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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2009 Patricia A. Kay

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Cinco días de pasión, n.º 1819- agosto 2019

Título original: His Brother’s Bride-To-Be

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-449-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

STEPHEN Wells realizó un gesto de contrariedad cuando escuchó el inconfundible sonido de su teléfono móvil. «Maldita sea». Había pensado en desconectarlo antes de entrar en el despacho de Jake Burrow porque sabía lo mucho que éste odiaba las interrupciones. En especial, Jake odiaba los teléfonos móviles. Tal y como era de esperar, Jake lo miró con desaprobación.

—Lo siento —dijo Stephen mientras se sacaba el teléfono del bolsillo. Estaba a punto de desconectarlo cuando vio a quién correspondía la llamada. «¿Caroline?». Tras dedicarle a Jake una mirada de disculpa, murmuró—: Sólo será un minuto.

Entonces, se levantó y salió del despacho.

—¿Sí?

—¿Stephen? Gracias a Dios que te localizo.

Aunque era un año mayor que él, Caroline era la sobrina de Stephen, la hija de su medio hermano Elliott. Stephen notó inmediatamente el pánico que Caroline a duras penas podía ocultar en la voz. Sintió un escalofrío. Lo único que se le ocurría era que le había sucedido algo a Elliott.

—¿Qué pasa?

—Se trata de papá —respondió Caroline. Stephen casi no podía ni respirar—. No te lo vas a creer, Stephen. ¡Se va a casar!

Stephen parpadeó. ¿Que Elliott se iba a casar? Eso era imposible.

—¿De dónde te has sacado esa idea? ¿Y con quién se supone que se va a casar?

Caroline tenía que estar equivocada. Por lo que Stephen sabía, Elliott ni siquiera había salido con una mujer desde la muerte de su esposa, ocurrida catorce meses atrás.

—¿Y de dónde te crees tú que me la he sacado? ¡Me lo ha dicho él! Me llamó no hace ni siquiera cinco minutos para decirme que se va a traer a esa mujer a casa con él.

—Yo no…

—Y eso no es todo. ¡Es más joven que yo!

—¿Más joven que tú? —preguntó Stephen. Caroline tenía treinta y cuatro. Elliott, cincuenta y siete—. ¿Y cómo lo sabes?

—Porque me lo ha dicho mi padre. Bueno, no me ofreció voluntariamente esa información. Tuve que sacársela y, si quieres que te sea sincera, no parecía muy dispuesto a admitirlo.

Stephen no sabía qué decir.

—Evidentemente, se trata de una cazafortunas —dijo Caroline con amargura.

—Venga ya, creo que estás sacando conclusiones precipitadas…

Sin embargo, Stephen también se había quedado atónito. ¿Cuándo habría conocido Elliott a aquella mujer? ¿Y dónde? ¿Por qué no le había hablado de ella a su propio hermano?

—Bueno, ¿quién es?

—Alguien que conoció en uno de sus viajes de negocios a Austin.

Austin estaba a unas cinco horas en coche desde el rancho del suroeste de Texas en el que vivían y Elliott, que tenía muchos intereses en el mundo de los negocios, tenía que viajar allí con frecuencia.

—Maldita sea… —dijo Stephen con suavidad.

Sabía que su hermano estaba muy solo desde la muerte de Adele. Stephen también la echaba de menos, dado que su cuñada había sido una persona maravillosa, por lo que se podía imaginar perfectamente cómo se sentía Elliott. Sin embargo, volver a casarse… Y tan pronto. Y con una mujer tan joven… Stephen deseaba pensar que Elliott sabía lo que hacía, que aquella mujer se merecía a su hermano, que la considerable fortuna de Elliott no tenía nada que ver con la disposición de aquella desconocida a convertirse en la segunda señora Lawrence. Mientras especulaba, fue sintiéndose cada vez más culpable. Elliott era un hombre muy atractivo y masculino, que se encontraba en una estupenda forma física. Además, cincuenta y siete años no era una edad tan avanzada.

—Tienes que regresar a casa, Stephen. La va a traer aquí mañana.

—No puedo estar allí mañana. Regresaré el sábado.

—Quiero que estés conmigo cuando lleguen. Voy a necesitar apoyo moral.

—Mira, Caroline… ¿y qué importa que yo esté o no esté allí? No se van a casar mañana mismo. Además…

—¿Qué?

Stephen quería decir que su lealtad y comprensión estaban con Elliott. Si alguien se merecía ser feliz, ése era él. Sin embargo, Stephen sabía que no era así. Caroline estaba muy disgustada. No debía empeorar aún más las cosas. Escogió cuidadosamente sus palabras.

—Simplemente creo que nos deberíamos reservar nuestra opinión. Darle a tu padre un respiro, ¿sabes?

—¡Un respiro! ¡Evidentemente ha perdido la cabeza! Además, no te lo he contado todo. Esa mujer tiene un hijo. ¡Un hijo! Y, por lo que ha dicho mi padre, ese niño es más joven que Tyler —dijo Caroline, muy escandalizada. Tyler era su hijo—. Insisto en que estés aquí. Tú eres el único al que escucha mi padre —añadió, con un cierto tono de resentimiento.

Stephen ahogó un suspiro. Sabía que Caroline no le dejaría en paz hasta que capitulara. La verdad era que le parecía que podría ser buena idea estar allí cuando Elliott llegara con su novia y con la hija de éste, aunque sólo fuera para actuar como comodín entre Caroline y la pareja feliz. Tal vez podría cerrar el acuerdo de la yegua con Jake rápidamente y marcharse a su casa muy temprano a la mañana del día siguiente.

—Está bien —dijo, con resignación—. Haré lo que pueda.

Desgraciadamente, los papeles del registro de la yegua no estuvieron preparados hasta el mediodía de la mañana siguiente. Entonces, tenía que ocuparse de organizar el traslado de la yegua la semana siguiente. Caroline no se alegró mucho cuando él la llamó para decirle que le sería imposible llegar al rancho hasta primera hora de la tarde.

No podía hacer otra cosa. La yegua era demasiado prometedora. Había planeado utilizarla exclusivamente para la monta. Stephen no podía dejar pasar aquella oportunidad. Tenía que hacer su trabajo y, a pesar de lo que quisiera Caroline, tenía que dejarlo todo organizado antes de poder regresar a casa.

Al menos, volvería antes de que oscureciera. Stephen era un piloto experto, pero prefería volar durante el día, cuando podía ver. Pensó en el Cessna 152 de dos asientos que había adquirido el año anterior y no pudo evitar sonreír. Stephen se había enamorado de los aviones durante el primer año que pasó en la Facultad de Derecho de Harvard. Compartía apartamento con un entusiasta de esos aparatos que era de Connecticut y, muy pronto, se había quedado enganchado.

Después de alquilar aviones durante años, decidió por fin dar el salto y comprarse uno. Se había temido que Elliott no estuviera de acuerdo con la idea, pero, en vez de tratar de convencerlo para que cambiara de opinión, su hermano lo había animado.

Frunció el ceño. Elliott significaba para él más que nadie sobre la faz de la Tierra. Literalmente, sería capaz de morir por su hermano. Esperaba sinceramente que Caroline se equivocara y que aquella mujer con la que Elliott pensaba casarse estuviera realmente enamorada de él. Sin embargo, no podía evitar preocuparse.

Aunque aquella mujer resultara ser maravillosa, Stephen sabía que Caroline le haría la vida imposible, lo que, a su vez, le amargaría también a Elliott.

«Y a mí».

La mayor parte de éstos y otros problemas se suavizarían si Caroline tuviera casa propia. Hasta Elliott era consciente de eso, pero, en lo que se refería a su hija, era demasiado condescendiente como para hacer algo al respecto. El problema era que la había animado a que regresara al rancho hacía cuatro años, después de que Caroline se divorciara y, tras el fallecimiento de Adele, sólo una grúa sería capaz de sacarla de allí. Aunque Caroline hubiera sentido la tentación de tratar de encontrar casa propia para su hijo y ella, aquel nuevo capítulo en la vida de su padre haría que ella se empecinara aún más.

Caroline era muy posesiva en lo que se refería a su padre. Esta obsesión, la necesidad de ser la número uno en la vida de su progenitor, había comenzado cuando era sólo una niña, «la princesa», la hija única, mimada al máximo por unos padres que habían querido más hijos, pero que no habían podido realizar su deseo. Este hecho era el origen de todos los roces que había entre Caroline y Stephen, dado que la primera sentía unos celos terribles por la relación que tenían los dos hermanos. El hecho de que hubiera llamado a Stephen para hablarle del compromiso matrimonial de su padre indicaba lo disgustada que estaba al respecto. En circunstancias normales, él habría sido la última persona a la que Caroline habría pedido ayuda. Stephen suspiró de nuevo. Se temía que se avecinaban muchos problemas.

 

 

—No te preocupes, cariño. Todo va a salir bien. Ya lo verás.

Jill Emerson sonrió a su prometido. Elliott era tan encantador… Nunca habría creído que pudiera encontrar un hombre como él. Considerado, atento, amable, cariñoso… Elliott era una persona estupenda y ella era una mujer afortunada.

Sin embargo, a pesar de lo que Elliott le dijera, no estaba segura de que todo fuera a salir bien. Había visto el gesto que se le había dibujado en el rostro cuando él terminó de hablar con su hija para anunciar el inminente matrimonio. Después, había admitido que Caroline se había disgustado «un poco», pero le había asegurado a Jill que lo superaría.

—Es que simplemente no se lo esperaba —añadió—. Debería haberle hablado sobre ti hace meses.

En realidad, Jill sospechaba que la reacción de Caroline había sido mucho más fuerte de lo que él había imaginado. Simplemente, Elliott no quería que ella se preocupara. La verdad era que Jill comprendía cómo debía de sentirse la hija de su prometido. Elliott le había contado que Caroline había estado muy unida a su madre. Era completamente natural que el hecho de que su padre quisiera volver a casarse la disgustara profundamente.

«Además, está la diferencia de edad».

Elliott tenía cincuenta y siete años, y Jill, treinta. Para muchas personas, este hecho sería un obstáculo insuperable para la relación. A Jill no le preocupaba en absoluto.

Caroline no podía saberlo. Probablemente se imaginaba que a Jill sólo le interesaba el dinero de Elliott. Después de todo, ¿cómo podía ella saber que Jill estaba enamorada de Elliott y que habría accedido a casarse con él aunque éste no fuera rico? Además, cuando empezó a salir con él, Jill desconocía por completo este dato.

En realidad, a ella le gustaba el hecho de que Elliott fuera más maduro. Los hombres mayores son más responsables y comprometidos, más seguros de sí mismos. No es que Jill hubiera tenido mucha experiencia con hombres, fuera cual fuera su edad. En los últimos diez años, había estado demasiado ocupada terminando sus estudios, cuidando de una tía que padecía una enfermedad terminal, ocupándose de Jordan y, tras la muerte de su tía, sacándolos a los dos adelante como para tener tiempo para otras cosas.

Como si su hijo supiera que estaba pensando en él, Jordan se quitó los cascos y preguntó:

—Elliott, ¿cuánto queda para llegar?

Jill y Elliott intercambiaron una sonrisa de complicidad. Aunque Elliott aún no conocía a Jordan como ella, sí lo conocía lo suficiente como para saber que el pequeño de diez años tenía mucha curiosidad y poca paciencia.

—Una hora más o menos, hijo —dijo Elliott.

Jordan suspiró ruidosamente.

—De acuerdo.

—¿Qué te parece si paramos a tomar un helado? —sugirió Elliott—. Cerca de aquí hay una tienda que vende los mejores helados caseros que hayas podido tomar nunca.

—¿Y el helado hará que el tiempo pase más rápido? —bromeó Jill.

—Por lo que a mí respecta, un buen helado resuelve todos los problemas del mundo —respondió Elliott guiñándole un ojo.

Lo más curioso fue que sí que pareció que el helado hiciera pasar el tiempo más deprisa, a pesar de que Jill no tenía ningún interés por llegar rápido. Sin embargo, sabía que Jordan estaba ya cansado de estar en el coche y Elliott tenía muchas ganas de llegar a casa.

—Ya casi hemos llegado —dijo Elliott—. Cuando alcancemos lo alto de esa colina, podréis ver el rancho.

Jill sonrió, aunque en su interior estaba atenazada por los nervios. «He tomado la decisión correcta», se dijo una vez más. «Amo a Elliott y Jordan lo adora. Eso es lo que importa. Si su familia sospecha de mí, tienen todo el derecho del mundo. Simplemente tendré que demostrarles que no supongo una amenaza para ellos y tengo todo el verano para ganármelos…».

Le había dejado muy claro a Elliott que no se casarían hasta septiembre, aunque él había querido que la boda tuviera lugar inmediatamente. Jill simplemente tenía que estar segura de que su familia les diera la bienvenida a Jordan y a ella. Conformarse con menos sería injusto, no sólo para él, sino para todos ellos. Aunque Elliott se había sentido muy desilusionado, no había insistido cuando comprendió que ella había tomado su decisión. Lo único que sí le había dicho había sido que sabía que sería muy incómodo para ella que Caroline siguiera en el rancho después de la boda.

—Hablaré con ella para que se busque su propia casa —le había prometido Elliott.

—No hagas nada inmediatamente —le había respondido Jill—. Veamos cómo van las cosas.

Las palabras de Elliott la sacaron de sus pensamientos.

—Ahí está —dijo.

El profundo orgullo que había en su voz emocionó a Jill. El amor que él sentía por el hogar y la familia suponían uno de los mayores atractivos de Elliott para ella, una cualidad que había notado en él desde la primera cita. Recordar aquel sábado de enero hizo que Jill se olvidara de sus reservas y volviera a sonreír.

Elliott había entrado en la pequeña galería en la que se exhibían las pinturas de Jill y donde trabajaba varias tardes y la mayoría de los fines de semana. Él estaba buscando un regalo de cumpleaños para su hija, según le dijo. Le había gustado a Jill desde el principio. Los amables ojos azules, la calidez de su sonrisa y el atento modo en el que escuchaba mientras ella le explicaba los méritos de las diferentes piezas que despertaban su interés…

Se había quedado con uno de los cuadros favoritos de Jill, una delicada acuarela de una de las viejas misiones cerca de la casa de su tía, en San Marcos.

—Espero que a su hija le guste —le había dicho ella mientras le envolvía el cuadro.

—Estoy segura de ello —respondió Elliott—. Todos sus cuadros son muy hermosos.

Justo en aquel instante, Jordan entró por la puerta principal. En los días en los que Jill trabajaba allí, el niño iba a la galería después del colegio, no sólo porque contratar a una canguro para que lo cuidara hasta llegar a casa hubiera supuesto un gasto que no se habría podido permitir, sino porque le gustaba tenerlo allí con ella.

El niño se sentaba en el pequeño despacho que había en la parte trasera de la galería y hacía sus deberes mientras merendaba. La amiga y jefa de Jill, Nora O’Malley, siempre tenía fruta y bebidas en el frigorífico para él. Cuando terminaba, Jill le permitía que encendiera el pequeño televisor que tenía allí y que viera Animal Planet, su canal favorito, pero nunca durante más de una hora. Jill lo animaba a leer.

Al pensar cómo Elliott se había sentido inmediatamente interesado por el niño y Jordan por él, Jill se sentía afortunada. Le parecía un milagro haber encontrado un hombre como él, que no sólo la amaba a ella sino que también amaba a su hijo.

Aun así, nunca había estado segura de casarse con él. Cuando Elliott se lo pidió por primera vez, hacía ya un mes, ella no le había aceptado inmediatamente. Le había dicho que se sentía muy honrada porque él quisiera que se convirtiera en su esposa, pero que necesitaba tiempo para pensarlo.

—Tengo que considerar muchas cosas —le había dicho.

—Lo comprendo. Tómate todo el tiempo que necesites —le había contestado él.

Ésa era otra de sus maravillosas cualidades. Parecía tener la habilidad innata de ponerse siempre en el lugar de los demás. Era una cualidad muy rara y ella lo sabía. A pesar de todo, seguía dudando. Casarse con Elliott provocaría muchos cambios en su vida y en la de su hijo. Tendría que dejar su puesto de profesora de arte en varios colegios de Austin y su trabajo en la galería, además de todo lo que le resultaba familiar para marcharse a lo desconocido.

—Yo no lo dudaría ni por un minuto —le había dicho Nora—. Menudo partido, Jill. De hecho, si tú no lo quieres, ¡me lo quedo yo! Además, tú puedes pintar en cualquier parte y sabes que yo estaré siempre encantada de poder vender tu trabajo. Eso ya lo sabes.

Sin embargo, lo que de verdad le había dado a Jill el empujón definitivo había sido Jordan. El niño se había mostrado encantado cuando Jill le dijo que Elliott le había pedido que se casara con él y que, si lo hacía, tendrían que mudarse al rancho de Elliott.

—¡Genial! —había dicho él, con los ojos iluminados por la emoción—. ¡Tal vez Elliott podría conseguirme un caballo!

Cuando Jill le comunicó a Elliott su decisión, él respondió que le había convertido en el hombre más feliz de la Tierra y que ella jamás se arrepentiría. Con esas palabras, las últimas dudas de Jill se desvanecieron.

«Tengo mucha suerte. Tarde lo que tarde y me cueste lo que cueste, haré todo lo que esté en mi poder para ganarme a Caroline y al hermano de Elliott. Ni él ni Jordan se merecen menos».

 

 

Caroline Lawrence Conway no hacía más que caminar por el salón del rancho de su padre. Los tacones de sus zapatos resonaban contra la tarima del suelo. Si su padre hubiera estado presente, habría fruncido el ceño. No le gustaba que ella se pusiera tacones de aguja cuando caminaba sobre sus suelos de madera y, normalmente, Caroline sólo quería agradar a su padre. Sin embargo, en aquellos momentos, no le importaba lo que pensara si la viera.

¿Cómo podía llamarla e, inesperadamente, decirle que se iba a casar con una mujer que no conocían y de la que nunca antes les había hablado, una mujer que era más joven que la propia Caroline? Era horrible. Nauseabundo. Asqueroso. ¡Su madre sólo llevaba muerta catorce meses! Su cadáver aún no se había enfriado en la tumba. Sus amigos se escandalizarían. Pensarían que su padre, que siempre había sido tan sensato, había perdido la cabeza.

Lágrimas de furia llenaron los ojos de Caroline. No podía creer que esto le estuviera ocurriendo. Una vez más, recordó la conversación que tuvo con su padre.

—Hola, princesa —le había dicho—. Sólo quería que supieras que regresaré mañana por la tarde.

Caroline había sonreído. Echaba de menos a su padre cuando no estaba allí.

—¿Qué quieres cenar? ¿Te apetecen unos filetes? Además, le pediré a Marisol que prepare las patatas guisadas con queso que tanto te gustan.

—Me parece maravilloso —había respondido su padre—, pero tendrás que poner tres platos más sobre la mesa. Me van a acompañar dos personas más.

—Bien… —había contestado ella, sin sospechar nada. Había pensado que se refería a alguna persona con la que estuviera haciendo negocios.

—Quiero que seas la primera en saberlo, Caroline. Me… me voy a casar.

Caroline se había quedado tan asombrada que había sido incapaz de hablar. Creyó que había comprendido mal a su padre.

—¿Qué… qué has dicho?

—He dicho que me voy a casar. Se llama Jill y tiene un hijo de diez años que se llama Jordan. Los dos van a venir a casa mañana conmigo. Me muero de ganas porque la conozcas.

Después de esto, Caroline no estaba muy segura de lo que ella había dicho. Estaba temblando y muy disgustada. Ni siquiera había tratado de ocultarlo. Su padre, que normalmente era el más amable de los hombres, se había comportado como si no le importara. Simplemente le había dicho:

—Sé que vas a adorar a Jill, Caroline. Creo que seréis muy buenas amigas.

Por fin, ella había logrado recuperarse lo suficiente para hacer preguntas, que su padre había respondido de mala gana. Fue entonces cuando descubrió lo joven que era la prometida de su progenitor.

Pensando en ello, Caroline sabía que él había esperado llegar a casa antes de tener que admitir que pensaba casarse con una mujer mucho más joven que su propia hija. Que la mujer, que esa tal Jill, era una cazafortunas, estaba más claro que el agua.

También sabía que su padre era un hombre muy guapo, pero tenía cincuenta y siete años, por el amor de Dios. Tal vez los actores de cincuenta y siete años se casaban con mujeres de treinta, pero, en el mundo real, eso no ocurría a menos que el hombre tuviera mucho dinero. Desde que descubrieron petróleo en el rancho, Elliott Tyler Lawrence se había convertido en un hombre extremadamente rico.

Por supuesto, aquella mujer iba sólo detrás del dinero. De eso no había ninguna duda. Había mirado a Elliott y había visto un filón de oro. «Los hombres son tan tontos», pensó amargamente.

Se imaginaba perfectamente el aspecto que tendría aquella tal Jill. Seguramente era una rubia de pechos grandes, estilo Pamela Anderson. ¡Amigas! ¿Hablaba en serio su padre? Era imposible que Caroline se hiciera amiga nunca de una desvergonzada que estaba tratando de ocupar el lugar que le correspondía a su difunta madre en el corazón de su padre.

«Y en el mío».

Las lágrimas volvieron a llenar los ojos de Caroline. ¿Cómo había podido hacer algo así?

—Señorita Caroline…

Se dio la vuelta y se encontró con Marisol, el ama de llaves, bajo el arco de la puerta que comunicaba el salón con el vestíbulo principal de la casa. La mujer se estaba secando las manos en el omnipresente delantal.

—¿Qué quieres, Marisol?

—Para el postre de esta noche, había pensado hacer un flan, señorita Caroline. ¿Le parece bien?

—No me importa. Haz lo que quieras.

Después de que el ama de llaves regresara a la cocina, Caroline se dirigió a la ventana que daba a la fachada principal. Se secó los ojos y observó el luminoso día de junio. Temía pensar qué ocurriría si los planes de matrimonio de su padre seguían adelante. ¿Querría que Caroline y Tyler se marcharan de allí? ¿Qué haría ella si era así? Sólo pensar que podría volver a estar sola le daba náuseas.

«No puedo. Ni lo haré».

Estaba aún pensando en las posibles consecuencias de la noticia que le había dado su padre cuando vio que la furgoneta roja de su padre aparecía por la colina desde la que se divisaba el rancho. El pulso se le aceleró. Se alegraba de que llegaran temprano, antes de que Tyler hubiera regresado de la casa de su amigo Evan.

Pensando en su hijo de doce años y en lo último que su padre le había dicho el día anterior antes de colgar, apretó los dientes. Él creía que Tyler y el mocoso del hijo de aquella mujer podrían ser amigos. Ja. Si Caroline podía decir algo al respecto, jamás sería así.

Respiró profundamente e irguió la espalda. Entonces, se dirigió hacia el vestíbulo y abrió la puerta principal.