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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Renee Roszel

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un marido adecuado, n.º 1669 - agosto 2019

Título original: Her Hired Husband

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-443-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SALLY forzó una sonrisa mientras miraba a las dos personas que menos le gustaban en el mundo. Era una lástima que prácticamente fueran toda la familia que le quedaba… En su mente sabía que no les debía ninguna explicación, pero su corazón le decía que mintiera.

El sonido de un coche sobre la grava del sendero le hizo comprender que su falso marido acababa de llegar. Suspiró aliviada y bendijo en silencio a su hermano por haber acudido en su ayuda.

–Disculpadme, abuelos –dijo, y corrió hacia la puerta de entrada.

Aunque la palabra «correr» no era la más adecuada para describir sus movimientos, pues estaba embarazada de ocho meses y en aquellas circunstancias no era precisamente lo que mejor hacía. Su corazón latió más rápido mientras abría la puerta y bajaba las escaleras del porche con una mano apoyada sobre la barandilla. Llevaba la otra posada sobre su vientre en un gesto inconsciente de autoprotección.

–Gracias a Dios –murmuró sin resuello. Miró su reloj–. Qué puntualidad…

El hombre que salió del todoterreno tenía mejor aspecto de lo que esperaba. Medía más de un metro ochenta y vestía un polo beige y unos pantalones caqui que le sentaban de maravilla. Sus anchos hombros realzaban aún más su atractivo, al igual que su pelo, negro y brillante como el petróleo de Texas. Sus ojos eran de un intenso azul y sus pestañas, largas y oscuras. Mientras lo miraba, Sally experimentó la punzada de un deseo largo tiempo adormecido. «Menuda situación», se reprendió en silencio. «A él debes parecerle el muñeco del anuncio de Michelin».

Al parecer, Sam había reclutado al camillero más apuesto del hospital. Durante los días anteriores se había preguntado en numerosas ocasiones qué lamentable tipo de hombre habría aceptado seguirle el juego. Aunque también era cierto que, si se empeñaba en ello, su hermano médico era capaz de convencer a un pato de que se metiera voluntariamente en el horno.

No se dio cuenta de que había sonreído al pensar aquello hasta que el hombre le devolvió la sonrisa. Y esa sonrisa hizo que un agradable cosquilleo recorriera su espalda.

«Basta ya, tonta», volvió a reprenderse. «No te pongas de pronto atolondrada y femenina. Sería una pérdida de tiempo. Solo te está haciendo un favor, así que, ¡adelante!»

El atractivo camillero se acercó a ella con una mano extendida.

–Hola, Sam me ha enviado para…

–Lo sé –Sally tomó su mano y tiró de él para que subiera las escaleras–. Sígueme la corriente –dijo mientras lo hacía pasar al interior–. Ah…, y eres médico –susurró.

Justo antes de entrar en el cuarto de estar se acordó del anillo. Se detuvo, rebuscó en un bolsillo de su vestido, sacó el anillo y lo introdujo en el dedo del hombre. Milagrosamente, encajó.

–He estado a punto de olvidarlo –dijo, y dedicó a su compinche una mirada de complicidad.

Él entrecerró los ojos y la miró con curiosidad. Ella sonrió tímidamente.

–Así es más tradicional –volvió a tomar la mano en que había puesto el anillo y la colocó sobre su propio hombro–. Y ahora, ¡sonríe, por favor! –dijo entre dientes–. ¡Somos tremendamente felices! –añadió y pasó una mano por la cintura del hombre.

Toda aquella farsa con sus abuelos estaba resultando traumática e incómoda en extremo, pero no lo suficiente como para que dejara de notar la solidez del cuerpo de su acompañante y lo bien que olía.

Entraron con paso decidido en el cuarto de estar, una habitación agradablemente desordenada, abarrotada de cosas y bonitos muebles ligeramente ajados. Hasta que había visto el indisimulado desagrado con que sus abuelos la habían observado al entrar, su cuarto de estar siempre le había parecido un lugar acogedor y maravilloso.

Sintió que su vientre se tensaba y supo que no era a causa de una patada de su pequeña, sino de la hostilidad que sentía hacia sus abuelos. ¿Cómo se atrevían a hacerle sentirse inferior sin ni siquiera pronunciar una palabra?

Con un rápido movimiento de la cabeza, apartó a un lado su rabia y se centró en su actuación.

–Cariño, quiero presentarte a mis abuelos, Abigail y Hubert Vanderkellen, son de Boston –dedicó la mejor de sus sonrisas a su falso marido, aunque no se atrevió a mirar de lleno aquellos maravillosos ojos azules–. ¿Recuerdas que te dije que pasarían a hacernos una rápida visita antes de salir hoy mismo para su crucero?

El camillero la miró mientras hablaba. Luego volvió la vista hacia los abuelos de Sally, que estaban rígidamente sentados en un sofá estampado de flores rojas y amarillas. Sally se preguntó qué estaría pasando por su mente. Casi parecía que estuviera viendo un fantasma.

Al cabo de un momento, volvió la mirada hacia ella con el ceño fruncido. Sally experimentó una arrebato de pánico y lo pellizcó por encima del cinturón. Comprendió que su mirada se endureciera, ¿pero acaso no le había explicado Sam lo importante que era aquello? Ella no mentiría sobre su matrimonio si no fuera absolutamente necesario.

Simuló una risita y centró su atención en sus abuelos.

–Mi… cariñito es un médico estupendo, pero es un poco olvidadizo –miró de nuevo a su falso marido y le dedicó una sonrisa a la vez que le rogaba con la mirada que se ciñera al guión–. Abuela, abuelo, me gustaría presentaros oficialmente a mi marido, el doctor Thomas… Step.

¿Step? Sally se estremeció. Aquel apellido había surgido de la nada. ¿No podía haber pensado en algo más sustancial? Pero ¿qué más daba? A fin de cuentas, sus abuelos se habrían ido en menos de una hora.

–¿Cómo está? –dijo Abigail Vanderkellen sin apartar las manos de su regazo–. Supongo que puedo comprender que ni Sam ni Sally nos dijeran nada sobre vuestro matrimonio –lanzó una mirada desaprobadora a su nieta–. Lo cierto es que hasta ahora ha habido un poco de tensión en nuestra relación.

«¿Un poco?», pensó Sally burlonamente tras una sonrisa forzada. ¡Aquello era como decir que el Titanic se había hundido por un poco de mala suerte!

Abigail Vanderkellen dedicó una severa mirada al camillero.

–Pero, por supuesto, tú estás al tanto de todo eso, ¿no?

Tom se aclaró la garganta y Sally tuvo un mal presentimiento. Le lanzó una mirada aterrorizada, pero ya era demasiado tarde. Habría dado cualquier cosa por saber qué estaba pensando.

–Lo cierto es que no –Tom se apartó de ella y rodeó la mesa de centro–. Puedo decir con toda sinceridad que mi mujer no me ha contado nada sobre vuestra relación –extendió una mano hacia Abigail–. Y mis amigos me llaman Noah –mantuvo su posición hasta que la abuela de Sally se decidió a aceptar su mano. Después, se volvió hacia Hubert–. Thomas Noah Step –añadió mientras estrechaba la mano del abuelo.

El corazón de Sally latía tan ensordecedoramente en sus oídos que no estaba segura de haber oído bien. ¿Thomas Noah Step? Eso… eso quería decir que, después de todo, iba a seguirle la corriente. ¡Gracias a Dios!

Hubert miró a Noah atentamente.

–Por algún motivo, la verdad es que su rostro me resulta familiar, joven.

–No puedo decir que me sorprenda. Tengo unos rasgos muy comunes –dijo el camillero, sonriente–. Si nos hubiéramos conocido antes, señor Vanderkellen, estoy seguro de que lo recordaría –volvió la mirada hacia la señora Vanderkellen–. A ambos, por supuesto.

Recelosa, Sally vio que su falso marido volvía hacia ella. Era posible que aquel tipo hubiera decidido formar parte de la farsa, pero era evidente que no le gustaba adaptarse a las normas. ¿A qué había venido aquella innecesaria insistencia en decir que se llamaba Noah?

Para asombro suyo, el camillero volvió a pasar un brazo por sus hombros e incluso le dio un afectuoso abrazo.

–Había olvidado que ibais a pasar por aquí –se volvió hacia Sally–. ¿Cuánto tiempo dijiste que iban a quedarse, cariño?

–Eh…, una hora.

Tom miró su reloj.

–Ah.

¿«Ah»? ¿Qué significaba eso? ¿Acaso no le había dado Sam ningún detalle? ¿Por qué había fruncido el ceño al mirar el reloj? ¿Acaso tenía que tomar un tren? Aunque, por su aspecto, lo más probable era que se tratara de una cita con una mujer.

–¿Hay algún problema, doctor Step? –quiso saber Hubert.

Noah se volvió hacia él y sonrió.

–Noah. Y no, no hay ningún problema –miró a Sally–. ¿Por qué no te sientas, corazón? –preguntó, a la vez que la conducía hacia un sillón estampado de narcisos–. Pon los pies en alto. Ya sabes cómo se te hinchan los tobillos cuando estás de pie.

Sally miró sus tobillos reflexivamente. No estaban hinchados. No se le habían hinchado ni una sola vez durante el embarazo.

–Mis tobillos están bien…, cariño.

Él sonrió, y en esa ocasión la sonrisa abarcó toda su boca y algunos resplandecientes dientes. Sally se dejó caer pesadamente en el asiento, más por una inesperada y repentina debilidad en las rodillas que por un exceso de agua en los tobillos. Debía reconocer que el tal Noah sabía sonreír.

Vio con inquietud que iba a sentarse en el sofá con sus mojigatos abuelos. «¡No digas nada que lo estropee!», rogó en silencio, con la esperanza de que fuera mejor en el terreno de la telepatía que en el de la obediencia.

–De manera que sois los abuelos de Sally –Noah extendió relajadamente un brazo por el respaldo del sofá–. ¿Por parte de madre?

Hubert y Abigail se movieron al unísono y lo miraron con expresión conmocionada.

–¡Por supuesto! –dijo la abuela, claramente ofendida–. ¡Seguro que eso sí lo sabías!

–No necesariamente –Noah miró a Sally y volvió a dedicarle su sexy sonrisa–. Miradla. ¿Os parece que últimamente nos hemos dedicado mucho a hablar?

Sally no podía creer que hubiera hecho aquel comentario subido de tono. Las mejillas le hirvieron mientras hacía un esfuerzo sobrehumano para mantener la sonrisa. Notó que el bebé daba una patada y apoyó las manos en su vientre. Al parecer, ella no era la única mujer de la habitación que se sentía alterada por la sonrisa de aquel hombre.

–Ca… cariño –dijo, y trató de mostrarse divertida–. Por favor.

El guiño de Noah resultó alarmantemente malicioso.

–Lo siento, corazón, pero ya sabes que me vuelves loco –se volvió de nuevo hacia los boquiabiertos Vanderkellen–. De manera que sois de Boston –añadió en tono animado.

Con aquel comentario, Abigail y Hubert recuperaron la compostura e incluso parecieron henchirse un poco. Ser un Vanderkellen de Boston no era ninguna tontería. Cualquiera que fuera alguien en Boston conocía a Abigail y Hubert Vanderkellen.

–Sí, claro que somos de Boston –dijo Hubert, aunque no sonrió.

–¿Has ido alguna vez allí? –preguntó Abigail mientras jugueteaba teatralmente con el diamante de uno de sus pendientes, a la vez que mostraba los numerosos anillos y sortijas que llevaba en la mano.

–No pretendo fanfarronear –añadió Hubert–, pero la familia Vanderkellen es una de las más antiguas de la ciudad.

–No suelo ir mucho al norte –dijo Noah.

–Es una lástima –Abigail pareció lamentarlo sinceramente por él–. Boston es una de las ciudades históricas más importantes de Estados Unidos.

–Houston también tiene historia –replicó Noah.

–Estoy segura de ello –el tono de Abigail fue tan altanero que lo mismo podría haber dicho «no seas ridículo».

Sally se pasó una mano por el pelo y deseó que el tiempo pasara más deprisa. Solo habían transcurrido quince minutos desde la llegada de su atractivo compinche. Miró a sus abuelos y no pudo evitar desear que desaparecieran.

Todo su antagonismo afloró a la superficie. Con su aspecto acartonado, su carísima ropa y sus estrechas mentes, permanecían sentados en el borde del sofá como si temieran que la vieja casa familiar fuera a contaminarlos si entraban demasiado en contacto con ella.

Iban vestidos para el frío de Boston, no para las temperaturas de Houston, y debían estar muriéndose de calor, pero eran demasiado refinados como para demostrarlo. Además, nunca se habrían permitido reconocer que Texas existía…, excepto en el mal sueño en que su obstinada hija huía para casarse muy por debajo de sus posibilidades.

–Cuando vengáis alguna vez para quedaros más tiempo os daremos una vuelta.

Sally volvió la mirada hacia su falso marido. ¿Qué creía que estaba haciendo?

–¿Cómo? –preguntó Hubert.

–Una vuelta… por Houston –repitió Noah en tono despreocupado a la vez que miraba a Sally–. Nos encantaría, ¿verdad, corazón?

Sus ojos se encontraron. Los de él brillaron. ¡Brillaron! Parecía estar disfrutando con su interpretación de marido tremendamente feliz. ¿Pero a qué venía aquel comentario de dar una vuelta por Houston? Eso era pasarse. Era posible que Sally fuera a pagarle cincuenta dólares por su actuación, pero no tenía intención de meterlo en nómina para siempre.

Lo último que quería era tener que pasar más de una hora con aquella gente insufrible. De todos modos, se obligó a sonreír y a asentir, pues no se fiaba de su voz.

–¿Sabes qué? –preguntó Noah a la vez que se inclinaba hacia delante en el sofá.

Sally no sabía a qué se refería, y no estaba segura de querer saberlo. Tragó saliva.

Noah se puso en pie.

–Lo que necesitamos es algo de beber. Cariño, ¿qué podemos ofrecerles a tus abuelos?

–Oh…, hay té en la nevera –Sally fue a levantarse, pero él se acercó y apoyó una mano en su hombro para impedírselo.

–No te molestes, cariño –se inclinó y la besó.

El contacto de sus labios fue breve, pero su efecto resultó intenso. Aturdida y sin aliento, Sally sintió que un cálido cosquilleo recorría todo su cuerpo.

–Tus tobillos, ¿recuerdas? –los labios de Noah se curvaron, divertidos. Por fortuna, su cabeza bloqueó la expresión aturdida y las mejillas ruborizadas de Sally–. Señálame la cocina –susurró.

Ella tardó unos segundos en reaccionar, pero finalmente ladeó con disimulo la cabeza hacía su izquierda. Él se irguió.

–¿Quién quiere azúcar? –preguntó por encima del hombro.

–Yo –contestó Sally, y de inmediato se mordió la lengua.

La risa de Noah resonó en el cuarto de estar.

–Eso sí que no se me olvidaría, cariño.

–No creo que tengamos tiempo para tomar un té –dijo Hubert.

–Claro que sí –replicó Noah–. Solo nos llevará un momento.

Hasta que salió de la habitación, Sally no se dio cuenta de lo útil que había sido tenerlo allí para dirigir la conversación. Se aclaró la garganta y unió las manos sobre su regazo.

–Así que… ¿adónde vais a ir de crucero?

–La primera semana incluye una caminata a las pirámides de Cozumel. Después haremos las paradas típicas del Caribe.

–Ah… –murmuró Sally, sin saber qué decir. Sabía tanto sobre las pirámides de Cozumel como sobre Marte. Una vez más, se sintió como la inepta hermana Johnson. Sam, su hermano mayor, era médico. Ella dejó la universidad tras un semestre para concentrarse en sus esculturas de metal.

El año anterior Sam había ido a Boston. Al regresar, le contó entre risas que sus abuelos se referían a ella como «la soldadora»; en un susurro, por supuesto, y en las raras ocasiones en que mencionaban su humillante condición social. El bueno de Sam encontraba hilarante y sin importancia la rígida actitud victoriana de sus abuelos, pero a Sally no le sucedía lo mismo. Cada vez que pensaba en ello, su autoestima se debilitaba. Podía imaginarse a sus abuelos llevándose una mano al corazón y susurrando, escandalizados: «Una Vanderkellen… ¡soldando!». Era algo impensable.

–Tengo entendido que Sam se va esta tarde de vacaciones –dijo Abigail.

Sally hizo un esfuerzo por salir de su ensimismamiento y asintió.

–Va a practicar submarinismo en Bon… Bon… –no lograba recordar el nombre.

–Bonaire –dijo una profunda voz masculina a sus espaldas.

Sally se volvió y vio que Noah acababa de entrar con cuatro vasos altos en una bandeja.

–¿Cómo lo sabes? –preguntó, y estuvo a punto de llevarse una mano a la boca. Si no tenía cuidado, ella misma iba a estropearlo todo. Después de todo, Noah conocía a Sam, y era evidente que le había oído hablar de ello.

–¿No te acuerdas, cariño? –Noah la miró mientras dejaba la bandeja en la mesa–. Me has hablado de Bonaire esta misma mañana, mientras nos duchábamos.

Sally notó que se había quedado boquiabierta y apretó la mandíbula. ¿«Mientras nos duchábamos»? ¿Habría oído bien?

Miró preocupada a sus abuelos. Los ojos de Abigail parecían más abiertos que de costumbre y Hubert tiraba del cuello de su planchadísima camisa como si se estuviera asfixiando.

Volvió a mirar Noah, que estaba inclinado sobre la bandeja. Si se estiraba lo suficiente podría darle una buena patada en el trasero. Probablemente se consideraba el camillero más gracioso del hospital.

Optó por contenerse y se aclaró la garganta significativamente, pero él no pareció darse por aludido mientras entregaba dos vasos a sus abuelos. Un destello de naranja y negro hizo comprender a Sally que había encontrado unas servilletas de papel. Desafortunadamente, estaban cubiertas de brujas y calabazas de Halloween. Al día siguiente de la fiesta estaban muy rebajadas y servían perfectamente. No debía sentirse como una anfitriona inferior simplemente por ser práctica y ahorradora.

Cuando Noah le alcanzó uno de los vasos, dijo:

–Seis cucharadas de azúcar, ¿no, cariño?

Ella sonrió sin convicción.

–Perfecto –iba a morir de una intoxicación de glucosa, pero debía seguir adelante con la farsa.

Cuando Noah rodeó su asiento para volver al sofá, le guiñó un ojo, haciendo evidente ostentación de su ilícita colaboración. Ella contuvo el aliento. ¿Y si sus abuelos lo habían visto?

Aunque molesta por su imprudencia, no pudo reprimir una risita. Aparte de muy poco sutil, debía reconocer que el guiño había resultado muy atractivo y sexy. Hizo un esfuerzo por recuperar la compostura y, tras decidir que más le valía simular que le encantaban las seis cucharadas de azúcar, dio un sorbo a su té. Cuando su lengua notó el sabor se quedó sorprendida. Era perfecto. Noah no debía haberle servido más de una cucharada. Lo miró con disimulo y vio que observaba a sus abuelos mientras estos contemplaban sus vasos y se movían incómodos en el asiento. ¿Qué esperaban encontrar? ¿Suciedad?

Abigail acercó el vaso hasta que casi tocó sus labios, pero hizo una pausa y volvió a dejarlo en la mesa.

–La verdad es que deberíamos irnos –dijo a la vez que miraba su reloj tachonado de diamantes–. ¿No has dicho al conductor del taxi que volviera a recogernos a las tres y media? Deberíamos ir a embarcar.

Hubert miró su reloj.

–El tiempo pasa volando –dijo mientras se ponía en pie.

Noah dejó su vaso y también se levantó.

–Creo que oigo el taxi –alargó una mano y ayudó a Abigail a ponerse en pie.

Al ver que Sally estaba a punto de levantarse, su abuela le lanzó una severa mirada.

–Oh, no te molestes –dijo, e hizo un gesto con la mano como si estuviera apartando un mosquito–. Tu marido puede acompañarnos a la puerta.

Sally se dejó caer de nuevo en el sillón sin protestar. Por su parte no había objeciones. Últimamente le costaba verdaderos esfuerzos levantarse de las sillas.

–Que disfrutéis de vuestro crucero –dijo, y dio un sorbo a su té. Gracias al cielo, el suplicio estaba a punto de terminar. Se relajó contra el respaldo del sillón y cerró los ojos.

Un repentino grito seguido de un ruido ensordecedor le hicieron abrirlos. El angustiado aullido que taladró a continuación sus oídos la hizo saltar de la silla.