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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 África Vázquez Beltrán

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Después del monzón, n.º 240 - agosto 2019

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-458-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Primera parte Florecimiento

I

Capítulo 2

II

Capítulo 3

Segunda parte Monzón

III

Capítulo 4

IV

Capítulo 5

V

Capítulo 6

VI

Capítulo 7

VII

Capítulo 8

VIII

Capítulo 9

IX

Capítulo 10

X

Capítulo 11

XI

Capítulo 12

Tercera parte Niebla

XII

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

Este es para ti, mami. Ha llovido desde aquella primera versión que leíste, ¿verdad? Como diríamos nosotras:

«¡Otra cosica es, que ya hemos publicado el libro!».

Con todo mi amor.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Kioto, Universidad de Estudios Extranjeros. Febrero de 2018

 

—No se preocupe, profesora Zárate: ahora mismo descubriremos dónde está el problema y buscaremos una solución.

La recepcionista me hace una reverencia y se aleja dando pasitos cortos. Yo apoyo las manos en el reluciente mostrador para disimular que me tiemblan.

Es la primera vez que hago algo ilegal. Bueno, quizá no sea exactamente ilegal, pero no es ético. Para alguien como yo, acostumbrada a cruzar en verde los semáforos y a devolver incluso los bolis de propaganda, es lo más parecido a cometer un crimen que voy a hacer en toda mi vida.

Pero estoy decidida. Por eso he pasado diez horas encerrada en un avión, empachándome de snacks y viendo un dorama japonés en el que el protagonista muere dramáticamente al final. Por eso me he dejado engullir por el bullicio de Kioto nada más salir del aeropuerto de Kansai y he ido directa a la universidad. Porque tengo un plan.

Tecleo frenéticamente un mensaje de WhatsApp para Marta: Van a pillarme.

La respuesta de mi amiga no se hace esperar: Tranquila, dicen que las cárceles japonesas están llenas de yakuzas sexys.

A pesar de todo, suelto una carcajada. Un hombre trajeado me dirige una mirada reprobatoria mientras pasa por mi lado, pero yo lo ignoro. Me hubiese puesto roja en cualquier otro momento, pero ahora mismo estoy demasiado nerviosa como para preocuparme por mis modales.

No he venido hasta Japón para ligar con mafiosos tatuados, pero gracias por tus buenos deseos. Con un suspiro, vuelvo a guardar el móvil en el bolso; por lo menos, los mensajes de Marta lo hacen todo más llevadero. Después de las diez horas de vuelo y las dos horas y media que me ha costado llegar hasta aquí en autobús desde el aeropuerto, lo único que quiero es ir al hotel, darme un baño caliente y dormir doce horas seguidas. Pero no puedo olvidar que este no es un viaje de placer.

He venido en busca de algo, algo que tendría que estar en manos de mi familia y que pienso recuperar cueste lo que cueste.

El hombre trajeado ya se ha ido y ahora estoy sola en el recibidor. Me siento fuera de lugar aquí: toda la gente con la que me he cruzado iba impecable, mientras que yo debo de tener una pinta horrible. Casi no he dormido en el avión, pero el maquillaje y yo no nos llevamos bien y no he querido correr el riesgo de acabar disfrazada de oso panda después de una encarnizada lucha con el lápiz de ojos (no sería la primera vez). Me he conformado con lavarme un poco la cara y pasarme un peine por el pelo antes de salir hacia la universidad. Por lo demás, voy vestida con un jersey de punto amarillo y unos vaqueros normales y corrientes, y calzada con las botas más cómodas que tenía. Se supone que febrero es el mes más frío en Japón, pero yo lo he pasado bastante peor en Madrid. La única pega es que anochecerá pronto.

De todos modos, el hall de la universidad está bien iluminado. Y limpio. Solo llevo unas horas en este país, pero ya tengo la impresión de que los japoneses y la suciedad son incompatibles.

—¿Profesora Zárate?

La voz de la recepcionista me hace pegar un brinco. Sonríe, pero también parece apurada; intento no fijarme en sus pestañas rizadas ni en sus impecables uñas, hay algo intimidante en toda esa perfección.

—¿Va todo bien? —digo intentando sonar despreocupada.

—Aún no sabemos dónde está el problema. El sistema informático no reconoce su carné de investigadora.

—Oh —murmuro.

—Lo siento muchísimo.

La mujer me dedica otra reverencia, pero después se queda mirándome sin decir nada más. Tengo entendido que los japoneses consideran grosero dar un no por respuesta, por lo que temo que el silencio de mi interlocutora sea una forma elegante de mandarme a paseo.

No puedo permitirlo.

—He venido desde España solo por ese libro. —Pongo mi mejor cara de inocencia—. ¿No hay ninguna posibilidad de que pueda consultarlo? ¿Aunque sea aquí, en la biblioteca de la universidad?

—Un momento, por favor.

La recepcionista vuelve a parapetarse tras el mostrador, descuelga el teléfono y teclea rápidamente un número. Luego empieza a hablar a toda prisa. No tengo ni idea de lo que está diciendo, y casi lo prefiero.

Si ella supiese lo importante que es para mí ese libro…

—El libro no está en la biblioteca. —Vuelve a hablar en español mientras cuelga el teléfono—. Lo tiene el profesor Ikeda.

—¿El profesor Ikeda?

—Un momento, por favor.

Intento no parecer demasiado impaciente mientras ella hace otra llamada. Preferiría cruzar un semáforo en rojo o robar un boli del banco, incluso cortando la cadenita con unas tijeras; cualquier cosa sería mejor que estar metida en todo este embrollo. Por alguna razón, el plan me parecía mucho más razonable cuando estaba en España, analizando sus pros y sus contras con Marta frente a dos capuchinos y buscando en Internet los típicos artículos de «10 cosas que debes saber antes de hacer turismo por Japón».

—El profesor Ikeda está en su despacho —me anuncia la recepcionista por fin—. Dice que podría recibirla.

—¿Y me enseñaría el libro? —pregunto esperanzada.

—Eso tendrá que hablarlo con él.

Bien, todo apunta a que voy a tener que engatusar a algún venerable doctor en Filología Hispánica. Mientras sigo el taconeo de la recepcionista por un pasillo amplio y luminoso, con las paredes pintadas de blanco y las puertas de color salmón, trato de hacerme una imagen mental de cómo será el profesor Ikeda. Decido que lo más probable es que me encuentre con un señor mayor con gafas, y quizá también con barbita de chivo. «O tatuado como un yakuza», dice la voz de Marta dentro de mi cabeza. Estoy a punto de reírme como una tonta, pero me controlo. Mi madre tiene razón: tendré treinta y tres años, pero a veces me comporto como una adolescente de quince.

La recepcionista llama a la puerta y espera. Momentos después, una voz masculina nos da permiso para entrar.

—Adiós, profesora Zárate. —La mujer da un pasito atrás para dejarme espacio.

—Gracias otra vez. —Yo le sonrío agradecida y entro.

El despacho del profesor Ikeda es sencillo, aunque agradable, con las paredes blancas y una gran ventana al fondo a través de la que se puede ver un ciruelo sin flores. Frente al escritorio hay un hombre trajeado, pero no parece venerable ni tiene barbita de chivo: es joven, quizá un par de años mayor que yo, y me resulta extrañamente familiar.

Me cuesta una fracción de segundo reconocerlo: es el mismo hombre con el que me he cruzado en el recibidor, el que me ha mirado mal por reírme en voz alta. Empezamos bien.

—Buenas tardes, profesor Ikeda —saludo en español.

—Buenas tardes. —Él responde con un acento casi impecable, mejor que el de la recepcionista—. Supongo que usted es la investigadora española.

—Lo soy. Me llamo Ana Zárate.

Hago una torpe reverencia y recuerdo que debo mostrarle mi tarjeta. Saco del bolsillo una de las que imprimí en la copistería de al lado de casa y se la ofrezco al joven con las dos manos. Él la acepta, le echa un rápido vistazo e inclina la cabeza en señal de reconocimiento, pero no me ofrece su propia tarjeta, un gesto que no sé cómo interpretar. Se supone que en las reuniones de trabajo japonesas hay que intercambiar tarjetas de visita, pero ¿se considera esto una reunión de trabajo? Tal vez no. Tal vez haya metido la pata nada más empezar.

O tal vez me esté agobiando tontamente, no lo sé.

Como el profesor Ikeda continúa observándome en silencio, decido iniciar yo la conversación:

—Ha debido de haber algún problema con mi carné de investigadora, el sistema informático no lo reconoce. A un compañero le pasó lo mismo en la Universidad de Helsinki —improviso.

El joven ni siquiera parpadea. En serio, ¿por qué ha tenido que tocarme el único japonés antipático con el que me he cruzado en todo el día? Seguro que un señor venerable sería más fácil de tratar.

Por toda respuesta, él señala con la barbilla una de las sillas que hay frente a su escritorio. Yo me dejó caer en ella con menos elegancia que un saco de patatas y carraspeo:

—¿Su compañera le ha contado lo que estoy buscando?

—Un libro.

—Pero no uno cualquiera.

—Lo suponía.

Va a ser difícil darle conversación a este hombre. Me armo de paciencia y le dedico mi mejor sonrisa. Él no me la devuelve, por lo que vuelvo a ponerme seria y suspiro:

—Se trata de un libro titulado Después del monzón. Lo escribió una joven inglesa que vivió en Japón coincidiendo con la Guerra Boshin y la restauración Meiji…

—Española —me interrumpe él.

—¿Qué? —Parpadeo confundida.

—Amelia Caldwell no era inglesa, sino española.

Vaya, así que el profesor Ikeda conoce perfectamente a la autora de ese libro. Interesante.

—Vivió en Madrid durante años, pero su padre era inglés —puntualizo.

—Aun así, ella se consideraba a sí misma española. —El profesor Ikeda continúa observándome de la misma manera. Ahora que estamos más cerca, me fijo en su cara ovalada y en su pelo negro y brillante y pienso que podría ser guapo si sonriese, aunque considero esto último cada vez más improbable—. Lo dice varias veces en el libro, que es más bien un diario de sus vivencias en Japón. Uno de los pocos escritos por mujeres.

—Sí, ya lo sabía.

—Veo que está bien informada. —El joven enarca las cejas—. ¿Ha venido desde España en busca del diario de Amelia Caldwell?

—Exacto.

—En ese caso, entiendo que participa usted en algún proyecto de investigación.

Me fuerzo a sostenerle la mirada. Sus ojos, rasgados y vivaces, no parecen casar muy bien con el rictus severo de sus labios. En lo que dura un parpadeo, trato de repasar mentalmente el audio de WhatsApp de siete minutos y medio que le envié a Marta ensayando mi discurso, confío en recordar al menos las partes más importantes.

—Sí, de uno de la Universidad Autónoma de Madrid. El año pasado me gradué en Estudios de Asia y África: Árabe, Chino y Japonés. —Otra vez sonrío un poco; otra vez el profesor Ikeda no lo hace—. Mi tutora está siguiendo la pista de los europeos que estuvieron en Japón justo antes de la restauración Meiji y por eso me ha enviado aquí.

—¿Cómo se llama su tutora?

—Natalia Pequerul, ¿la conoce?

—No personalmente. —El profesor Ikeda entrelaza sus dedos largos y apoya los codos en el escritorio—. ¿Cómo descubrió ella la existencia de Después del monzón? No es precisamente famoso.

—Lo ignoro.

—¿No se lo ha contado?

—No. —Empiezo a respirar con dificultad.

—Me sorprende que no me haya escrito antes de enviarla a usted. —El condenado ni siquiera parpadea—. ¿Cuál es exactamente su propósito?

—Nos gustaría consultar el libro. Por supuesto, no pretendemos arrebatárselo, pero sería muy útil para nuestra investigación que me permitiesen leerlo y tomar algunas notas. Con eso sería más que suficiente.

—¿De cuánto tiempo dispone antes de volver a España?

—Cinco días.

—Le da tiempo a leer Después del monzón, entonces.

—Leo deprisa. —Se me acelera el corazón: ¿eso significa que van a prestarme el libro?

El profesor Ikeda no dice nada más, pero abre un cajón de su escritorio y extrae de él un libro muy viejo y gastado. Yo apenas puedo creer la suerte que he tenido, no puedo esperar a contárselo a Marta por WhatsApp.

—Aquí tiene. —¿Me lo parece a mí o hay un brillo burlón en sus ojos?—. Todo suyo.

El libro es antiguo y está tan manoseado que algunas páginas parecen a punto de desprenderse. Yo lo miro con desaliento.

—Pero… está en japonés —digo tontamente.

—Es una traducción de 1907, una de las pocas que hay. —No, no me lo estoy imaginando: el profesor Ikeda parece divertido—. El original en español se lo enviamos a un grupo de investigadores de Tokio el mes pasado, coincidiendo con el reportaje que hizo The Guardian sobre la presencia de ingleses en Japón a mediados del siglo XIX. Mencionaba al botánico John Caldwell y a su hija, Amelia, autora del diario. Teniendo en cuenta las características de su investigación, me sorprende que no leyese la noticia.

Estoy sudando a pesar del frío. No sé ni dónde meterme, pero el profesor Ikeda sigue hablando como si nada:

—Ha dicho que el año pasado se graduó en Estudios de Asia y África: Árabe, Chino y Japonés. No tendrá ningún problema con nuestro idioma, ¿verdad?

—Eh… La verdad es que lo tengo un poco oxidado. —¿Cómo salgo de esta? ¡Piensa rápido, Ana, por el amor de Dios!—. Me costaría más de cinco días leer el libro con el diccionario al lado y sería una lástima tener que dejarlo a medias. ¿No hay ningún modo de que pueda leer la versión original? Es decir, si ya no la necesitan en Tokio y…

Empiezo a vacilar. El joven parpadea lentamente.

—¿Tan importante es para usted? —pregunta con tono amable.

—Sí —contesto tan rápido que me veo obligada a rectificar—: Es importante para mi grupo de investigación.

Hay un breve silencio durante el cual estoy a punto de confesarlo todo y marcharme con el rabo entre las piernas. Pero, para mi asombro, el profesor Ikeda me dirige una mirada impenetrable.

—Podría leérselo yo.

No dice nada más, solo me observa fijamente. Yo me quedo boquiabierta durante unos segundos.

—¿Usted…?

—Podría leérselo —repite—, y traducírselo. Mi español no está oxidado.

«Ni su amor propio», pienso con una pizca de rencor. Pero mis ojos regresan al libro en japonés y comprendo que esta es mi única oportunidad.

—Sería muy amable por su parte —digo inclinando la cabeza—. Gracias.

—¿Quiere que empecemos ya?

—¿Ya? —me sorprendo.

—¿Tiene algo mejor que hacer, profesora Zárate?

—No, pero ¿y usted?

—Yo me he ofrecido.

Vuelvo a mirar al profesor Ikeda, pero él sigue poniendo la misma cara, es decir, ninguna.

—Gracias —repito en voz baja.

El joven baja la vista hacia el escritorio y entonces me fijo en el estuche de color azul marino que reposa frente a él. Al menos, me digo, he acertado con lo de que llevaría gafas. Son negras, de montura gruesa y rectangular. Primero pienso que solo le quedarían bien a Brad Pitt, pero luego descubro, sorprendida, que al profesor Ikeda no le sientan del todo mal.

—Cuando usted me diga.

Sus ojos parecen escrutarme a través de los cristales impolutos. Yo cruzo y descruzo las piernas, me apoyo en el respaldo de la silla y, finalmente, le hago un gesto de asentimiento.

El profesor empieza a traducir en voz alta.

Primera parte
Florecimiento

I

 

 

 

 

 

Kioto, capital imperial. Abril de 1864

 

Cuando el sol empezó a ponerse sobre los tejados de Kioto, yo solo tenía dos cosas en mente: la carta que acababa de escribirle a Martina y mis sandalias rotas.

La carta aún tenía la tinta fresca. Acababa de terminarla, pero tardaría meses en llegar a Madrid; para cuando mi hermana mayor la recibiese, yo ya le habría enviado otra, o quizá dos. Me gustaba escribirle a Martina porque así se me olvidaba un poco que medio mundo nos separaba: yo le contaba todo aquello que me maravillaba de Japón, desde el pacífico florecimiento de los cerezos en primavera hasta el rugido del tifón durante la estación lluviosa, y ella respondía hablándome de Madrid, de la última obra que había visto en el Teatro Real y de lo bien que crecían las hortensias de la abuela. Así parecía que nunca nos habíamos separado, aunque yo ya llevara cinco años viviendo en Japón con nuestros padres mientras ella disfrutaba de su vida de casada en España.

Suspiré. Había dejado todos mis útiles de escritura esparcidos por la mesa de madera lacada; la señorita Fenton, mi institutriz inglesa, me hubiese reprendido al verlo, pero hacía semanas que había partido de vuelta a Inglaterra para reunirse con su prometido. Yo aún no me había acostumbrado a mi recién estrenada libertad: me había costado tanto esfuerzo convencer a mis padres de que dieciocho años eran demasiados para seguir teniendo una institutriz que ahora me resultaba extraño gozar de tanto tiempo libre. Invertía la mayor parte de él en ampliar mi pequeña colección de plantas, y me había propuesto aprovechar aquella breve estancia en Kioto para hacerme con unos cuantos crisantemos. El crisantemo era el símbolo de la familia imperial japonesa y consideraba apropiado incluirlo en mi herbario; mis padres se habían ofrecido a ayudarme, en parte porque la botánica era importante en nuestras vidas y en parte porque se sentían aliviados siempre que conseguían que algo me mantuviese ocupada en mi habitación.

Yo sabía que estaban preocupados por la situación política. No hacía ni diez años que el shogun Tokugawa se había visto obligado a firmar tratados de amistad con diferentes países europeos, entre ellos, Inglaterra; la apertura de Japón a Occidente había permitido que muchos estudiosos como mi padre se trasladaran a Edo, la capital del shogunato, para conocer la cultura y las costumbres del país, pero también había traído consigo numerosos problemas. El año anterior, sin ir más lejos, algunos radicales habían incendiado el consulado inglés. Ninguna ciudad era completamente segura para los extranjeros, pero Kioto, la ciudad imperial, estaba plagada de ronin, exsamuráis que habían perdido a su señor y deambulaban por las calles buscando pelea.

Por desgracia, a mis padres no les había quedado más remedio que viajar hasta allí para reunirse con algunos conocidos y, aunque albergaban la esperanza de que yo permaneciese recluida en la posada hasta que regresáramos a Edo, no contaban con la intervención de Akiko.

Akiko era una muchacha japonesa de mi edad. También era mi doncella y mi amiga: me había recibido en el puerto de Edo junto al resto del servicio cuando llegamos de España, me había consolado cuando echaba de menos a mi hermana y mi abuela y me había ayudado a hablar su idioma con fluidez y a leerlo y escribirlo razonablemente bien. También me había enseñado otras cosas realmente interesantes, como la cantidad de alazor rojo que usaban las geishas para pintarse los labios o el número exacto de vasos de sake que hacían falta para tumbar a una joven como yo. Apenas había otras jóvenes europeas en Edo y las que había me aburrían bastante; Akiko, con sus ojos vivaces y su nariz chata, siempre tenía alguna idea genial para divertirme. Aunque sospecho que mis padres hubiesen preferido que me divirtiera menos.

Ahora que ha pasado tanto tiempo desde aquella noche, la noche en la que todo comenzó, siento lástima por ellos. Sin embargo, no soy capaz de lamentar la frívola decisión que tomé y que cambiaría el curso de mi vida para siempre.

Ni siquiera mis sandalias rotas me disuadieron. Mi madre se había ofrecido a comprarme otro par al día siguiente, pero yo no podía esperar: esa noche se celebraba la fiesta de Año Nuevo y no iba a perdérmela por nada del mundo.

El Año Nuevo era todo un acontecimiento en Japón; en la ciudad imperial, según se decía, se llevaban a cabo unos festejos magníficos. Pero mis padres jamás me hubiesen permitido salir de la posada después de la cena, por lo que debía asegurarme de regresar temprano y con sigilo.

—Solo estaremos un rato —le había advertido a Akiko en varias ocasiones, más para convencerme a mí misma que a ella—. Y apenas nos alejaremos de la posada, solo lo suficiente como para ver a las geishas y comprar unos cuantos mochi.

Los mochi, unos pastelillos de arroz que se rellenaban de judías o se espolvoreaban con azúcar, eran, junto con una sopa llamada zoni, las comidas típicas del Año Nuevo nipón. El zoni que nos habían servido en la posada esa noche, compuesto de mochi, verduras troceadas y salsa de soja, tenía un sabor excelente, pero yo estaba tan nerviosa que apenas pude disfrutarlo.

Cuando se me rompieron las sandalias, acudí de inmediato a mi amiga, que se encargó de conseguirme unas tiras de bambú con las que repararlas provisionalmente. Confiaba en que se mantendrían pegadas a mis pies el tiempo suficiente.

Con la cara tan bonita que tiene, señorita, no creo que ningún samurái se fije en sus pies —me dijo Akiko con picardía.

—¿Qué te hace pensar que quiero que un samurái mire cualquier parte de mi cuerpo? —dije pomposamente, pero ella rio:

—Van a mirarla de todas maneras, y un fuerte y hermoso guerrero siempre será mejor que un campesino o un mercader. —Torció el gesto al pronunciar esa palabra, «mercader», casi como si fuese un insulto.

—Lo dices como si todos los guerreros fuesen fuertes y hermosos —repliqué yo.

—¿No le parece que a los hombres les sientan bien las espadas, señorita?

—Solo a los que ya son fuertes y hermosos. —Akiko cloqueó y yo me encogí de hombros—. Hablando de guerreros, he observado que hay un hombre uniformado en cada esquina de esta ciudad. Aunque supongo que esos son ronin, ¿no?

—Son miembros del Shinsengumi, la policía del shogun —asintió mi doncella—. Han perdido a sus señores, como tantos otros samuráis, pero no su código de honor. No debemos temerlos.

Yo no estaba tan segura. Los policías ataviados de azul celeste que patrullaban las calles de Kioto con aire taciturno se mostraban respetuosos con los europeos, pero incluso los más apuestos me resultaban vagamente intimidantes, quizá porque mis padres me habían advertido en un sinfín de ocasiones que los ronin, a diferencia de los samuráis, no estaban controlados por ningún señor. Por mucho que los miembros del Shinsengumi recibiesen órdenes del mismísimo shogun, seguían estando desarraigados; por si acaso, yo prefería no cruzarme en su camino.

Akiko me recogió primorosamente el pelo y me ayudó a ponerme el kimono de seda azul estampada con grullas blancas que me habían regalado mis padres por mi decimoctavo cumpleaños. Hubiese preferido vestir mi yukata rosa, más liviana y cómoda, pero las noches aún eran frescas en esa época del año. Mi doncella también me pintó los labios con alazor rojo, me entregó el abanico con borlas con el que ocultaría mis rasgos europeos si me cruzaba con algún conocido y sostuvo un espejito de marfil frente a mí para que pudiera contemplar mi aspecto.

—Mírese, está preciosa —alabó—. Ni siquiera he tenido que empolvarle el rostro, lo tiene tan pálido ya… Si no fuera por sus ojos redondos, parecería una joven de Kioto. Las que hemos nacido en Edo tenemos la desgracia de ser mucho más morenas. —Se tocó su propia mejilla con la mano que tenía libre y suspiró—: A veces pienso que no es justo que una extranjera sea más blanca que yo, y menos siendo de madre española.

—Mi madre tiene la tez más oscura y es muy hermosa —dije con lealtad—. Como tú.

—Ay, señorita, usted me ve con buenos ojos. —Akiko entornó los ojos y me hizo un gesto para pedirme silencio—. Creo que sus padres duermen ya, pero será mejor que no hagamos ruido al bajar las escaleras. ¿Lleva el monedero y el abanico?

—Sí, pero a ti aún te falta algo. —Luché contra las capas de tela del kimono para buscar un diminuto paquete que había escondido entre mis pinceles—. Toma, es para ti.

Se lo entregué ceremoniosamente mientras ella me contemplaba boquiabierta. Tuve que reprimir una sonrisa al notar el rubor que se extendía por sus mejillas.

—Señorita, yo… no sé qué decir.

—¿Por qué no lo abres?

—¿Delante de usted? —Los japoneses nunca abrían sus regalos en presencia de quienes se los habían entregado para no mostrar su decepción públicamente si no les agradaban, pero yo me sentía impaciente:

—No te apures, sé que te encantará. Y me gustaría que lo estrenaras esta misma noche.

Por fin, Akiko cedió y retiró el envoltorio de papel. Cuando vio lo que había dentro, se tapó la boca con la mano para ahogar un gritito de emoción.

—¡Es precioso! —susurró con voz aguda sin dejar de mirar el broche con forma de flor de cerezo que le había comprado la tarde anterior.

—Pensé que te quedaría bien prendido en el kimono de color melocotón —dije quitándoselo de las manos para colocárselo yo misma. Después sostuve el espejo de marfil para que se viese reflejada en él.

—Gracias. —Mi doncella ignoró su propio reflejo y me hizo varias reverencias—. Lo atesoraré, se lo aseguro.

Las dos intercambiamos una sonrisa cómplice y luego salimos de mi habitación en silencio. Pasamos de puntillas por la zona común de la posada, deslizamos la puerta corredera y salimos al exterior. Era tan tarde que los onsen ya estaban vacíos, con las aguas quietas cubiertas por una pátina de vapor flotante.

—Tiene que ser maravilloso bañarse a estas horas de la noche —murmuró Akiko.

—Será nuestra próxima travesura —prometí con una sonrisa.

Reprimí una exclamación de asombro al ver la calle iluminada a nuestros pies. Kioto había sido erigida sobre colinas, por lo que muchas de sus calles eran en pendiente y las hileras de lámparas de papel que se mecían al compás de la brisa nocturna parecían conducirnos hacia las entrañas de la tierra. Todo estaba abarrotado de gente que conversaba, reía e intercambiaba confidencias junto a las puertas de los locales que aún permanecían abiertos; el olor dulzón de las orquídeas se mezclaba con el de los puestos ambulantes de comida y me di cuenta de que tenía hambre.

—¿Le gusta? Pues aún no ha visto nada. —También era la primera vez que Akiko estaba en Kioto durante la celebración del Año Nuevo, pero a veces me hablaba como si conociese cada rincón de Japón. Yo se lo permitía porque me parecía gracioso—. Sígame.

Entrelazó su brazo con el mío y las dos comenzamos a caminar con paso ligero. Pasamos junto a dos geishas que jugaban al volante y una de ellas nos dedicó una caída de ojos.

—Qué geisha más hermosa —murmuré admirada.

—No es una geisha, sino una maiko, una aprendiz. Si quiere distinguirlas, fíjese en su maquillaje: el de la maiko es mucho más recargado, con rosa en las mejillas y rojo alrededor de los ojos. También puede observar que el cuello de su kimono es rojo en vez de blanco. —La maiko, al sorprender nuestra mirada, volvió a pestañear—. Se está exhibiendo, no le haga mucho caso.

Observé que Akiko se había sonrojado ligeramente, pero no le hice ningún comentario al respecto. Mi amiga me guio hacia una de las calles colindantes, en la que había varios gatos con cascabeles colgados del cuello: al parecer, sus dueños les hacían celebrar el Año Nuevo de ese modo. Uno de ellos, naranja y gordinflón, se restregó contra mis piernas y emitió un maullido lastimero.

—No tengo mochi para ti, lo siento —me disculpé.

—¡Nunca le dé mochi a un gato, señorita! —Akiko rio—. Se le pegaría a los dientes y le haría una buena faena. Tampoco sienta lástima por este canalla —añadió mirando al gato anaranjado con aire severo—: está tan gordo que sospecho que le roba el pescado a su dueña.

Seguimos recorriendo las calles de Kioto cruzándonos con samuráis, geishas, actores, titiriteros y juerguistas en general. Yo tenía la vaga sensación de estar caminando en sueños: Japón era mi hogar y, al mismo tiempo, me resultaba exótico y atrayente a pesar del tiempo que llevaba viviendo en él.

Me entusiasmaba tanto la idea de poder recorrer la ciudad imperial a mi antojo que ni siquiera me percaté de que varios pares de ojos nos observaban entre la multitud.

 

 

Fue Akiko quien se dio cuenta en primer lugar:

—Nos están siguiendo.

Nos detuvimos junto a una puerta entornada a través de la cual se oía el tañido de un arpa de dos cuerdas. Con el paso de las horas, las calles se habían llenado de música y kabuki, teatrillos ambulantes, y Akiko y yo incluso habíamos presenciado un fragmento de Los amantes suicidas de Sonezaki, que mis padres nos hubiesen prohibido terminantemente ver en cualquier otra situación. Mi doncella parecía animada hasta ese mismo instante.

—¿Quiénes nos siguen? —Me cubrí con el abanico instintivamente—. ¿Y cómo lo sabes?

Akiko tiró de mí para impedir que nos arrollara un grupo de borrachos que portaban linternas. Cuando se alejaron, me susurró:

—Tres hombres, parecen guerreros. Dos son pequeños como macacos y el tercero es alto y tiene una enorme verruga en la frente, y todos van armados. No exhiben los colores de ningún clan, por lo que deduzco que son ronin. Nos los hemos cruzado varias veces y no dejan de observarnos.

—¿Y qué más da? —Señalé a un joven ronin vestido de negro que se había detenido cerca de nosotras—. Él también nos está mirando y no creo que tenga malas intenciones.

La princesa Komatsu te espera… —Al tañido del arpa se le unió una voz femenina. Para cuando quise darme cuenta, el joven de negro se había esfumado por completo.

Pero Akiko sacudió la cabeza y aprovechó que un grupo de gente pasaba por allí para hacer que las dos nos mezcláramos entre ellos.

No es lo mismo, señorita. Esos tres llevan crisantemos blancos prendidos con alfileres.

—¿Qué tienen de malo los crisantemos?

—Son el símbolo de la familia imperial.

—Lo sé, pero no entiendo por qué…

—Ahí están otra vez. —Akiko me cogió de la mano—. ¡No los mire, llamará la atención!

Por supuesto, los miré. En efecto, eran tres hombres de aspecto vulgar, vestidos con kimonos oscuros, haori de mangas acampanadas y sandalias de madera, que caminaban juntos y sin hablar entre ellos. No parecían estar celebrando el Año Nuevo, precisamente. Todos llevaban dos espadas en el cinto: la katana, larga y curva, y el wakizashi, el arma ceremonial. El de la verruga nos observaba tan fijamente que me giré tan rápido como pude.

—¡Le he dicho que no mirara, señorita!

—¿Qué querrán de nosotras?

—Lo ignoro, pero debemos volver a casa.

Akiko sorteó a una anciana desdentada que vendía mochi y apretó el paso. Que mi amiga se resignara a que nos perdiésemos el resto de la celebración me hizo comprender la gravedad del asunto. Sin necesidad de ponernos de acuerdo, las dos echamos a correr por las calles serpenteantes.

Doblamos una esquina. Mi amiga saltó por encima de un carro y yo traté de imitarla, pero perdí una sandalia en el intento. No dejé de correr, una decisión que lamentaría en cuanto la primera piedra me cortó la planta del pie. Se me escapó un grito y Akiko me reprendió.

Tras unos minutos angustiosos, llegamos a un callejón sin salida que había entre locales comerciales cerrados a cal y canto. Estaba oscuro y olía a algas podridas. Akiko jadeó de pura frustración y las dos nos dimos la vuelta al oír pisadas acercándose velozmente.

Los tres ronin nos cortaban el paso.

—¿Vas a algún sitio, extranjera? —me espetó el alto de la verruga.

Me di cuenta de lo ingenua que había sido al pensar que nadie repararía en mí y deseé fervientemente haberme quedado en la posada con mi herbario, pero ya era tarde para volver atrás. No tenía ni idea de dónde estábamos e ignoraba si Akiko sabría encontrar el camino de vuelta, pero tenía el horrible presentimiento de que ni siquiera podríamos intentarlo.

—No entiende japonés —dijo uno de sus compañeros al ver que yo no contestaba.

—Mejor que no lo haga —bufó él avanzando otro paso.

Puso la mano en la empuñadura de su katana y yo abrí la boca para decir algo, no recuerdo qué, pero Akiko se me adelantó:

—¡Atrás!

Consiguió que no le temblara la voz. Mis piernas sí que lo hicieron, y mucho, al ver lo que mi amiga sostenía fuertemente en su mano.

Los hombres también lo vieron y uno de ellos rio, pero los otros dos permanecieron serios.

—Detente, Akiko —susurré mirando el tanto con aprensión. Era un puñal sencillo, sin adornos, que mi doncella llevaba encima para disuadir a los ladronzuelos de poca monta. Ni siquiera sabía usarlo.

Pero Akiko me empujó hacia atrás con decisión.

—No se muevan —les dijo a nuestros perseguidores y luego se dirigió a mí—: ¡Huya, señorita!

—No voy a dejarte —murmuré.

El tipo de la verruga avanzó. Creo que hubiese golpeado a Akiko sin dudarlo, pero no tuvo la oportunidad de hacerlo.

Porque entonces una sombra cayó del cielo frente a él.

En realidad, no cayó del cielo, sino que saltó desde el tejado más próximo; tampoco era una sombra, solo un joven ronin vestido de negro que se irguió con la elegancia de un bailarín y se puso en posición de guardia. Estaba de espaldas cuando lo vi por primera vez, pero contuve el aliento de todas maneras: era alto, esbelto y flexible como un junco. La chaqueta y los pantalones holgados que llevaba no ocultaban del todo su cuerpo musculoso ni su piel pálida como el marfil; el pelo lo tenía muy largo, y lo sujetaba con una cinta de cuero. Cuando ladeó el rostro para mirarnos de reojo, me fijé en sus armoniosos rasgos y en la cicatriz que los afeaba, un tajo en plena cara que iba del pómulo al mentón.

Era el joven de antes, el que nos había mirado mientras oíamos el tañido del arpa y había desaparecido justo después. ¿Qué hacía allí, también nos estaba siguiendo?

Sin prestarnos atención a Akiko y a mí, se situó delante de nosotras, sin bajar la guardia en ningún momento, y contempló a los otros ronin con aparente calma. Él también llevaba dos espadas samuráis.

Durante unos segundos, solo se oyó el lejano murmullo de las calles principales. Luego el ronin de la verruga gruñó:

—Largo.

El hombre de negro no movió un músculo. Yo estaba paralizada; la tela del kimono se me pegaba a la piel por culpa del sudor frío y me dolía la planta del pie, pero apenas me atrevía a respirar. No entendía lo que estaba ocurriendo ni deseaba hacerlo, solo quería marcharme de allí cuanto antes.

Nuestros perseguidores se miraron entre sí y, finalmente, uno de ellos levantó su katana y cargó contra el joven de negro.

Tiré de Akiko hacia un lado y las dos chocamos contra la pared sucia del callejón. Yo me golpeé la sien y mi amiga estuvo cerca de perder el equilibrio, pero se apoyó en mí en el último momento. Con el tanto en la mano aún. Cuando volví a mirar al ronin de negro, descubrí que había cambiado de posición y se había movido con nosotras; también había desenvainado su katana y la mantenía cruzada frente a él como si aguardara un nuevo ataque, con la guardia alta y los pies firmemente anclados al suelo.

Y ese ataque llegó. Esta vez fue el tipo de la verruga el que se abalanzó sobre él: las katanas entrechocaron, una chispa refulgió en el callejón y Akiko y yo gritamos al mismo tiempo.

—Corran.

Tardé una fracción de segundo en darme cuenta de que el hombre de negro se dirigía a nosotras, y un poco más en comprobar que se las había arreglado para cambiar las tornas y mi doncella y yo ya no estábamos acorraladas.

Yo dudé, pero Akiko no: sin mediar palabra, mi doncella me agarró de la manga y, dejando atrás a nuestro misterioso salvador, me arrastró en una precipitada huida por las calles de Kioto.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Kioto, Universidad de Estudios Extranjeros. Febrero de 2018

 

El teléfono empieza a sonar justo cuando el profesor Ikeda ha terminado de traducir en voz alta el primer capítulo del libro.

—Disculpe. —Coloca el dedo índice en la página en la que se ha quedado leyendo y responde a la llamada.

Mientras habla, yo me quedo mirando las tapas descoloridas del diario. Las palabras de Amelia aún resuenan dentro de mi cabeza: «No soy capaz de lamentar la frívola decisión que tomé y que cambiaría el curso de mi vida para siempre». ¿Me arrepentiré yo alguna vez de mi propia travesura, de haber cruzado el mundo para recuperar algo que consideraba que me pertenecía por derecho? Aún no puedo saberlo. Después de todo, Amelia me llevaba ventaja: cuando ella escribió su diario, ya había vivido los hechos que decidió narrar en él.

¿Quién será el joven de negro que aparece ya en el primer capítulo, el que las salvó a Akiko y a ella de esos hombres durante su escapada nocturna por la ciudad imperial? Siento cierta emoción al imaginar las posibles respuestas a esa pregunta, pero me digo que no debo sacar conclusiones precipitadas: no podré estar segura de nada hasta que descubra cómo sigue la historia.

No sé cuánto tiempo llevo pensando en Amelia Caldwell y Después del monzón. A veces me pregunto qué hubiese pensado Amelia de haber sabido que, ciento cincuenta años después de haber escrito su libro, otra mujer se obsesionaría con él hasta el punto de dejarlo todo para viajar al otro lado del mundo y desentrañar los secretos que duermen entre sus páginas. Por lo poco que he leído, o más bien escuchado, tengo la impresión de que no se hubiese concedido a sí misma semejante importancia.

Aprovecho la interrupción para contemplar al profesor Ikeda con disimulo. De nuevo, pienso en lo mucho que contrastan su mirada despierta y el gesto aburrido de sus labios. Es como si perteneciesen a dos personas diferentes. Por lo demás, me ha parecido alto cuando ha pasado por mi lado, aunque sin exageraciones, y lleva un traje entallado a su cuerpo esbelto que deja mi jersey amarillo a la altura del barro. No paso por alto ciertos detalles que Marta aprobaría, como las manos grandes o la elegante línea de la mandíbula; también sospecho que es mayor de lo que aparenta, aunque he notado que eso es algo relativamente habitual entre las personas asiáticas. ¡Qué afortunadas! Yo tengo arrugas desde que intenté sacarme unas oposiciones a los veintiocho años. No aprobé ni el primer examen.

Volviendo al profesor Ikeda, creo que el problema está en ese aire severo. Si me lo imagino con unos vaqueros y una camiseta de algodón, por ejemplo, creo que tendría buen aspecto.

Entonces, como si él me hubiese leído el pensamiento, nuestras miradas se cruzan durante una fracción de segundo. Yo me siento azorada de pronto, así que saco mi móvil del bolso.

He encontrado el libro, le escribo rápidamente a Marta, pero las cosas no han ido exactamente como esperaba.

¿Y eso?, contesta ella al cabo de un momento.

El original está en Tokio, pero un profesor de Kioto me está traduciendo una copia en japonés que tenía en su despacho.

Qué simpático, ¿no?

Yo reprimo un bufido. Es cualquier cosa menos simpático, pero le agradezco que se haya ofrecido.

Entonces, ¿qué pasa con tu plan? ¿Sigue adelante o no?

El profesor Ikeda cuelga el teléfono en ese momento y yo también guardo el móvil. Cuando nuestros ojos vuelven a encontrarse, siento un ligero vértigo en el estómago, pero ni siquiera sé por qué. El joven parece tranquilo, aunque una arruga de preocupación ha aparecido en su frente.

—¿Va todo bien? —le pregunto por cortesía. Me doy cuenta de que estoy toqueteándome el pelo, como siempre que me pongo nerviosa, y me obligo a dejar las manos quietas sobre mi regazo.

El profesor tarda un poco en responder:

—Perfectamente. —Por fin, deja de observarme y abre el libro de nuevo—. ¿Continuamos?

Sí.

Pero, antes de que pueda comenzar, pregunto impulsivamente:

—¿Por qué le interesa a usted la historia de Amelia Caldwell?

Él arruga la frente y eso hace que me arrepienta de haber preguntado, pero ya no tiene remedio.

—Soy investigador —dice el profesor como si eso lo explicara todo—. Igual que usted.

Igual que yo, ¿eh?

Reprimo un suspiro. Está claro que no tiene ganas de charlar.

—Entiendo.

No me atrevo a seguir con el interrogatorio: lo último que quiero es que el profesor Ikeda se ponga a hacerme preguntas a mí. Ha sido una suerte que se haya ofrecido a traducirme el libro y solo faltaría que mi curiosidad lo estropeara todo. No, es mejor que me calle por ahora y me limite a escuchar.

Él retoma la lectura. Su voz es grave y dulce al mismo tiempo, como de locutor. Aunque habla español con fluidez, pronuncia algunas eles como erres: por ejemplo, dice «Ameria Carwell» en vez de «Amelia Caldwell». Pero resulta agradable escucharlo de todos modos. Aunque habla en voz baja, sus palabras parecen conquistar el despacho entero.

Mis ojos se deslizan hacia la única ventana, hacia las ramas del ciruelo desnudo. Es una imagen delicadamente hermosa, aunque también triste; la próxima vez, me digo para animarme, vendré a Japón coincidiendo con el florecimiento primaveral (creo que lo llaman hanami). Tiene que ser todo un espectáculo. Y bastante caro, pero siempre puede tocarme la lotería, ¿no?

Sin dejar de contemplar el árbol solitario, vuelvo a concentrarme en la historia de Amelia, Akiko y el misterioso ronin de negro.