero qué otra opción tenía más que ponerse en sus manos?

–¿Y bien? –preguntó con una impaciencia que empezaba a minar su amabilidad temporal–. Piénselo bien. ¿Hay trato o no?

–Hay trato. Gracias, señor McGuire.