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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Maureen Child

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un baile perfecto, n.º 1011 - agosto 2019

Título original: The Last Santini Virgin

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-428-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–Quita esa mano, marine –dijo Gina Santini con firmeza–, si no quieres perderla.

El sargento de artillería Nick Paretti rio entre dientes y lenta y deliberadamente subió la mano por su espalda, lejos de su trasero.

–¿Qué sucede, princesa? –preguntó–. ¿Te pongo nerviosa?

«Nerviosa ni se aproxima a lo que siento», pensó Gina. Llevaba tres semanas y media pasando tres noches a la semana en los brazos de ese hombre. Y no resultaba nada fácil.

Aunque la irritaba la arrogancia de Nick, el verdadero problema era la atracción que despertaba en ella. No tenía sentido intentar discutir con sus hormonas. Pero, por el amor del cielo, ¿cómo podía experimentar semejante electricidad con un hombre cuya misión en la vida era irritarla?

–Tratas de llevar otra vez –la voz profunda de él la sacudió, como siempre.

Gina echó la cabeza un poco hacia atrás y miró los ojos de su pareja de baile.

–Quizá no tendría que hacerlo si tú recordaras los pasos.

–Y quizá los recordaría si tú no te empeñaras en cambiar de ritmo –gruñó él.

Ella respiró hondo y contó hasta diez. Luego hasta veinte. No, seguía furiosa. Intentó liberar la mano derecha de su apretón de hierro, pero fue como tratar de tirar de un tren con un utilitario. Un mes atrás las lecciones de baile le habían parecido una gran idea. Sin embargo, ¿cómo iba a saber que la emparejarían con un hombre demasiado alto, demasiado ancho y demasiado obstinado?

–Mira, general –comenzó.

–Sargento de artillería –corrigió–. O Nick.

Al parecer esa noche se sentía magnánimo.

–Nick –dijo con afán de cooperar–, los dos estamos pagando mucho dinero por estas lecciones. ¿No crees que deberíamos de trabajar juntos para aprovecharlas?

–Yo hago mi parte, encanto –clavó los ojos azules en los suyos–. El problema empieza cuando tú tratas de hacer también la mía.

De acuerdo, tenía un pequeño problema con eso de llevar y seguir. Pero era mejor que ceder a su tendencia de destrozarle los pies

–Perfecto. Lleva tú. Pero esta vez trata de no aplastarme los pies.

Él enarcó una ceja negra.

–Si no tuvieras pies tan grandes, no molestarían.

Gina se puso rígida. Se mostraba un poco sensible al tamaño de sus pies. ¿Era culpa suya no haber heredado el treinta y seis de su madre?

–Lo creas o no –soltó–, a nadie más en el mundo le cuesta evitarlos.

–Qué suerte –musitó.

–Y no me llames encanto –espetó. Miró alrededor de la sala. Otras cinco parejas parecían deslizarse sin esfuerzo por el lustroso suelo de madera. Y nadie daba la impresión de tener que luchar constantemente con su acompañante–. ¿Tenemos que pelearnos para salir adelante en cada lección? –susurró, más para sí misma que para él.

–Nada de discusiones, princesa –inclinó la cabeza hacia ella y mantuvo la voz baja–, siempre y cuando reconozcas que yo soy el hombre y se supone que he de marcar el paso.

¿Pensaría gruñir y golpearse el pecho a continuación?

–Y bien –continuó él mientras la música los envolvía–, ¿estás lista?

–Como nunca lo estaré –aceptó Gina.

–Adelante, entonces.

Hizo una pausa y ella lo observó escuchar con atención la música, concentrado en el ritmo. Luego respiró hondo y los condujo al centro de la pista. Mientras ejecutaban el primer giro, le obsequió una sonrisa fugaz.

Con el corazón desbocado, Gina se consideró afortunada de que desapareciera casi de inmediato. Esas esporádicas sonrisas le sacudían los nervios. Ningún hombre la había afectado jamás de esa manera. Y no sabía siquiera si le gustaba. Por otro lado, no podía hacer gran cosa al respecto.

En cuanto los asignaron como pareja, saltaron chispas. Pero no las bonitas y seguras de unos fuegos artificiales controlados. No, eran primarias y básicas, absolutamente ilegales. Destellos ardientes y luces brillantes, unidas a una inminente sensación de peligro.

Gina contuvo el aliento, desterró el pensamiento de su cabeza y se concentró en la situación. Las luces fluorescentes del techo parecieron borrosas mientras bailaban. En el parqué, las sombras de las parejas en movimiento oscilaban como si hubiera otro mundo bajo sus pies y Gina y Nick, al igual que los demás, fueran los verdaderos reflejos.

–¿Sabes?, cada vez se nos da mejor –murmuró él, y su voz vibró por la espalda de ella.

–No seas presumido –advirtió justo antes de que tuvieran un leve tropiezo.

–No estaría mal un poco de pensamiento positivo –frunció el ceño.

«Tampoco un poco de ritmo», añadió ella en silencio. Por enésima vez desde que la emparejaron con Nick Paretti, se preguntó qué hacía él allí. Ella tenía una razón perfectamente válida, desde luego. Le encantaba bailar. Al menos hasta entonces.

Pero él era un misterio. Un marine grande y musculoso que, por su corte de pelo al estilo militar y zapatones de un lustre excepcional, no parecía la clase de hombre que se apuntara a unas clases de baile. Las granadas de mano le iban bien. Los valses, no.

Además, era demasiado atractivo. Pelo negro, ojos azules penetrantes, mandíbula cuadrada, una nariz que parecía haber recibido uno o dos golpes, lo cual no le parecía raro, y una boca que podía esbozar una sonrisa burlona que le provocaba un hormigueo por todo el cuerpo.

Santo cielo.

La música terminó y Gina se apartó de sus brazos. Al instante experimentó una especie de pérdida y se dijo que no significaba nada. Sencillamente se había acostumbrado a sentirlo pegado a ella.

–Creo que este baile ha ido bien –comentó su profesora, la señora Stanton, desde el borde de la pista. Tenía el pelo rubio recogido en un moño en lo alto de la cabeza, y mientras caminaba entre el grupo de bailarines, la falda remolineaba en torno a sus rodillas–. Casi todos están realizando buenos progresos –añadió, para lanzarle a Nick una mirada de pura admiración femenina, lo que despertó en Gina el deseo de patear algo–. Pero, señoras, deben recordar confiar en sus parejas. La pista de baile no es el lugar para librar una batalla de sexos.

–Mmm –musitó Nick–. ¿Crees que se refería a ti?

–¿Es que no tienes ningún país que invadir? –preguntó Gina con dulzura.

Él rio y movió la cabeza.

–Y ahora, clase –dijo la señora Stanton al regresar al equipo de música–, un cha–cha–chá.

–Oh, cielos…

El gemido disgustado de Nick era lo que necesitaba Gina para animarse.

–¿Qué sucede, general? ¿Estás asustado? –inquirió.

–Sargento. De hecho, sargento de artillería –la miró furioso–. Ya te lo he aclarado una o dos veces.

–Como si importara –se encogió de hombros.

–Eres… –respiró tan hondo que su pecho alcanzó proporciones enormes.

–¿Mejor que tú en el cha–cha–chá? –interrumpió.

–Ni soñándolo –la miró con ojos centelleantes.

–Vaya, general –sonrió–. Eso me suena a desafío.

–Tómalo como quieras –alargó los brazos.

–Oh, qué suavidad –se mofó cuando la pegó a él.

–¿Sabes? –comentó pensativo–, tú eres el motivo por el que existe una batalla de sexos.

Gina apoyó la mano izquierda en su hombro y deslizó la derecha en la izquierda de él.

–Claro. Gina Santini es la madre de todos los problemas entre los sexos.

–No tú personalmente –continuó, apretándole la mano derecha con más fuerza de la necesaria–. Las mujeres como tú.

–Ah –asintió con una sonrisa burlona–, ¿te refieres a las mujeres que no se desmayan ante los tipos de aspecto guerrero como tú?

Él volvió a respirar hondo y soltó el aire despacio.

–¿Vamos a bailar o qué?

Ella aleteó las pestañas.

–Te estoy esperando. Tú eres el líder intrépido, ¿recuerdas?

Con un gruñido, Nick empezó a moverse al ritmo de la música. Gina se concentró en seguir sus pasos en vez de tratar de adivinar el curso que establecían sobre la pista. Sabía que Nick odiaba el cha–cha–chá, pero a ella le encantaba. Había algo en el modo en que la sujetaba para ese baile, la manera en que sus caderas se rozaban.

«Oh, oh, lo mejor es que cambie de rumbo», pensó.

Realizaron un giro y en silencio reconoció que su generación se perdía mucho con todos los bailes nuevos, de contorsionistas, tan populares en ese momento. Era mucho más grata la proximidad de los bailes de salón.

«Demasiado», reflexionó al sentir la pelvis de Nick contra la suya. Experimentó una conflagración interior y cerró los ojos brevemente. Al abrirlos, se encontró con los suyos y en ellos percibió destellos de ardor. Una de las manos de él bajó a la curva de su trasero y Gina habría jurado que sentía cómo la marcaban con su calor.

–Mucho mejor, Sargento y Gina –dijo la señora Stanton cuando pasaron a su lado.

Automáticamente ella se puso rígida y alzó el mentón.

–Eres la preferida de la profe –musitó Nick con una sonrisa.

–Y tú un delincuente.

–¿Cómo lo has adivinado?

–¿Qué?

–Que de niño fui un delincuente.

¿Hablaba en serio? En realidad, solo le faltaba que le escribieran con un rotulador «Chico Malo» en la frente.

–Soy adivina.

–Es una pena que no seas una adivina alta.

Un metro sesenta no era exactamente una amazona, pero tampoco la hacía acreedora de entradas infantiles en el cine.

–No soy baja –lo informó–. Tú eres anormalmente alto.

–Solo mido un metro noventa, lo cual no me convierte en Godzilla.

–Depende del punto de vista.

–No intentaba iniciar la III Guerra Mundial –suspiró exasperado–. Solo digo que se me entumece el cuello de mirarte.

–Pues no te creas que estar toda la noche con el cuello alzado es un premio.

Era ridículo discutir por nada, aunque resultaba mucho más seguro que concentrarse en el modo en que la hacía sentir. Sus caderas volvieron a frotarse y Gina se ruborizó, con el cuerpo despierto a la proximidad de Nick.

 

 

Al acercar a Gina, Nick se preguntó si bailar tenía que resultar tan sexy. Esperaba que ella no pudiera sentir la erección que le ceñía aún más los pantalones. Ella parecía tan pequeña e indefensa en sus brazos. Sin embargo, incluso en el momento en que ese pensamiento entró en su cabeza, tuvo ganas de reír. ¿Gina? ¿Indefensa? Sí, como un tigre hambriento.

Esa mujer pequeña era capaz de dar lo que recibía y casi había empezado a anhelar sus sesiones de tres veces a la semana. Tenía una boca impertinente que impulsaba a besarla, un cuerpo compacto que se curvaba en los sitios adecuados y una cabeza más dura que la suya.

En conjunto, se trataba de la mujer que despertaría su interés si estuviera buscando a una mujer, lo cual no era el caso. Suponía que pocos hombres quedarían cautivados por una mujer que discutía a la mínima oportunidad que se le presentaba. Pero Nick había sido educado en el seno de una clásica familia italiana, donde el amor se medía de acuerdo a las octavas que alcanzaba la voz mientras se gritaba.

En una ocasión su madre le había dicho que las discusiones eran la sal de la vida casada. Y si le había contado la verdad, entonces sus padres llevaban treinta y seis años de intensa vida matrimonial. Sonrió para sus adentros al revivir esos recuerdos. Sus dos hermanos, sus padres y él mismo, sentados a la mesa durante la cena, discutiendo sobre política, religión, historia o incluso acerca de quién era más fuerte, Superman o el Superratón. La casa de los Paretti era vocinglera, pero feliz.

El cha–cha–chá llegó a su fin y las parejas se detuvieron para volverse hacia la señora Stanton, a la espera de sus instrucciones. Nick soltó la mano de Gina, luego cerró los dedos para no notar el vacío que sentía sin los de ella.

–Eso ha sido todo por esta noche –indicó la profesora.

Soslayó la decepción que lo invadió. En ese sitio dos horas pasaban demasiado deprisa.

–Pero quiero que todos piensen en una cosa –continuó–. La Competición de Baile Amateur de Bayside es el mes próximo, y nos han invitado para que registremos a tres parejas de nuestra clase –una oleada de conversación surgió y desapareció cuando la señora Stanton añadió–: La próxima semana elegiré a las tres parejas que representarán a mi pequeña escuela de baile, así que pongan lo mejor que lleven dentro y buena suerte a todos.

Nick captó el brillo entusiasmado en los ojos de Gina.

¿Una competición?

¿En público? Ni soñarlo.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Cuando la clase terminó, Nick salió casi sin escuchar el torrente de conversación de Gina. No dejaba de imaginarse bailando en público. Y esas imágenes mentales bastaban para provocarle escalofríos.

Diablos, el motivo por el que asistía a esas clases era por lo sucedido la última vez que había bailado en público. Había sido durante el Baile del Cuerpo de Marines del año anterior. Con un destello lo recordó todo.

Un salón atestado, cientos de personas y él, bailando con la esposa de un comandante. Ella había insistido y a regañadientes no le había quedado más remedio que ceder. Había empezado a relajarse… hasta el momento en que le hizo dar la vuelta. De algún modo sus manos se soltaron e impotente había visto cómo salía directamente hacia la ponchera.

Contuvo un gemido por el recuerdo y de inmediato lo desterró de su mente. No quería rememorar el impacto de la ponchera en el suelo, el líquido al volar por los aires, el grito de la esposa del comandante o la imagen de la pobre mujer sentada en la pista empapada con un líquido rojo rubí.

A cambio rememoró la reunión que tuvo a la semana siguiente con su superior.

–Sargento, usted me ha costado unos doscientos cincuenta dólares –había dicho el oficial–. Parece que ni siquiera una tintorería competente es capaz de eliminar las manchas de ponche rojo de la seda de color marfil.

–Desde luego, yo cubriré los gastos ocasionados, señor –había ofrecido, de pie en posición de descanso, aunque en absoluto cómodo.

–No es necesario –indicó el comandante al levantarse y rodear el escritorio para quedar a unos centímetros de él–. Pero le sugiero que se cerciore de que nunca vuelva a suceder.

–No se repetirá, señor –afirmó Nick–. Evitaré las pistas de baile a toda costa.

–No me refería a eso.

–¿Señor?

El otro se sentó en el borde de la mesa, cruzó los brazos y movió la cabeza.

–Usted sabe tan bien como yo que se espera la asistencia de los oficiales al baile.

Nick se encogió por dentro. El Cuerpo no podía ordenarle a un hombre que asistiera y bailara, aunque conseguía que el mensaje fuera claro.

–De modo que antes de que arroje a otra pobre mujer a una ponchera, le sugiero, sargento de artillería –gruñó en voz baja–, que aprenda a moverse en una pista de baile.

Lo recorrió un pánico agudo al darse cuenta de lo que el oficial le decía que hiciera.

–No puede hablar en serio, señor. ¿Clases de baile?

–¿Le doy la impresión de que bromeo? –preguntó después de observarlo largo rato.

El recuerdo le provocó un gemido antes de desterrarlo a un rincón oscuro de su mente. Diablos, debía de ser el primer marine de la historia al que le ordenaban aprender a bailar. Bueno, técnicamente no había sido una «orden», solo una «sugerencia». Hubiera preferido que el comandante lo hubiera castigado con marchas de cincuenta kilómetros. O que lo hubiera trasladado a Groenlandia.

Pero, no, ese habría sido un castigo demasiado fácil.

Y por eso se veía practicando para convertirse en un Fred Astaire de segunda. No quería ni pensar en lo que dirían sus amigos cuando se enteraran. Después del incidente de la ponchera, durante semanas había tenido que soportar sus bromas. Si alguna vez se enteraban de que tomaba clases de baile de salón, jamás le permitirían que lo olvidara. ¿Y además bailar en una competición? Para conseguir algo de paz tendría que abandonar el Cuerpo.

No. Lo que tenía que hacer era sobrevivir a esa estúpida clase hasta volver a ser un auténtico marine.

Claro estaba que, una vez que se terminara, ya no volvería a ver a Gina. Lo sorprendió lo mucho que eso lo molestaba.

Una brisa fresca y húmeda procedente del océano se llevó los desagradables pensamientos de su mente. Centró su atención justo a tiempo para ver a la mujer caminar… no, correr a su lado.

–¿Me estás escuchando? –preguntó, y a juzgar por la exasperación de su tono, no por primera vez.

Se detuvo, bajó la vista para mirarla y movió la cabeza.

–Si aún hablas de esa competición, no.

–¿Por qué no? –alzó las manos y volvió a dejarlas caer a los costados.

Esa boca se veía estupenda incluso cuando estaba fruncida. No, no pensaba ir por allí. Sin contar con sus hormonas, Gina Santini no iba a atraparlo.